— No puedo hacerlo —declaró Fletcher.
—¿Por qué no? —le preguntó Annie.
—Se me ocurren un centenar de razones.
—Di mejor un centenar de excusas.
—No puedo defender al hombre que pretendo derrotar en las elecciones —replicó Fletcher, sin hacer caso del comentario.
—Sin miedos ni favoritismos —citó Annie.
—¿Cómo quieres que haga la campaña?
—Eso será lo más fácil. —Annie se calló unos instantes—. En cualquier sentido.
—¿En cualquier sentido? —repitió Fletcher.
—Sí. Porque si es culpable, ni siquiera será el candidato republicano.
—¿Qué pasa si es inocente?
—Entonces serás alabado muy justamente por haber conseguido que saliera absuelto.
—Eso no es práctico ni sensato.
—Otras dos excusas.
—¿Por qué estás de su lado? —le preguntó Fletcher.
—No lo estoy —insistió Annie—. Estoy, y cito al profesor Abrahams, del lado de la justicia.
Fletcher permaneció callado durante unos momentos.
—Me pregunto qué hubiese hecho él enfrentado al mismo dilema.
—Sabes muy bien lo que hubiese hecho. Hay algunas personas que olvidarán estos principios en cuanto salgan de la universidad…
—… solo puedo confiar en que al menos una persona de cada promoción los recuerde —dijo Fletcher para completar la frase que siempre repetía el profesor.
—¿Por qué no hablas con él? —dijo Annie—. Quizá eso te convenza.
A pesar de las reiteradas advertencias de Jimmy y las vociferantes protestas de los demócratas locales —en realidad de todos excepto Annie—, se acordó que los dos hombres se verían para charlar al domingo siguiente.
El lugar escogido para la cita fue el banco Fairchild Russell, porque se consideró que no se cruzarían con muchos transeúntes un domingo por la mañana a primera hora.
Nat y Tom llegaron poco antes de las diez y el presidente del banco abrió la puerta principal y desconectó la alarma por primera vez en años. Solo tuvieron que esperar unos pocos minutos antes de que Fletcher y Jimmy aparecieran. Tom los hizo pasar rápidamente y los acompañó a la sala de juntas.
Cuando Jimmy presentó a su íntimo amigo a su cliente más importante, los hombres se miraron el uno al otro, sin tener muy claro cuál de los dos debía dar el primer paso.
—Es muy amable de…
—No había esperado…
Ambos se echaron a reír y después se estrecharon las manos calurosamente.
Tom propuso que Fletcher y Jimmy se sentaran a un lado de la mesa, mientras que él y Nat se acomodaban en el otro. Fletcher asintió con un gesto y, una vez sentados, abrió su maletín y extrajo una libreta de hojas amarillas, que colocó sobre la mesa, junto con una estilográfica que sacó de un bolsillo interior de la chaqueta.
—En primer lugar, quiero manifestarle mi agradecimiento por haber aceptado verme —repuso Nat—. Solo me puedo imaginar la presión a la que habrá tenido que enfrentarse y me doy perfecta cuenta de que no ha escogido la opción fácil.
Jimmy agachó la cabeza al oír estas palabras.
Fletcher levantó una mano.
—Tiene que agradecérselo a mi esposa y no a mí —replicó; después de guardar silencio unos instantes, añadió—: Claro que a quien tiene que convencer es a mí.
—En ese caso, transmítale mi agradecimiento a la señora Davenport y permítame asegurarle que responderé a cualquier pregunta que quiera hacerme.
—En realidad, solo tengo una pregunta —dijo Fletcher, con la mirada puesta en la hoja de papel en blanco—. Se trata de una pregunta que un abogado nunca hace porque únicamente puede comprometer sus principios éticos. Pero en esta ocasión no estoy dispuesto a discutir el caso hasta que haya respondido a la pregunta.
Nat asintió con un gesto. Fletcher levantó la cabeza y miró a su posible rival. Nat le sostuvo la mirada.
—¿Asesinó usted a Ralph Elliot?
—No, no lo hice —contestó Nat sin vacilar.
Fletcher miró de nuevo la hoja de papel en blanco de la libreta que tenía delante. Pasó la hoja y dejó a la vista la segunda, que estaba escrita de arriba abajo con toda una serie de preguntas.
—Entonces permítame que le pregunte… —comenzó Fletcher, que volvió a mirar a su cliente.
La fecha del juicio se fijó para la segunda semana de julio. Nat se sorprendió al comprobar el poco tiempo que necesitaba pasar con su abogado defensor una vez que le hubo relatado la historia un centenar de veces y Fletcher manifestara que ya tenía claro hasta el último detalle. Si bien ambos admitían la importancia de la declaración de Nat, Fletcher dedicó mucho tiempo a analizar a fondo las dos declaraciones que Rebecca Elliot le había hecho a la policía: el informe redactado por Don Culver sobre lo que había ocurrido la noche de autos y las notas del inspector Petrowski, que estaba a cargo de la investigación.
—Rebecca ha sido convenientemente aleccionada por el fiscal —le advirtió a Nat— y ha tenido tiempo más que sobrado para ensayar las respuestas a todas las preguntas que se le puedan ocurrir. Cuando sea su momento de sentarse en el banquillo de los testigos, puede estar seguro de que se sabrá su papel tan a la perfección como cualquier actriz en la noche de un estreno. Así y todo —añadió Fletcher—, se enfrentará a un problema.
—¿Qué problema? —quiso saber Nat.
—Si la señora Elliot asesinó a su marido, entonces tuvo que mentirle a la policía; por tanto, tiene que haber algunos cabos sueltos en los que ellos no han reparado. Lo primero que debemos hacer es encontrarlos y a continuación unirlos.
El interés por las elecciones se extendía mucho más allá de los límites de Connecticut. Periódicos y revistas de todo el país, como el National Enquirer y el New Yorker, publicaban artículos sobre los protagonistas de la campaña. Una de las consecuencias de esa publicidad fue que el día que comenzó el juicio no había en Hartford ni una sola habitación de hotel libre en treinta kilómetros a la redonda.
A tres meses vista de las elecciones, las encuestas de intención de voto otorgaban a Fletcher una ventaja de doce puntos, pero él sabía muy bien que si conseguía demostrar la inocencia de Nat, el resultado del sondeo podría invertirse en cuestión de horas.
El 11 de julio era la fecha señalada para el comienzo del juicio, pero las grandes cadenas de televisión ya tenían instaladas las cámaras en las terrazas de los edificios al otro lado del juzgado y en las aceras, así como también muchas unidades móviles en las calles. Estaban allí para entrevistar a cualquiera con la más remota vinculación con el juicio, a pesar de que aún faltaban días para que Nat escuchara las palabras: «Todos en pie».
Fletcher y Nat intentaron continuar con sus respectivas campañas electorales con cierta apariencia de normalidad, aunque ambos eran conscientes de lo difícil que era. No tardaron en descubrir que llenaban todas las salas, que cualquier mitin se convertía en un baño de multitudes y que en los lugares más remotos del distrito aparecían los espectadores como setas. Cuando ambos asistieron a una función benéfica destinada a recaudar fondos para el ala de ortopedia que se construiría en el Gates Memorial Hospital de Hartford, las entradas se revendían a quinientos dólares. Esta era una de aquellas excepcionales campañas donde los donativos llegaban como una riada. Durante algunas semanas fueron una atracción mayor que Frank Sinatra.
Ninguno de los dos pegó ojo la noche anterior al juicio y el jefe de policía ni siquiera se molestó en acostarse. Don Culver había enviado a cien agentes para que vigilaran a la muchedumbre delante de los juzgados, sin dejar de comentar con cierta ironía que todos los rateros de Hartford se aprovecharían de la disminución de la vigilancia en el resto de la ciudad.
Fletcher fue el primero del equipo de la defensa que subió las escalinatas del edificio y dejó bien claro a los enviados de los medios de comunicación que no haría declaraciones ni respondería a ninguna pregunta antes de que se conociera el veredicto. Nat llegó unos minutos más tarde, acompañado por Tom y Su Ling, y de no haber sido por la colaboración de los agentes de policía, nunca hubiesen podido entrar.
Una vez en el interior del juzgado, Nat caminó por el pasillo de mármol hasta la sala número siete. Agradeció los amables comentarios de los curiosos con un gesto pero sin decir ni una palabra, tal como le había recomendado su abogado. En cuanto entró en la sala, Nat sintió cómo todas las miradas se centraban en él mientras iba a sentarse a la izquierda de Fletcher en la mesa de la defensa.
—Buenos días, abogado —saludó Nat.
—Buenos días, Nat —replicó Fletcher, que apartó la mirada de las notas que estaba consultando—. Confío en que esté preparado para una semana de aburrimiento mientras seleccionamos al jurado.
—¿Ya tiene el perfil del jurado ideal? —le preguntó Nat.
—No se trata de algo sencillo —contestó Fletcher—, porque no acabo de decidirme entre elegir a partidarios suyos o míos.
—¿Hay doce personas en Hartford que lo apoyen? —inquirió Nat, con tono risueño.
—Me alegra comprobar que no ha perdido el sentido del humor —manifestó Fletcher, con una sonrisa—. Sin embargo, después de elegir al jurado, quiero que adopte una expresión seria y atenta; la de un hombre que es víctima de una gran injusticia.
Fletcher no se equivocó, porque hasta el viernes por la tarde no ocuparon sus sitios los doce miembros del jurado y los dos suplentes, después de una interminable serie de puntualizaciones, réplicas, contrarréplicas y diversas objeciones planteadas por ambas partes. Por fin se pusieron de acuerdo en siete hombres y cinco mujeres; dos de las mujeres y uno de los hombres eran negros. Cinco miembros del jurado tenían profesiones liberales; el resto eran dos madres trabajadoras, tres oficinistas, una secretaria y un desempleado.
—¿Qué sabemos de su ideología política? —preguntó Nat.
—Yo diría que tenemos cuatro republicanos, cuatro demócratas y cuatro indecisos.
—En ese caso, ¿cuál es nuestro siguiente problema, abogado?
—Cómo sacarle del apuro y al mismo tiempo hacerme con los votos de los cuatro indecisos —declaró Fletcher, cuando se despidieron a la salida del edificio.
Nat se dio cuenta de que en cuanto llegaba a casa por la noche, olvidaba todo lo referente al juicio, porque sus pensamientos se centraban exclusivamente en su hijo muerto. Por mucho que intentase hablar de otros temas con Su Ling, también su esposa solo pensaba en Luke.
—Si hubiese compartido mi secreto con Luke —se lamentaba la madre una y otra vez—, quizá ahora estaría con nosotros.