Nat se sentía un tanto culpable por haber regresado a Hartford después de dejar a su hijo en Taft, porque no había tenido tiempo de visitar a sus padres. Pero era consciente de que no podía saltarse la reunión con Murray Goldblatz dos días seguidos. Cuando se despidió de Luke, el chico al menos ya no parecía hundido en el sufrimiento. Le había prometido que él y su madre volverían el viernes por la tarde para la representación de la obra. Aún pensaba en Luke cuando sonó el teléfono móvil, una innovación que había cambiado su vida.
—Prometiste llamarme antes de que abriera el mercado —dijo Joe, que hizo una pausa antes de añadir—: ¿Tienes alguna noticia que comunicarme?
—Lamento no haberte llamado, Joe; surgió una crisis doméstica y me olvidé completamente.
—¿Tienes algo nuevo que decirme?
—¿Algo nuevo?
—Tus últimas palabras fueron: «Sabré algo más dentro de veinticuatro horas».
—Antes de que te eches a reír, Joe, te diré que sabré algo más dentro de veinticuatro horas.
—Lo soportaré, pero ¿cuáles son las instrucciones para hoy?
—Las mismas de ayer. Quiero que continúes comprando agresivamente las acciones de Fairchild’s hasta la hora de cierre.
—Confío en que sepas lo que haces, Nat, porque las facturas comenzarán a llegar la semana que viene. Todo el mundo sabe que Fairchild’s está en condiciones de capear el temporal, pero ¿tú estás absolutamente seguro de que podrás?
—No puedo permitirme no hacerlo —replicó Nat—, así que sigue comprando.
—Lo que tú dispongas, jefe. Solo deseo que tengas un paracaídas a mano, porque si no tienes el cincuenta y uno por ciento de Fairchild’s para las diez de la mañana del lunes, la caída será más que accidentada.
Mientras Nat continuaba su viaje de regreso a Hartford, comprendió que Joe no había hecho más que recalcar lo evidente. La semana siguiente a esa misma hora podría encontrarse sin trabajo y, lo que era más grave, haber permitido que Russell acabara en poder de su principal competidor. ¿Goldblatz era consciente de esa situación? Por supuesto que sí.
En el momento de entrar en la ciudad, decidió no ir a su despacho, sino aparcar a unas calles de la catedral, comerse un bocadillo y considerar todas las alternativas que le pudiese plantear Goldblatz. Pidió un bocadillo de beicon con la ilusión de que le infundiera un ánimo más combativo. Luego comenzó a escribir en el dorso del menú una lista con los pros y los contras.
A las tres menos diez salió de la cafetería y caminó sin prisas hacia la catedral. Fueron varias las personas que al pasar por su lado le saludaron con un gesto o un «Buenas tardes, señor Cartwright», cosa que le recordó lo muy conocido que era desde un tiempo a esta parte. Sus expresiones eran de admiración y respeto; y deseó poder adelantar la película una semana para ver cómo serían entonces. Consultó su reloj: las tres menos cuatro minutos. Decidió dar la vuelta a la manzana y entrar en la catedral por la puerta sur, que era más discreta. Subió las escalinatas de dos en dos y entró en el templo dos minutos antes de que el reloj de la torre tocara la hora. No ganaría nada con llegar tarde.
Después del fuerte resplandor exterior, Nat tardó unos segundos en habituar su visión a la penumbra de la catedral iluminada, solo con velas. Contempló todo el largo de la nave central y se fijó en el altar donde destacaba la gran cruz dorada tachonada con piedras semipreciosas. Luego miró a las hileras de bancos de roble. Estaban casi vacíos, tal como le había dicho el señor Goldblatz; no había más de media docena de ancianas vestidas de negro; una de ellas sostenía un rosario y rezaba: «Salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres…».
Continuó avanzando por el pasillo central, sin ver ninguna señal de Goldblatz. Cuando llegó delante del grandioso púlpito de madera, se detuvo unos momentos para admirar la obra del artesano, que le recordó sus viajes a Italia. Le remordió la conciencia no haber sabido que existía esa obra de arte en su propia ciudad. Echó una ojeada a los bancos, pero sus únicos ocupantes continuaban siendo el reducido grupo de ancianas que rezaban con las cabezas inclinadas. Decidió volver hacia el fondo de la catedral y sentarse en uno de los últimos bancos. Consultó su reloj. Eran las tres y un minuto. Mientras caminaba, escuchó el eco de sus pisadas en el suelo de mármol. Entonces escuchó una voz que le decía:
—¿Quieres confesarte, hijo mío?
Nat se volvió hacia la izquierda y se fijó en uno de los confesionarios con la cortina descorrida. ¿Un sacerdote católico con acento judío? Esbozó una sonrisa, se sentó en el pequeño banco de madera y cerró la cortina.
—Tienes un aspecto magnífico —comentó el líder de la mayoría cuando Fletcher ocupó su lugar a la derecha de Ken—. De tratarse de cualquier otro, diría que tienes una amante.
—Tengo una amante —replicó Fletcher—. Se llama Annie. Por cierto, quizá tenga que marcharme sobre las dos.
Ken Stratton echó un vistazo a la agenda.
—Por mí, ningún problema; aparte de tu propuesta de ley sobre educación pública no hay nada que necesite de tu participación excepto quizá el tema de los candidatos para las próximas elecciones. Suponemos que volverás a presentarte como candidato por Hartford, a menos que Harry tenga dispuesto hacer su reaparición. ¿Qué tal está el viejo buitre?
—Un poco mejor. Inquieto, irritable y dispuesto a meter la nariz en lo que sea.
—Entonces, está como siempre —opinó Ken.
Fletcher leyó el orden del día. Solo se perdería el tema de la recaudación de fondos y ese era un asunto que estaba en todos los programas desde el día de su elección, y que seguiría ahí mucho después de su jubilación.
Cuando el reloj marcó las doce, el líder de la mayoría le pidió a Fletcher que explicara su proyecto sobre educación. El senador dedicó media hora a la explicación y analizó con mucho detalle las cláusulas que podían ser objetadas por los republicanos. Después de responder a media docena de preguntas de sus colegas, comprendió que necesitaría de toda su capacidad como abogado y orador si quería sacar adelante la propuesta en la cámara. Como era de esperar, la última pregunta la hizo Jack Swales, el miembro más antiguo del Senado. Siempre hacía la última pregunta y era la señal para pasar al siguiente punto de la agenda.
—¿Cuánto le va a costar todo esto al contribuyente, senador?
Los presentes sonrieron mientras Fletcher cumplía con el ritual.
—La partida correspondiente aparece en el presupuesto, Jack, y el proyecto estaba en nuestro programa en las últimas elecciones.
Jack sonrió y el líder de la mayoría anunció:
—Punto número dos: candidatos para las próximas elecciones.
Fletcher había tenido la intención de marcharse en cuanto comenzara el debate, pero como todos los demás presentes en la sala, se llevó una sorpresa cuando Ken añadió:
—Debo informar a mis compañeros senadores, no sin cierto pesar, que no me presentaré a las próximas elecciones.
La sesión informativa se transformó repentinamente en una situación explosiva. Comenzaron a escucharse los «¿Por qué?», «No puede ser» y «¿Quién?», hasta que Ken levantó una mano para pedir silencio.
—No creo que sea necesario explicarles por qué considero que ha llegado el momento de dejar la política.
Fletcher comprendió la consecuencia inmediata de la decisión de Ken: había pasado de ser el senador favorito para convertirse en líder de la mayoría. Cuando mencionaron su nombre, dejó claro que se presentaría a la reelección y se escabulló en el momento en que Jack Swales comenzó su discurso para explicar que su sentido del deber le impulsaba a buscar la reelección a la edad de ochenta y dos años.
Fletcher recorrió en coche el poco más de medio kilómetro hasta el hospital y subió de dos en dos las escaleras hasta el segundo piso para no tener que esperar al ascensor. Cuando entró en la habitación, Harry estaba explicando con todo detalle la ley de incapacitación del presidente de la nación a una atenta audiencia de dos. Martha y Annie se volvieron para mirarle.
—¿Ha ocurrido algo en la reunión del partido que deba saber? —preguntó Harry.
—Ken Stratton no se presentará en las próximas elecciones.
—Eso no es ninguna novedad. Ellie está enferma desde hace tiempo y es la única persona que le importa más que el partido. De todas maneras, eso significa que si conservamos la mayoría en el Senado, tú podrías ser el nuevo líder.
—¿Qué me dices de Jack Swales? ¿No creerá que le corresponde por derecho?
—En política no hay nada que te corresponda por derecho —replicó Harry—. En cualquier caso, no creo que los demás le respalden. No pierdas más el tiempo hablando conmigo, porque sé que tienes que ir a Washington para tu reunión con Al Brubaker. Lo único que quiero saber es cuándo estarás de regreso.
—Mañana por la mañana a primera hora. Solo nos quedaremos una noche.
—Entonces ven a verme en cuanto llegues; quiero que me cuentes palabra por palabra por qué Al quiere verte. Por cierto, no te olvides de transmitirle mis saludos; es el mejor presidente que el partido ha tenido en años. Pregúntale si recibió mi carta.
—¿Tu carta? —repitió Fletcher.
—Tú limítate a preguntárselo —dijo Harry.
—Se le ve muy recuperado —le comentó Fletcher a Annie mientras iban camino del aeropuerto.
—Así es; los médicos le han dicho a mi madre que quizá le dejen volver a casa la semana que viene, si, y solo si, promete que se tomará las cosas con calma.
—Lo prometerá —afirmó Fletcher—, pero da gracias de que faltan diez meses para las próximas elecciones.
El avión del puente aéreo a la capital despegó con un retraso de quince minutos, pero Fletcher ya lo había previsto, así que cuando aterrizaron, aún confiaba en que tendrían tiempo para ir al hotel Wilard, ducharse y estar en Georgetown a las ocho.
El taxi llegó a la puerta del hotel a las siete y diez. Lo primero que hizo Fletcher fue preguntarle al portero cuánto se tardaba en ir a Georgetown.
—Aproximadamente de diez a quince minutos —le informó.
—Entonces quiero que me tenga un taxi en la puerta a las ocho menos cuarto.
Annie se las apañó para ducharse y vestirse con un traje de cóctel, mientras Fletcher se paseaba por la habitación sin dejar de controlar el reloj cada pocos segundos. Le abrió la puerta del taxi cuando faltaban nueve minutos para las ocho.
—Tenemos que estar en el tres mil treinta y ocho de la calle N dentro de nueve minutos —le dijo al taxista después de consultar el reloj.
—No, de ninguna manera —intervino Annie—. Si Jenny Brubaker se parece en algo a mí, agradecerá que lleguemos algunos minutos tarde.
El taxista condujo hábilmente entre el denso tráfico nocturno y consiguió llegar a la casa del presidente del partido solo dos minutos después de las ocho, consciente de que era Fletcher quien pagaría la carrera.
—Es un placer volver a verle, Fletcher —dijo Al Brubaker cuando les abrió la puerta—. Esta es Annie, ¿no? No creo que hayamos tenido la ocasión de conocernos, pero por supuesto estoy enterado de su trabajo por el partido.
—¿El partido? —preguntó Annie.
—¿No pertenece a la junta de la escuela de Hartford y es miembro del comité del hospital?
—Sí, así es —admitió Annie—, pero siempre he creído que estaba trabajando para la comunidad.
—Es usted igual que su padre —señaló Al—. Por cierto, ¿cómo está el viejo león?
—Acabamos de dejarlo —respondió Fletcher—. Tiene mucho mejor aspecto, le manda saludos. Antes de que me olvide, quiere saber si recibió su carta.
—Sí, la recibí. Es de los que nunca se rinden, ¿verdad? —dijo Brubaker, y sonrió—. ¿Qué les parece si pasamos a la biblioteca y les preparo una copa? Jenny no tardará en bajar.
—¿Qué tal está su hijo?
—Ahora bien, gracias, señor Goldblatz. El motivo de su escapada fue de índole sentimental.
—¿Cuántos años tiene?
—Dieciséis.
—Una edad muy adecuada para enamorarse. Dígame, hijo mío, ¿tiene algo que confesar?
—Sí, padre, para esta misma hora de la semana que viene seré el presidente del banco más grande del estado.
—Para esta misma hora de la semana que viene quizá ni siquiera sea el director ejecutivo del banco más pequeño del estado.
—¿Qué le hace pensar tal cosa? —le preguntó Nat.
—Bien puede ser que lo que comenzó como un golpe brillante acabe en agua de borrajas y le deje sin fondos para cubrir las compras. Sus agentes seguramente le habrán advertido de que no tiene ninguna posibilidad de hacerse con el cincuenta y uno por ciento de Fairchild’s para el lunes por la mañana.
—No niego que será peliagudo —aceptó Nat—, pero así y todo creo que podremos conseguirlo.
—Gracias a Dios que ninguno de los dos somos católicos, señor Cartwright, porque de lo contrario tendría usted que arrepentirse de sus actos y yo imponerle una penitencia de tres avemarías. Pero no tema, veo la redención para nosotros.
—¿Necesito ser redimido, padre?
—Ambos lo necesitamos, ese es el mo… mo… motivo por el que le propuse que nos viéramos. La batalla no nos está haciendo ningún favor y si se alarga hasta después del domingo, puede perjudicar a las entidades para las que trabajamos; posiblemente incluso acabe con la suya.
Nat iba a protestar, pero no lo hizo porque Goldblatz tenía toda la razón.
—¿Cuál es la redención que propone? —preguntó.
—Verá, creo que he encontrado una solución mejor que rezar tres avemarías, que quizá perdone nuestros pecados e incluso nos dé un pequeño beneficio.
—Le escucho, padre.
—He seguido con mucho interés su carrera profesional, hijo mío. Es una persona brillante, extremadamente diligente y con una determinación feroz, pero lo que más admiro de usted es su integridad, por mucho que uno de mis asesores legales intente convencerme de lo contrario.
—Me halaga, señor, pero no haga que me sienta abrumado.
—No tiene por qué estarlo. Soy realista; creo que si no tiene éxito esta vez, quizá quiera volver a intentarlo dentro de un par de años y no darse por vencido hasta salirse con la suya. ¿Me equivoco?
—Me parece que no, señor.
—Ha sido sincero conmigo, así que le pagaré con la misma moneda. Dentro de dieciocho meses cumpliré sesenta y cinco años, momento en que espero jubilarme y dedicarme a jugar al golf. Me gustaría dejarle a mi sucesor una entidad próspera, no un paciente delicado que necesite de continuos tratamientos. Creo que usted podría ser la solución a mi problema.
—Creía que era la causa.
—Razón de más para que nosotros procuremos acabar con un intento que es al mismo tiempo atrevido y muy imaginativo.
—Pensaba que eso era exactamente lo que estaba haciendo.
—Todavía puede, hijo mío, aunque por razones políticas necesito que todo el asunto sea idea suya; eso significa, señor Cartwright, que deberá usted confiar en mí.
—Ha dedicado cuarenta años a labrarse la reputación de la que goza, señor Goldblatz. No puedo creer que esté dispuesto a arriesgarla cuando le falta muy poco para la jubilación.
—Yo también me siento halagado, joven, pero, lo mismo que usted, no me siento abrumado. Por consiguiente puedo dejar caer que fue usted quien solicitó que habláramos para hacer la propuesta de que, más que continuar luchando entre nosotros, tendríamos que trabajar unidos.
—¿Una sociedad? —preguntó Nat.
—Llámelo como quiera, señor Cartwright, pero si nuestros dos bancos se fusionaran, nadie saldría perdiendo y, lo que es más importante, todos nuestros accionistas se beneficiarían.
—¿Cuáles serían los términos que me aconseja que debería recomendarle a usted, por no mencionar a mi junta?
—Que el banco se llame Fairchild Russell; por otro lado, yo continuaré como presidente durante los próximos dieciocho meses, mientras que usted será mi adjunto.
—¿Qué pasaría con Tom y Julia Russell?
—Es evidente que a ambos se les ofrecería un cargo en la junta. Si usted es el nuevo presidente dentro de dieciocho meses, será de su incumbencia designar a su propio adjunto, aunque creo que sería prudente mantener a Wesley Jackson como director ejecutivo. Dado que usted le invitó a formar parte de su junta hace unos años, no creo que lo considere un inconveniente.
—No, no lo sería, pero eso no resuelve el problema del reparto de acciones.
—Usted posee en la actualidad el diez por ciento de las acciones de Russell, lo mismo que su presidente. La señora Russell, quien a mi juicio tendría que dirigir la nueva división inmobiliaria, llegó a tener en un momento dado el cuatro por ciento. Pero sospecho que son esas acciones las que ha estado usted sacando al mercado en los últimos días.
—Podría estar en lo cierto, señor Goldblatz.
—En volumen de negocios y beneficios Fairchild’s es apro… apro… ximadamente cinco veces más grande que Russell, así que le recomiendo que cuando presente la propuesta, usted y el señor Russell pidan un cuatro por ciento y acepten un tres. En el caso de la señora Russell, diría que un uno por ciento sería lo apropiado. Ustedes tres, por supuesto, continuarían percibiendo los mismos salarios y beneficios.
—¿Qué pasa con mi equipo?
—No habrá cambios durante los próximos dieciocho meses. Después, la decisión será suya.
—¿Quiere que yo le haga esta oferta a usted, señor Goldblatz?
—Efectivamente.
—Perdón por la pregunta, pero ¿por qué no hace usted mismo la propuesta y deja que mi junta la considere?
—Porque nuestros asesores legales se opondrían. Al parecer el señor Elliot solo tiene un objetivo en todo este asunto, acabar con usted. Yo también tengo un único propósito: mantener la integridad del banco en el que trabajo desde hace más de treinta años.
—Si es así, ¿por qué no despide a Elliot sin más?
—Quería hacerlo al día siguiente de que enviara aquella carta infame en mi nombre, pero no podía permitirme reconocer un desacuerdo interno cuando estábamos en medio de una oferta pública de adquisición. Piense en lo que hubiese dicho la prensa al respecto, por no ha… ha… hablar de los accionistas, señor Cartwright.
—Ha de tener presente que en cuanto Elliot se entere de que he presentado la propuesta, no tardará ni un segundo en aconsejar a la junta que la rechace.
—Lleva toda la razón —admitió Goldblatz—; por eso ayer lo envié a Washington para que me informe directamente en cuanto la Comisión de Valores anuncie el resultado de su oferta de compra el lunes.
—Se olerá la trampa. Sabe muy bien que no necesita estar en Washington sin nada que hacer durante cuatro días. Le bastaría con volar a la capital el domingo por la noche para informarle de la decisión de la comisión el lunes por la mañana.
—Es curioso que lo mencione, señor Cartwright, porque fue mi secretaria quien se en… en… enteró de que los republicanos están celebrando en Washington que han llegado a la mitad de la legislatura y los festejos concluirán con una cena en la Casa Blanca. —Guardó silencio unos instantes—. Tuve que pedir más de un favor para asegurarme de que Ralph Elliot recibiera una invitación a tan augusta fiesta. Por tanto, convendrá conmigo en que estará muy ocupado en estos momentos. No leo más que noticias sobre sus ambiciones políticas en la prensa local. Él las niega, por supuesto, y en consecuencia deduzco que deben de ser ciertas.
—¿Puedo preguntarle por qué lo contrató?
—Siempre hemos contado con los servicios de Belman y Wayland, señor Cartwright, y hasta que se planteó el tema de la compra, no había tenido la ocasión de tratar con el señor Elliot. Me confieso culpable, pero ahora al menos intento rectificar el error. Verá, no conté con que usted me lleva la delantera por haber sido derrotado por él en dos ocasiones.
—Touché —dijo Nat—. ¿Qué hacemos ahora?
—Ha sido un placer conversar con usted, señor Cartwright; y presentaré su propuesta a mi junta esta misma tarde. Es de lamentar que uno de nuestros miembros esté en Washington, pero así y todo confío en que podré telefonearle para comunicarle nuestra reacción a última hora de hoy.
—Esperaré su llamada con mucho interés —manifestó Nat.
—Bien, entonces podremos encontrarnos cara a cara y le propongo que sea cuanto antes, porque me gustaría tener un acuerdo firmado para la tarde del viernes, una vez cumplidas todas las diligencias. —Murray Goldblatz se calló un momento—. Nat, ayer me pidió que le hiciera un favor; ahora soy yo quien le pide a usted que haga algo por mí.
—Sí, por supuesto.
—Monseñor, un hombre astuto, me pidió una donación de doscientos dólares por el uso del confesionario; creo que ahora que somos socios usted debería pagar su parte. Solo se lo pido porque a los miembros de mi junta les parecerá muy divertido y me permitirá mantener la reputación entre mis amigos judíos de que soy un tipo despiadado.
—Haré todo lo que esté a mi alcance para que no pierda esa reputación, padre —afirmó Nat.
Salió del confesionario y caminó rápidamente hacia la puerta sur, donde vio a un sacerdote junto a la entrada vestido con la sotana negra y birrete. Nat sacó dos billetes de cincuenta dólares y se los dio.
—Dios le bendiga, hijo mío —dijo monseñor—, pero tengo el presentimiento de que podría doblar su contribución si supiera en cuál de los dos bancos debe invertir la Iglesia.
Al Brubaker seguía sin dar ni una pista sobre la razón por la cual quería hablar con Fletcher cuando sirvieron el café.
—Jenny, ¿por qué no acompañas a Annie a la sala? Hay algo que necesito discutir con Fletcher. Nos reuniremos con vosotras en unos minutos. —En cuanto Annie y Jenny los dejaron solos, Al añadió—: ¿Quiere un brandy o un puro, Fletcher?
—No, gracias, Al. Seguiré con el vino.
—Ha escogido un buen fin de semana para estar en Washington. Los republicanos han venido a la ciudad para celebrar la mitad de la legislatura. Esta noche Bush los agasajará con una cena en la Casa Blanca, así que los demócratas debemos permanecer ocultos durante algunos días. Dígame, ¿qué tal va el partido en Connecticut?
—Hoy mantuvimos una reunión para escoger a los candidatos y discutir la eterna cuestión de la financiación de la campaña.
—¿Se presentará a la reelección?
—Sí, ya lo he dejado claro.
—Me han dicho que podría ser el próximo líder de la mayoría.
—A menos que Jack Swales quiera el cargo; después de todo, es el miembro más antiguo.
—¿Jack? ¿Todavía vive? Hubiese jurado que había asistido a su entierro. No, no creo que el partido le dé su respaldo, a menos…
—¿A menos? —preguntó Fletcher.
—Que usted decida presentarse para gobernador. —Fletcher dejó la copa de vino en la mesa para impedir que Al viera cómo le temblaba la mano—. Seguramente ha considerado la posibilidad.
—Sí, la he considerado —admitió Fletcher—, pero pensé que el partido respaldaría a Larry Connick.
—Nuestro estimado vicegobernador —repuso Al mientras encendía un puro—. No, Larry es un buen hombre, aunque conoce sus limitaciones, y demos gracias a Dios que así sea, porque no son muchos los políticos capaces de hacerlo. Hablé con él la semana pasada en la asamblea de gobernadores en Pittsburgh. Me dijo que está dispuesto a figurar en la lista pero solo si consideramos que puede ser útil al partido. —Al dio una calada al puro y disfrutó de la sensación antes de añadir—: No, Fletcher, usted es nuestra primera elección; si acepta el reto, le doy mi palabra de que el partido lo respaldará. Lo que menos nos interesa es una pelea para ver quién termina siendo el candidato. Dejemos la verdadera batalla para cuando tengamos que enfrentarnos a los republicanos, porque su candidato intentará aprovechar los éxitos de Bush; así que debemos prepararnos para una campaña muy dura si pretendemos conservar la mansión del gobernador.
—¿Tienen alguna idea de quién podría ser el candidato republicano? —preguntó Fletcher.
—Confiaba en que usted me lo dijera.
—Creo que habrá dos serios competidores que representan a diferentes bandos dentro del partido. Uno es Barbara Hunter, que ocupa un escaño en la cámara, pero la edad y los antecedentes juegan en su contra.
—¿Antecedentes? —repitió Al.
—Ha ganado pocas elecciones —comentó Fletcher—, aunque a lo largo de los años ha conseguido hacerse con una amplia base en el partido y como Nixon nos demostró después de perder en California, nunca se puede descartar a nadie.
—¿Quién más? —preguntó el presidente.
—¿El nombre de Ralph Elliot le suena de algo?
—No —contestó Brubaker—, pero sé que es miembro de la delegación de Connecticut que cenará esta noche en la Casa Blanca.
—Sí, pertenece al comité central del estado y si lo designan candidato, nos enfrentaremos a una campaña muy sucia. Elliot es un tipo barriobajero capaz de las mayores infamias.
—En ese caso, también puede ser un riesgo para su propio partido.
—Solo le puedo decir una cosa: nunca juega limpio y no le gusta perder.
—Eso último también lo dicen de usted —señaló Al, con una sonrisa—. ¿Alguien más?
—Hay otros dos o tres nombres que suenan, pero hasta ahora nadie ha salido a la palestra. Seamos sinceros, muy poca gente había oído hablar de Carter hasta lo de New Hampshire.
—¿Qué me dice de este hombre? —Al le enseñó la portada de la revista Banker’s Weekly.
Fletcher miró el titular, que decía: ¿el nuevo gobernador de connecticut?
—Si lee el artículo, Al, verá que tiene todos los números para convertirse en el próximo presidente de Fairchild’s si los dos bancos acaban por ponerse de acuerdo en los términos de la fusión. Le eché una ojeada en el avión.
Al pasó las páginas de la revista hasta dar con el artículo.
—Es evidente que no llegó al último párrafo —replicó, y a continuación leyó en voz alta—: «Aunque se supone que cuando Murray Goldblatz se jubile le sucederá Cartwright, este cargo bien podría ser ocupado por su íntimo amigo Tom Russell, si el director ejecutivo de Russell acepta que se proponga su nombre como candidato a gobernador por el partido republicano».
Fletcher y Annie regresaron al hotel y se acostaron. Fletcher no consiguió conciliar el sueño, no solo porque la cama era más cómoda y la almohada más blanda de lo que estaba habituado. Al necesitaba saber su decisión para final de mes, dado que quería poner en marcha la maquinaria del partido cuanto antes. Annie se despertó unos minutos después de las siete.
—¿Has dormido bien, cariño? —le preguntó.
—Apenas he pegado ojo.
—Pues yo he dormido a pierna suelta. Claro que no he tenido que preocuparme de si te presentarás para gobernador.
—¿Por qué no? —quiso saber Fletcher.
—Porque creo que deberías presentarte, no se me ocurre ninguna razón para que no lo hagas.
—Ante todo, necesito mantener una larga conversación con Harry, porque una cosa es segura: ha analizado el tema a fondo.
—Yo no diría tanto —señaló Annie—. Creo que le preocupa mucho más la campaña de Lucy para representante de los estudiantes.
—En ese caso, intentaré que me dedique algunos minutos de su atención para discutir el tema de ser gobernador de Connecticut. —Fletcher se levantó de un salto—. ¿Te importaría si nos saltamos el desayuno y cogemos un vuelo de primera hora? Quiero hablar con Harry antes de ir al Senado.
Fletcher apenas dijo palabra en el vuelo de regreso a Hartford, porque se dedicó a leer una y otra vez el artículo del Banker’s Weekly donde se hablaba de Nat Cartwright como nuevo presidente adjunto de Fairchild’s y si sería el próximo gobernador de Connecticut. Una vez más, le sorprendió las muchas cosas que tenían en común.
—¿Qué vas a preguntarle a papá? —preguntó Annie cuando el avión comenzaba la maniobra de aterrizaje en el aeropuerto Bradley.
—La primera pregunta será si soy demasiado joven para el cargo.
—Recuerda que Al te comentó que ya hay un gobernador más joven que tú y otros dos de tu misma edad.
—La segunda será su valoración de mis posibilidades.
—No querrá responderte a la pregunta hasta no saber quién será el oponente.
—Y la tercera es saber si me considera capacitado para el cargo.
—Sé cuál será la respuesta a esa pregunta, porque es un tema que ya hemos discutido.
—Es una suerte que anoche no tardáramos tanto en aterrizar en Washington —comentó Fletcher cuando el avión realizó una tercera vuelta al aeropuerto.
—¿Harás finalmente una parada para ver a papá antes de ir al Senado? —le preguntó Annie—. Estoy segura de que estará sentado en la cama a la espera de escuchar tus noticias.
—Esa es mi intención, ir a visitarlo antes de ir al Senado —afirmó Fletcher mientras salían del aeropuerto en el coche y entraban en la autovía.
Hacía una preciosa mañana de otoño, así que el senador Davenport decidió subir la colina y pasar por delante del Capitolio antes de dirigirse al hospital.
Cuando llegaron a lo alto de la colina, Annie miró a través de la ventanilla y se echó a llorar desconsoladamente. Fletcher aparcó en el arcén. Abrazó a su esposa mientras miraba por encima de su hombro el edificio del Capitolio.
La bandera de la nación ondeaba a media asta.