37

Fletcher ocupaba su escaño en la cámara y escuchaba atentamente un discurso sobre el subsidio a la vivienda cuando se produjo una interrupción. Ya tenía sus notas preparadas, porque sería el siguiente orador. Un policía entró en la cámara y le entregó una nota al presidente, que la leyó, la volvió a leer, dio un golpe con el mazo y se levantó.

—Le pido disculpas a mi colega por interrumpir su discurso, pero un hombre armado tiene a un grupo de niños como rehenes en la escuela. Estoy seguro de que el senador Davenport tendrá que marcharse y, dadas las circunstancias, creo que lo más apropiado será dar por acabada la sesión de hoy.

Fletcher se levantó de un salto y llegó a la puerta de la cámara incluso antes de que el presidente suspendiera la sesión. Corrió hasta su despacho, mientras pensaba en lo que debía hacer. La escuela estaba en el corazón de su distrito. Lucy era una de sus alumnas y Annie era la presidenta de la asociación de padres. Rogó porque Lucy no estuviese entre los rehenes. Todo el mundo en el consistorio parecía haberse puesto en movimiento. Fletcher se alegró al ver que Sally le esperaba junto a la puerta de su despacho, libreta en mano.

—Cancela todas las citas de hoy, llama a mi esposa y dile que se reúna conmigo en la escuela, y, por favor, no te apartes del teléfono.

Cogió las llaves del coche y se unió a la multitud que abandonaba el edificio. En el momento en que salía del aparcamiento, un coche de la policía pasó a toda velocidad. Fletcher pisó el acelerador a fondo y se pegó al otro coche que se dirigía a la escuela. La fila de coches se hacía cada vez más larga, porque eran muchos los padres que iban a buscar a sus retoños; algunos parecían desesperados después de escuchar la noticia en las radios de los coches, mientras que otros mostraban por sus expresiones que no se habían enterado.

Fletcher continuó pisando el acelerador para mantenerse a un par de metros del vehículo oficial y lo siguió cuando el coche de la policía se pasó al otro carril y avanzó contra dirección, con las luces de emergencia encendidas y la sirena a todo volumen. El agente en el asiento del pasajero utilizó el altavoz para advertirle al coche que los seguía que se apartara, pero Fletcher no hizo el menor caso, a sabiendas de que no pararían. Siete minutos más tarde ambos coches se detuvieron con gran estrépito de frenos delante de la barrera que la policía había instalado delante de la escuela. El agente que le había hecho la advertencia saltó del coche y corrió hacia Fletcher en el momento en que él se apeaba del coche. Desenfundó la pistola y gritó:

—No se mueva. Apoye las manos en el coche, donde pueda verlas.

El conductor, que solo estaba un paso detrás de su colega, dijo:

—Lo siento, senador, no sabíamos que era usted.

Fletcher corrió hacia la barrera.

—¿Dónde puedo encontrar al jefe del operativo?

—Ha instalado su puesto de mando en el despacho del director. Buscaré a alguien que lo acompañe hasta allí, senador.

—No es necesario. Conozco el camino.

—Senador… —comenzó a decir el agente, pero ya era demasiado tarde.

Fletcher corrió por el camino hacia la escuela, sin darse cuenta de que el edificio estaba rodeado por agentes del grupo de operaciones especiales, que apuntaban con sus fusiles en la misma dirección. Le sorprendió lo rápido que la gente le abrió paso en cuanto le vieron. Era una extraña manera de recordarle que él era su representante.

—¿Quién demonios es ese tipo? —preguntó el jefe de policía cuando vio a una figura solitaria que cruzaba el patio a la carrera.

—Creo que se trata del senador Davenport —respondió Alan Shepherd, el director de la escuela, después de mirar por la ventana.

—Es lo que me faltaba —protestó Don Culver.

Un segundo más tarde, Fletcher entró en el despacho como una tromba. El jefe de policía lo miró desde detrás de la mesa e intentó disimular la expresión de fastidio cuando el senador se detuvo delante de él.

—Buenas tardes, senador.

—Buenas tardes, jefe —dijo Fletcher, con un leve jadeo.

A pesar de la mirada desconfiada, él sentía cierta admiración por el barrigón y fumador de puros jefe de policía que dirigía el cuerpo de una manera no muy ortodoxa.

Fletcher saludó con un gesto a Alan Shepherd y luego volvió su atención al policía.

—¿Puede ponerme al corriente? —preguntó mientras intentaba recuperar el aliento.

—Tenemos a un tipo armado en una de las aulas. Al parecer se acercó tranquilamente a plena luz del día pocos minutos antes de acabar las clases. —Culver se volvió hacia un plano esquemático de la planta baja pegado con celo en la pared y señaló un pequeño cuadrado con la leyenda aula de dibujo—. Que sepamos, no hay ninguna razón en particular para que escogiera la clase de la señorita Hudson, aparte de ser la primera puerta que encontró.

—¿Cuántos niños hay en el aula? —le preguntó Fletcher al director.

—Treinta y uno —respondió Shepherd—. Lucy no está entre ellos.

Fletcher procuró no mostrar el alivio que le produjo la noticia.

—¿Qué hay del secuestrador? ¿Sabemos algo de él?

—No mucho —contestó Culver—, pero sabremos bastante más en cuestión de minutos. Se llama Billy Bates. Nos han dicho que su esposa lo abandonó hace cosa de un mes, muy poco después de que a él lo despidieran de su trabajo como vigilante nocturno en Pearl’s. Al parecer lo pillaron bebiendo en horas de trabajo y no era la primera vez. Lo han echado de diversos bares durante las últimas semanas y, de acuerdo con nuestros registros, incluso pasó una noche en uno de nuestros calabozos.

—Buenas tardes, señora Davenport —saludó el director, que se levantó.

Fletcher se volvió para mirar a su esposa.

—Lucy no estaba en la clase de la señorita Hudson —la informó sin dilación.

—Lo sé —dijo Annie—. Estaba conmigo. Cuando recibí tu mensaje, la dejé en casa de mis padres y me vine para aquí.

—¿Conoce a la señorita Hudson? —le preguntó el jefe Culver.

—Estoy segura de que Alan le ha dicho que todo el mundo conoce a Mary, es toda una institución. Creo que es la maestra más veterana de toda la escuela. —El director asintió—. Dudo que haya una sola familia en Hartford donde no haya alguien que estudiara con ella.

—¿Puede hacerme un perfil? —le preguntó el policía a Shepherd.

—Cincuenta y tantos, soltera, segura de sí misma, serena y muy respetada —contestó el director.

—Se ha dejado usted algo —señaló Annie—. Muy querida.

—¿Cómo cree que reaccionará sometida a presión?

—Quién puede saber cómo reaccionará nadie cuando se ve sometido a esta clase de presión —opinó Shepherd—, pero no tengo ninguna duda de que daría su vida por cualquiera de sus alumnos.

—Ya me lo temía —declaró Culver— y es mi trabajo asegurarme de que no llegue a ese extremo. —El puro se le había apagado—. Tengo a más de un centenar de hombres alrededor del edificio principal y a un tirador en la azotea del edificio al otro lado de la calle que dice que de vez en cuando ve a Bates.

—Supongo que intentará negociar, ¿no? —preguntó Fletcher.

—Sí, hay un teléfono en el aula y llamamos cada cinco minutos, pero Bates se niega a cogerlo. También hemos instalado altavoces, aunque de momento no hemos conseguido ninguna respuesta.

—¿Ha considerado la posibilidad de enviar a alguien para que negocie personalmente? —añadió Fletcher cuando sonó el teléfono en la mesa del director.

El jefe de policía atendió la llamada.

—¿Quién es? —gritó Culver.

—Soy la secretaria del senador Davenport. Quería…

—Sí, Sally, ¿qué pasa? —preguntó Fletcher.

—Acabo de enterarme por la televisión de que el secuestrador se llama Billy Bates. El nombre me resultó conocido, y he comprobado que figura en nuestros archivos. Vino a verle en dos ocasiones.

—¿Hay algo en el expediente que pueda ayudarnos?

—Vino a verle para hablar en favor del control de armas. Es un tema que le preocupa. En las notas usted escribió: «Las restricciones no son lo bastante severas; seguros en los gatillos; venta de armas a menores; verificación de la identidad».

—Ahora lo recuerdo —asintió Fletcher—. Un hombre inteligente, con muchas ideas aunque poco instruido. Bien hecho, Sally.

—¿Está seguro de que no se trata sencillamente de un loco? —inquirió el jefe de policía.

—Todo lo contrario —replicó Fletcher—. Es una persona reflexiva, discreta, incluso tímida; su principal queja es que nunca nadie le presta atención. Hay veces en las que esa clase de personas creen que deben hacer una demostración de fuerza cuando todo lo demás ha fracasado. El hecho de que su mujer le abandonara y se llevara a sus hijos, precisamente cuando perdió el trabajo, quizá haya sido la gota que colmó el vaso.

—Entonces tendré que sacarle de ahí como sea —opinó Culver—, de la misma manera que hicieron con aquel tipo en Tennessee que se encerró con todos aquellos funcionarios en la oficina de Hacienda.

—No creo que sea un caso comparable —señaló Fletcher—. Aquel hombre tenía antecedentes psiquiátricos. Billy Bates es un pobre hombre solitario que quiere llamar la atención. Son muchas las personas como él que acuden a mi despacho.

—Pues está muy claro que ha conseguido llamar mi atención —manifestó Culver.

—Eso es precisamente lo que pretendía al recurrir a estos extremos —replicó Fletcher—. ¿Por qué no me deja que intente hablar con él?

El jefe Culver se quitó el puro de la boca por primera vez; los subalternos hubieran podido decirle a Fletcher qué estaba pensando.

—De acuerdo, pero solo quiero que le convenza de que atienda el teléfono. Yo me ocuparé de las negociaciones. ¿Está claro? —Fletcher asintió con un gesto. El jefe Culver llamó a su ayudante—. Dale, avisa de que el senador y yo vamos a salir. —Cogió el megáfono y añadió—: Vamos allá, senador.

Mientras caminaban por el pasillo, Culver le hizo a Fletcher una última recomendación:

—Cuando salga, no se aparte más de un par de pasos de la puerta y no olvide que el mensaje debe ser lo más sencillo posible, porque lo único que quiero es que atienda el teléfono.

Fletcher asintió mientras Culver le abría la puerta. Dio unos pasos antes de detenerse y luego levantó el megáfono.

—Billy, soy el senador Davenport. Usted vino a verme en un par de ocasiones. Queremos hablar con usted. Por favor, ¿podría atender el teléfono que está en la mesa de la señorita Hudson?

—Continúe repitiendo el mensaje —le ordenó Culver.

—Billy, soy el senador Davenport. Por favor, ¿podría…?

Un agente llegó a la carrera.

—Se ha puesto al teléfono, jefe —informó—, pero dice que solo hablará con el senador.

—Yo decidiré con quién hablará —replicó Culver—. A mí nadie me da órdenes. —Entró en el edificio y corrió al despacho del director—. Soy el jefe Culver. Escúcheme, Bates, si cree… —Se cortó la comunicación—. ¡Maldita sea! —exclamó el jefe de policía en el momento en que Fletcher entraba en el despacho—. Me ha colgado. Tendremos que intentarlo de nuevo.

—Quizá no mentía cuando dijo que solo hablaría conmigo.

Culver se quitó el puro de la boca una vez más.

—Muy bien, pero en cuanto consiga calmarlo, me pasará el teléfono.

Salieron de nuevo al patio y Fletcher empuñó el megáfono.

—Lo siento, Billy, ¿puede llamar de nuevo? Le prometo que esta vez seré yo quien le atienda.

Fletcher y Don Culver regresaron al despacho del director. Billy ya aguardaba al otro extremo de la línea.

—El senador acaba de entrar en mi despacho —le informó Shepherd.

—Ya estoy aquí, Billy, soy Fletcher Davenport.

—Senador, antes de que diga nada, le advierto que no pienso moverme mientras la policía siga apuntándome con todos esos fusiles. Dígales que se aparten si no quieren tener un cadáver en sus manos.

Fletcher miró a Culver, quien volvió a quitarse el puro de la boca antes de asentir.

—El jefe de policía está de acuerdo —dijo Fletcher.

—Le volveré a llamar en cuanto no vea a ninguno de ellos.

—Muy bien —intervino Culver—, que todo el mundo se retire, excepto el tirador en la azotea del edificio al otro lado de la calle. Bates no tiene manera de verlo.

—¿Qué pasará ahora?

—Esperaremos a que ese malnacido vuelva a llamar.

Nat respondía a una pregunta sobre los planes de pensiones cuando su secretaria entró en la sala de juntas sin llamar. Todos se dieron cuenta de que debía de tratarse de algo muy grave porque Linda nunca había interrumpido antes una sesión de la junta. Nat guardó silencio cuando vio la expresión de angustia en el rostro de la joven.

—Hay un hombre armado en la escuela… —Nat se estremeció—. Tiene como rehenes a los niños de la clase de la señorita Hudson.

—¿Luke está…?

—Sí, es uno de ellos —respondió Linda—. La última clase que tiene Luke los viernes es la clase de dibujo de la señorita Hudson.

Nat se levantó de su silla y caminó con paso inseguro hacia la puerta. Ninguno de los presentes hizo comentario alguno.

—La señora Cartwright ya va de camino a la escuela —añadió Linda en el momento que Nat salía de la sala—. Dice que se reunirá con usted allí.

Nat asintió mientras abría la puerta que comunicaba con el aparcamiento subterráneo.

—No te apartes del teléfono —le dijo a Linda antes de montarse en el coche.

Nat enfiló la rampa y salió del aparcamiento. Esta vez, en lugar de girar a la derecha como era habitual, giró a la izquierda.

Sonó el teléfono. Culver apretó el botón de manos libres y señaló a Fletcher.

—¿Está usted ahí, senador?

—Así es, Billy.

—Dígale al jefe que deje pasar a los equipos de la televisión y a los periodistas a este lado de la barrera; así me sentiré más seguro.

—Eh, espere un momento —intervino Culver.

—No, usted es quien tendrá que esperar —gritó Billy—. Si no lo hace, tendrá a su primer cadáver tendido en el patio. El trabajo será suyo para explicar a los periodistas que ocurrió porque no quiso dejarlos pasar. —Se cortó la comunicación.

—Será mejor que acceda a la petición, jefe —le aconsejó Fletcher—, porque parece evidente que está decidido a hacerse oír como sea.

—Dejen pasar a los periodistas —le ordenó Culver a uno de sus ayudantes.

El agente salió apresuradamente, pero pasaron unos minutos antes de que el teléfono volviera a sonar. Esta vez fue Fletcher quien apretó el botón de manos libres.

—Le escucho, Billy.

—Muchas gracias, señor Davenport, es usted un hombre de palabra.

—¿Qué es lo que quiere ahora? —terció Culver, incapaz de contenerse.

—No quiero nada de usted, jefe. Prefiero seguir tratando con el senador. Señor Davenport, necesito que venga a reunirse conmigo; es mi única oportunidad para que me escuchen.

—No lo puedo permitir —declaró Culver.

—No creo que sea cosa suya, jefe. Es el senador quien tiene que decidirlo, aunque supongo que querrán discutirlo entre ustedes. Llamaré dentro de dos minutos —añadió Bates, y colgó.

—Estoy dispuesto a aceptar su petición —manifestó Fletcher—. Sinceramente, no creo que tengamos otra alternativa.

—Carezco de autoridad para impedírselo —dijo Culver—, pero quizá la señora Davenport pueda hablarle de las consecuencias.

—No quiero que vayas allí —repuso Annie—. Siempre crees lo mejor de cualquiera y las balas no discriminan.

—Me pregunto si opinarías lo mismo si Lucy estuviese entre los niños secuestrados.

Annie se disponía a responder cuando el teléfono sonó nuevamente.

—¿Viene usted de camino, senador, o también necesita ver un cadáver para decidirse?

—No, no —exclamó Fletcher—. Ahora mismo voy para allá.

Bates colgó el teléfono.

—Ahora escúcheme con mucha atención —le dijo Culver—. Puedo cubrirle mientras esté en el patio, pero tendrá que arreglárselas solo en cuanto entre en el aula.

Fletcher asintió y a continuación abrazó a Annie durante unos segundos.

Culver le acompañó mientras recorrían el pasillo.

—Llamaré al aula cada cinco minutos. Si puede hablar, le mantendré informado de todo lo que ocurra aquí. Cada vez que le haga una pregunta responda solo sí o no. No le dé ninguna pista a Bates de lo que pretendo averiguar. —Fletcher asintió. Cuando llegaron a la puerta, Culver se sacó el puro de la boca—. Deme la americana, senador. —Fletcher lo miró, sorprendido—. Si no lleva ninguna arma oculta, ¿qué sentido tiene darle a Bates alguna razón para creer que va armado? —Fletcher sonrió mientras el jefe de policía le abría la puerta—. No voté por usted en las últimas elecciones, senador, pero si sale de esta con vida, quizá me lo replantee la próxima vez. Lo siento —añadió—, no es más que mi retorcido sentido del humor. Buena suerte.

Fletcher salió al patio y comenzó a andar lentamente por el camino que llevaba al edificio principal. No veía a ninguno de los tiradores, pero tenía la sensación de que no podían estar muy lejos. Tampoco veía a los equipos de televisión, aunque pudo escuchar las tensas voces de los periodistas cuando entró en la zona iluminada por los focos. El camino que llevaba hasta el edificio principal no tendría más de cien metros. Sin embargo, a Fletcher le pareció que había caminado un kilómetro por la cuerda floja bajo un sol abrasador.

En cuanto llegó al otro extremo del patio subió los cuatro escalones hasta la puerta. Entró en un pasillo oscuro y desierto y esperó hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Avanzó sin prisas y se detuvo delante de una puerta donde estaba escrito el nombre de la señorita Hudson en diez colores diferentes. Llamó; la puerta se abrió en el acto y se volvió a cerrar violentamente en cuanto entró. Miró hacia uno de los rincones del aula, donde sonaban unos sollozos ahogados y vio a los niños acurrucados.

—Siéntese allí —le ordenó Bates, que parecía estar tan nervioso como Fletcher.

El senador se sentó como pudo en un pupitre pensado para un niño de nueve años en un extremo de la fila. Miró al hombre de aspecto desaliñado, vestido con unos vaqueros sucios y gastados. La barriga le sobresalía por encima del cinturón, a pesar de que no tendría más de cuarenta años. Permaneció atento mientras Bates cruzaba el aula y se detenía detrás de la señorita Hudson, que continuaba sentada a su mesa delante de los pupitres. Bates empuñó el arma con la mano derecha y apoyó la izquierda en el hombro de la mujer.

—¿Qué está pasando ahí fuera? —gritó—. ¿Qué intenta hacer el jefe?

—Está esperando recibir noticias mías —respondió Fletcher, con el tono más sereno posible—. Llamará cada cinco minutos. Le preocupan los niños. Ha conseguido convencer a todos los que están ahí fuera de que es usted un asesino.

—No soy un asesino —replicó Bates—. Usted lo sabe.

—Quizá yo sí —admitió Fletcher—, pero si mata a algún niño, Billy, le recordarán durante el resto de sus vidas. En cambio, si mata a un senador, mañana no lo recordará nadie.

—Haga lo que haga, soy hombre muerto.

—No si vamos a enfrentarnos a las cámaras juntos.

—¿Qué podríamos decirles?

—Que usted fue a verme en dos ocasiones para explicarme algunas ideas muy sensatas e imaginativas sobre el control de armas, pero que nadie le hizo caso. Pues ahora tendrán que ponerse cómodos y escucharle, porque tendrá la oportunidad de hablar con Sandra Mitchell en las noticias de la noche.

—¿Sandra Mitchell? ¿Está en el patio?

—Por supuesto —afirmó Fletcher— y está desesperada por conseguir que usted le conceda una entrevista.

—¿Cree sinceramente que le interesará hablar con alguien como yo, señor Davenport?

—No ha venido hasta aquí para hablar con nadie más —le aseguró el senador.

—¿Se quedará usted conmigo? —preguntó Bates.

—Faltaría más, Billy. Usted sabe muy bien qué pienso sobre el control de armas. La última vez que nos vimos me dijo que había leído todos mis discursos sobre el asunto.

—Sí, los leí, pero ¿de qué me ha servido? —replicó Billy. Apartó la mano del hombro de Mary Hudson y comenzó a caminar lentamente hacia Fletcher, sin dejar de apuntarle con el arma—. La verdad es que usted solo está repitiendo al pie de la letra lo que el jefe le indicó que me dijera.

Fletcher se sujetó a los bordes del pupitre, sin desviar la mirada del hombre. Si estaba dispuesto a correr el riesgo, era consciente de que necesitaba tener a Billy lo más cerca posible. Se inclinó un poco hacia delante mientras continuaba sujetando la tapa del pupitre. El teléfono en la mesa de la señorita Hudson comenzó a sonar. Billy solo estaba a un paso y el repentino campanilleo le hizo volver la cabeza durante una fracción de segundo. Esto le dio a Fletcher la oportunidad de levantar bruscamente la tapa del pupitre y lograr que golpeara en la mano derecha de Billy. La violencia del golpe consiguió que Billy perdiera momentáneamente el equilibrio y al trastabillar se le cayó el arma. Ambos vieron cómo el revólver resbalaba por el suelo para ir a parar a un par de pasos de donde se encontraba la señorita Hudson. Los niños comenzaron a gritar cuando ella se dejó caer de rodillas, cogió el arma y apuntó a Billy.

El secuestrador recuperó el equilibrio y avanzó hacia la maestra, que continuó arrodillada en el suelo y con el arma apuntando al pecho de Billy.

—No será usted capaz de apretar el gatillo, ¿verdad que no, señorita Hudson?

La mujer temblaba cada vez con mayor violencia con cada paso que daba Billy. Estaba a menos de un metro cuando la maestra cerró los ojos y apretó el gatillo. Se oyó un chasquido. Billy sonrió como si algo le hubiese hecho mucha gracia.

—No tiene balas, señorita Hudson. Nunca tuve la intención de matar a nadie. Solo quería que alguien me escuchara para variar.

Fletcher se apartó del pupitre, corrió hacia la puerta y la abrió de par en par.

—Fuera, fuera —gritó, y acompañó el grito con un gesto para animar a los aterrorizados niños.

Una niña alta con unas trenzas muy largas fue la primera en levantarse, cruzar la puerta y echar a correr por el pasillo. Dos más la siguieron. A Fletcher le pareció oír una voz aguda que decía: «Vamos, vamos» mientras mantenía la puerta abierta. En cuestión de segundos todos los demás niños excepto uno pasaron a su lado y desaparecieron por el pasillo. Fletcher miró al niño que aún permanecía en el rincón. El chiquillo se levantó finalmente y caminó hacia el frente de la clase. Se inclinó, cogió a la señorita Hudson de la mano y la llevó hacia la puerta, sin mirar ni una sola vez a Billy. Cuando llegó a la puerta, dijo:

—Muchas gracias, senador. —Y acompañó a su maestra por el pasillo.

Se escuchó una tremenda ovación cuando la niña alta de las trenzas largas apareció a la carrera en la puerta principal. Los focos se centraron en ella y la chiquilla se protegió los ojos con la mano, incapaz de ver a la multitud que la aclamaba. Una madre cruzó el cordón policial y corrió a través del patio para abrazar a su hija. Salieron otros dos niños, mientras Nat pasaba el brazo por los hombros de Su Ling y permanecía atento a la salida de Luke. Al cabo de unos segundos, un grupo más numeroso salió al patio. Su Ling no pudo contener las lágrimas al ver que Luke no estaba entre los que acababan de salir.

—Todavía falta uno además de la maestra —oyó que informaba un reportero de televisión para el informativo de la tarde.

La mirada de Su Ling no se apartó ni un instante de la puerta principal mientras transcurrían lo que más tarde describiría como los dos minutos más largos de su vida.

Se escuchó una ovación todavía más estruendosa cuando la señorita Hudson apareció en la puerta cogida de la mano de Luke. Su Ling miró a su marido, quien hacía lo imposible por contener las lágrimas.

—¿Se puede saber qué pasa con vosotros los Cartwright, que siempre tenéis que ser los últimos en salir?

Fletcher permaneció junto a la puerta del aula hasta que la señorita Hudson se perdió de vista. Luego la cerró lentamente y se acercó a la mesa para atender el teléfono que no había dejado de sonar.

—¿Es usted, senador? —preguntó Culver.

—Sí.

—¿Está bien? Nos pareció oír un estruendo, algo así como una detonación.

—No. Estoy perfectamente. ¿Los niños están bien?

—Sí, tenemos a los treinta y uno —respondió Culver.

—¿Incluido el último en salir?

—Sí, acaba de reunirse con sus padres.

—¿Qué hay de la señorita Hudson?

—Ahora mismo está hablando con Sandra Mitchell para Eyewitness News. Le está diciendo a todo el mundo que es usted lo más parecido a un héroe.

—Creo que debe de estar refiriéndose a otra persona —replicó el senador.

—¿Usted y Bates tienen la intención de reunirse con nosotros en algún momento? —preguntó Culver, sin hacer caso del comentario que atribuyó a una falsa modestia.

—Deme solo cinco minutos más, jefe. Por cierto, le prometí a Billy que él también hablaría con Sandra Mitchell.

—¿Quién tiene el arma?

—Está en mi poder —le informó Fletcher—. Billy no le causará más problemas. El arma ni siquiera estaba cargada —añadió antes de colgar el teléfono.

—Sabe que van a matarme, ¿verdad, senador?

—Nadie va a matarte, Billy, mientras yo esté contigo.

—¿Me da su palabra, senador?

—Tienes mi palabra, Billy. Venga, salgamos. Nos enfrentaremos a ellos los dos juntos.

Fletcher abrió la puerta del aula. No le hizo falta buscar un interruptor para encender las luces, porque los focos instalados en el patio iluminaban todo el pasillo.

Billy y él caminaron por el pasillo en silencio. Cuando llegaron a la puerta principal, Fletcher la abrió con mucho cuidado y salió al exterior. La multitud le saludó con grandes aclamaciones, aunque él no podía ver a la gente porque los focos le cegaban.

—Esto saldrá a la perfección, Billy —dijo al tiempo que se volvía hacia el hombre.

Billy vaciló un momento, pero finalmente dio un paso adelante y se situó al costado de Fletcher. Juntos comenzaron a recorrer el camino. Fletcher volvió la cabeza para sonreírle a Billy y repitió:

—Todo saldrá bien.

Pero no había acabado de decirlo cuando una bala atravesó el pecho de Billy. El impacto del proyectil que abatió a Billy hizo que también cayera Fletcher.

El senador se dejó caer de rodillas y se lanzó sobre Billy para protegerlo, pero ya era demasiado tarde. Había muerto.

—¡No, no, no! —gritó Fletcher, dominado por la desesperación más profunda—. ¿No saben que le había dado mi palabra?