—Tiene al presidente de Fairchild’spor la línea uno, a Joe Stein por la línea dos y a su esposa por la línea tres.
—Atenderé primero al presidente de Fairchild’s. Pídele a Joe Stein que espere y dile a Su Ling que yo la llamaré.
—Su esposa dijo que era urgente.
—La llamaré en cuestión de minutos.
—Le paso al señor Goldblatz.
A Nat le hubiese gustado disponer de unos momentos para prepararse antes de hablar con el presidente de Fairchild’s, quizá tendría que haberle dicho a su secretaria que él lo llamaría más tarde. Para empezar, ¿cómo debía dirigirse a él? ¿Señor Goldblatz, señor presidente o señor a secas? Después de todo, Goldblatz ya era presidente de Fairchild’s cuando Nat todavía era un estudiante.
—Buenos días, señor Cartwright.
—Buenos días, señor Goldblatz, ¿en qué puedo ayudarle?
—Me preguntaba si quizá podríamos reunimos. —Nat vaciló porque no estaba muy seguro de la respuesta—. Creo que lo más prudente sería que nos viéramos los dos solos —añadió—. So… so… solo nosotros dos.
—Me parece una idea excelente —admitió Nat—, aunque tendría que ser en algún lugar donde nadie nos reconociera.
—¿Puedo proponerle la catedral de San José? —preguntó el señor Goldblatz—. No creo que nadie me reconozca allí.
Nat se echó a reír al oír el comentario.
—¿Tiene alguna sugerencia respecto al día y la hora?
—Creo que lo más conveniente sería cuanto antes.
—Estoy de acuerdo.
—¿Le parece bien esta tarde a las tres? No creo que pueda haber mucha gente en la iglesia un lunes por la tarde.
—En la catedral de San José a las tres. Le veré allí, señor Goldblatz.
En cuanto Nat colgó el teléfono, volvió a sonar.
—Joe Stein —le avisó Linda.
—Joe, ¿cuál es la última noticia?
—Acabo de comprar otras cien mil acciones de Fairchild’s, cosa que te sitúa en el veintinueve por ciento. En estos momentos se cotizan a dos coma noventa dólares, que es menos de la mitad de su precio más alto. Pero tienes un problema —le advirtió Joe.
—¿De qué se trata?
—Si no te haces con el cincuenta por ciento de aquí al viernes, te encontrarás con el mismo problema que tuvo Fairchild’s hace quince días, así que espero que sepas cuál es tu próxima jugada.
—Puede que quede más claro después de una reunión que tengo esta tarde a las tres —le informó Nat.
—Eso suena interesante —opinó Joe.
—Tal vez —prosiguió Nat—, pero no te puedo adelantar nada por el momento, porque ni siquiera yo sé muy bien de qué se trata.
—Curioso e intrigante —dijo Joe—. Espero ansioso tus noticias. ¿Qué quieres que haga mientras tanto?
—Quiero que continúes comprando todas las acciones de Fairchild’s que aparezcan hasta la hora de cierre. Volveremos a hablar antes de que abra el mercado mañana por la mañana.
—Entendido. Entonces lo mejor será que te deje y vuelva al parquet.
Nat exhaló un largo suspiro e intentó pensar en cuál sería el motivo por el que Goldblatz quería verle. Volvió a coger el teléfono.
—Linda, ponme con Logan Fitzgerald; estará en su despacho de Nueva York.
—Su esposa insistió en que era urgente y llamó de nuevo mientras usted hablaba con el señor Stein.
—De acuerdo. Yo la llamaré mientras tú intentas dar con Logan.
Nat marcó el número de su casa y luego tamborileó sobre la mesa mientras seguía pensando en Murray Goldblatz y qué podría querer. La voz de Su Ling interrumpió sus pensamientos.
—Siento no haber podido llamarte inmediatamente —dijo Nat—, pero Murray…
—Luke se ha escapado del colegio —le informó Su Ling—. Nadie le ha visto desde que anoche apagaron las luces.
—Tiene el presidente del comité nacional demócrata por la línea uno, al señor Gates por la línea dos y a su esposa por la línea tres.
—Atenderé primero al presidente del partido. Pídele a Jimmy que espere y dile a Annie que la llamaré cuanto antes.
—Dijo que era urgente.
—Dile que solo será cuestión de un par de minutos.
A Fletcher le hubiese gustado disponer de un poco más de tiempo para prepararse. Solo había hablado con el presidente del partido en un par de ocasiones: una en un pasillo cuando se celebraba la convención nacional y otra en un cóctel en Washington. Dudaba que el señor Brubaker recordara cualquiera de las dos. También estaba el problema de cómo dirigirse a él. ¿Señor Brubaker, Alan o señor a secas? Después de todo, lo habían elegido presidente mucho antes de que Fletcher se presentara a las elecciones para el Senado.
—Buenos días, Fletcher. Soy Al Brubaker.
—Buenos días, señor presidente, es un placer. ¿En qué puedo ayudarle?
—Quiero hablar contigo en privado, Fletcher, y me preguntaba si tú y tu esposa podríais venir a Washington para cenar con Jenny y conmigo una noche de estas.
—Estaremos encantados. ¿Qué día le va bien?
—¿Qué te parece la noche del dieciocho? El viernes que viene.
Fletcher pasó rápidamente las páginas de su agenda. Tenía una reunión al mediodía, que no se podía saltar puesto que era segundo del líder, pero no había escrito nada para la noche.
—¿A qué hora tendríamos que estar allí?
—¿Te parece bien a las ocho? —preguntó Brubaker.
—Sí, perfecto, señor presidente.
—De acuerdo, entonces a las ocho del día dieciocho. Mi casa está en Georgetown, en el número tres mil treinta y ocho de la calle N.
Fletcher escribió la dirección en su agenda, en el espacio debajo de la reunión electoral.
—Será un placer visitarle, señor presidente.
—Lo mismo digo —manifestó Brubaker—. Una cosa, Fletcher, preferiría que no le mencionara esto a nadie.
Fletcher colgó el teléfono. Sería un poco justo, quizá incluso tendría que abandonar la reunión un poco antes de lo previsto. El teléfono sonó de nuevo.
—El señor Gates —le avisó Sally.
—Hola, Jimmy, ¿qué puedo hacer por ti? —le saludó Fletcher alegremente, dispuesto a comentarle la invitación a cenar con el presidente del partido.
—Mucho me temo que muy poco —respondió Jimmy—. Papá acaba de tener otro infarto y se lo han llevado al San Patricio. Estoy a punto de salir, pero me pareció prudente avisarte primero.
—¿Qué tal está? —preguntó Fletcher en voz baja.
—Es difícil saberlo hasta que escuchemos el diagnóstico del médico. Mamá no se mostró muy coherente cuando me llamó, así que no te puedo decir gran cosa hasta que vaya al hospital.
—Annie y yo nos reuniremos contigo lo más rápido que podamos —dijo Fletcher.
Cortó la comunicación y luego marcó el número de su casa. Comunicaba. Colgó y comenzó a tamborilear sobre la mesa. Si seguía comunicando cuando lo volviera a intentar, cogería el coche para ir directamente a su casa, recoger a Annie y marchar juntos al hospital. Por un momento, Al Brubaker apareció en su mente. ¿Por qué quería mantener una reunión privada con él y prefería que no la mencionara a nadie más? Pero luego pensó de nuevo en Harry y marcó el número de su casa por segunda vez. Esta vez Annie atendió a la llamada.
—¿Te has enterado? —le preguntó su esposa.
—Sí, acabo de hablar con Jimmy. Creo que iré directamente al hospital y nos vemos allí.
—No, no solo se trata de papá —dijo Annie—. Es Lucy. Ha sufrido una terrible caída cuando salió a cabalgar esta mañana. Perdió el conocimiento unos minutos y se ha roto una pierna. Está ingresada en la enfermería. No sé qué hacer.
—La culpa es toda mía —afirmó Nat—. Debido a la batalla con Fairchild’s por la compra, no he visto a Luke ni una sola vez en todo el trimestre.
—Yo tampoco —admitió Su Ling—. Pero íbamos a ir la semana que viene para ver la representación teatral.
—Lo sé —dijo su marido—. Interpreta a Romeo. ¿Crees que el problema puede ser Julieta?
—Es posible. Después de todo, tú conociste a tu primer amor en la obra de la escuela, ¿no es así? —preguntó Su Ling.
—Efectivamente y aquello acabó en un mar de lágrimas.
—No te culpes, Nat. Yo misma no he hecho otra cosa durante estas últimas semanas que preocuparme de mis alumnos, que están a punto de acabar la carrera; quizá tendría que haberle preguntado a Luke por qué se mostraba silencioso y retraído cuando nos vimos en las vacaciones.
—Siempre ha sido un poco solitario —opinó Nat—; los chiquillos muy estudiosos casi nunca tienen demasiados amigos.
—¿Cómo puedes saberlo tú? —replicó Su Ling, que se tranquilizó un poco al ver sonreír a su marido—. Además, nuestras madres siempre han sido personas calladas y reflexivas —añadió mientras entraba con el coche en la autopista.
—¿Cuánto crees que tardaremos en llegar allí? —quiso saber Nat con la mirada puesta en el reloj del salpicadero.
—Calculo que con el tráfico que hay, más o menos una hora. Yo diría que llegaremos alrededor de las tres —respondió Su Ling, que dejó de apretar el pedal del acelerador cuando el velocímetro se acercó a los noventa.
—Las tres, oh, maldita sea —exclamó Nat al recordar la cita de la tarde—. Tendré que llamar a Murray Goldblatz para avisarle de que no podré acudir a la cita.
—¿El presidente de Fairchild’s?
—Nada menos. Me llamó para proponerme que nos viéramos a solas —le informó Nat mientras cogía el teléfono móvil. Buscó rápidamente el número del banco en la agenda.
—¿Para hablar de qué? —preguntó Su Ling.
—Tiene que ser algo relacionado con la oferta pública de adquisición, pero por lo demás no tengo ni la más remota idea. —Nat marcó el número—. El señor Goldblatz, por favor.
—¿De parte de quién? —preguntó la telefonista.
—Es una llamada personal —respondió Nat, después de un leve titubeo.
—Así y todo necesito saber quién es —insistió la voz.
—Tengo una cita con él a las tres.
—Le paso con su secretaria. —Nat esperó.
—Despacho del señor Goldblatz —dijo una voz femenina.
—Tengo una cita con el señor Goldblatz a las tres de la tarde, pero mucho me temo…
—Ahora mismo le paso, señor Cartwright.
—Señor Cartwright.
—Señor Goldblatz, tendrá que disculparme, me ha surgido un problema familiar y no podré asistir a nuestra reunión de esta tarde.
—Comprendo —replicó Goldblatz, aunque su tono lo desmentía.
—Señor Goldblatz —añadió Nat—. No tengo la costumbre de andarme con rodeos. No tengo tiempo para eso ni es mi forma de actuar.
—No insinuaba tal cosa, señor Cartwright —manifestó el banquero escuetamente.
Nat vaciló un momento y luego dijo:
—Mi hijo se ha escapado de Taft y voy de camino para hablar con el director.
—La… la… lamento mucho saberlo —afirmó el señor Goldblatz con un tono muy distinto—. Si le sirve de algún consuelo, yo también me escapé de Taft, pero en cuanto se me acabó el dinero decidí volver al día siguiente.
Nat se echó a reír.
—Gracias por ser tan comprensivo.
—En absoluto, quizá quiera llamarme más tarde y decirme cuándo le parece que podemos vernos.
—Sí, por supuesto, señor Goldblatz, y me pregunto si podría pedirle un favor.
—Desde luego.
—Que nada de esta conversación llegue a oídos de Ralph Elliot.
—Le doy mi palabra, aunque debe saber, señor Cartwright, que él no sabe nada de nuestra cita.
Cuando Nat cortó la comunicación, Su Ling le preguntó:
—¿No crees que ha sido un poco arriesgado?
—No, no lo creo. Tengo la sensación de que el señor Goldblatz y yo acabamos de descubrir que tenemos algo en común.
En el momento en que Su Ling condujo el coche a través de las puertas de Taft, un montón de recuerdos aparecieron en la mente de Nat: el retraso de su madre, tener que caminar por el pasillo central de la sala abarrotada cuando las piernas amenazaban con fallarle, sentarse junto a Tom y, veinticinco años más tarde, acompañar a su hijo en el primer día de clase. En esos momentos solo deseaba que su hijo estuviese sano y salvo.
Su Ling aparcó el coche delante de la casa del director y antes de que pudiera apagar el motor, Nat vio a la señora Henderson que bajaba los escalones de la entrada. Notó una opresión en el pecho hasta que la vio sonreír. Su Ling se apeó de un salto.
—Lo han encontrado —dijo la señora Henderson—. Estaba con su abuela en la lavandería.
—Vayamos directamente al hospital a ver a tu padre. Luego decidiremos quién de los dos irá a Lakeville para ocuparse de Lucy.
—Lucy se pondrá muy triste cuando se entere —comentó Annie—. Adora a su abuelo.
—Lo sé y él ya ha comenzado a organizarle la vida —dijo Fletcher—. Quizá lo más conveniente sea no decirle lo que ha pasado, sobre todo ahora que no está en condiciones de visitarlo.
—Puede que tengas razón. En cualquier caso, él fue a verla la semana pasada.
—No lo sabía.
—Oh, sí, esos dos traman algo —comentó Annie mientras entraba con el coche en el aparcamiento del hospital—, pero ninguno de los dos ha dicho esta boca es mía.
Subieron en el ascensor hasta la planta donde estaba Harry y caminaron rápidamente por el pasillo. Martha se levantó en cuanto los vio entrar, con el rostro ceniciento. Annie abrazó a su madre y Fletcher tocó el hombro de Jimmy. Miró al hombre que yacía en la cama; la tez que no quedaba oculta por la máscara de oxígeno, que le tapaba la boca y la nariz, mostraba una palidez mortal. La señal en la pantalla del monitor era la única indicación de que seguía vivo. Era terrible ver así a un hombre que había sido la persona más vital que Fletcher hubiese conocido.
Los cuatro se sentaron en silencio alrededor de la cama. Martha sujetaba la mano de su marido. Al cabo de unos momentos, dijo:
—¿No os parece que uno de vosotros dos tendría que ir a ver cómo está Lucy? Aquí no hay mucho que hacer.
—No pienso moverme de aquí —anunció Annie—. Creo que Fletcher es quien debe ir.
Fletcher asintió. Besó a Martha en la mejilla y después miró a Annie.
—Emprenderé el regreso inmediatamente en cuanto me asegure de que Lucy está bien.
Durante todo el viaje hasta Lakeville su mente no dejó ni un momento de pensar en Harry y Lucy, y por un instante en Al Brubaker, aunque se dio cuenta de que ya no le preocupaba averiguar qué quería de él el presidente del partido.
Cuando vio el cartel que anunciaba el desvío a Hotchkiss, los pensamientos de Fletcher volvieron a centrarse en Harry y la primera vez que se vieron durante el partido de fútbol contra Taft. «Dios mío, deja que viva», rogó en voz alta mientras entraba en el camino de su vieja escuela y aparcaba delante de la enfermería. Una enfermera acompañó al senador hasta la cama de su hija. Mientras caminaba por la sala donde todas las camas estaban vacías, vio a lo lejos una pierna enyesada sostenida en el aire por un cabestrillo. Le recordó la vez en que se había presentado para presidente de los estudiantes y su rival había dejado que sus partidarios estamparan sus firmas en el yeso el día de las elecciones. Fletcher intentó recordar su nombre.
—Eres una comedianta —dijo Fletcher incluso antes de ver la gran sonrisa en el rostro de su hija y las botellas de gaseosa, bolsas de palomitas y galletas de chocolate que estaban desparramadas por la cama.
—Lo sé, papá, e incluso me las apañé para librarme del examen de matemáticas, pero debo volver a clase el lunes si quiero tener una oportunidad de ser la representante de los estudiantes.
—Así que esa es la razón por la que ese viejo y astuto buitre que es tu abuelo vino a verte.
Fletcher besó la mejilla de su hija y miraba las galletas cuando apareció un muchacho que se detuvo con expresión inquieta al otro lado de la cama.
—Este es George —lo presentó Lucy—. Está enamorado de mí.
—Es un placer conocerte, George —manifestó Fletcher, con una sonrisa.
—Lo mismo digo, senador. —El joven le extendió la mano derecha por encima de la cama.
—George es mi director de campaña para representante de los estudiantes —comentó Lucy—, de la misma manera que mi padrino lleva la tuya. George cree que la pierna rota me ayudará a conseguir los votos de simpatía. Tendré que preguntarle al abuelo qué opina la próxima vez que venga a visitarme. El abuelo es nuestra arma secreta —susurró—. Tiene aterrorizada a la oposición.
—No sé por qué me he molestado en venir a verte —señaló Fletcher—, cuando está claro que no me necesitas absolutamente para nada.
—Claro que te necesito, papá. ¿Podrías darme un adelanto de la paga del mes que viene?
Fletcher sonrió mientras sacaba el billetero.
—¿Cuánto te dio tu abuelo?
—Cinco dólares —respondió Lucy, tímidamente. Fletcher le dio otros cinco—. Gracias, papá. Por cierto, ¿cómo es que mamá no ha venido?
Nat aceptó llevar a Luke de regreso a la escuela a la mañana siguiente. El chico se había mostrado muy poco comunicativo la noche anterior, casi como si hubiese querido decir algo, pero no con ellos dos en la habitación.
—Quizá se decida a hablar de camino a la escuela, cuando estéis a solas —opinó Su Ling.
Padre e hijo emprendieron el camino de regreso a Taft en cuanto acabaron de desayunar, pero Luke continuó sin decir gran cosa. A pesar de los intentos de Nat de sacar el tema de los estudios, la obra teatral e incluso las actividades deportivas, solo recibió monosílabos como toda respuesta. Así que Nat cambió de táctica y también permaneció en silencio, con la idea de que Luke, en su momento, iniciaría la conversación.
Su padre conducía por el carril de adelantamiento, a una velocidad apenas por encima del límite, cuando Luke le preguntó:
—¿Cuándo te enamoraste por primera vez, papá?
Nat casi chocó con el vehículo que tenía delante, pero frenó a tiempo y luego volvió a situarse en el carril central.
—Creo que la primera chica que me interesó de verdad se llamaba Rebecca. Interpretaba a Oliva y yo hacía de Sebastián en la obra de la escuela. —Se calló unos instantes—. ¿Tienes problemas con Julieta?
—Por supuesto que no —respondió Luke—. Es tonta; bonita, pero tonta. —Un largo silencio siguió a estas palabras—. ¿Hasta dónde llegasteis Rebecca y tú? —preguntó finalmente.
—Recuerdo que nos besamos y hubo un poco de eso que en mi época llamábamos mimos.
—¿Querías tocarle los pechos?
—Claro que sí, pero ella no me dejaba. No llegué a esa parte hasta nuestro primer año en la facultad.
—¿Tú la querías, papá?
—Creía que sí, pero me enamoré perdidamente cuando conocí a tu madre.
—¿Así que la primera chica con la que te acostaste fue mamá?
—No, hubo un par de chicas antes que ella, una en Vietnam y otra cuando estaba en la universidad.
—¿Dejaste embarazada a alguna de las dos?
Nat se pasó al carril de la derecha y redujo la velocidad a cuarenta.
—¿Has dejado embarazada a alguna chica?
—No lo sé —respondió Luke— y tampoco lo sabe Kathy, pero cuando nos estábamos besando detrás del gimnasio, le hice un estropicio en la falda.
Fletcher pasó una hora más con su hija antes de emprender el viaje de regreso a Hartford. Disfrutó de la compañía de George. Lucy lo había descrito como el chico más brillante de la clase. «Por eso lo escogí como director de mi campaña», le explicó.
El senador llegó a Hartford al cabo de una hora y cuando entró en la habitación de Harry la situación no había cambiado. Se sentó junto a Annie y le cogió la mano.
—¿Alguna mejoría? —le preguntó.
—No, ninguna —respondió Annie—. No se ha movido desde que tú te marchaste. ¿Cómo está Lucy?
—Es una comedianta y se lo dije. Tendrá que llevar el yeso durante unas seis semanas, algo que no parece haberle hecho mella; es más, está convencida de que la ayudará a ganar las elecciones a representante de los estudiantes.
—¿Le has hablado del abuelo?
—No, tuve que mentirle un poco cuando me preguntó dónde estabas.
—¿Dónde estaba?
—Presidiendo una reunión de la junta escolar.
—Muy cierto, solo que te has equivocado de día.
—A propósito, ¿sabías que tiene novio? —preguntó Fletcher.
—¿Te refieres a George?
—¿Conoces a George?
—Sí, aunque yo no lo describiría como un novio —opinó Annie—, sino como un fiel esclavo.
—Creía que Lincoln había abolido la esclavitud en mil ochocientos sesenta y tres —comentó Fletcher.
Annie se volvió para mirar a su marido.
—¿Te preocupa?
—Por supuesto que no. Es lógico que Lucy tenga novio.
—No me refiero a eso, y tú lo sabes.
—Annie, solo tiene dieciséis años.
—Yo era más joven cuando te conocí.
—Annie, no olvides que cuando estábamos en la universidad nos manifestamos por los derechos civiles; me enorgullece saber que le hemos inculcado esos principios a nuestra hija.