EL ESCÁNDALO DE CEDAR WOOD, decía el titular del Hartford Courant a la mañana siguiente. Se reproducía una fotografía del cheque y al lado la firma de la verdadera Julia. No era una buena noticia, pero afortunadamente para Nat la mitad de los votantes ya habían acudido a las urnas mucho antes de que el periódico llegara a los quioscos. Nat había preparado horas antes una breve declaración donde anunciaba su retirada en el caso de perder; asimismo, felicitaba a su oponente, aunque dejaba claro que distaba mucho de darle su respaldo. Nat se encontraba en su despacho cuando anunciaron el resultado en las oficinas del partido republicano.
Tom atendió a la llamada y entró sin llamar.
—¡Has ganado, has ganado! Once mil setecientos noventa y dos contra once mil seiscientos setenta y tres. Solo son ciento diecinueve votos de diferencia, pero significa que ahora tienes la delantera en el colegio electoral: veintinueve a veintisiete.
Al día siguiente, el Hartford Courant comentaba en primera plana que nadie había perdido dinero con su inversión en el proyecto de Cedar Wood, por lo que quizá los votantes habían dejado claras sus intenciones.
A Nat todavía le quedaban por delante otros tres caucus y dos primarias antes de dar por acabada la elección del candidato. Por consiguiente, se sintió mucho más tranquilo al comprobar que todo el revuelo por el tema de Cedar Wood se había convertido en agua pasada. Elliot ganó el siguiente caucus por 19 a 18 y Nat la preliminar celebrada cuatro días más tarde: 9702 contra 6379, resultado que lo situaba con una cómoda ventaja a medida que se acercaban a las últimas primarias. Nat tenía entonces en el colegio electoral 116 votos contra 91 y las encuestas indicaban que llevaba una ventaja de siete puntos en la ciudad donde había nacido.
En su campaña por las calles de Cromwell, Nat contó con el apoyo de sus padres, Susan y Michael, que se centraron en los votantes de mayor edad, mientras que Luke y Kathy intentaban convencer a los jóvenes para que fueran a votar. A medida que pasaban los días, Nat estaba cada vez más seguro de que ganaría. El Courant empezó a decir que la verdadera batalla comenzaría cuando Nat tuviese que enfrentarse a Fletcher Davenport, el popular senador por Hartford. Sin embargo, Tom continuaba insistiendo en que debían tomarse muy en serio el debate con Elliot, que sería televisado la víspera de las elecciones.
—No hay ninguna razón para que caigamos en el último obstáculo —afirmó Tom—. Sáltalo limpiamente y tú serás el candidato. Quiero que dediques todo el domingo a repasar las preguntas todas las veces que haga falta y que te prepares para cualquier cosa que pueda surgir durante el debate. Puedes estar seguro de que Fletcher Davenport te estará viendo por la tele cómodamente sentado en su casa y analizará todo lo que digas. Si te equivocas en algo, enviará un comunicado a la prensa en cuestión de minutos.
Nat lamentó entonces haber aceptado semanas antes aparecer en un programa de debate de la televisión local que se emitiría la noche anterior a la última elección preliminar. Él y Elliot habían aceptado a David Anscott como moderador. Anscott era un entrevistador más interesado en caerle bien a la gente que en resultar incisivo. Tom no puso ninguna pega porque consideró que sería un buen ensayo para el inevitable debate a fondo con Fletcher Davenport.
Tom recibía todos los días nuevos informes donde se mencionaba que los voluntarios de la campaña de Ralph Elliot estaban desertando por docenas; algunos incluso habían cambiado de bando para sumarse a su equipo, así que cuando él y Nat llegaron al estudio de televisión ambos se sentían muy tranquilos y confiados. Su Ling acompañó a su marido. Luke, en cambio, dijo que prefería quedarse en casa y ver el debate por televisión, así podría comentar con su padre la imagen que transmitía en pantalla.
—Seguro que lo verá en el sofá con Kathy —opinó Nat.
—No, Kathy se marchó a su casa esta tarde para asistir a la fiesta de cumpleaños de su hermana —replicó Su Ling—. Luke tuvo la oportunidad de irse con ella, pero para ser justos debemos reconocer que se ha tomado su trabajo como tu asesor juvenil muy en serio.
Tom entró corriendo en el salón verde y le mostró a Nat los resultados de los últimos sondeos de intención de voto. Le otorgaban una ventaja de seis puntos.
—Creo que solo Fletcher Davenport puede impedirte ahora que accedas al cargo de gobernador.
—No me lo creeré hasta que anuncien los últimos resultados —dijo Su Ling—. No olvidéis la jugarreta de Elliot con las urnas después de que todos habíamos dado por hecho que el recuento estaba cerrado.
—Ya ha intentado todas las artimañas posibles sin ningún resultado —afirmó Tom.
—Quisiera compartir tu optimismo —señaló Nat, en voz baja.
Ambos candidatos fueron aplaudidos por los espectadores sentados en el estudio cuando ocuparon sus sitios en el plato, donde ya los esperaba el conductor del programa La batalla final. Los dos hombres se encontraron en el centro del plato y se dieron la mano, pero sus ojos miraban directamente a las cámaras.
—Este es un programa en directo —explicó David Anscott a la audiencia allí presente— y estaremos en el aire aproximadamente dentro de cinco minutos. Yo haré las primeras preguntas y después será el turno de ustedes. Si tienen algo que preguntarle a cualquiera de los dos candidatos, que la pregunta sea breve y concreta. Nada de andarse por las ramas, por favor.
Nat sonrió mientras echaba un vistazo al público, hasta que vio al hombre que había formulado la pregunta sobre el proyecto de Cedar Wood. Estaba sentado en la segunda fila. Notó que le sudaban las manos, pero incluso si le daban la palabra, Nat estaba seguro de que podría manejarlo. Esta vez iba bien preparado.
Se encendieron los focos, comenzaron a pasar los rótulos y David Anscott, con una amplia sonrisa, abrió el programa. Después de presentar a los participantes, los candidatos dispusieron de un minuto cada uno para hacer su primera exposición; sesenta segundos pueden ser mucho tiempo en la televisión, pero después de haber dicho lo mismo centenares de veces, eran capaces de hablar de su programa dormidos.
Anscott comenzó con un par de preguntas nada comprometedoras que le habían preparado. Una vez oídas las respuestas, no hizo nada por aprovechar lo que habían dicho los candidatos, sino que sencillamente pasó a la siguiente pregunta que le apareció en la pantalla de texto. En cuanto acabó con esta parte, se volvió rápidamente hacia el público.
La primera pregunta se convirtió en un discurso sobre la libertad de elección de las mujeres, cosa que complació a Nat que veía cómo se consumían los segundos. Sabía que Elliot se mostraría indeciso en este tema, porque no quería ofender a los movimientos feministas ni a sus amigos de la Iglesia católica. Nat, por su parte, dejó claro que apoyaba firmemente el derecho de las mujeres a elegir libremente. Elliot, tal como sospechaba, se mostró evasivo. Anscott dio paso a la siguiente pregunta.
Fletcher, que seguía el debate por el televisor de su casa, tomaba notas de todo lo que decía Nat Cartwright. Era evidente que entendía muy bien el principio que sustentaba la propuesta de reforma de la ley de educación y, lo que era más importante, parecía creer que los cambios que deseaba introducir Fletcher eran muy razonables.
—Es muy brillante, ¿verdad? —opinó Annie.
—Y muy guapo —afirmó Lucy.
—¿Hay alguien que esté de mi parte? —preguntó Fletcher.
—Sí, no creo que sea guapo —intervino Jimmy—. Pero ha reflexionado mucho sobre tu enmienda y está claro que la considera un tema electoral.
—No sé si es muy guapo —comentó Annie—, pero ¿te has fijado que si lo miras bien se parece un poco a ti, Fletcher?
—Oh, no —protestó Lucy—. Es mucho más guapo que papá.
La tercera pregunta versó sobre el control de las armas. Ralph Elliot declaró que respaldaba firmemente a los fabricantes de armas y el derecho de todos los norteamericanos a defenderse. Nat explicó que él era partidario de un control más estricto, para evitar que episodios como el que había vivido su hijo en la escuela se volvieran a repetir nunca más.
Annie y Lucy comenzaron a aplaudir, junto con el público en el estudio.
—¿Nadie piensa recordarle quién estaba en el aula con su hijo? —preguntó Jimmy.
—No hace falta que se lo recuerden —contestó Fletcher.
—Una pregunta más —intervino Anscott— y tendrá que ser rápida porque se nos agota el tiempo.
El individuo de la segunda fila se levantó en el acto. Elliot lo señaló por si acaso a Anscott se le ocurría dar paso a algún otro.
—¿Cómo piensan los candidatos enfrentarse al problema de los inmigrantes ilegales?
—¿Qué demonios tiene eso que ver con el gobernador de Connecticut? —preguntó Fletcher en el salón de su casa.
Ralph Elliot miró al hombre que había formulado la pregunta y respondió:
—Estoy seguro de que hablo en nombre de los dos cuando digo que Estados Unidos siempre dará la bienvenida a cualquiera que sea víctima de la opresión y necesite ayuda, como hemos hecho a todo lo largo de nuestra historia. Sin embargo, los que deseen entrar en nuestro país deben, por supuesto, seguir el procedimiento correcto y cumplir con todos los requisitos legales.
—Eso me suena como algo muy preparado y ensayado —le comentó Fletcher a Annie—. ¿Qué se trae entre manos?
—¿Es esa también su opinión referente a los inmigrantes ilegales, señor Cartwright? —preguntó David Anscott, que no acababa de ver muy claro qué se escondía detrás de la pregunta planteada.
—Confieso, David, que no he considerado el tema, dado que no figura entre mis prioridades. Me he centrado casi exclusivamente en los problemas a los que se enfrenta ahora mismo el estado de Connecticut.
—Acaba ya —oyó Anscott que le decía el productor a través del auricular, en el mismo momento en que el hombre del público añadía:
—Tendría que haberlo considerado, señor Cartwright. Después de todo, ¿su esposa no es una inmigrante ilegal?
—Espera, deja que responda —dijo el productor—. Si acabamos ahora tendremos a doscientas mil personas llamándonos para saber la respuesta. Primer plano de Cartwright.
Fletcher estaba entre los doscientos mil que esperaba atento la respuesta de Nat mientras la cámara enfocaba brevemente a Elliot, que simulaba estar intrigado.
—Qué miserable —exclamó Fletcher—. Sabía perfectamente cuál sería la pregunta.
La cámara volvió a enfocar a Nat, que mantenía la boca cerrada.
—¿Me equivoco si digo que su esposa entró en el país ilegalmente? —insistió el hombre.
—Mi esposa es profesora de estadística en la Universidad de Connecticut —manifestó Nat, que intentó disimular el temblor en su voz.
Anscott oyó las indicaciones del productor, porque ya se habían pasado de horario.
—No digas nada —dijo el productor—, aguanta. Siempre puedo dar paso a los créditos si la cosa se pone aburrida.
Anscott asintió con un gesto dirigido hacia donde se encontraba el productor.
—Me parece muy bien, señor Cartwright —prosiguió el interrogador—, pero su madre, Su Kai Peng, ¿no entró en este país con documentos falsos y afirmó estar casada con un soldado norteamericano, que en realidad había muerto combatiendo por su país algunos meses antes de la fecha que consta en el certificado de matrimonio?
Nat no respondió. También Fletcher permaneció en silencio mientras observaba el sufrimiento de Cartwright.
—Dado que no parece estar dispuesto a responder a mi pregunta, señor Cartwright, quizá quiera confirmar que en el certificado de matrimonio su suegra figura como modista. Sin embargo, todo indica que antes de venir a Estados Unidos, era una prostituta que practicaba su oficio en las calles de Seúl, así que solo Dios sabe quién es el padre de su esposa.
—Créditos —ordenó el productor—. Se nos ha agotado el tiempo y no me atrevo a retrasar el inicio de Los vigilantes de la playa, pero seguid grabando. Quizá consigamos algo que nos sirva para el informativo de cierre.
En cuanto en la pantalla del monitor del estudio aparecieron los créditos, el hombre que había formulado las preguntas se marchó rápidamente. Nat miró a su esposa sentada en la tercera fila, que temblaba como una hoja.
—Menuda encerrona —comentó el productor.
Elliot se volvió hacia el conductor del programa.
—Esto es una vergüenza —exclamó—. Tendría usted que haber intervenido mucho antes. —Luego miró a Nat y añadió—: Créeme, no tenía idea de que…
—Eres un mentiroso —replicó Nat.
—Sigue enfocándolo —le ordenó el productor al primer cámara—. Continuad con la grabación. Lo quiero tener desde todos los ángulos —comunicó a los cuatro cámaras.
—¿Qué estás insinuando? —le preguntó Elliot.
—Que todo esto ha sido uno de tus montajes. Algo tan burdo que incluso has utilizado al mismo hombre que hizo las preguntas sobre el proyecto de Cedar Wood hace un par de semanas. Te diré solo una cosa más, Elliot. —Nat lo señaló con el dedo—. Así y todo, acabaré contigo.
Nat salió del estudio hecho una furia y se reunió con Su Ling, que le esperaba en el vestíbulo.
—Vamos, Pequeña Flor, te llevaré a casa —dijo, mientras pasaba el brazo por los hombros de su esposa.
En aquel mismo momento apareció Tom.
—Lo siento mucho, Nat, pero es necesario que te lo pregunte. ¿Hay algo de verdad en toda esa basura?
—Es la pura verdad —respondió Nat— y antes de que lo preguntes, te diré que lo sabía desde que nos casamos.
—Llévate a Su Ling a casa y, por lo que más quieras, no se te ocurra hablar con los periodistas —le recomendó Tom.
—No te preocupes. Puedes hacer una declaración en mi nombre para comunicar que me retiro de la campaña. No pienso permitir que mi familia tenga que seguir soportando estas cosas.
—No tomes una decisión apresurada que bien podrías lamentar más tarde. Hablemos exclusivamente de lo que tendremos que hacer mañana por la mañana —replicó Tom.
Nat cogió a Su Ling de la mano y salieron del edificio del canal de televisión para ir al aparcamiento.
—¡Buena suerte! —le gritó uno de sus partidarios cuando Nat le abrió la puerta del coche a su esposa.
No respondió a las aclamaciones mientras salían rápidamente del aparcamiento. Miró a Su Ling, que estaba golpeando el salpicadero con verdadera furia. Nat soltó una mano del volante y la apoyó suavemente en la pierna de Su Ling.
—Te quiero, siempre te querré. Eso es algo que nada ni nadie podrá cambiar.
—¿Cómo se ha enterado Elliot?
—Lo más probable es que contratara a una agencia de detectives privados para que escarbaran en mi pasado.
—Y cuando no encontró nada que poder utilizar en tu contra, cambió de objetivo y se centró en mí y en mi madre —susurró Su Ling. Transcurrieron unos minutos antes de que añadiera—: No quiero que te retires; debes continuar con la campaña. Es la única manera que tenemos de derrotar a ese miserable. —Nat no dijo nada mientras conducía, atento al denso tráfico—. Solo lo siento por Luke —afirmó su esposa—. Se lo habrá tomado a la tremenda. Es una pena que Kathy no pudiera quedarse un día más.
—Yo me encargaré de Luke —le prometió Nat—; será mejor que vayas a recoger a tu madre y la traigas para que pase la noche en casa.
—La llamaré en cuanto lleguemos —dijo Su Ling—. Quizá con un poco de suerte no vio el programa.
—Ni lo sueñes —replicó Nat cuando entraba en el camino de la casa—. Es mi más leal admiradora y nunca se pierde una de mis apariciones en la televisión.
Rodeó la cintura de su mujer con el brazo mientras caminaban hacia la puerta. Estaban encendidas todas las luces de la casa excepto las de la habitación de Luke. Nat abrió la puerta.
—Llama a tu madre. Subiré un momento para ver a Luke.
Su Ling descolgó el teléfono del vestíbulo y Nat subió las escaleras lentamente para tener tiempo de ordenar sus pensamientos. Era consciente de que Luke querría saber toda la verdad. Caminó por el pasillo y llamó discretamente a la puerta del dormitorio de su hijo. No tuvo respuesta, así que lo intentó de nuevo y esta vez preguntó:
—Luke, ¿puedo entrar?
No hubo respuesta. Entreabrió la puerta, asomó la cabeza y encendió la luz; no vio a Luke en la cama ni sus prendas colocadas con mucho cuidado en la silla que su hijo usaba para ese fin. Lo primero que se le ocurrió pensar fue que había ido a la lavandería para estar con su abuela. Apagó la luz. Por un momento prestó atención a las palabras de Su Ling, que hablaba con su madre. Ya se disponía a bajar cuando advirtió que Luke había dejado encendida la luz del baño. Decidió apagarla.
Cruzó la habitación y abrió la puerta del cuarto de baño. En el primer instante se quedó paralizado mientras miraba a su hijo. Luego cayó de rodillas, incapaz de mirar una segunda vez, aunque tendría que descolgar el cuerpo de Luke para impedir que esa visión fuera el último recuerdo que guardara Su Ling de su único hijo.
Annie atendió la llamada y escuchó durante unos segundos.
—Es Charlie, del Courant. Quiere hablar contigo —le dijo a Fletcher, y le pasó el teléfono.
—¿Ha visto el programa? —le preguntó el comentarista político, en cuanto Fletcher se puso al aparato.
—No. Annie y yo nunca nos perdemos un capítulo de Seinfeld.
—Touché. ¿Quiere hacer alguna declaración respecto a que la esposa de su oponente es una inmigrante ilegal y su madre una prostituta?
—Sí. Creo que David Anscott hubiese tenido que interrumpir la intervención de ese individuo. Era evidente que se trataba de una trampa.
—¿Puedo citar sus palabras? —dijo Charlie.
Jimmy sacudió la cabeza vigorosamente.
—Sí, claro que puede, porque lo que hemos visto convierte en un juego de niños cualquiera de las muchas artimañas de Nixon.
—Le alegrará saber, senador, que su percepción coincide con la opinión de la mayoría. La centralita del canal de televisión quedó colapsada por el número de llamadas de personas que querían manifestar su solidaridad con Nat Cartwright y su esposa. Mi pronóstico es que Elliot perderá mañana por un resultado arrollador.
—Algo que me pondrá las cosas muy difíciles —apuntó Fletcher—. Al menos, algo bueno saldrá de todo este asunto.
—¿A qué se refiere, senador?
—Todo el mundo sabrá finalmente la verdad sobre la sabandija que es Elliot.
—¿Te parece que eso ha sido prudente? —señaló Jimmy.
—Seguro que no —replicó Fletcher—, pero no es más de lo que hubiese dicho tu padre.
Cuando llegó la ambulancia, Nat decidió acompañar el cadáver de su hijo al hospital, mientras su madre intentaba inútilmente consolar a Su Ling.
—Regresaré cuanto antes —le prometió, antes de besarla con todo su cariño.
Salió de la casa y les dijo a los dos hombres que esperaban en silencio junto al cuerpo de su hijo que él los seguiría en su propio coche. El conductor asintió.
El personal del hospital intentó ser lo más amable posible, pero había que rellenar una infinidad de formularios y cumplir con todos los requisitos. En cuanto acabó el papeleo, lo dejaron solo. Besó a Luke en la frente y cerró los ojos para no ver de nuevo los morados en el cuello, consciente de que el recuerdo lo acosaría durante el resto de su vida.
Esperó a que cubrieran el rostro de Luke con la sábana, se despidió de su amado hijo y salió de allí, sin hacer mucho caso de las expresiones de pésame de los que se cruzaban con él. Tenía que ir a reunirse con Su Ling, pero le quedaba por hacer una visita impostergable.
Nat se montó en el coche y condujo como un autómata, sin que su cólera se apaciguara ni por un momento con el paso de los kilómetros. Aunque nunca había estado antes en la casa, sabía cuál era y cuando entró en el camino particular, vio que se encendían algunas luces en la planta baja. Aparcó el coche y caminó lentamente hacia la casa. Necesitaba calmarse si quería que aquello saliera bien. Mientras se acercaba a la puerta oyó unas voces que provenían del interior. Un hombre y una mujer discutían a voz en cuello, sin saber que alguien les escuchaba. Nat golpeó con la aldaba y las voces cesaron bruscamente, como si alguien hubiese apagado un televisor. Un segundo más tarde, se abrió la puerta y Nat se encontró cara a cara con el hombre a quien juzgaba culpable de la muerte de su hijo.
Ralph Elliot pareció sorprendido, pero se recuperó rápidamente. Intentó cerrarle la puerta en las narices sin conseguirlo, porque Nat ya tenía apoyado un hombro en la hoja. El primer puñetazo de Nat aplastó la nariz de Elliot y a punto estuvo de hacerle caer de espaldas. El abogado consiguió recuperar el equilibrio y a continuación dio media vuelta y echó a correr por el pasillo. Nat lo persiguió hasta el despacho. Por un segundo, buscó a la mujer con la que Elliot mantenía la discusión, pero no vio a Rebecca por ninguna parte. Miró de nuevo a Elliot, que acababa de abrir un cajón de su mesa escritorio y en esos momentos empuñaba un arma.
—Sal ahora mismo de mi casa o te mataré —gritó Elliot, y levantó el arma para apuntarle al pecho. La sangre le manaba a chorros de la nariz.
—No creo que lo hagas —replicó Nat al tiempo que se le acercaba—. Después de la jugarreta de esta noche, nadie creerá ni una palabra de lo que digas.
—Lo harán porque tengo un testigo. No olvides que Rebecca te vio irrumpir en nuestra casa profiriendo amenazas y después golpearme.
Nat avanzó dispuesto a darle otro puñetazo; el movimiento hizo que Elliot, al retroceder dominado por el miedo, perdiera el equilibrio al chocar contra el brazo del sillón. Se disparó el arma y Nat aprovechó la oportunidad para abalanzarse sobre Elliot y derribarlo. Mientras caían, Nat descargó un rodillazo en la entrepierna de Elliot con tanta fuerza que su rival se dobló del dolor y soltó el arma. Nat la recogió en el acto y apuntó a Elliot, que lo miró con el rostro desfigurado por el terror.
—Tú mandaste a aquel cabrón a que me hiciera las preguntas, ¿no es así? —gritó Nat.
—Sí, sí, pero no tenía idea de que llegaría hasta esos extremos. Tú no matarías a un hombre solo porque…
—¿Porque es el responsable de la muerte de mi hijo?
El rostro de Elliot adoptó una palidez cadavérica.
—Sí, claro que lo haría —añadió Nat, con el cañón del arma apretado contra la frente de Elliot. Miró al hombre que entonces estaba de rodillas y gimoteaba para que le perdonaran la vida—. No voy a matarte —bajó el arma—, porque esa sería la salida fácil para un cobarde. No, quiero que sufras una muerte mucho más lenta, que padezcas años y más años de humillaciones. Mañana averiguarás cuál es la verdadera opinión que tienen de ti los ciudadanos de Hartford; después tendrás que vivir con la ignominia de ver cómo me instalo en la residencia del gobernador.
Nat se levantó, dejó el arma con toda calma en una esquina de la mesa, se volvió y salió de la habitación, momento en el que vio a Rebecca, acurrucada en el vestíbulo. En cuanto pasó por su lado, la mujer corrió hacia el despacho. Nat abandonó la casa sin molestarse en cerrar la puerta.
Cuando salía del camino particular con el coche oyó la detonación.
Las llamadas al teléfono de Fletcher eran un continuo. Annie las atendía y a cada interlocutor le comunicaba que su marido no tenía más comentarios que añadir, excepto que había enviado sus más sinceras condolencias al matrimonio Cartwright.
Minutos antes de la medianoche, Annie optó por desconectar el teléfono y subió las escaleras. Vio que estaban encendidas las luces del dormitorio y se sorprendió al comprobar que Fletcher no estaba allí. Bajó de nuevo las escaleras para mirar en el despacho. Los papeles se amontonaban en la mesa como de costumbre, pero él no estaba sentado en su sillón. Subió sin prisas las escaleras y esta vez advirtió el rayo de luz que se colaba por debajo de la puerta de la habitación de Lucy. Annie accionó la manija y abrió la puerta con mucho cuidado, por si Lucy se hubiera quedado dormida sin apagar la luz. Asomó la cabeza y vio a su marido sentado en la cama y abrazado a su hija dormida. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. El senador miró a su esposa.
—No hay nada que valga la muerte de un hijo —afirmó.
Nat regresó a su casa y al entrar se encontró a su madre sentada en el sofá con Su Ling. El rostro de Su Ling mostraba un color ceniciento y los ojos eran como dos agujeros negros; había envejecido diez años en cuestión de horas.
—Os dejaré solos —dijo su madre—. Volveré mañana por la mañana a primera hora. No hace falta que me acompañes.
Nat despidió a su madre con un beso y luego se sentó junto a su mujer. Estrechó su cuerpo delgado entre sus brazos sin decir palabra. No había nada que decir.
No recordaba cuánto tiempo llevaban sentados cuando oyó la sirena de un coche patrulla. Supuso que el agudo aullido no tardaría en desaparecer, pero fue ganando en intensidad y no cesó hasta que un vehículo se detuvo con gran estrépito de los frenos delante de su casa. A continuación escuchó el ruido de las puertas del coche al abrirse y cerrarse, seguido por el de unas pisadas, y por último los golpes en la puerta principal.
Dejó a su esposa y caminó fatigadamente hasta la puerta. La abrió y se encontró con el jefe Culver escoltado por dos agentes.
—¿Cuál es el problema, jefe?
—Lo siento mucho, sobre todo a la vista de todo lo ocurrido —respondió Don Culver—, pero vengo a detenerle.
—¿De qué se me acusa? —preguntó Nat, incrédulo.
—Del asesinato de Ralph Elliot.