El lunes siguiente, después de que el alguacil tomara juramento al jurado, el juez Kravats invitó al fiscal a que hiciera su exposición de apertura.
Richard Ebden se levantó lentamente. Era un hombre alto, elegante, canoso, con la reputación de hechizar a los jurados. El traje azul oscuro era su atuendo habitual para el primer día de los juicios. La camisa blanca y la corbata azul transmitían una sensación de confianza.
El fiscal estaba muy orgulloso de sus éxitos, algo que resultaba un tanto irónico porque era un hombre de familia, religioso y de modales amables, que incluso cantaba como bajo en el coro local. Ebden se levantó de la silla, fue hasta el espacio que quedaba entre la mesa y el estrado del juez y se volvió para mirar al jurado.
—Miembros del jurado —comenzó—, en todos mis años como fiscal, en contadas ocasiones me he encontrado con un caso de homicidio donde no existe ninguna duda de quién fue el autor.
Fletcher se inclinó hacia Nat para susurrarle al oído:
—No se preocupe, es lo que dice siempre. Ahora viene: «Pero a pesar de esto…».
—Pero a pesar de esto, debo exponerles los hechos ocurridos durante la noche del doce al trece de febrero. El señor Cartwright —se volvió sin prisas para mirar al acusado—… participó en un programa de televisión con Ralph Elliot, una figura muy respetada y popular en nuestra comunidad y, quizá todavía más importante, el claro favorito a ganar la nominación republicana, que podría haberle llevado a ser el gobernador de nuestro querido estado. Un hombre que se acercaba a la cumbre de su carrera, a punto de recibir el más absoluto respaldo de un electorado agradecido por sus años de desinteresado servicio a la comunidad. Pero ¿cuál sería su recompensa? Acabó asesinado por su rival político.
»¿Cómo se llegó a esa lamentable tragedia? Al señor Cartwright se le preguntó si su esposa era una inmigrante ilegal, así son las cosas en los debates políticos, una pregunta que debo añadir no se mostró muy dispuesto a responder. ¿Por qué? Porque sabía que era verdad, y que la había mantenido oculta durante veinte años. Después de negarse a responder a la pregunta, ¿qué hace el señor Cartwright a continuación? Intenta descargar las culpas en Ralph Elliot. En cuanto termina el programa, comienza a insultarlo, lo llama embustero, lo acusa de un montaje y, lo que es más significativo, proclama: “Así y todo, acabaré contigo”.
»No confíen en mis palabras para condenar al señor Cartwright, porque están ustedes a punto de comprobar que no se trata de rumores, habladurías o fruto de mi mente, porque toda la conversación entre los dos rivales fue registrada para la posteridad gracias a la televisión. Me hago cargo de que no es un procedimiento habitual, su señoría, pero dadas las circunstancias, desearía que el jurado pudiese ver la grabación.
Ebden hizo un gesto en dirección a su mesa y uno de sus ayudantes apretó un botón.
Durante los doce minutos siguientes, Nat miró la pantalla que habían instalado delante de los miembros del jurado y recordó con profundo remordimiento su terrible enfado. En cuanto acabó la proyección del vídeo, Ebden continuó con su exposición.
—No obstante, sigue siendo responsabilidad del estado demostrar qué ocurrió después de que este hombre furioso y vengativo se marchara del estudio de televisión. —Ebden bajó la voz—. Regresó a su casa y descubrió que su hijo, su único hijo, se había suicidado. Todos nosotros podemos comprender muy bien los efectos que semejante tragedia puede tener en un padre. Resultó ser, miembros del jurado, que esa trágica muerte puso en marcha una cadena de acontecimientos que acabaron con el asesinato a sangre fría de Ralph Elliot. Cartwright le dijo a su esposa que, después de ir al hospital, regresaría inmediatamente a casa, pero no tenía la intención de hacerlo, porque ya había planeado dirigirse antes a la casa del señor y la señora Elliot. ¿Cuál pudo haber sido la razón para esa intempestiva visita nocturna a las dos de la mañana? Solo podía haber un propósito: el de retirar para siempre a Ralph Elliot de la carrera por la candidatura a gobernador. Lamentablemente para su familia y nuestro estado, el señor Cartwright tuvo éxito en su misión.
»Se presentó sin ser invitado en la casa de la familia Elliot a las dos de la mañana. El propio señor Elliot, que se encontraba en su despacho ocupado en redactar su discurso de aceptación, le abrió la puerta. El señor Cartwright irrumpió en la casa y le asestó un puñetazo en la nariz al señor Elliot, que a punto estuvo de derribarlo. El señor Elliot se recuperó a tiempo de ver que su adversario pretendía seguir con el ataque y echó a correr hacia su despacho, donde cogió un arma que guardaba en el cajón de su escritorio. Se volvió en el instante en que Cartwright saltaba sobre él y le arrebataba el arma, con lo que privó así al señor Elliot de toda defensa. Cartwright empuñó el arma, apuntó a su víctima, tumbada en el suelo, y le descerrajó un tiro que le atravesó el corazón. Luego efectuó un segundo disparo contra el techo para simular que se había producido un forcejeo. Muerto su rival, Cartwright dejó caer el arma, salió de la casa por la puerta principal que seguía abierta, subió a su coche y regresó rápidamente a su casa. Sin que lo supiera, había dejado atrás a un testigo de todo lo ocurrido: la esposa de la víctima, la señora Rebecca Elliot. En el momento en que se oyó el primer disparo, la señora Elliot salió de su dormitorio en el primer piso para asomarse por encima de la balaustrada del rellano e instantes después de escuchar la segunda detonación, vio horrorizada cómo Cartwright escapaba del domicilio. De la misma manera que las cámaras de televisión registraron todos los detalles del programa, la señora Elliot les describirá a ustedes con la misma precisión todos los detalles de lo que ocurrió la noche de autos.
El fiscal desvió la mirada del jurado para mirar directamente a Fletcher.
—Dentro de unos momentos, el abogado defensor se levantará de la silla y, con todo su encanto y oratoria, intentará que ustedes lloren mientras hace todo lo posible por cambiar la realidad de lo sucedido. Pero lo que no podrá cambiar es el cadáver de un hombre inocente, asesinado a sangre fría por su adversario político. Tampoco podrá cambiar sus palabras registradas por las cámaras de televisión: «Así y todo, acabaré contigo». Lo que no podrá borrar es la existencia de un testigo del asesinato, la viuda del señor Elliot, Rebecca.
Ebden miró entonces a Nat.
—Puedo comprender que sientan cierta compasión por este hombre, pero después de que escuchen todos los testimonios y vean todas las pruebas, creo que ninguno de ustedes tendrá la más mínima duda de la culpabilidad del señor Cartwright, por lo que no tendrán más alternativa que cumplir con su deber con el estado y la sociedad y declararlo culpable.
Un silencio siniestro reinó en la sala cuando Richard Ebden volvió a su mesa. Varias cabezas asintieron, incluso una o dos entre los miembros del jurado. El juez Kravats escribió una nota en el papel que tenía delante y a continuación miró hacia la mesa de la defensa.
—¿Va usted a responder, abogado? —preguntó, sin preocuparse en disimular el tono irónico en su voz.
Fletcher se puso de pie y le respondió sin vacilar:
—No, muchas gracias, señoría. La defensa no tiene la intención de hacer una exposición inicial.
Nat y Fletcher permanecieron sentados, en silencio, y con la mirada al frente, en medio del tumulto que se desató en la sala. El juez golpeó insistentemente con su mazo, dispuesto a imponer orden y continuar con la sesión. Fletcher miró de reojo hacia la mesa de la fiscalía y vio cómo Richard Ebden mantenía una intensa discusión con los otros miembros de su equipo. El juez procuró disimular una sonrisa en cuanto advirtió la astuta maniobra táctica que había realizado el abogado defensor y que había conseguido desorientar al fiscal y a su gente. Miró una vez más al fiscal.
—Señor Ebden, a la vista de la decisión de la defensa, ¿querrá llamar a su primer testigo? —preguntó con tono neutro.
Ebden se levantó; evidentemente había perdido parte de su confianza al descubrir el juego de Fletcher.
—Señoría, creo que a la vista de las circunstancias solicitaré un receso.
—Protesto, señoría —gritó Fletcher, que se levantó de un salto—. El estado ha tenido varios meses para preparar el caso. ¿Hemos de entender que ahora no son capaces de presentar ni a un solo testigo?
—¿Es ese el caso, señor Ebden? —preguntó el juez—. ¿No puede llamar a su primer testigo?
—Efectivamente, señoría. Nuestro primer testigo es el señor Don Culver, jefe de policía de la ciudad, y no queríamos apartarlo de sus importantes obligaciones hasta que fuese absolutamente necesario.
Fletcher se levantó de nuevo.
—Es absolutamente necesario, señoría. Es el jefe de policía y este es un juicio por asesinato. Por tanto, solicito que el caso sea sobreseído dado que no hay disponible ningún testimonio de la policía para presentar ante este tribunal.
—Buen intento, señor Davenport, pero no colará —replicó el juez—. Señor Ebden, le concedo el receso que ha pedido. El juicio se reanudará inmediatamente después de la hora de la comida; si para ese momento el jefe de policía no está con nosotros, declararé nulo su testimonio.
El fiscal asintió sin poder disimular lo violento que se sentía.
—Todos en pie —anunció el alguacil, cuando el juez Kravats se levantó y consultó el reloj antes de abandonar la sala.
—Creo que hemos ganado el primer asalto —comentó Tom, mientras el fiscal y los suyos se retiraban apresuradamente.
—Es posible —admitió Fletcher—, pero necesitamos algo más que victorias pírricas para triunfar en la batalla final.
Nat detestaba rondar por los pasillos, así que volvió a la mesa de la defensa mucho antes de que acabara el descanso para comer. Miró hacia la mesa de la fiscalía, donde también Richard Ebden estaba en su sitio, y comprendió que no volvería a cometer el mismo error una segunda vez. Sin embargo, ¿había deducido las razones de Fletcher para arriesgar aquella jugada? Fletcher le había explicado durante el receso que, a su juicio, la única manera de ganar el caso consistía en minar el testimonio de Rebecca Elliot; por consiguiente, no podía permitir que se relajara ni un instante. Después de la advertencia del juez, Ebden se vería obligado a tenerla esperando en el pasillo, quizá durante días, antes de ser llamada a declarar.
Fletcher se sentó junto a Nat solo unos segundos antes de que el juez entrara en la sala.
—El jefe Culver está en el pasillo con un humor de mil demonios y la señora Elliot está sentada sola en un rincón, sin nada más que hacer que morderse las uñas. Mi propósito es tenerla esperando durante varios días —añadió cuando el alguacil anunció:
—Todos en pie. Preside el juez Kravats.
—Buenas tardes —dijo el juez y después miró al fiscal—. ¿Tiene un testigo para nosotros, señor Ebden?
—Sí, señoría. El estado llama al jefe de policía Don Culver.
Nat observó mientras Don Culver ocupaba su asiento en la tribuna de los testigos y repetía el juramento. Había algo raro en el jefe de policía y no conseguía averiguar qué era. Entonces vio cómo se curvaban el dedo índice y medio de la mano derecha de Culver y se dio cuenta de que era la primera vez que lo veía sin el puro, que era su marca de fábrica.
—Señor Culver, ¿puede decirle al jurado cuál es el cargo que desempeña?
—Soy el jefe de policía de la ciudad de Hartford.
—¿Desde cuándo ocupa dicho cargo?
—Hace poco más de catorce años.
—¿Cuánto tiempo lleva en la policía?
—Treinta y seis años.
—Por tanto, podemos decir que tiene una gran experiencia en los casos de homicidio, ¿no es así?
—Supongo que así es, efectivamente —respondió Culver.
—¿Ha tenido ocasión de tratar con el acusado?
—Sí, en varias ocasiones.
—Está robándome algunas de mis preguntas —le susurró Fletcher a Nat—, aunque todavía no sé el motivo.
—¿Tiene usted una opinión formada de él?
—Sí, la tenía, era un ciudadano respetable y cumplidor de la ley, hasta que asesinó…
—Protesto, señoría —dijo Fletcher, que se levantó en el acto—. Le corresponde al jurado decidir quién asesinó al señor Elliot, no al jefe de policía. Aún no vivimos en un estado policial.
—Se acepta —asintió el juez.
—Todo lo que puedo decir —prosiguió Culver— es que hasta el momento de producirse el asesinato, tenía decidido votarle.
Se escucharon algunas risas en la sala.
—Cuando yo haya acabado con Culver —susurró Fletcher—, estoy seguro de que tampoco me votará a mí.
—En ese caso, sin duda tendrá usted alguna duda sobre la posibilidad de que un sobresaliente ciudadano sea capaz de cometer un asesinato.
—Ninguna en absoluto, señor Ebden —respondió Culver—. Los asesinos no son delincuentes del montón.
—¿Podría explicarnos a qué se refiere, jefe?
—Por supuesto —afirmó Culver—. Los homicidios habituales suelen ser una cuestión doméstica, por lo general dentro del entorno familiar, y a menudo cometidos por alguien que nunca había cometido un crimen antes y que probablemente no lo volverá a hacer nunca más. En cuanto se les detiene, se muestran mucho más dóciles que el vulgar ratero.
—¿Cree usted que el señor Cartwright entra en esa categoría?
—Protesto —exclamó Fletcher, esta vez sin levantarse—. ¿Cómo puede el jefe Culver saber la respuesta a esa pregunta?
—Porque llevo tratando con criminales desde hace treinta y seis años —replicó Don Culver.
—Que no conste en acta —decidió el juez—. La experiencia puede estar muy bien, pero el jurado solo debe basarse en las pruebas de este caso en particular.
—Muy bien, entonces pasemos a una pregunta que sí trata de las pruebas de este caso en particular —manifestó el fiscal—. ¿Cómo se vio implicado en este caso, jefe Culver?
—Recibí en mi casa una llamada de la señora Elliot en la noche del doce al trece de febrero.
—¿Le llamó a su casa? ¿Es una amiga personal?
—No, pero todos los candidatos a cargos públicos pueden ponerse en contacto conmigo directamente. A menudo son objeto de amenazas, reales o imaginarias, y no es ningún secreto que el señor Elliot había recibido varias amenazas de muerte desde que se presentó a las elecciones.
—Cuando la señora Elliot lo llamó, ¿tomó usted nota exacta de sus palabras?
—Por supuesto —afirmó el jefe Culver—. Estaba histérica y no dejaba de gritar. Recuerdo que tuve que apartar el auricular; gritaba tanto que despertó a mi esposa. —De nuevo se escucharon algunas risas dispersas y Culver esperó a que se hiciera el silencio—. Escribí sus palabras exactas en una libreta que tengo junto al teléfono.
Abrió la libreta y Fletcher se levantó.
—¿Es admisible? —preguntó.
—Consta en la lista de documentos aprobados, señoría —señaló Ebden—, como estoy seguro de que sabe el señor Davenport. Ha tenido semanas para considerar si era admisible además de importante.
El juez miró al jefe de policía y le hizo un gesto.
—Prosiga —le dijo mientras Fletcher se sentaba.
—«Le acaban de disparar a mi marido en el despacho, por favor, venga lo antes posible» —leyó el jefe Culver.
—¿Qué le respondió usted?
—Le dije que no tocara nada, que me reuniría con ella en el tiempo que tardara en llegar allí.
—¿A qué hora recibió la llamada?
—A las dos y veintiséis —contestó el jefe, después de verificarlo en la libreta.
—¿A qué hora llegó a casa de los Elliot?
—Llegué a las tres y diecinueve. Primero tuve que llamar a la comisaría para ordenarles que enviaran al inspector de mayor rango que estuviese de servicio a la residencia de los Elliot. Luego tuve que vestirme, así que cuando por fin llegué al lugar, ya estaban allí dos agentes de un coche patrulla, claro que ellos no habían tenido que vestirse.
Una vez más, se oyeron las carcajadas en la sala.
—Por favor, descríbale al jurado con la mayor precisión lo que vio al llegar.
—La puerta principal estaba abierta y la señora Elliot se encontraba sentada en el suelo del vestíbulo, con las rodillas recogidas contra el pecho y la barbilla apoyada en ellas. Le hice saber que había llegado y a continuación me reuní con el inspector Petrowski en el despacho de la víctima. El señor Petrowski —añadió el jefe Culver— es uno de los inspectores más respetados de la policía, con una gran experiencia en homicidios, y como parecía tener la investigación muy bien encarrilada le dejé para que continuara con su trabajo, mientras yo volvía a reunirme con la señora Elliot.
—¿La interrogó?
—Por supuesto —contestó el jefe Culver.
—¿No lo había hecho antes el inspector Petrowski?
—Sí, pero a menudo es útil tomar dos declaraciones para compararlas más tarde y ver si hay diferencias en algún punto esencial.
—Señoría, dichas declaraciones no son más que suposiciones —intervino Fletcher.
—No lo son.
—Protesto —insistió Fletcher.
—Denegada, señor Davenport. Tal como ya se ha señalado, ha tenido usted acceso a esos documentos desde hace varias semanas.
—Gracias, señoría —dijo Ebden—. Quisiera que les diga al jurado qué hizo después, jefe.
—Propuse que fuéramos a sentarnos en la sala, para que la señora Elliot estuviese más cómoda. Luego le pedí que me explicara todo lo que había pasado aquella noche. La dejé que lo hiciera a su manera, porque muchas veces a los testigos les molesta que les hagan las mismas preguntas dos o tres veces. Después de tomar una taza de café, la señora Elliot declaró que dormía en su habitación cuando la despertó la primera detonación. Encendió la luz, se puso una bata y se acercó al rellano. Entonces oyó el segundo disparo. Luego vio cómo el señor Cartwright salía corriendo del despacho en dirección a la puerta, que estaba abierta. Se volvió por un momento, pero no pudo verla en la oscuridad del rellano, aunque ella le reconoció inmediatamente. A continuación corrió escaleras abajo y entró en el estudio, donde se encontró a su esposo tendido en el suelo en medio de un charco de sangre. Por último, me llamó sin perder ni un segundo.
—¿Continuó interrogándola?
—No, dejé a una agente con la señora Elliot mientras yo me dedicaba a verificar la declaración original. Después de consultarlo con el inspector Petrowski, fui al domicilio del señor Cartwright en compañía de dos agentes y lo detuve por el asesinato de Ralph Elliot.
—¿Se había ido a la cama?
—No, vestía las mismas prendas que llevaba en el programa de televisión aquella noche.
—No hay más preguntas, señoría.
—Su testigo, señor Davenport.
Fletcher se acercó a la tribuna de los testigos con una sonrisa en el rostro.
—Buenas tardes, jefe. No lo retendré mucho, dado que soy muy consciente de lo ocupado que está, pero así y todo tengo tres o cuatro preguntas que reclaman una respuesta. —El jefe no respondió a la sonrisa de Fletcher—. En primer lugar, me gustaría saber cuánto tiempo pasó desde que recibió en su casa la llamada de la señora Elliot hasta que procedió a la detención del señor Cartwright.
Los dedos del jefe Culver se movieron involuntariamente mientras pensaba en la pregunta.
—Dos horas, dos horas y media como mucho —respondió finalmente.
—Cuando llegó usted a casa del señor Cartwright, ¿cómo iba vestido?
—Ya se lo he dicho al jurado; exactamente con las mismas prendas que llevaba en el programa de televisión aquella noche.
—Por tanto, ¿no le abrió la puerta en pijama y bata como si acabara de levantarse de la cama?
—No, la verdad es que no —contestó el jefe Culver, intrigado.
—¿No cree que un hombre que acaba de cometer un crimen quizá se quitaría la ropa y se metería en la cama a las dos de la mañana, de forma tal que si la policía se presenta intempestivamente en la puerta de su casa, pueda al menos dar la impresión de que estaba durmiendo?
El jefe de policía frunció el entrecejo.
—Estaba consolando a su esposa.
—Me lo imagino —dijo Fletcher—. El asesino estaba consolando a su esposa. Ya puestos, jefe, permítame otra pregunta. ¿En el momento de detener al señor Cartwright, hizo alguna declaración?
—No —replicó Culver—. Manifestó que primero quería hablar con su abogado.
—¿No dijo absolutamente nada que usted pudiese consignar en su muy fiable libreta?
—Sí —admitió Culver; pasó algunas hojas de la libreta hasta que encontró lo que buscaba y lo leyó atentamente—. Sí —repitió con una sonrisa—. Cartwright dijo: «Pero todavía estaba vivo cuando lo dejé».
—«Pero todavía estaba vivo cuando lo dejé» —manifestó Fletcher como un eco—. No son precisamente las palabras de un hombre que intenta ocultar el hecho de que había estado allí. No se desvistió, no se fue a la cama y confesó abiertamente haber estado antes en casa de Elliot. —El jefe de policía permaneció en silencio—. Cuando le acompañó a la comisaría, ¿le tomó usted las huellas dactilares?
—Sí, por supuesto.
—¿Realizó usted algunas otras pruebas? —preguntó Fletcher.
—¿En qué está pensando? —replicó Culver.
—No juegue conmigo —dijo Fletcher y esta vez en su voz se insinuó un tono cortante—. ¿Realizó usted algunas otras pruebas?
—Sí —asintió Culver—. Verificamos si debajo de las uñas había algún rastro de que hubiese disparado un arma.
—¿Encontraron algún rastro de que el señor Cartwright hubiese disparado un arma? —preguntó Fletcher, que recuperó el tono amable.
—No encontramos residuos de pólvora en las manos o debajo de las uñas —declaró el jefe de policía después de un leve titubeo.
—No había residuos de pólvora en las manos o debajo de las uñas —repitió Fletcher, que miró al jurado.
—Sí, pero tuvo un par de horas para lavarse las manos y frotarse las uñas con un cepillo.
—Claro que sí, jefe, y también tuvo un par de horas para desvestirse, acostarse, apagar las luces de la casa y pensar en algo más convincente que decir sencillamente: «Pero todavía estaba vivo cuando lo dejé». —La mirada de Fletcher no se desvió en ningún momento del jurado.
De nuevo, el jefe Culver permaneció en silencio.
—Mi última pregunta, señor Culver, se refiere a algo que me ha estado incordiando desde que acepté el caso, sobre todo cuando pienso en sus treinta y seis años de experiencia, catorce de ellos como jefe de policía. —Miró de nuevo a Culver—. ¿En algún momento se le pasó por la cabeza que quizá el crimen lo hubiese cometido otra persona?
—No había ninguna señal de que alguien más hubiese entrado en la casa aparte del señor Cartwright.
—Sin embargo, ya había alguien más en la casa.
—Tampoco encontramos ninguna prueba que indicara que la señora Elliot pudiese estar implicada.
—¿Ninguna prueba de ningún tipo? —insistió Fletcher—. Confío y deseo, jefe, que encuentre tiempo en su apretada agenda para venir aquí y escuchar las preguntas que formularé a la señora Elliot; así el jurado podrá decidir si no había ninguna prueba que indicara que la señora Elliot pudiese estar implicada en este crimen.
Se desató un tumulto cuando todos en la sala comenzaron a hablar al mismo tiempo. El fiscal se levantó en el acto.
—Protesto, señoría —dijo a viva voz—. No es a la señora Elliot a quien se juzga.
No obstante, no consiguió hacerse oír por encima del estruendo de los golpes que el juez daba con el mazo mientras Fletcher volvía a su mesa. Cuando el juez consiguió restablecer una apariencia de orden en la sala, Fletcher solo añadió:
—No hay más preguntas, señoría.
—¿Tiene alguna prueba? —le susurró Nat cuando su abogado se sentó.
—Muy pocas —admitió Fletcher—, pero de una cosa estoy seguro. Si la señora Elliot asesinó a su marido, no conseguirá dormir mucho desde ahora hasta que se siente a declarar. En cuanto a Ebden, dedicará algunos días a preguntarse si sabemos algo que él no sepa.
Fletcher le sonrió al jefe Culver cuando este abandonó la tribuna de los testigos, pero la única respuesta que recibió fue un gesto desabrido.
El juez miró a los dos abogados.
—Creo que es suficiente por hoy, caballeros —les dijo—. Nos volveremos a reunir mañana por la mañana a las diez; entonces el señor Ebden podrá llamar a su siguiente testigo.
—Todos en pie.