Nat viajaba en el tren de regreso de Nueva York cuando leyó la breve noticia en el New York Times. Había asistido a una reunión de la junta directiva de Kirkbridge y Compañía, donde había informado de que la primera fase de la construcción del centro comercial Cedar Wood estaba terminada. La siguiente etapa consistiría en ofrecer en alquiler los setenta y tres locales que iban desde los trescientos a los tres mil metros cuadrados. Muchas de las empresas que ya tenían tiendas en el centro comercial Robinson habían manifestado su interés por los locales y Kirkbridge y Compañía estaba preparando un folleto y un impreso de solicitud para varios centenares de posibles clientes. Nat también había contratado un anuncio de una página en el Hartford Courant y había aceptado una entrevista sobre el proyecto que sería publicada en la sección de negocios del periódico.
El señor George Turner, el nuevo jefe ejecutivo del ayuntamiento, no tenía más que alabanzas para el nuevo centro comercial y en su informe anual, había destacado la contribución de la señora Kirkbridge como coordinadora del proyecto. En los primeros meses del año, el señor Turner hizo una visita al banco Russell, pero no antes de que Ray Jackson hubiese sido ascendido a director de la sucursal de Newington.
Los progresos de Tom habían sido un poco más lentos puesto que tardó siete meses en reunir el coraje para invitar a Julia a cenar. Ella había tardado siete segundos en aceptar.
En cuestión de semanas, Tom tomaba el tren de las 16.19 a Nueva York todos los viernes por la tarde y regresaba a Hartford los lunes por la mañana. Su Ling no dejaba de preguntarle a su marido cómo iba la relación, pero Nat, contra lo que era habitual, parecía muy poco informado.
—Quizá sabremos algo más el viernes —le dijo Nat, porque Julia iría a la ciudad a pasar el fin de semana y ambos habían aceptado la invitación a cenar con ellos.
Nat releyó la noticia en el New York Times, que no daba muchos detalles, y daba la impresión de que había mucho más que no se mencionaba. «William Alexander, de Alexander Dupont y Bell, ha anunciado su dimisión como socio principal de la firma fundada por su abuelo. El único comentario del señor Alexander ha sido que desde hacía tiempo pensaba en la jubilación anticipada».
Miró el paisaje de Hartford a través de la ventanilla. Le sonaba el nombre, pero no acababa de ubicarlo.
—El señor Logan Fitzgerald por la línea uno, senador.
—Gracias, Sally.
Fletcher recibía más de un centenar de llamadas todos los días, pero su secretaria solo le pasaba las de los viejos amigos o de cuestiones urgentes.
—Logan, qué alegría. ¿Cómo estás?
—Muy bien, Fletcher, ¿y tú?
—Estupendamente.
—¿Qué tal la familia?
—Annie todavía me quiere, aunque solo Dios sabe la razón, porque casi nunca salgo del despacho antes de las diez de la noche. Lucy ya va a la escuela y la hemos apuntado en Hotchkiss. ¿Qué tal tú?
—Me acaban de hacer socio —dijo Logan.
—No es ninguna sorpresa, pero de todas maneras mis felicitaciones.
—Gracias, aunque no es el motivo de la llamada. Quería saber si habías leído la noticia de la dimisión de Bill Alexander que ha publicado el Times.
Fletcher sintió como si una mano helada le recorriera la espalda ante la mera mención del nombre.
—No —respondió al tiempo que estiraba la mano para coger el ejemplar del periódico—. ¿Qué página?
—La siete, abajo a la derecha.
El senador pasó rápidamente las páginas hasta que vio el titular: «Dimite un conocido abogado».
—Espera mientras la leo. —Cuando acabó lo único que dijo fue—: No me cuadra. La firma era como una segunda esposa para él y no sé si ha cumplido los sesenta años.
—Cincuenta y siete para ser exactos —le indicó Logan.
—Si no me equivoco, los socios se jubilan a los sesenta y cinco, aunque siguen en activo porque los mantienen como asesores hasta cumplir los setenta. Por eso digo que no me cuadra.
—Hasta que escarbas un poco.
—¿Qué encuentras si escarbas un poco? —le preguntó Fletcher.
—Un agujero.
—¿Un agujero?
—Sí, por lo que se ve, desapareció una importante suma de dinero de la cuenta de un cliente cuando…
—Bill Alexander no es persona que goce de mis simpatías —le interrumpió Fletcher—, pero me niego a creer que pudiera apropiarse ni de un centavo de la cuenta de un cliente. Me jugaría mi reputación a que no lo hizo.
—Estoy de acuerdo contigo, pero te interesará mucho más saber que el New York Times no se molestó en publicar el nombre del otro socio que dimitió el mismo día que él.
—Te escucho.
—Nada menos que Ralph Elliot.
—¿Ambos dimitieron el mismo día?
—Efectivamente.
—¿Qué explicación dio Elliot para su dimisión? Desde luego no pudo ser que pensaba en la jubilación anticipada.
—Elliot no dio ninguna explicación. Al parecer, la portavoz de la firma comunicó que no haría ninguna declaración al respecto, cosa que en sí misma es toda una novedad.
—¿La portavoz dijo algo más?
—Solo que era uno de los nuevos socios, pero no hizo mención alguna de que también es el sobrino de Alexander.
—Por lo que se ve, una considerable suma de dinero desaparece de la cuenta de un cliente y el tío Bill prefiere cargar con el muerto antes de manchar la reputación de la firma.
—Eso es lo que parece —comentó Logan.
Fletcher advirtió que le sudaban las manos cuando colgó el teléfono.
Tom entró como una tromba en el despacho de Nat.
—¿Has visto la noticia en el New York Times sobre la dimisión de Bill Alexander?
—Sí, me sonó el nombre, pero no pude recordar la razón.
—Era la firma donde entró a trabajar Ralph Elliot cuando se licenció en Stanford.
—Ah, sí —dijo Nat. Dejó la estilográfica en la mesa—. ¿Así que ahora es el socio principal?
—No, pero es el otro socio que dimitió el mismo día que Alexander. Joe Stein me ha dicho que desapareció medio millón de la cuenta de un cliente y que los socios tuvieron que reponer esa cantidad de sus propias ganancias. El nombre que circula en la calle es el de Ralph Elliot.
—¿Por qué tenía que presentar la dimisión el socio principal si es Elliot el responsable?
—Porque Elliot es su sobrino y Alexander presionó para que lo ascendieran a socio aunque aún era demasiado joven para eso.
—Siéntate en la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo.
—Pues yo creo que lo verás vivo y coleando en Hartford —replicó Tom.
—¿A qué te refieres? —quiso saber Nat.
—Le va diciendo a todo el mundo que Rebecca echa de menos a sus amigos, así que ha decidido traer a su esposa de vuelta a casa.
—¿Su esposa?
—Así es. Joe dice que se casaron en Nueva York no hace mucho y que ella parecía una ballena.
—Me pregunto quién será el padre —murmuró Nat.
—Acaba de abrir una cuenta en nuestra sucursal de Newington. Es evidente que no sabe que tú eres el director ejecutivo.
—Elliot sabe perfectamente bien quién es el director ejecutivo del banco —dijo Nat, y luego añadió con una sonrisa—: Solo vigila que no deposite medio millón.
—Joe dice que no hay pruebas y lo que es más, la firma tiene fama de ser una tumba, así que no esperes enterarte de nada más por ese lado.
—Elliot no volvería a casa a menos que ya tuviera un empleo —opinó Nat—. Es demasiado orgulloso como para ir a pedir trabajo; la pregunta es: ¿quién podría ser tan tonto como para contratarlo?
El senador atendió la llamada por la línea uno.
—El señor Gates —le avisó la secretaria.
—¿Negocios o placer? —preguntó Fletcher cuando escuchó la voz de su cuñado.
—Desde luego no es ningún placer —respondió Jimmy—. ¿Te has enterado de que Ralph Elliot ha vuelto a la ciudad?
—No. Logan llamó esta mañana para decirme que había presentado la dimisión en la firma, pero no me comentó nada de su intención de regresar a Hartford.
—Sí. El bufete de abogados Belman y Wayland lo ha contratado como socio a cargo de la sección de empresas. En su contrato se estipula que la firma llevará a partir de ahora el nombre de Belman, Wayland y Elliot. —Fletcher no hizo ningún comentario—. ¿Todavía estás ahí? —le preguntó Jimmy.
—Sigo aquí —contestó Fletcher—. ¿Te das cuenta de que es la firma de abogados que representa al ayuntamiento?
—Además de ser nuestro principal competidor.
—Creía que ya nunca más le vería el pelo.
—Siempre te puedes marchar a Alaska —comentó Jimmy—. Leí en alguna parte que están buscando un nuevo senador.
—Si lo hiciera, él me seguiría.
—No hay ningún motivo para que perdamos el sueño por su culpa —afirmó Jimmy—. Tendrá muy claro que sabemos que se llevó los quinientos mil dólares y sabe que no le conviene exhibirse demasiado hasta que se acallen los rumores.
—Ralph Elliot no sabe lo que es no exhibirse. Entrará en la ciudad como un tornado y nosotros estaremos en su camino.
—¿Qué más has averiguado? —preguntó Nat.
—Él y Rebecca tienen un hijo y me han dicho que lo han inscrito en Taft.
—Espero que sea más joven que Luke. De lo contrario, enviaré al chico a Hotchkiss.
Tom se echó a reír.
—Lo digo en serio —declaró Nat—. Luke es un chico muy sensible y no tiene por qué pasar por un mal trago.
—También están las consecuencias para el banco ahora que se ha unido a Belman y Wayland.
—Y Elliot —le recordó Nat.
—No te olvides de que son los abogados que supervisan el proyecto de Cedar Wood en representación del ayuntamiento y si alguna vez descubre…
—No hay ningún motivo para que lo haga —señaló Nat—. Sin embargo, será mejor que se lo digas a Julia, a pesar de que han pasado un par de años y de que trasladamos a Ray. Solo cuatro personas conocen toda la historia y yo estoy casado con una de ellas.
—Pues yo me voy a casar con la otra —dijo Tom.
—¿Que harás qué? —replicó Nat, dominado por el asombro.
—Llevo dieciocho meses proponiéndole matrimonio a Julia, anoche finalmente aceptó. Así que esta noche iré a cenar a tu casa con mi prometida.
—Es una noticia fantástica —exclamó Nat, contento a más no poder.
—Nat, hazme un favor, no esperes hasta el último momento para decírselo a Su Ling.
—No es más que un disparo de advertencia —dijo Harry en respuesta a la pregunta de Fletcher.
—Es una maldita andanada —replicó Fletcher—. Ralph Elliot no tiene la costumbre de advertir a nadie, así que necesitamos averiguar qué demonios se trae entre manos.
—No tengo ni la menor idea —manifestó Harry—. Todo lo que te puedo decir es que George Turner me llamó para contarme que Elliot ha pedido todos los documentos donde aparezca el banco y que ayer por la mañana volvió a llamar para pedir más detalles del proyecto de Cedar Wood, en particular todo lo referente a la ley que presenté en el Senado.
—¿Por qué el proyecto de Cedar Wood? Ha resultado un éxito de campanillas, las empresas hacen cola para alquilar los locales. ¿Qué estará buscando?
—También ha solicitado copias de todos mis discursos y cualquier nota que redacté cuando se discutió la enmienda Gates. Nadie había pedido nunca las copias de mis viejos discursos, y mucho menos de mis notas —comentó Harry—. Resulta muy halagador.
—Elliot solo halaga para engañar —declaró Fletcher—. ¿Puedes refrescarme los puntos principales de la enmienda Gates?
—Insistí en que cualquier comprador de solares municipales valorados en más de un millón de dólares debe aparecer con su nombre y no ocultar su identidad detrás de las oficinas de un banco o de una firma de abogados, a fin de saber exactamente con quién estábamos tratando. También se dispone que la compra se debe pagar en su totalidad en el momento de firmar el contrato para demostrar que se trata de una empresa solvente. De esta manera se evita cualquier maniobra extraña.
—Es algo que en la actualidad se considera como la práctica más correcta. Varios estados han adoptado la enmienda.
—Quizá solo se trata de un interés de lo más inocente.
—Es evidente que nunca has tratado con Ralph Elliot —dijo Fletcher—. La palabra inocente no forma parte de su vocabulario. Sin embargo, en el pasado siempre ha elegido a sus enemigos con mucho cuidado. Después de que pase unas cuantas veces por delante de la biblioteca Gates, puede que decida que tú eres alguien con quien es mejor estar a buenas. Pero vete con cuidado, seguro que se trae algo entre manos.
—Por cierto, ¿alguien te ha dicho algo de Jimmy y Joanna? —le preguntó su suegro.
—No.
—Entonces mantendré la boca cerrada. Estoy seguro de que Jimmy querrá decírtelo cuando llegue el momento apropiado.
—Enhorabuena, Tom —fue lo primero que dijo Su Ling cuando abrió la puerta—. Me alegro mucho por los dos.
—Es muy amable de tu parte —manifestó Julia mientras Tom le entregaba un ramo de flores a la anfitriona.
—¿Cuándo os casaréis?
—La boda será en agosto —respondió Tom—, aunque todavía no hemos decidido el día, en caso de que vosotros y Luke tengáis en mente otro viaje a Disneylandia o que Nat tenga que irse a cumplir con su semana de entrenamiento en el ejército.
—No, Disneylandia pertenece al pasado —comentó Su Ling—. Aunque no lo creáis, Luke ahora solo habla de Roma, Venecia e incluso Arlés. Nat no se tiene que presentar en Fort Benning hasta octubre.
—¿Por qué Arlés? —quiso saber Tom.
—Es donde Van Gogh pintó hacia el final de su vida —dijo Julia en el momento en que Nat entró en la habitación.
—Julia, me alegra que estés aquí porque Luke necesita consultarte sobre un dilema moral.
—¿Un dilema moral? Creía que nadie se preocupaba por algo así hasta después de la pubertad.
—No, esto es mucho más serio que el sexo y no sé qué decirle.
—¿De qué se trata?
—¿Es posible pintar una obra maestra donde aparecen Jesús y la Virgen María si eres un asesino?
—Eso es algo que nunca le ha preocupado demasiado a la Iglesia católica —respondió Julia—. Muchas de las mejores pinturas de Caravaggio están expuestas en el Vaticano, pero de todas maneras iré a hablar con Luke.
—Caravaggio, por supuesto —dijo Su Ling—. No te entretengas mucho porque tengo que hacerte un montón de preguntas.
—Estoy segura de que Tom podrá responderte a casi todas —afirmó Julia.
—No, quiero escuchar tu versión —replicó Su Ling mientras Julia subía las escaleras.
—¿Le has advertido a Julia de lo que pretende Ralph Elliot? —le preguntó Nat a Tom.
—Sí, y ella no ve ningún problema. Después de todo, ¿cómo va a averiguar Elliot que hubo dos Julia Kirkbridge? Recuerda que la primera solo estuvo con nosotros unos pocos días y que desde entonces nunca más hemos vuelto a saber de ella, mientras que Julia lleva ya un par de años por aquí y la conoce todo el mundo.
—Así y todo, no es su firma la que consta en el cheque original.
—¿Por qué es eso un problema? —preguntó Tom.
—Porque después de que el banco pagara los tres millones seiscientos mil dólares, el ayuntamiento pidió que le entregáramos el cheque.
—En ese caso estará guardado en algún archivo, e incluso si Elliot lo encontrara, ¿qué razones tendría para sospechar?
—Porque tiene la mente de un malhechor. Ninguno de nosotros piensa como él. —Nat guardó silencio unos instantes—. Hablemos de cosas más importantes que de ese delincuente. Respóndeme a una pregunta antes de que vuelvan Julia y Su Ling. ¿Debo buscar a un nuevo presidente o Julia ha aceptado afincarse en Hartford y transformarse en ama de casa?
—Ninguna de las dos cosas —contestó Tom—. Ha decidido aceptar una oferta de compra de ese tal Trump, que lleva tiempo detrás de su empresa.
—¿Ha conseguido un buen precio?
—Creía que disfrutaríamos de una plácida velada en familia para celebrar…
—¿Ha conseguido un buen precio? —le interrumpió Nat.
—Quince millones al contado y otros quince millones en acciones de Trump.
—No está mal —opinó Nat—, aunque es evidente que Trump cree en el futuro del proyecto de Cedar Wood. ¿Qué piensa hacer con el dinero? ¿Abrirá una empresa de bienes raíces en Hartford?
—No. Creo que lo mejor será que te lo explique ella misma —dijo Tom cuando Su Ling salía de la cocina.
—¿Por qué no invitamos a Julia a que entre a formar parte de la junta? —propuso Nat—. Podríamos ponerla a cargo de nuestra división inmobiliaria. Eso me descargaría de una serie de ocupaciones y tendría más tiempo para atender las cuestiones financieras.
—Eso es algo que ella consideró hace algo así como seis meses.
—¿Por una de esas casualidades no le habrás ofrecido algún cargo si aceptaba casarse contigo?
—Sí, lo hice la primera vez y ella rechazó ambas cosas. Pero ahora la he convencido para que se case conmigo. Te dejo a ti la parte de convencerla para que entre en la junta, aunque tengo la sensación de que tiene otros planes.