Annie llevó a su marido hasta el ayuntamiento; era el primer momento en todo el día en que estaban solos.
—¿Por qué no nos vamos sin más a casa? —preguntó Fletcher.
—Supongo que todos los candidatos sienten lo mismo antes del recuento.
—¿Has caído en la cuenta, Annie, que no hemos comentado qué haré si pierdo las elecciones?
—Siempre he tenido claro que trabajarías en alguna otra firma de abogados. Dios sabe que no han dejado de llegarte ofertas. ¿No fueron los de Simpkins y Welland los que te llamaron porque necesitan un especialista en derecho penal?
—Sí, e incluso me ofrecieron hacerme socio, pero la verdad es que disfruto con la política. Me obsesiona más que a tu padre.
—Eso es imposible —replicó Annie—. Por cierto, me dijo que podemos utilizar su plaza de aparcamiento.
—Ni hablar —dijo Fletcher—. Solo el senador puede ocupar esa plaza. No, buscaremos donde aparcar en alguna de las calles laterales.
Fletcher se fijó en las personas que subían las escalinatas del ayuntamiento.
—¿Adónde va toda esa gente? —preguntó Annie—. No es posible que todos sean parientes de la señora Hunter.
Fletcher se echó a reír al escuchar el comentario de su esposa.
—No, claro que no, pero el público puede presenciar el recuento desde la galería. Parece evidente que es una vieja tradición en Hartford —explicó mientras Annie encontraba finalmente un sitio donde aparcar el coche a cierta distancia del ayuntamiento.
Fletcher y Annie se cogieron de la mano mientras se unían a la multitud que se dirigía al ayuntamiento. A lo largo de los años, el joven había visto a muchísimos políticos y a sus esposas cogerse de la mano el día de las elecciones; a menudo se había preguntado cuántos de ellos lo hacían solo para las cámaras de la televisión y los fotógrafos. Apretó la mano de Annie cuando subieron las escalinatas e intentó mostrarse relajado.
—¿Confía plenamente en su victoria, señor Davenport? —le preguntó un periodista de la televisión local y le acercó el micrófono a la boca.
—En estos momentos solo sé que me devoran los nervios —contestó sinceramente.
—¿Cree usted que ha derrotado a la señora Hunter? —insistió el periodista.
—No tendré ningún inconveniente en responder a su pregunta dentro de un par de horas.
—¿Le parece que ha sido una campaña limpia?
—Ustedes pueden juzgarlo mejor que yo —respondió Fletcher mientras llegaban a la puerta del ayuntamiento y entraban en el edificio.
Algunos de los espectadores sentados en la galería le aplaudieron al verle entrar en la sala. Fletcher esbozó una sonrisa y respondió a los aplausos con un gesto; confió en parecer tranquilo, aunque no lo estaba. Cuando miró a los que estaban sentados abajo, al primero que vio fue a Harry. Su expresión era pensativa.
El aspecto que ofrecía entonces la sala no se parecía en nada al del día del debate. La mayor parte de los asientos habían sido reemplazados con unas largas mesas dispuestas en forma de herradura. En la mesa central se encontraba el señor Cooke, que había presidido el escrutinio en las siete elecciones anteriores. Esta era la última porque se jubilaba a final de año.
Uno de los funcionarios contaba las cajas negras con las papeletas, que estaban apiladas en el espacio marcado por la herradura. El señor Cooke les había explicado a los candidatos en la reunión mantenida el día anterior que el recuento no comenzaría hasta que los colegios electorales no hubiesen enviado las urnas. Como los colegios electorales cerraban a las ocho, ese proceso solo tardaba alrededor de una hora.
Se escucharon más aplausos y Fletcher vio que saludaban la entrada de Barbara Hunter. La candidata republicana parecía muy segura de sí misma cuando agradeció los saludos de sus partidarios con una amplia sonrisa.
En cuanto se dio por finalizada la recepción de las urnas, los funcionarios rompieron los precintos y vaciaron las papeletas sobre las mesas donde estaban el centenar de voluntarios que realizarían el escrutinio; en cada mesa había tres personas: un representante republicano, otro demócrata y un observador independiente que permanecía de pie detrás de los otros dos. Si el observador tenía alguna duda después de iniciado el recuento, levantaría la mano y el señor Cooke o alguno de sus ayudantes acudiría de inmediato para resolver la situación.
Las papeletas se clasificaban en tres grupos: los votos republicanos, los demócratas y un tercero para los casos dudosos. En la mayoría de las circunscripciones todo este proceso se realizaba a máquina, pero no era así en Hartford, aunque todos sabían que el recuento manual desaparecería en cuanto se jubilara el señor Cooke.
Fletcher comenzó a ir de mesa en mesa, atento al aumento de los montones. Jimmy hacía lo mismo, pero en el sentido opuesto. Harry no se movió mientras controlaba la apertura de las urnas y su mirada prácticamente no se apartaba de lo que ocurría en el espacio delimitado por la herradura. Cuando acabaron de vaciar las urnas, el señor Cooke les indicó a sus ayudantes que contaran los votos y los ordenaran en montones de cien.
—Es este momento la tarea del observador es crucial —le explicó Harry a Fletcher, cuando el joven se detuvo por un instante a su lado—. Tiene que verificar que no cuenten ningún voto dos veces o que no haya dos papeletas pegadas.
Fletcher asintió y prosiguió con la ronda. De vez en cuando se detenía para observar el recuento de una mesa en particular. Pasaba alternativamente de la depresión al entusiasmo, pero dejó de hacerlo cuando Jimmy le comentó que las urnas procedían de diferentes distritos y no se podía saber cuáles pertenecían a un feudo republicano o de un barrio demócrata.
—¿Cuál es el próximo paso? —le preguntó Fletcher, consciente de que este era el cuarto recuento al que asistía su cuñado.
—Arthur Cooke sumará todos los votos, anunciará cuántas personas han emitido su voto, y calculará el porcentaje de votantes.
Fletcher miró el reloj de pared; eran poco más de las once y en la gran pantalla de televisión, vio a Jimmy Carter que hablaba con su hermano Billy. Los primeros resultados indicaban que los demócratas volverían a la Casa Blanca después de un período de ocho años. ¿Era una señal de que él llegaría a ocupar un escaño en el Senado?
Fletcher volvió a fijarse en el señor Cooke, quien aparentemente no tenía ninguna prisa mientras se ocupaba de sus tareas. Su ritmo no reflejaba el latir de los corazones de los candidatos. Después de recoger todas las planillas, se reunió con sus ayudantes y fue introduciendo todas las cifras en una calculadora, su única concesión a la modernidad. A esto le siguió la labor de apretar las teclas, acompañada de murmullos y gestos de asentimiento, antes de que dos números fueran escritos con toda parsimonia en dos hojas separadas. Luego cruzó la sala con paso majestuoso y subió al estrado. Dio un par de golpecitos en el micrófono, cosa que fue suficiente para que se hiciera el silencio, mientras el público aguardaba con impaciencia escuchar sus palabras.
—Maldita sea —masculló Harry—, ya ha pasado más de una hora. ¿Por qué demonios Arthur no va un poco más rápido?
—Tranquilízate —le pidió Martha—, recuerda que tú ya no eres el candidato.
—El número de personas que ha emitido su voto en las elecciones para el Senado es de cuarenta y dos mil cuatrocientos veintinueve y el porcentaje de participación es del cincuenta y dos coma nueve por ciento.
El señor Cooke abandonó el estrado sin añadir nada más y volvió a su sitio en la mesa central. A continuación su equipo procedió a verificar los montoncitos de cien, pero pasaron otros cuarenta y dos minutos antes de que el jefe ejecutivo subiera de nuevo al estrado. En esta ocasión no fue necesario que pidiera silencio.
—Debo comunicarles que hay setenta y siete votos dudosos. Por tanto, ruego a los candidatos que se acerquen para que decidan qué papeletas se considerarán válidas.
Harry corrió por primera vez en el día y fue a buscar a Fletcher para hablar con él antes de que se reuniera con el señor Cooke en la mesa.
—Eso significa que cualquiera de los dos que está en cabeza, lo está por menos de setenta y siete votos, de lo contrario Cooke no montaría toda esta pantomima de pedir la opinión de los candidatos. —Fletcher asintió con un gesto—. Por tanto, tienes que elegir a alguien que verifique esos votos que son cruciales para ti.
—Eso no es ningún problema —replicó el joven—. Le elijo a usted.
—No me parece conveniente —señaló Harry—, porque eso pondría en guardia a la señora Hunter; para esto necesitas a alguien que ella no vea como una amenaza.
—¿Qué le parece Jimmy?
—Buena idea, porque creerá que podrá manejarlo.
—Ni hablar —dijo Jimmy, que apareció en aquel momento.
—Quizá necesite que lo hagas —manifestó Harry con un tono de misterio.
—¿Por qué? —le preguntó su hijo.
—No es más que un presentimiento, pero cuando haya que decidir la validez de ese puñado de votos, el hombre al que se ha de vigilar es el señor Cooke y no la señora Hunter.
—No creo que vaya a intentar nada con cuatro de nosotros a su lado —opinó Jimmy—, sin contar a todo el público de la galería.
—Jamás se le pasaría por la cabeza hacer tal cosa —afirmó Harry—. Es uno de los funcionarios más escrupulosos con los que he tratado, pero detesta a la señora Hunter.
—¿Alguna razón en particular? —quiso saber Fletcher.
—No ha dejado de incordiarlo todos los días desde el comienzo de la campaña, para que le suministrara estadísticas de todo: desde la vivienda a los hospitales, e incluso los informes legales sobre los permisos de construcción; así que supongo que no le hace ninguna gracia que ella se convierta en miembro del Senado. Ya tiene bastantes cosas de las que ocuparse, como para además tener que atender las llamadas de Barbara Hunter en el tiempo que le quede hasta su jubilación.
—Así y todo, como has dicho, no puede hacer nada al respecto.
—Nada que sea ilegal —apuntó Harry—. No obstante, si hay algún desacuerdo por algún voto, se le pedirá que actúe de árbitro, así que responde «Sí, señor Cooke» a lo que él recomiende, aunque creas que pueda favorecer a la señora Hunter.
—Creo que he captado la idea —dijo Fletcher.
—Pues a mí que me cuelguen si lo entiendo —reconoció Jimmy.
Su Ling echó una última ojeada a la mesa. Cuando sonó el timbre, no se molestó en llamar a Nat, porque sabía que estaba leyéndole a su hijo por enésima vez El gato con botas. «Otra vez, papá», le pedía Luke cada vez que llegaban a la última página. Su Ling abrió la puerta y recibió a Tom, quien traía un ramo de tulipanes. Lo abrazó como si no hubiese pasado nada desde la última vez que se habían visto.
—¿Te casarás conmigo? —le preguntó Tom.
—Si sabes cocinar, leer El gato con botas, atender la puerta y poner la mesa todo al mismo tiempo consideraré tu propuesta con la mayor atención. —Su Ling cogió el ramo—. Muchas gracias, Tom —añadió, y le besó en la mejilla—. Quedará precioso en la mesa. —La joven sonrió—. Lamento lo de Julia Kirkbridge o como se llamara de verdad.
—No vuelvas a mencionar a esa mujer nunca más —le rogó Tom—. De ahora en adelante, cenaremos los tres solos, un ménage à trois, aunque lamentablemente sin el ménage.
—Pues esta noche no —replicó Su Ling—. ¿Nat no te lo dijo? Ha invitado a cenar a un colega. Creía que tú lo sabías y que yo, como de costumbre, era la última en enterarme.
—A mí no me dijo nada —afirmó Tom, en el momento en que llamaban a la puerta.
—Yo abriré —gritó Nat, que bajó las escaleras de dos en dos.
—Prométeme no hablar de trabajo durante la cena, porque quiero que me lo cuentes todo de tu viaje a Londres.
—Es un placer volver a verte —dijo Nat.
—Fue un viaje muy breve —comentó Tom.
—Dame tu abrigo —dijo Nat.
—¿Has ido a alguna función de teatro? —le preguntó Su Ling.
—Sí, vi a Judi… —comenzó Tom, y se interrumpió cuando Nat entró con el cuarto comensal.
—Te presento a mi esposa, Su Ling. Querida, esta es Julia Kirkbridge, quien, como sin duda ya sabes, es nuestra socia en el proyecto de Cedar Wood.
—Es un placer conocerla, señora Cartwright.
Su Ling se recuperó mucho antes que Tom.
—Por favor, llámeme Su Ling.
—Muchas gracias, y llámeme Julia.
—Julia, este es el presidente de mi banco, Tom Russell, que esperaba con ansia conocerte.
—Buenas noches, señor Russell. Después de todo lo que Nat me ha dicho de usted, el interés es mutuo.
Tom le estrechó la mano, sin saber qué decir.
—Creo que se impone una copa de champán para celebrar la firma del contrato.
—¿El contrato? —farfulló Tom.
—Una idea excelente —exclamó Julia.
Nat abrió la botella y sirvió tres copas mientras Su Ling volvía a la cocina. Tom continuó mirando a la segunda señora Kirkbridge. Nat les ofreció las copas.
—Por el proyecto de Cedar Wood —brindó.
—Por el proyecto de Cedar Wood —consiguió repetir Tom.
Su Ling reapareció para decirle a su marido con una sonrisa:
—¿Quieres acompañar a nuestros amigos a la mesa?
—Creo que ha llegado el momento, Julia, de explicarles a mi esposa y a Tom que no hay secretos entre nosotros.
—No se me ocurre ninguna objeción, Nat, sobre todo después de haber firmado un acuerdo de confidencialidad sobre los detalles de la compra de Cedar Wood. —Julia le dedicó una sonrisa.
—Sí, y creo que debe seguir de esa manera —replicó Nat, que le devolvió la sonrisa, mientras Su Ling servía el primer plato.
—Señora Kirkbridge —dijo Tom, sin probar la sopa de langosta.
—Por favor, llámame Julia; después de todo, nos conocemos desde hace algún tiempo.
—¿Que nos conocemos? No…
—No es muy halagador por tu parte, Tom —opinó Julia—. No han pasado más que unas semanas desde que nos conocimos mientras yo practicaba footing; me invitaste a una copa y después a cenar en el Cascade. Fue entonces cuando te hablé de que me interesaba el proyecto de Cedar Wood.
—Todo esto me parece muy inteligente —le señaló Tom a Nat—, pero pareces haber olvidado que el señor Cooke, el subastador y nuestro apoderado conocieron a la señora Kirkbridge.
—A la primera señora Kirkbridge, sí, pero no a la verdadera —replicó Nat—. Ya he pensado en eso. No hay ningún motivo para que el señor Cooke tenga que encontrarse de nuevo con Julia, dado que se jubila dentro de unos meses. En cuanto al subastador, fuiste tú quien hizo las ofertas, no Julia, y no tienes motivo para preocuparte por Ray porque voy a trasladarlo a la sucursal de Newington.
—¿Qué me dices de la gente de Nueva York? —preguntó Tom.
—Ellos no saben nada —respondió Julia—, excepto que he cerrado un trato muy ventajoso. —Se calló un momento—. La sopa de langosta está deliciosa, Su Ling. Siempre ha sido uno de mis platos preferidos.
—Muchas gracias. —Su Ling recogió los cuencos y regresó a la cocina.
—Ahora que Su Ling no está, Tom, te diré que prefiero olvidar cualquier pequeña indiscreción que se rumorea que tuvo lugar el mes pasado.
—Eres un malnacido —le dijo Tom a Nat.
—No seas injusto —le advirtió Julia—. Insistí en saberlo todo antes de firmar el acuerdo de confidencialidad.
Su Ling entró en el comedor con una fuente de cordero asado; el olor era delicioso.
—Ahora entiendo la razón por la que Nat me pidió que preparara la misma cena. En cualquier caso, ¿qué más necesito saber para mantener esta farsa?
—¿Qué quieres saber? —replicó Julia.
—Supongo que tú eres la verdadera Julia Kirkbridge y que por tanto debes de ser la accionista mayoritaria de la empresa, pero hay algunos detalles que necesito tener claros. ¿Tu marido te pide que vayas a correr por los solares los domingos por la mañana y después le hagas un informe?
Julia se echó a reír.
—No, mi marido nunca me pidió que hiciera algo así. Soy arquitecta.
—¿Puedo saber si el señor Kirkbridge murió víctima de un cáncer y te dejó la empresa después de enseñarte todo lo que sabía?
—No. El caballero goza de una salud excelente, pero me divorcié de él hace dos años, cuando descubrí que utilizaba las ganancias de la empresa para su beneficio personal.
—¿Acaso no era suya la empresa? —preguntó Tom.
—Sí, y no me hubiese importado tanto de no ser porque derrochaba todos los beneficios en otra mujer.
—Esa mujer, por una de esas casualidades, ¿no mide casi el metro setenta, es rubia, viste prendas caras y afirma ser de Minnesota?
—Es evidente que la conoces —manifestó Julia—; supongo que fue mi exmarido quien te llamó desde un banco de San Francisco haciéndose pasar por el abogado de la señora Kirkbridge.
—¿Por casualidad no sabrás dónde pueden estar? —preguntó Tom—. Porque me gustaría matarlos.
—No tengo ni la menor idea —respondió Julia—, pero si finalmente lo averiguas, te ruego que me lo hagas saber. Tú podrías matarla a ella y yo a él.
—¿Alguien quiere crème brûlée? —preguntó Su Ling.
—¿Qué respondió la otra señora Kirkbridge a esa pregunta? —quiso saber Julia.
El público que ocupaba la galería permanecía atento a cualquier movimiento y el señor Cooke parecía desear que todos los presentes en la sala fuesen testigos de lo que acontecía. Fletcher y Jimmy dejaron al senador para ir a reunirse con la señora Hunter y su representante en el área marcada por la herradura.
—Tenemos setenta y siete papeletas dudosas —explicó el señor Cooke a los dos candidatos—, de las que creo que cuarenta y tres no son válidas. Sin embargo, hay dificultades en cuanto a las treinta y cuatro restantes. —Ambos candidatos asintieron—. En primer lugar, les mostraré las cuarenta y tres —añadió el jefe del escrutinio, con una mano apoyada en el montoncito más alto— que considero no válidas. Luego repasaremos las treinta y cuatro que continúan en disputa. —Pasó la mano por el montoncito más pequeño. Los candidatos asintieron de nuevo—. Solo digan que no, si no están de acuerdo —manifestó el señor Cooke.
El jefe del escrutinio comenzó a pasar las papeletas del montón más abultado. En ninguna de ellas había marca alguna en las casillas. Como ninguno de los dos candidatos manifestó objeción alguna, acabó el procedimiento en un par de minutos.
—Excelente —dijo el señor Cooke y apartó las papeletas nulas a un lado—, pero ahora debemos considerar las treinta y cuatro cruciales. —Fletcher tomó buena nota de la palabra crucial y se dio cuenta de que el resultado final sería ajustadísimo—. En el pasado —prosiguió el funcionario—, si los candidatos no se ponían de acuerdo, la decisión final se dejaba en manos de un tercero.
—Si se produce un desacuerdo —señaló Fletcher—, estoy absolutamente dispuesto a aceptar sus decisiones, señor Cooke.
La señora Hunter demoró la respuesta porque comenzó a discutir en susurros con su ayudante. Todos esperaron pacientemente a que acabara su consulta.
—Yo también estoy de acuerdo y aceptaré las decisiones del señor Cooke como árbitro —manifestó finalmente.
El señor Cooke agradeció la confianza dispensada con un gesto.
—De las treinta y cuatro papeletas en discusión —comentó—, creo que hay once que no plantearán muchos problemas, porque son lo que llamaría, a falta de mejor descripción, los partidarios de Harry Gates.
El señor Cooke separó del montoncito las once papeletas donde estaba escrito el nombre de Harry Gates en letras mayúsculas que ocupaban todo el papel.
—No hay ninguna duda de que son votos nulos —afirmó la señora Hunter.
—No obstante, dos de ellas —le advirtió el señor Cooke— también tienen una cruz en la casilla del señor Davenport.
—Tienen que ser considerados nulos —manifestó la señora Hunter—, porque como se puede ver, el nombre del señor Gates aparece claramente escrito en toda la papeleta, cosa que los convierte en nulos.
—Pero… —comenzó Jimmy.
—Como es evidente que hay un desacuerdo con estas dos papeletas —lo interrumpió Fletcher—, propongo que el señor Cooke sea quien decida.
El señor Cooke miró a la candidata republicana, que acabó por asentir con una expresión agria.
—Estoy de acuerdo en que la papeleta con la frase «El señor Gates tendría que ser presidente» escrita de un extremo al otro es nula a todos los efectos. —La señora Hunter sonrió—. No obstante, la papeleta que tiene marcada una cruz en la casilla del señor Davenport con el comentario añadido: «pero prefiero al señor Gates», es desde mi punto de vista y de acuerdo con la ley electoral, una clara indicación de la voluntad del votante, por tanto considero que es un voto para el señor Davenport. —La señora Hunter lo miró enfadada pero, consciente de la multitud que la miraba desde la galería, consiguió esbozar una sonrisa—. Ahora podemos pasar a las siete papeletas donde aparece escrito el nombre de la señora Hunter.
—Sin duda todas tienen que ser válidas —apuntó la candidata mientras el señor Cooke las colocaba ordenadamente en una hilera para que los dos adversarios pudieran verlas.
—No, no lo creo —dijo el señor Cooke.
En la primera se leía la frase: «Hunter es la ganadora», con una cruz en la casilla correspondiente.
—Es evidente que esa persona votó por la señora Hunter —aseveró Fletcher.
—Estoy de acuerdo —confirmó el señor Cooke.
Se oyeron unos aplausos en la galería.
—La honradez de ese chico será su ruina —opinó Harry.
—O su grandeza —replicó Martha.
«Hunter será una dictadora» era la frase en la segunda papeleta, sin que apareciera cruz alguna en las casillas.
—Creo que es un voto nulo —dijo el señor Cooke.
La señora Hunter asintió muy a su pesar.
—Una verdad como un templo —susurró Jimmy.
«Hunter es una pájara», «Hunter al paredón», «Hunter está loca», «Hunter es imbécil» y «Hunter para Papa» también fueron declaradas nulas. La representante republicana ni siquiera se molestó en señalar que cualquiera de esos votantes la querían como senadora por Hartford.
—Ahora llegamos al grupo final de dieciséis —anunció el señor Cooke—. Aquí el votante no utilizó una cruz para indicar su preferencia.
Las dieciséis papeletas habían sido colocadas en un montoncito aparte y la primera tenía una marca en la casilla correspondiente al nombre de la señora Hunter.
—Salta a la vista que es un voto mío —se apresuró a decir la candidata.
—Estoy de acuerdo con usted —señaló el señor Cooke—. El votante parece haber señalado su deseo con toda claridad; sin embargo, necesitaré que el señor Davenport acepte que es así antes de continuar.
Fletcher miró por encima de las mesas y buscó la mirada de Harry. El senador asintió disimuladamente.
—Estoy de acuerdo en que es claramente un voto para la señora Hunter —declaró.
Los partidarios de la candidata aplaudieron con entusiasmo. El señor Cooke retiró la papeleta y dejó a la vista otra que también tenía una marca en la casilla de Hunter.
—Ahora que nos hemos puesto de acuerdo en los términos —manifestó la señora Hunter—, este también es un voto para mí.
—Entonces estos dos votos son para la señora Hunter —confirmó el señor Cooke, que retiró la segunda papeleta para dejar al descubierto otra con una marca junto al nombre de Fletcher. Ambos candidatos asintieron—. Dos a uno a favor de Hunter —cantó el señor Cooke antes de retirar la papeleta para enseñar la cuarta, que también tenía una marca en la casilla republicana.
—Tres a uno —dijo la candidata con cierto tono de burla.
Fletcher comenzó a preguntarse si Harry no habría calculado mal. El señor Cooke apartó la papeleta; la siguiente mostraba la marca en la casilla demócrata.
—Tres a dos —apuntó Jimmy mientras el jefe ejecutivo comenzaba a pasar las papeletas más rápido.
Como cada una mostraba una marca bien clara, ninguno de los candidatos podía protestar. El público comenzó a corear el recuento: tres iguales, cuatro a tres —a favor de Fletcher—, cinco a tres, seis a tres, siete a tres, ocho a tres, ocho a cuatro, nueve a cuatro, diez a cuatro, once a cuatro y doce a cuatro.
La señora Hunter no pudo disimular el enojo cuando el señor Cooke, con la mirada puesta en la galería, declaró:
—Acabado el recuento de las papeletas dudosas, el resultado es de catorce para el señor Davenport y seis para la señora Hunter. —Se volvió hacia los candidatos y añadió—: Les agradezco a ambos su generosa colaboración en todo el proceso.
Harry se permitió una sonrisa mientras se sumaba a los renovados aplausos que siguieron a la declaración del señor Cooke. Fletcher se apresuró a salir del espacio acotado para ir a reunirse con su suegro.
—Si ganas por menos de ocho votos, muchacho, sabremos a quién agradecérselo, porque ahora la señora Hunter no puede hacer absolutamente nada al respecto.
—¿Cuándo sabremos el resultado? —le preguntó Fletcher.
—¿La votación? Dentro de unos minutos —respondió Harry—, pero el resultado total no estará disponible hasta dentro de varias horas.
El señor Cooke leyó las cifras que aparecían en la calculadora y luego las copió en una hoja, que firmaron sus cuatro ayudantes. Subió al estrado por tercera vez.
—Ahora que ambos candidatos han aceptado la decisión referente a las papeletas dudosas, les informo que el resultado de las elecciones para el Senado correspondientes al condado de Hartford es el siguiente: el señor Fletcher Davenport ha obtenido veintiún mil doscientos dieciocho votos, y la señora Barbara Hunter, veintiún mil doscientos once.
Harry sonrió.
El señor Cooke esperó pacientemente a que se acallaran las aclamaciones del público y entonces anunció antes de que la señora Hunter pudiera intervenir:
—Se volverán a contar los votos.
Harry y Jimmy recorrieron la sala para decirle a cada uno de sus observadores una sola palabra: concentración. Cincuenta minutos más tarde, quedó claro que tres de los montoncitos solo tenían noventa y nueve votos, mientras que otros cuatro tenían ciento uno. El señor Cooke verificó los siete montoncitos por tercera vez, antes de subir al estrado.
—Declaro que el resultado de las elecciones para el Senado correspondientes al condado de Hartford es el siguiente: Fletcher Davenport, veintiún mil doscientos diecisiete votos; Barbara Hunter, veintiún mil doscientos trece.
El señor Cooke tuvo que esperar unos minutos para hacerse oír por encima del barullo.
—La señora Hunter ha solicitado un nuevo recuento.
Esta vez algunos pitidos se mezclaron entre los gritos de entusiasmo, mientras el público se acomodaba para ver cómo se repetía todo el proceso. El señor Cooke insistió en que cada montoncito se verificara por partida doble y, para que no quedara ninguna duda, los repasó uno por uno. No volvió a subir al estrado hasta unos minutos después de la una y en esta ocasión les pidió a los candidatos que lo acompañaran. Dio unos golpecitos en el micrófono para comprobar que funcionaba.
—Declaro que el resultado de las elecciones para el Senado en el condado de Hartford es el siguiente: Fletcher Davenport, veintiún mil doscientos dieciséis; Barbara Hunter, veintiún mil doscientos catorce.
Los pitidos y las aclamaciones fueron más estruendosos y tuvieron que pasar varios minutos antes de que se restableciera el orden. La señora Hunter se acercó al señor Cooke y le susurró lo bastante alto como para que todos lo oyeran que como era más de la una los funcionarios del ayuntamiento debían dar por acabada su jornada y dejaran para el día siguiente un nuevo recuento.
El señor Cooke escuchó cortésmente sus palabras, antes de acercarse al micrófono. Sin embargo, era evidente que se había preparado para cualquier circunstancia.
—Tengo conmigo la normativa de las elecciones. —La levantó para que todos la vieran como un sacerdote que enseña la Biblia—. En este caso se aplica el artículo de la página noventa y uno, que dice lo siguiente. —El silencio se hizo en la sala mientras esperaban a que el señor Cooke diera comienzo a la lectura—. En las elecciones para el Senado, si uno de los candidatos gana en tres recuentos, por pequeña que sea la diferencia, el candidato será proclamado ganador. Por tanto, declaro al señor…
El resto de sus palabras se perdió por las aclamaciones de los partidarios de Fletcher.
Harry Gates se volvió para estrechar la mano de Fletcher y el joven no consiguió escuchar las palabras del ya exsenador. No obstante le pareció que Harry le había dicho:
—Permítame que sea el primero en felicitarle, senador.