—¡Damas y caballeros, Fletcher Davenport, el próximo gobernador de Connecticut!
A Fletcher le resultó divertido ver cómo, momentos después de haber sido elegido candidato demócrata, se le presentaba inmediatamente como el próximo gobernador; ninguna mención a un oponente, ni la más mínima insinuación de que podía perder las elecciones. Pero recordaba muy bien a Walter Móndale, que era presentado continuamente como el próximo presidente de Estados Unidos y acabó como embajador en Tokio mientras que era Ronald Reagan el que llegó a la Casa Blanca.
En cuanto Fletcher llamó a Al Brubaker para confirmarle que estaba dispuesto a presentarse, la maquinaria del partido se puso inmediatamente en marcha para darle su respaldo. Las cabezas de otro par de demócratas habían asomado por encima de la trinchera, pero como patos en una galería de tiro habían desaparecido rápidamente.
Al final, la única oposición a Fletcher resultó ser una congresista que nunca había hecho ningún mal —o bien— a nadie como para ser tenida en cuenta. Después de vencerla en las primarias de septiembre, el partido la había convertido de pronto en una formidable oponente que había sido derrotada de forma contundente por el mejor y más impresionante candidato que había dado el partido en los últimos años. Pero Fletcher admitía en privado que ella no había sido más que un monigote y que la verdadera batalla comenzaría una vez que los republicanos hubiesen elegido a su paladín.
Aunque Barbara Hunter se mostraba activa y decidida como siempre, nadie creía de verdad que ella fuese a encabezar la lista republicana. Ralph Elliot contaba con el apoyo de varios personajes clave del partido, y cada vez que hablaba en público o en privado, el nombre de su «amigo», e incluso ocasionalmente su «íntimo amigo». Ronnie, salía fácilmente de sus labios. Pero Fletcher escuchaba una y otra vez los rumores de que una considerable facción de republicanos estaban buscando una alternativa factible; de lo contrario, amenazaban con abstenerse, o incluso votar a los demócratas. A medida que pasaban los días, le resultaba más dura la espera hasta saber quién sería su oponente. Para finales de agosto, comprendió que si finalmente los republicanos presentaban un candidato sorpresa, se estaban tomando todo el tiempo del mundo.
Fletcher miró a la multitud que tenía delante. Era su cuarto discurso del día y aún no eran las doce. Echaba de menos la presencia de Harry en las comidas de los domingos, donde se podían discutir las ideas y sacar a la luz sus fallos. A Lucy y George les encantaba meter baza, cosa que solo le recordaba lo indulgente que había sido Harry cuando él mismo hacía propuestas que el senador seguramente había escuchado centenares de veces antes, pero sin insinuarlo ni una sola vez. Pero la siguiente generación había despejado del todo cualquier duda que Fletcher pudiese tener sobre lo que los alumnos de Hotchkiss esperaban de su gobernador.
El cuarto discurso de Fletcher no difería mucho de los otros tres de la mañana, destinados a los trabajadores de la fábrica de Pepperidge Farm en Norwalk, los empleados de las oficinas centrales de Wiffle Ball en Shelton y los obreros de Stanley en New Britain. Solo cambiaba el párrafo donde se proclamaba que la economía del estado no sería tan boyante sin su especial contribución. Comió con las Hijas de la Revolución Americana, donde se olvidó de mencionar su ascendencia escocesa, y pronunció otros tres discursos durante la tarde, antes de asistir a una cena para recaudar fondos, que seguramente no aportaría más de diez mil dólares a la campaña.
Se acostaba más o menos a medianoche y abrazaba a su esposa ya dormida, que de vez en cuando exhalaba un suspiro. Había leído una vez que cuando Reagan estaba inmerso en su campaña, lo habían encontrado abrazado a una farola. Fletcher se había reído mucho en su momento, pero entonces ya no le hacía ninguna gracia.
«Romeo, Romeo, ¿dónde estás, Romeo?».
Nat tuvo que darle la razón a su hijo. Julieta era hermosa, pero no era la clase de chica que pudiese encandilar a Luke. Intentó adivinar cuál podía ser la escogida entre las otras cinco actrices del elenco. Cuando cayó el telón del entreacto, consideró que Luke había realizado una espléndida interpretación y experimentó un profundo orgullo mientras oía los aplausos del público. Sus padres habían asistido a la representación la noche anterior y le habían comentado que ellos se sintieron igual de orgullosos cuando le vieron interpretar a Sebastián en aquel mismo teatro, hacía ya tantos años.
Cada vez que Luke dejaba el escenario, Nat recordaba de nuevo la llamada que había recibido por la mañana. Su secretaria había creído que era Tom que quería gastarle una broma pesada cuando le preguntaron si su jefe estaba disponible para hablar con el presidente de la nación.
Nat se dio cuenta de que se había puesto de pie cuando oyó por teléfono la voz de George Bush.
El presidente le felicitó por la distinción de Fairchild y Russell como Banco del Año —la justificación de la llamada— y luego le transmitió un sencillo y muy claro mensaje: «Son muchas las personas que confían en que presente su candidatura a gobernador. Tiene muchos amigos y partidarios en Connecticut, Nat. Espero que podamos reunimos muy pronto».
Todo el mundo en Hartford se había enterado en menos de una hora de la llamada del presidente; una prueba más de que las telefonistas tenían una red de información propia. Nat se lo había dicho solo a Su Ling y Tom y ninguno de los dos se había mostrado sorprendido.
«Mi promesa de amor eterno a cambio de la tuya».
La atención del padre volvió a centrarse en la obra.
Nat tomó buena nota de que la gente comenzaba a pararle en la calle para manifestarle: «Espero que se presente para gobernador, Nat»; algunos se dirigían a él como «señor Cartwright» e incluso «señor». Cuando él y Su Ling habían entrado en el teatro esa noche, las miradas de los espectadores se habían centrado en ellos y se oyó un murmullo. En el coche, mientras iban camino de Taft, él no le había preguntado a Su Ling si debía presentarse, sino que su pregunta fue: «¿Crees que podré desempeñar la labor?», y ella le respondió: «Eso parece opinar el presidente».
Cuando cayó el telón después de la escena de la muerte, Su Ling comentó:
—¿Te has fijado cómo nos miraba la gente? —Guardó silencio un momento y añadió—: Supongo que debemos acostumbrarnos a que nuestro hijo sea una estrella.
Con cuánta facilidad podía devolver a Nat a la realidad, qué extraordinaria sería como esposa del gobernador.
El elenco de actores y sus padres estaban invitados a cenar con el director, así que Nat y Su Ling se dirigieron a su casa.
—Es el aya.
—Sí, su interpretación fue sencillamente estupenda —señaló Nat.
—No, tonto, el aya tiene que ser la chica de la que se ha enamorado Luke —dijo Su Ling.
—¿Cómo puedes estar tan segura? —le preguntó Nat.
—En el momento en que caía el telón, se cogieron de la mano y estoy casi segura de que eso no figura en las indicaciones originales de Shakespeare —respondió Su Ling.
—Bueno, no tardaremos mucho es averiguar si tienes razón —manifestó Nat mientras entraban en la casa del director.
Se encontraron con Luke, que bebía una Coca-Cola en el vestíbulo.
—Hola, papá; hola, mamá —saludó al verles entrar—. Os presento a Kathy Marshall; hace el papel de aya. —Su Ling intentó no mostrarse excesivamente ufana—. ¿Verdad que Kathy ha estado fantástica? Claro que tiene la intención de estudiar arte dramático en la escuela Sarah Lawrence.
—Sí, así es, pero tú tampoco lo has hecho nada mal —afirmó Nat—. Estamos muy orgullosos de ti.
—¿Había visto la obra antes, señor Cartwright? —quiso saber Kathy.
—Sí, cuando Su Ling y yo visitamos Stratford. Celia Johnson interpretó el papel de aya, pero supongo que no habrás oído hablar de ella.
—Breve encuentro —contestó Kathy inmediatamente.
—Noël Coward —añadió Luke.
—Trevor Howard fue su compañero de cartel —dijo Kathy.
Nat le hizo un gesto a su hijo, que aún continuaba vestido de Romeo.
—Debes de ser el primer Romeo que se ha enamorado del aya —comentó Su Ling.
—Es su complejo de Edipo —replicó Kathy con una sonrisa—. ¿Qué enfoque le dio la señorita Johnson a su personaje? Mi profesora dice que cuando la vio actuar con Edith Evans, interpretó al aya como una celadora: estricta, firme, pero cariñosa.
—No estoy de acuerdo —señaló Su Ling—. Celia Johnson la presentó como un poco loca, errática aunque también cariñosa, eso sí.
—Una idea muy interesante. Tendré que buscar al director. Por supuesto, me hubiese gustado interpretar a Julieta, pero no soy lo bastante bonita —añadió la joven con sencillez.
—Eres hermosa —declaró Luke.
—Tu opinión no se puede tener en cuenta, Luke —dijo Kathy, y le cogió la mano—. Piensa que llevas gafas desde que tenías cuatro años.
Nat sonrió mientras pensaba en lo afortunado que era Luke al tener una amiga como Kathy.
—Kathy, ¿te gustaría venir a pasar algunos días con nosotros durante las vacaciones de verano? —le preguntó.
—Sí, siempre y cuando no le cause muchos trastornos, señor Cartwright —contestó la muchacha—. No quisiera resultar una carga.
—¿Una carga? —se extrañó Nat.
—Así es. Luke me ha dicho que se presentará usted a gobernador.
BANQUERO LOCAL SE PRESENTA A GOBERNADOR, rezaba el titular del Hartford Courant. En una página interior se ofrecía un amplio perfil del brillante financiero que veinticinco años antes había merecido la medalla al honor por su actuación en Vietnam; después reseñaba su carrera profesional, que concluía con su decisivo papel en la fusión entre un pequeño banco familiar como Russell, con sus once sucursales, y Fairchild’s que contaba con ciento dos sucursales en todo el territorio del estado. Nat sonrió al recordar la charla mantenida en el confesionario de la catedral de San José y la cortés manera como Murray Goldblatz seguía haciendo creer a todo el mundo que la idea original había sido de Nat. Desde entonces, Nat recibía los valiosos consejos de Murray, quien nunca bajaba la guardia ni dejaba de lado sus principios.
El editorial del Courant señalaba que la decisión de Nat de disputarle a Ralph Elliot la designación como candidato republicano había abierto la carrera electoral, dado que ambos eran personajes sobresalientes en sus respectivas profesiones. El periódico no tomaba partido por ninguno de los dos, sino que prometía informar objetivamente del duelo entre el banquero y el abogado, cuya enemistad era de conocimiento público. «También se presentará la señora Hunter», se apostillaba en el último párrafo sin darle más importancia, lo que indicaba claramente la opinión del Courant sobre sus posibilidades desde que Nat aceptó presentarse al cargo.
Nat estaba más que satisfecho con la cobertura informativa que le habían dispensado la prensa y la televisión después de su anuncio y todavía más con la favorable reacción de los ciudadanos de a pie. Tom se había tomado una excedencia de dos meses en el banco para ocuparse de la campaña de Nat y Murray Goldblatz había hecho una más que generosa contribución a los fondos para la campaña.
La primera reunión se celebró aquella noche en casa de Tom y el director de la campaña explicó a los integrantes del equipo a lo que tendrían que hacer frente durante las siguientes seis semanas.
Levantarse cada día antes del amanecer y caer rendido en la cama pasada la medianoche no era algo que tuviese muchas compensaciones, pero Nat estaba sorprendido con la fascinación de Luke por el proceso electoral. Dedicó sus vacaciones a acompañar a su padre a todas partes, a menudo con Kathy a su lado. Con el paso de los días, Nat le fue cobrando más y más afecto a la muchacha.
A Nat le costó muy poco adaptarse a la nueva situación; a que Tom le recordara constantemente que no podía darles órdenes a los voluntarios como si fuese un sargento y que siempre debía darles las gracias, por poco que fuese su trabajo y aunque hubiesen cometido errores. Pero incluso con seis discursos y una docena de reuniones al día, la progresión del aprendizaje era muy dura.
No tardó en quedar claro que Elliot ya llevaba varias semanas de campaña, al parecer con la ilusión de que su trabajo previo le otorgara una ventaja indiscutible. Nat comprendió rápidamente que si bien el primer caucus[5] en Ipswich solo daría diecisiete votos electorales, su importancia era desproporcionada en relación a esa cifra, como era el caso de New Hampshire en las elecciones presidenciales. Visitó a cada uno de los votantes y se marchó con la certeza de que Elliot ya les había visitado antes. Aunque su rival ya se había asegurado el compromiso de varios delegados, aún quedaban algunos indecisos que sencillamente no acababan de fiarse del abogado.
A medida que transcurrían los días, Nat comprendió que se esperaba de él que tuviese el don de la ubicuidad, ya que las primarias de Chelsea se realizaron solo dos días después del caucus en Ipswich. De los dos, Elliot era quien estaba dedicando la mayor parte de su tiempo a la campaña en Chelsea, porque estaba convencido de que contaba con los diecisiete votos de Ipswich.
Nat regresó a Ipswich la noche de la votación del caucus y oyó cómo el presidente del comité local anunciaba que Elliot había obtenido diez votos, mientras que a él le correspondían los siete restantes. El equipo de Elliot, si bien proclamaba que había sido una victoria concluyente, fue incapaz de disimular la desilusión. En cuanto escuchó el resultado, Nat corrió al coche y Tom lo llevó a Chelsea antes de la medianoche.
Para su sorpresa, los periódicos locales hacían poco caso del resultado en Ipswich, pues afirmaban que Chelsea, con un padrón electoral de más de once mil personas, ofrecería un indicador mucho más claro de las opiniones del público sobre los dos hombres que lo que habían decidido un puñado de caciques locales. Nat, desde luego, se sintió mucho más a gusto y relajado en las calles, en los centros comerciales, en las puertas de las fábricas, en las escuelas y clubes que en las habitaciones llenas de humo, obligado a escuchar a unas personas que se creían con el «derecho divino» de designar al candidato.
Después de un par de semanas de estrechar manos a diestro y siniestro, Nat le comentó a Tom que se sentía muy animado al comprobar cuántas eran las personas que prometían votarle. En cualquier caso, no dejaba de preguntarse si Elliot estaba recibiendo la misma respuesta.
—No tengo la menor idea —contestó Tom, mientras salían para asistir a otro mitin—, pero sí te puedo decir que se nos está acabando el dinero. Si mañana nos dan una paliza, habremos participado en la campaña más corta de la historia. Claro que siempre podríamos hacer público el respaldo de Bush, porque eso seguramente nos aportaría algunos votos.
—De ninguna manera —replicó Nat con mucha firmeza—. Se trató de una llamada personal, no de un respaldo oficial.
—Sin embargo, Elliot no deja de hablar de su visita a la Casa Blanca y su encuentro con su viejo amigo George, como si hubiese sido una cena para dos.
—¿Tú cómo crees que se sienten al respecto los demás miembros de la delegación republicana?
—Eso es demasiado sutil para el votante medio —señaló Tom.
—Nunca lo subestimes —declaró Nat.
Nat no recordaba gran cosa del día en que se celebraron las elecciones primarias en Chelsea; solo sabía que había estado en constante movimiento. Cuando se anunció minutos después de la medianoche que Elliot había obtenido 6109 votos frente a los 5302 de Cartwright, la única pregunta de Nat fue:
—¿Podemos permitirnos continuar ahora que Elliot cuenta con veintisiete delegados contra diez nuestros?
—El enfermo todavía respira —replicó Tom—, aunque muy débilmente, así que nos queda Hartford; si Elliot gana allí también, no podremos impedir que nos arrolle. Da gracias de que aún tienes un empleo al que volver —añadió con una sonrisa.
La señora Hunter, que solo había conseguido dos votos para el colegio electoral, admitió la derrota, dijo que se retiraba de la campaña y que anunciaría en breve a cuál de los dos candidatos daría su apoyo.
Nat agradeció retornar a su ciudad natal, donde la gente en la calle lo trataba como a un amigo. Tom sabía el tremendo esfuerzo que debían hacer en Hartford, no solo porque representaba la última oportunidad, sino que además, al ser la capital del estado, tenía el mayor número de votos electorales, diecinueve en total, que de acuerdo con la regla prehistórica de que el ganador se lo llevaba todo, permitiría que si Nat se proclamaba ganador, se situara en cabeza con veintinueve delegados contra veintisiete. Si perdía, podría deshacer las maletas y marcharse a casa.
Durante la campaña, los candidatos fueron invitados a participar juntos en diversos actos, pero cada vez que asistían, en contadas ocasiones hacían caso el uno del otro; desde luego, nunca se detenían para mantener una charla.
Cuando solo faltaban tres días para la celebración de las primarias, la encuesta sobre intención de voto publicada por el Hartford Courant situaba a Nat con dos puntos de ventaja sobre su rival; también publicaron la noticia de que la señora Barbara Hunter daba todo su apoyo a Cartwright. Este era exactamente el impulso que necesitaba la campaña de Nat. A la mañana siguiente, advirtió que eran muchos menos los trabajadores que le apoyaban en la calle y que en cambio aumentaban sensiblemente las personas que se acercaban para estrecharle la mano.
Se encontraba en el centro comercial Robinson cuando recibió un mensaje de Murray Goldblatz: «Necesito hablar con usted urgentemente». Murray no era un hombre aficionado a utilizar la palabra urgente a menos que quisiera decir eso en el más estricto sentido literal. Nat dejó a su equipo para que continuara con su tarea propagandística y les aseguró que no tardaría en volver. No volvieron a verlo en todo el día.
Cuando Nat llegó al banco, la recepcionista le informó de que el presidente se encontraba en la sala de juntas con el señor y la señora Russell. Nat entró en la sala y ocupó su sitio habitual enfrente de Murray, pero por las expresiones que vio en los rostros de los tres comprendió que las noticias no eran buenas. Murray fue directamente al grano.
—Tengo entendido que esta noche habrá un acto donde participarán usted y Ralph Elliot.
—Así es —asintió Nat—. Es el último acto de la campaña antes de los comicios de mañana.
—Tengo una espía en el equipo de Elliot —prosiguió Murray—; me ha dicho que le tienen preparada una pregunta para esta noche que podría dar al traste con toda su campaña. No ha podido averiguar de qué se trata y no se ha atrevido a insistir, para no despertar sospechas. ¿Tiene alguna idea de lo que podría ser?
—No, no se me ocurre nada —respondió Nat.
—Quizá descubrió el asunto de Julia —señaló Tom en voz baja.
—¿Julia? —repitió Murray, intrigado.
—No, no me refiero a mi esposa —le aclaró Tom—. A la primera señora Kirkbridge.
—No tenía idea de que existiera una primera señora Kirkbridge —manifestó el presidente.
—No había ninguna razón para que lo supiera —declaró Tom—. Pero siempre he temido que algún día acabarían por descubrir la verdad.
Murray escuchó atentamente mientras Tom le relataba cómo había conocido a la mujer que se hacía pasar por Julia Kirkbridge y cómo la impostora había firmado el cheque bancario y acto seguido retiró todo el dinero de la cuenta.
—¿Dónde está ahora el cheque? —preguntó Goldblatz.
—Supongo que en algún lugar de las catacumbas del ayuntamiento.
—Entonces debemos dar por hecho que ahora está en manos de Elliot. ¿Quebrantaron ustedes técnicamente alguna ley?
—No, pero no cumplimos con nuestro acuerdo escrito con el ayuntamiento —dijo Tom.
—Por otro lado, el proyecto de Cedar Wood fue un gran éxito, todos los que han participado en él han obtenido pingües beneficios —concluyó Nat.
—En consecuencia —apuntó Murray—, solo nos queda una alternativa. Puede preparar una declaración con todos los hechos y hacerla pública esta misma tarde, o de lo contrario, esperar a que estalle la bomba esta noche y tener respuesta para todas las preguntas que se formulen.
—¿Cuál es su recomendación? —quiso saber Nat.
—Yo no haría nada. En primer lugar, mi espía puede estar equivocada; en segundo lugar, el proyecto de Cedar Wood puede no ser una fruta envenenada, en tal caso habría abierto la caja de los truenos sin ninguna necesidad.
—¿Qué otra cosa podría ser? —preguntó Nat.
—¿Rebecca? —propuso Tom.
—¿A qué te refieres? —replicó Nat.
—Que después de dejarla embarazada, la obligaste a someterse a un aborto.
—Eso no es ningún delito —opinó Murray.
—A menos que ella declare que fue una violación.
Nat se echó a reír al escuchar estas palabras.
—Elliot jamás sacará el tema, porque es muy probable que él fuese el padre y el aborto está excluido de su intención de presentarse como un santo.
—¿No ha considerado la posibilidad de tomar la iniciativa en el ataque? —le preguntó Murray.
—¿Qué se le ha ocurrido esta vez? —dijo Nat.
—¿Elliot no dimitió de su empleo en Alexander Dupont y Bell el mismo día que el socio principal porque desapareció medio millón de dólares de la cuenta de un cliente?
—No me rebajaré a su nivel —afirmó Nat—. Además, la participación de Elliot nunca se demostró.
—Oh sí que se demostró —declaró Murray. Tom y Nat lo miraron boquiabiertos—. El cliente en cuestión es buen amigo mío y me llamó en el momento en que se enteró de que Elliot nos representaba en la operación de compra.
—Puede que así sea, pero la respuesta continúa siendo no. —Nat exhaló un suspiro.
—De acuerdo, entonces lo batiremos según sus términos —aceptó Murray—; eso significa que tendrán que preparar respuestas para todas las preguntas que se les ocurran.
Nat abandonó el banco a las seis de la tarde, con la sensación de que le habían exprimido el cerebro. Llamó a Su Ling y le explicó lo que había pasado.
—¿Quieres que te acompañe esta noche? —le preguntó ella.
—No, Pequeña Flor, pero ¿podrías encargarte de tener a Luke bien ocupado? Si esto va a resultar desagradable, prefiero que no esté presente. Ya sabes lo sensible que es, todo se lo toma siempre como algo muy personal.
—Lo llevaré a ver una película. Proyectan una película en el cine Arcadia que él y Kathy quieren ir a ver desde hace una semana.
Nat intentó no parecer nervioso cuando llegó aquella noche al Goodwin House. Entró en el comedor principal del hotel y lo encontró abarrotado con centenares de empresarios locales en animada conversación. ¿A quién le darían su apoyo?, se preguntó. Sospechaba que la mayoría de ellos aún no habían tomado una decisión, a la vista de que las encuestas seguían recordándoles que quedaba un diez por ciento de indecisos. Un camarero lo acompañó hasta la mesa de honor, donde Elliot ya estaba conversando con el presidente del partido local. Manny Friedman se volvió para saludar a Nat. Elliot le dio la mano con grandes aspavientos. Nat se sentó rápidamente y comenzó a tomar notas en el dorso de un menú.
El presidente pidió silencio y presentó a «los dos pesos pesados que ostentan méritos muy similares para ser nuestro próximo gobernador»; a continuación invitó a Elliot a que hiciera su discurso de presentación. Nat nunca le había escuchado un discurso más lamentable. Luego el presidente le indicó a Nat que era su turno de réplica y cuando este se sentó, hubiese sido el primero en reconocer que él tampoco se había lucido mucho. La primera escaramuza, pensó, había acabado en un empate.
Después de los dos discursos, el presidente abrió el turno de preguntas. Nat se preguntó cuándo dispararían el misil y desde qué dirección. Echó una ojeada a los presentes mientras esperaba la primera pregunta.
—¿Qué opinan los candidatos sobre la ley de educación que se está debatiendo en estos momentos en el Senado? —preguntó alguien que compartía mesa con ellos.
Nat se centró en los artículos de la ley que a su juicio debían ser revisados, mientras que Elliot se dedicó a recordarles a todos que él había realizado sus estudios en la Universidad de Connecticut.
La segunda pregunta hizo referencia al nuevo impuesto sobre las rentas personales, si ambos candidatos garantizaban que no lo subirían. Ambos respondieron afirmativamente.
Un tercero se mostró interesado por la política que adoptarían en materia de seguridad ciudadana, en especial por las medidas contra la delincuencia juvenil. Elliot afirmó que había que encerrarlos a todos en la cárcel para que aprendieran la lección. Nat declaró que no estaba muy seguro de que la cárcel fuese la respuesta a todos los problemas y que quizá tendrían que considerar algunas de las innovaciones que Utah había introducido recientemente en su sistema penal.
Cuando Nat se sentó, el presidente se levantó para mirar a los presentes y saber si había más preguntas pendientes. En cuanto el hombre se levantó sin mirarlo, Nat supo quién le formularía la pregunta que pretendía acabar con su carrera. Miró de reojo a Elliot, que simulaba estar muy ocupado tomando notas y no haberse dado cuenta de lo que ocurría.
—Sí, señor, adelante —dijo Friedman.
—Señor presidente, ¿puedo preguntar si alguno de los candidatos ha quebrantado la ley en alguna ocasión?
Elliot se levantó de un salto antes de que Nat pudiese abrir la boca.
—Varias veces —declaró—. La semana pasada me pusieron tres multas de aparcamiento, razón por la cual tengo la intención de modificar las restricciones de aparcamiento en la zona céntrica en el momento que me elijan.
Una respuesta impecable, pensó Nat, aunque la hubiese preparado de antemano. Se oyeron algunos aplausos. Se puso de pie lentamente y se volvió para mirar a Elliot.
—No cambiaré la ley para la comodidad del señor Elliot, porque creo que debería haber menos vehículos en las zonas céntricas, no más. Quizá no sea popular, pero alguien tiene que advertir a los ciudadanos que el futuro será muy negro si continuamos fabricando coches cada vez más grandes, que consumen más gasolina y que como consecuencia producen más gases tóxicos. Les debemos a nuestros hijos una herencia mejor que esa; además, no tengo el menor interés en que me elijan por promesas banales que se olvidan rápidamente cuando se llega al poder.
Nat se sentó en medio de grandes aplausos y confió en que el presidente le cediera la palabra a algún otro, pero el hombre continuó de pie.
—Bien dicho, señor Cartwright, pero no ha respondido a mi pregunta sobre si en alguna ocasión ha quebrantado la ley.
—No, que yo sepa —contestó Nat.
—¿No es verdad que en una ocasión autorizó el pago de un cheque del banco Russell por valor de tres millones seiscientos mil dólares cuando sabía que ya no había fondos en la cuenta y que la firma en el cheque era falsa?
Varios de los presentes comenzaron a hablar al mismo tiempo y Nat tuvo que esperar a que se hiciera silencio.
—Sí, el banco fue víctima de una estafa por ese importe, cometida por una persona muy hábil, pero dado que dicha suma se debía al ayuntamiento, consideré que el banco no tenía otra alternativa que hacer honor a la deuda y pagar al ayuntamiento el monto total.
—¿Informó usted a la policía en aquel momento de que habían robado el dinero? Después de todo, pertenecía a los clientes del banco y no a usted —señaló el hombre.
—No, porque teníamos motivos bien fundados para creer que el dinero había sido transferido al extranjero; por tanto sabíamos que no había ninguna posibilidad de recuperarlo. —Nat comprendió en cuanto acabó de hablar que su respuesta no aplacaría al hombre ni a muchos de los presentes.
—Si llega a convertirse en gobernador, señor Cartwright, ¿tratará el dinero de los contribuyentes con la misma ligereza?
Elliot volvió a levantarse en el acto.
—Señor presidente —dijo—, ese comentario ha sido del todo incorrecto y puede dar pie a murmuraciones malintencionadas. ¿Por qué no seguimos con las preguntas?
Se sentó al tiempo que el público premiaba su intervención con grandes aplausos, mientras que Nat continuaba de pie. Tuvo que admirar el desparpajo de Elliot, quien después de tenderle la trampa, hacía ver que salía en defensa de su oponente. Esperó a que se hiciera el silencio.
—El incidente al que usted se refiere sucedió hace más de diez años. Fue un error de mi parte y lo lamento profundamente, aunque no deja de ser una ironía que acabara siendo un extraordinario éxito financiero para todos los que participaron en el mismo, porque los tres millones seiscientos mil dólares que el banco invirtió en el proyecto de Cedar Wood han beneficiado a los ciudadanos de Hartford y han supuesto un gran impulso para la economía de la ciudad.
El hombre continuó de pie con expresión de no estar satisfecho.
—A pesar de la generosa intervención del señor Elliot, ¿puedo preguntarle si él hubiese denunciado el robo de los fondos a la policía?
En esta ocasión, Elliot se levantó lentamente para dar su respuesta.
—Preferiría no hacer ningún comentario sin conocer a fondo todos los detalles de este caso, pero estoy dispuesto a aceptar la palabra del señor Cartwright cuando dice que no cometió ningún delito y que lamenta amargamente no haber informado del tema a las autoridades pertinentes en su momento. —Guardó silencio unos instantes—. Así y todo, si resulto elegido gobernador, puede estar seguro de que el mío será un gobierno abierto. Si cometo un error lo admitiré en el acto y no al cabo de diez años.
El hombre que había sacado el tema del robo se sentó; había concluido su misión.
Al presidente le costó imponer orden en la sala. Se formularon varias preguntas más, pero las respuestas apenas se escucharon, ya que la mayoría de los asistentes seguían discutiendo entre sí sobre las revelaciones de Nat.
Cuando el presidente dio por acabado el acto, Elliot se marchó sin demora, mientras que Nat permaneció en su sitio. Se sintió emocionado al ver cuántas eran las personas que se acercaron para estrecharle la mano y manifestarle que el proyecto de Cedar Wood había sido una bendición para la ciudad.
—Bueno, al menos no te han linchado —le comentó Tom cuando salieron del hotel.
—No, no lo han hecho, pero mañana solo habrá una pregunta en la mente de los electores. ¿Soy la persona adecuada para ocupar la mansión del gobernador?