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A la mañana siguiente, cuando el juez entró en la sala, solo el cambio de la corbata daba una pista de que había salido del edificio en algún momento. Nat se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que también las corbatas comenzaran a repetirse por segunda o tercera vez.

—Buenos días —saludó el juez Kravats mientras ocupaba su sitio en el estrado y miraba a la nutrida concurrencia como si fuese un paternal predicador a punto de dirigirse a sus feligreses—. Señor Ebden, puede llamar al siguiente testigo.

—Muchas gracias, señoría. Llamo a declarar al inspector Petrowski.

Fletcher observó atentamente al inspector cuando este se dirigió a la tribuna de los testigos. Levantó la mano derecha y prestó juramento. Petrowski había pasado por los pelos la talla exigida por la policía para su ingreso en el cuerpo. Su traje muy prieto indicaba más el físico de un luchador que el de alguien con sobrepeso. Tenía la mandíbula cuadrada y los ojos pequeños; las comisuras de los labios se inclinaban ligeramente hacia abajo y transmitían la impresión de que era una persona poco dada a sonreír. Uno de los miembros del equipo de Fletcher había averiguado que el nombre de Petrowski circulaba como el más firme candidato a suceder a Don Culver cuando el jefe de policía se retirara. Tenía fama de trabajar siempre de acuerdo con las normas, pero detestaba el papeleo y prefería por encima de todo presentarse en la escena del crimen a estar sentado en un despacho de la jefatura.

—Buenos días, inspector Petrowski —le saludó el fiscal con una sonrisa. Petrowski correspondió al saludo con un gesto, sin sonreír—. Por favor, para que quede constancia, díganos su nombre completo y su cargo.

—Frank Petrowski, inspector jefe del departamento de policía de Hartford.

—¿Cuántos años hace que es inspector?

—Catorce años.

—¿Cuándo le ascendieron a inspector jefe?

—Hace tres años.

—Después de haber establecido sus credenciales, pasemos ahora a la noche del crimen. En el informe policial consta que usted fue el primero en llegar a la escena del crimen.

—Así es —asintió Petrowski—. Yo era el oficial de servicio aquella noche, después de relevar al jefe Culver a las ocho.

—¿Dónde se encontraba a las dos y media de la madrugada cuando recibió la llamada del jefe Culver?

—Estaba en un coche patrulla para ir a investigar un robo en unos locales de la calle Marsham, cuando un agente me llamó para decirme que el jefe quería que fuera inmediatamente a casa de Ralph Elliot en West Hartford, donde al parecer se había cometido un asesinato. Como solo me encontraba a unos minutos del lugar, me hice cargo del caso y envié a otra dotación para que se ocupara del robo.

—¿Fue usted directamente a casa de los Elliot?

—Sí, pero de camino llamé a la jefatura para pedir que me enviaran a un equipo forense y al mejor fotógrafo que pudieran sacar de la cama a esas horas.

—¿Qué se encontró cuando llegó a casa de los Elliot?

—Me sorprendió comprobar que la puerta principal estaba abierta y la señora Elliot acurrucada en un rincón del vestíbulo. Me dijo que había encontrado el cadáver de su marido en el despacho y señaló hacia el otro extremo del pasillo. Añadió que el jefe Culver le había advertido que no tocara nada, razón por la cual la puerta principal continuaba abierta. Fui directamente al despacho y después de verificar que el señor Elliot estaba muerto, volví al vestíbulo y le tomé declaración a la esposa. Las copias de la declaración las tiene el tribunal.

—¿Qué hizo a continuación?

—En su declaración, la señora Elliot dijo que estaba durmiendo cuando oyó dos disparos procedentes de la planta baja, así que yo y otros tres agentes volvimos al despacho para buscar los casquillos.

—¿Los encontraron?

—Sí. El primero fue fácil de localizar porque, después de atravesar el corazón del señor Elliot, el proyectil acabó incrustado en un panel de madera detrás del escritorio. Con el segundo tardamos un poco más, pero al final lo descubrimos alojado en el techo encima de la mesa del señor Elliot.

—¿Los dos proyectiles pudieron ser disparados por la misma persona?

—Es posible —respondió Petrowski—, si el asesino intentó simular que se había producido un forcejeo o que la víctima se había disparado a sí misma.

—¿Es esto algo frecuente en los casos de homicidio?

—En más de una ocasión, el criminal intenta dejar pruebas contradictorias.

—¿Pudieron probar que ambos proyectiles fueron disparados con la misma arma?

—Lo confirmaron las pruebas de balística efectuadas al día siguiente.

—¿Había huellas dactilares en el arma?

—Sí —respondió Petrowski—, la huella de una palma en la culata y la de un dedo índice en el gatillo.

—¿Pudieron identificar más tarde a quién correspondían dichas huellas?

—Sí. —El inspector hizo una pausa—. Ambas coincidían con las huellas del señor Cartwright.

Se escuchó un fuerte murmullo entre los espectadores sentados detrás de Fletcher. Este intentó no parpadear mientras observaba la reacción de los jurados ante esa información. Al cabo de un momento, escribió unas líneas en su libreta. El juez descargó varios golpes con el mazo para llamar al orden, antes de que el fiscal pudiese continuar.

—Por el punto de entrada del proyectil en el cuerpo, y las quemaduras de pólvora en el pecho, ¿pudieron calcular la distancia a la que se encontraba el asesino de su víctima?

—Sí —manifestó Petrowski—. Los forenses estimaron que el atacante se encontraba a un metro o menos delante de la víctima y por el ángulo de entrada del proyectil, pudieron demostrar que los dos hombres estaban de pie.

—Protesto, señoría —dijo Fletcher, que se levantó—. Aún tenemos que demostrar que fue un hombre quien efectuó uno de los dos disparos.

—Se acepta.

—Después de recoger todas las pruebas —prosiguió el fiscal, como si no le hubiesen interrumpido—, ¿fue usted quien tomó la decisión de detener al señor Cartwright?

—No. Para entonces ya había llegado el jefe y aunque era mi caso, le pregunté si él también le tomaría declaración a la señora Elliot, para asegurarse de que su relato no presentaba ninguna modificación.

—¿Encontraron alguna?

—No, era coherente en todos los puntos esenciales.

Fletcher subrayó la palabra «esencial» porque la habían utilizado Petrowski y el jefe Culver. Se preguntó si sería una coincidencia o si se habrían puesto de acuerdo para declarar lo mismo.

—¿Fue entonces cuando decidió detener al acusado?

—Sí, fue a recomendación mía, pero la decisión final la tomó el jefe.

—¿No estaban asumiendo un gran riesgo al detener a un candidato en plena campaña electoral?

—Sí, por supuesto, y discutí el problema con el jefe. A menudo hemos comprobado a nuestra costa que las primeras veinticuatro horas son las más importantes en cualquier investigación y teníamos un cadáver, dos balas y un testigo del crimen. Consideré que sería una abrogación de mi deber si no detenía al presunto asaltante sencillamente porque tenía amigos muy influyentes.

—Protesto, señoría, es una manifestación de prejuicio —manifestó Fletcher.

—Se acepta —dijo el juez—. Que no conste en la transcripción. —Miró al inspector y añadió—: Por favor, aténgase a los hechos, inspector. Sus opiniones no me interesan en lo más mínimo.

Petrowski asintió en silencio. Fletcher se volvió hacia Nat.

—Esa última declaración me suena a que fue escrita en el despacho del fiscal. —Guardó silencio un momento, miró la hoja que tenía delante y comentó que el testigo había dicho «puntos esenciales», «abrogación» y «asaltante» como si lo hubiera aprendido de memoria—. Petrowski no tendrá la oportunidad de contestarme con respuestas preparadas cuando lo interrogue.

—Muchas gracias, inspector —dijo Ebden—. No tengo más preguntas para el inspector Petrowski, señoría.

—¿Quiere usted interrogar al testigo? —le preguntó el juez a Fletcher, atento a otra maniobra táctica.

—Sí, por supuesto, señoría. —Fletcher permaneció sentado mientras pasaba una hoja de su libreta—. Inspector Petrowski, le ha dicho usted al jurado que las huellas dactilares de mi cliente estaban en el arma, ¿no es así?

—No solo las huellas dactilares, sino también la huella de la palma en la culata tal como consta en el informe pericial.

—¿No le ha dicho también al jurado que, de acuerdo con su experiencia, los criminales a menudo intentan dejar pruebas contradictorias con la intención de engañar a la policía?

Petrowski asintió, sin abrir la boca.

—¿Sí o no, inspector?

—Sí —respondió Petrowski.

—¿Describiría usted al señor Cartwright como un tonto?

Petrowski vaciló mientras intentaba deducir hacia dónde quería llevarlo Fletcher.

—No, diría que es un hombre muy inteligente.

—¿Diría usted que dejar las huellas dactilares y de la palma de la mano en el arma homicida son rasgos de un hombre muy inteligente?

—No, pero el señor Cartwright no es un asesino profesional y no piensa como ellos. Los aficionados a menudo se dejan dominar por el pánico y entonces es cuando cometen los errores más tontos.

—¿Como dejar el arma en el suelo, con sus huellas dactilares, y salir corriendo de la casa sin preocuparse de cerrar la puerta principal?

—Efectivamente. Es algo que no me sorprende, a la vista de las circunstancias.

—Usted dedicó muchas horas a interrogar al señor Cartwright, inspector. ¿Le parece la clase de hombre que se deja dominar por el pánico y se da a la fuga sin más?

—Protesto, señoría —dijo Ebden y se levantó—. ¿Cómo puede el inspector Petrowski responder a esa pregunta?

—Señoría, el inspector Petrowski ha estado más que dispuesto a dar su opinión sobre los hábitos de los asesinos aficionados y los profesionales; por tanto, no veo cómo le puede incomodar responder a la pregunta.

—No se acepta, abogado. Continúe.

Fletcher agradeció la decisión con un gesto, se puso de pie y caminó hasta la tribuna de los testigos, donde se detuvo delante del inspector.

—¿Había huellas dactilares de alguien más en el arma?

—Sí —manifestó Petrowski, que no pareció en absoluto impresionado por la presencia de Fletcher—. Había huellas parciales del señor Elliot, pero estas están justificadas porque él cogió el arma del cajón para defenderse.

—¿Las huellas estaban en el arma?

—Sí.

—¿Verificó usted si había residuos de pólvora debajo de las uñas?

—No —respondió el policía.

—¿Por qué no? —preguntó Fletcher.

—Porque se necesita tener unos brazos muy largos para dispararse a uno mismo desde una distancia de un metro.

El público se echó a reír y Fletcher esperó a que cesaran las carcajadas.

—Así y todo, bien pudo disparar la primera bala que acabó en el techo.

—También pudo ser la segunda —contraatacó Petrowski.

Fletcher se apartó de la tribuna de los testigos para acercarse al jurado.

—Cuando le tomó declaración a la señora Elliot, ¿cómo iba vestida?

—Llevaba una bata. Explicó que estaba durmiendo cuando oyó el primer disparo.

—Ah, sí, lo recuerdo —manifestó Fletcher antes de dirigirse a su mesa. Recogió una hoja de papel y leyó en voz alta—: «Entonces la señora Elliot oyó el segundo disparo, salió del dormitorio y corrió hasta el rellano».

Petrowski asintió.

—Por favor, responda a la pregunta, inspector, ¿sí o no?

—No recuerdo la pregunta —dijo Petrowski, con tono irritado.

—«Entonces la señora Elliot oyó el segundo disparo, salió del dormitorio y corrió hasta el rellano».

—Sí, eso fue lo que nos dijo.

—«Se quedó allí y observó cómo el señor Cartwright salía corriendo por la puerta principal». ¿También esto es correcto? —preguntó Fletcher, que miró directamente al inspector.

—Sí, lo es —contestó Petrowski, con un visible esfuerzo por mantener la calma.

—Inspector, le ha dicho al jurado que entre los profesionales que llamó para ayudarle había un fotógrafo.

—Sí, es la práctica habitual en estos casos; todas las fotos que se tomaron aquella noche han sido presentadas como pruebas.

—Por supuesto —admitió Fletcher. Cogió un sobre de gran tamaño y vació las fotos sobre la mesa. Escogió una y se acercó a la tribuna de los testigos—. ¿Es esta una de las fotos?

Petrowski la observó con mucha atención y después miró el sello en el reverso.

—Sí, así es.

—¿Puede describírsela al jurado?

—Es una foto de la puerta principal de la casa de los Elliot, tomada desde el camino de entrada.

—¿Por qué se escogió esta foto en particular para presentarla como prueba?

—Porque demostraba que la puerta estaba abierta cuando el asesino se dio a la fuga. También muestra el largo pasillo que lleva hasta el despacho del señor Elliot.

—Sí, por supuesto, tendría que haberme dado cuenta —comentó Fletcher. Guardó silencio un momento—. ¿La figura acurrucada en el pasillo, es la señora Elliot?

El inspector volvió a mirar la foto.

—Sí, lo es. En aquel momento parecía tranquila, así que decidimos no molestarla.

—Muy considerado de su parte —dijo Fletcher—. Permítame que le haga una última pregunta, inspector. ¿Le dijo usted al fiscal que no llamó a una ambulancia hasta dar por concluida la investigación?

—Así es. El personal de las ambulancias a veces se presenta en la escena del crimen antes de que llegue la policía y tienen fama de contaminar las pruebas.

—¿Es eso cierto? —replicó Fletcher—. Pero no fue así en esta ocasión, porque usted fue la primera persona en presentarse después de la llamada de la señora Elliot al jefe Culver.

—Sí.

—Una rapidez sorprendente —apuntó Fletcher—. ¿Tiene idea de cuánto tardó en llegar a casa de la señora Elliot en West Hartford?

—Cinco o seis minutos.

—Sin duda no respetó los límites de velocidad para conseguirlo —dijo Fletcher, y sonrió.

—Puse la sirena en marcha, pero como eran las dos de la mañana, apenas había coches.

—Le agradezco la explicación. No haré más preguntas, señoría.

—¿Adónde quería llegar? —murmuró Nat cuando el abogado se sentó.

—Ah, me alegra comprobar que no lo ha descubierto —afirmó Fletcher—. Ahora solo nos queda rogar para que tampoco lo descubra el fiscal.