El señor Goldblatz se levantó de su sitio en el centro de la mesa y echó una ojeada a la declaración que tenía preparada. A su derecha se sentaba Nat Cartwright y a su izquierda, Tom Russell. Detrás de ellos tres estaban sentados en hilera los demás miembros de la junta.
—Damas y caballeros de la prensa, tengo el placer de anunciarles la fusión de Fairchild’s y Russell y la creación de un nuevo banco que llevará el nombre de Fairchild Russell. Continuaré desempeñando el cargo de presidente, el señor Nat Cartwright será el presidente adjunto y Tom y Julia Russell formarán parte de la junta. El señor Wesley Jackson seguirá en la nueva entidad como director ejecutivo. Asimismo, confirmo que el banco Russell ha retirado su oferta de compra y les comunico que próximamente se presentará el nuevo organigrama de la compañía. El señor Cartwright y yo responderemos a las preguntas que deseen formular.
Todos los periodistas levantaron la mano.
—Sí, empiece usted, por favor —dijo el presidente, y señaló a una mujer en la segunda fila, con la que ya había acordado cederle la primera pregunta.
—¿Tiene usted la intención de dimitir de su cargo de presidente en un futuro próximo?
—Sí, efectivamente, y no creo que haya ninguna duda respecto a quién me sucederá.
Se volvió para mirar a Nat mientras otro periodista preguntaba:
—¿Qué opina el señor Russell al respecto?
El señor Goldblatz sonrió, porque era una pregunta que todos se esperaban. Miró a su izquierda.
—Quizá el señor Russell quiera responder él mismo a la pregunta.
Tom sonrió amablemente al periodista.
—Estoy encantado con la unión de los dos principales bancos del estado y me siento muy honrado por la invitación a unirme a la junta de Fairchild Russell como director sin rango ejecutivo. —Sonrió una vez más—. Confío en que el señor Cartwright reconsidere mi cargo cuando acceda a la presidencia.
—Excelente respuesta —le susurró el presidente cuando Tom se sentó.
Nat se levantó sin perder ni un segundo para ofrecer otra respuesta bien ensayada.
—Desde luego que volveré a designar al señor Russell y no será como director sin rango ejecutivo.
Goldblatz sonrió complacido.
—Estoy seguro de que tal decisión no será ninguna sorpresa para todo el que siga con atención este asunto —añadió—. ¿Sí? —dijo en respuesta a uno de los periodistas que mantenía la mano alzada.
—¿Habrá algún tipo de reducción de plantilla por la fusión?
—No —respondió Goldblatz—. Tenemos la intención de mantener a todo el personal de Russell, pero una de las responsabilidades más urgentes del señor Cartwright será preparar una reestructuración completa del banco durante los próximos doce meses. Quisiera añadir que la señora Julia Russell ya ha sido designada para dirigir la nueva división inmobiliaria formada tras la unión de los bancos. En Fairchild’s hemos seguido con admiración cómo llevó adelante el proyecto de Cedar Wood.
—¿Puedo preguntar por qué su asesor legal, Ralph Elliot, no está presente en este acto? —dijo una voz desde el fondo de la sala.
Otra pregunta que Goldblatz había previsto aunque no pudo ver al periodista que la había planteado.
—El señor Elliot está en Washington. Anoche cenó con el presidente en la Casa Blanca; y debido a ese compromiso no ha podido estar con nosotros esta mañana. ¿Siguiente pregunta?
Goldblatz no hizo referencia alguna al «franco intercambio de opiniones» que había mantenido por teléfono con Elliot a primera hora de la mañana.
—Hablé con el señor Elliot hace unas horas —añadió el mismo periodista—. Me preguntó si estaría usted dispuesto a hacer algún comentario sobre el comunicado de prensa que acaba de hacernos llegar.
Nat se quedó de una pieza mientras Goldblatz se levantaba lentamente.
—Será un placer comentarlo si pudiera saber lo que dice el comunicado.
El periodista comenzó a leer el texto de la hoja que tenía en la mano: «Es para mí un placer comprobar que el señor Goldblatz ha aceptado mi recomendación de fusionar los dos bancos y no seguir con una batalla que no hubiese servido a los intereses de nadie». Goldblatz sonrió al tiempo que asentía. «Hay tres miembros de la junta para reemplazar al actual presidente en un futuro próximo, pero como considero a uno de ellos totalmente inaceptable para desempeñar un cargo que requiere una absoluta honradez, no me queda más alternativa que la de dimitir de mi cargo en la junta y dejar de atender los asuntos legales del banco. Hecha esta única reserva, deseo a la nueva entidad el mayor de los éxitos».
La sonrisa del señor Goldblatz desapareció como por ensalmo y fue incapaz de contener la rabia.
—No tengo más comentarios que hacer en estos mo… mo… momentos. Con esto doy por acabada la ru… ru… rueda de prensa. —Se levantó sin más y salió de la sala. Nat le pisaba los talones—. ¡El muy condenado ha roto el acuerdo! —exclamó furioso mientras caminaba hacia la sala de juntas.
—¿Qué habían acordado exactamente? —le preguntó Nat, que hacía todo lo posible por mantener la calma.
—Acepté decir que él había participado en el feliz desarrollo de las negociaciones, si él a su vez presentaba su dimisión a la junta, cesaba como representante legal de la nueva entidad y se abstenía de hacer nuevas declaraciones.
—¿Tenemos el compromiso por escrito?
—No, lo acordamos anoche por teléfono. Dijo que hoy lo confirmaría por escrito.
—O sea, que una vez más Elliot sale de todo esto limpio de polvo y paja —opinó Nat.
Goldblatz se detuvo al llegar a la puerta de la sala de juntas y se volvió para mirar a Nat.
—Ni lo sueñe —replicó—. Creo que acabará arrastrándose por el fango. Esta vez ha ido a buscarle las cosquillas al hombre menos indicado.
La popularidad de un individuo en vida a menudo solo se manifiesta en la muerte.
La catedral de San José estaba llena a rebosar mucho antes de la hora fijada para el funeral de Harry Gates. El jefe de policía, Don Culver, decidió cortar la calle al tráfico delante del templo, para permitir que todos los que no cabían pudieran sentarse en las escalinatas o permanecer en el exterior, mientras escuchaban el oficio religioso por los altavoces.
El cortejo fúnebre se detuvo ante la iglesia y una guardia de honor transportó a hombros el ataúd al interior de la catedral. Martha Gates iba acompañada de su hijo y escoltada por su hija y su yerno. La multitud agolpada en las escalinatas se apartó para dejar paso a los deudos. Todos los presentes en el interior se pusieron de pie cuando un acólito acompañó a la señora Gates hasta el primer banco. Mientras recorrían el pasillo central, Fletcher vio a todos los baptistas, judíos, episcopalianos, musulmanes, metodistas y mormones, que habían acudido a presentar sus respetos al católico difunto.
El obispo comenzó el oficio religioso con una oración escogida por Martha, que fue seguida por los himnos y la lectura de los pasajes bíblicos favoritos de Harry. Jimmy y Fletcher leyeron, pero fue Al Brubaker, como presidente del partido, quien subió al púlpito para pronunciar el panegírico.
Brubaker miró a los presentes y permaneció en silencio durante unos segundos.
—Son pocos los políticos —comenzó— que inspiran respeto y afecto, pero si Harry pudiese estar aquí ahora, vería por sí mismo que figuraba entre el grupo selecto. Veo entre los congregados muchos rostros que no había visto antes —hizo una pausa—, así que debo suponer que son republicanos. —Las risas resonaron en la catedral y se escucharon algunos aplausos que provenían de la calle—. Aquí yace un hombre que, cuando el presidente le pidió que se presentara a gobernador del estado, respondió sencillamente: «Aún no he acabado mi trabajo como senador de Hartford», y nunca lo hizo. Como presidente de mi partido, he asistido a funerales de presidentes, gobernadores, senadores y congresistas, junto con los grandes y poderosos, pero este funeral es diferente, porque también ha venido la gente de la calle, de todas las clases sociales, para manifestar simplemente su agradecimiento.
»Harry Gates era un hombre que tenía opinión para todo, de verbo fácil, irascible y provocador. También era un apasionado defensor de las causas en las que creía. Leal con sus amigos, justo con los oponentes, era un hombre cuya compañía buscaban los demás porque les enriquecía la vida. Harry Gates no era un santo, pero los santos estarán en las puertas del cielo para darle la bienvenida.
»Le damos las gracias a Martha por haber apoyado a Harry y todos sus sueños, muchos cumplidos y uno todavía por cumplir. A Jimmy y Annie, sus hijos, de los que estaba muy orgulloso. A Fletcher, su querido yerno, a quien encomendó la poco envidiable tarea de convertirse en portador de la antorcha, y a Lucy, que fue elegida representante de los estudiantes pocos días después de la muerte de su abuelo. Estados Unidos ha perdido a un hombre que sirvió a su país aquí y en el extranjero, en la guerra y en la paz. Hartford ha perdido a un servidor público que no será reemplazado fácilmente.
»Me escribió hace unas pocas semanas —Brubaker hizo una pausa— para pedirme dinero (qué valor el suyo) para su amado hospital. Dijo que no me volvería a hablar nunca más si no le enviaba un cheque. He considerado a fondo los pros y los contras de la amenaza. —Pasaron varios minutos antes de que se apagaran las risas y los aplausos—. Al final, mi esposa envió un cheque. La verdad es que jamás pasó por la mente de Harry que si pedía algo, no se le daría, y ¿por qué? Porque dedicó toda su vida a dar, así que ahora debemos hacer que su sueño se convierta en realidad, construir un hospital en su memoria del que hubiese estado orgulloso.
»Leí la semana pasada en el Washington Post que el senador Harry Gates había muerto. Esta mañana, cuando llegué a Hartford, pasé por delante del centro para los ancianos, la biblioteca y la primera piedra del hospital que llevará su nombre. Mañana, cuando regrese a casa, le escribiré al Washington Post para decirles: “Están ustedes en un error, Harry Gates está vivito y coleando”. —El señor Brubaker se calló unos momentos para mirar a los congregados y después miró directamente a Fletcher—. “Aquí teníamos a un hombre, ¿dónde encontraremos a otro igual?”.
Cuando se juntaron en las escalinatas de la catedral, Martha y Fletcher agradecieron a Al Brubaker sus palabras.
—Si hubiese dicho menos —comentó Brubaker—, habría aparecido a mi lado en el púlpito para reclamar un recuento. —El presidente estrechó la mano de Fletcher—. No mencioné todo el texto de la carta que me envió Harry, pero sé que querrá leer el último párrafo. —Sacó la carta de un bolsillo interior y se la entregó.
Fletcher leyó rápidamente las últimas palabras de Harry, miró al presidente y asintió.
Tom y Nat bajaron las escalinatas de la catedral y caminaron entre la muchedumbre que se dispersaba en silencio.
—Me hubiese gustado conocerlo mejor —comentó Nat—. Llegué a pedirle que se uniera a la junta cuando dejó el Senado. Me escribió de su puño y letra una carta encantadora donde me explicaba que la única junta de la que era miembro era la del hospital.
—Solo tuve ocasión de hablar con él un par de veces —manifestó Tom—. Estaba loco, por supuesto, pero tienes que estarlo si escoges pasarte la vida subiendo piedras por una ladera. No se lo digas jamás a nadie, pero fue el único demócrata al que he votado.
—Lo mismo digo —admitió Nat, y se echó a reír.
—¿Qué opinarías si recomiendo que la junta haga una donación de cien mil dólares para la construcción del hospital? —le preguntó Tom.
—Me opondré rotundamente. —Tom lo miró sorprendido—. Cuando el senador vendió sus acciones de Russell, lo primero que hizo fue donar cien mil dólares al hospital. Lo menos que podemos hacer es repetir el gesto.
Tom asintió en silencio. Se volvió por un momento y vio a la señora Gates junto a la puerta de la catedral. Esa misma tarde le enviaría una carta con el cheque. Exhaló un suspiro.
—Mira quién le está dando la mano a la viuda.
Nat se volvió y vio a Ralph Elliot que estrechaba la mano de Martha Gates.
—¿Te sorprende? En este mismo momento le está comentando lo muy feliz que se sintió cuando Harry siguió su consejo de vender las acciones del banco Russell y se embolsó un millón de dólares.
—¡Dios mío! —exclamó Tom—. Comienzas a pensar como él.
—Tendré que hacerlo si pretendo sobrevivir durante los próximos meses.
—No creo que el tema deba preocuparte —replicó Tom—. Todo el mundo en el banco tiene asumido que tú serás el próximo presidente.
—No estoy hablando ahora de la presidencia —dijo Nat. Tom se detuvo bruscamente ante las escalinatas del banco y miró a su viejo amigo—. Si Ralph Elliot postula su nombre como candidato a gobernador por los republicanos, entonces me presentaré yo también. —Miró hacia la catedral—. Y esta vez te juro que lo venceré.