—¿Cómo lo hizo? —preguntó Tom, con el rostro ceniciento.
—Escogió muy bien a su víctima y, para ser justos, prestó una meticulosa atención a los detalles.
—Eso no explica…
—¿Cómo sabía que aceptaríamos transferir el dinero? Esa fue la parte más sencilla —dijo Nat—. En cuanto encajaron todas las demás piezas, todo lo que tuvo que hacer Julia fue llamar a Ray y decirle que transfiriera el dinero a otro banco.
—Nuestro banco cierra a las cinco y la mayor parte del personal se marcha antes de las seis, sobre todo si es viernes.
—En Hartford.
—No lo entiendo —insistió Tom.
—Le dijo a nuestro apoderado que transfiriera todo el dinero a un banco en San Francisco, donde eran las dos de la tarde.
—Pero si la dejé sola apenas unos minutos…
—Tiempo más que suficiente para hacer una llamada telefónica a su abogado.
—Si fue así, ¿por qué Ray no me llamó?
—Lo intentó, pero no estabas en el despacho y ella te pidió que no atendieras el teléfono cuando llegasteis a casa; además, no te olvides que cuando te llamé desde Los Ángeles eran las tres y media, o sea, las seis y media en Hartford y el banco ya había cerrado.
—Si tú no hubieses estado de vacaciones… —se lamentó Tom.
—Creo que no me equivoco si digo que ella también lo tuvo en cuenta —opinó Nat.
—Pero ¿cómo…?
—No tuvo más que llamar a mi secretaria para concertar una cita esa semana y averiguar que estaría en Los Ángeles; sin duda, tú se lo confirmaste cuando os conocisteis.
—Sí, lo hice —admitió Tom, después de un breve titubeo—. Así y todo, eso no explica que Ray no se negara a realizar la transferencia.
—Porque tú depositaste todo el dinero en su cuenta, la ley es muy clara en un caso como ese: si ella ordenaba una transferencia, no podíamos hacer otra cosa que cumplir con la orden. Eso fue lo que le dijo el abogado a Ray cuando lo llamó a las cuatro y media, hora en la que tú estabas camino de regreso a casa.
—Ella había firmado un cheque que le entregó al señor Cooke.
—Sí, y si hubieses vuelto al banco e informado a nuestro apoderado de la existencia del cheque, él quizá hubiese podido postergar cualquier decisión hasta el lunes.
—¿Cómo podía tener la absoluta seguridad de que autorizaría el aporte de fondos a su cuenta?
—No lo tenía. Por eso mismo abrió una cuenta con nosotros y depositó quinientos mil dólares, para hacernos creer que disponía de los fondos para cubrir la compra de Cedar Wood.
—Tú me dijiste que habías investigado a la empresa.
—Lo hice. Kirkbridge y Compañía tiene su sede en Nueva York y obtuvo unos beneficios el año pasado de poco más de un millón de dólares y, sorpresa, sorpresa, la accionista mayoritaria es una tal señora Julia Kirkbridge. Como Su Ling opinaba que era una farsante, llamé para comprobar si esa mañana se celebraba una reunión de la junta. Cuando la recepcionista me informó que no se podía molestar a la señora Kirkbridge porque estaba en dicha reunión, quedó colocada la última pieza del rompecabezas. A eso me refería al hablar de la atención al detalle.
—Así y todo, hay un eslabón que falta —afirmó Tom.
—Sí, y eso la convierte de una timadora vulgar a una estafadora de altos vuelos. En la enmienda de Harry Gates a la ley de subastas públicas encontró el aro por el que tendríamos que pasar.
—¿Dónde encaja el senador Gates en este asunto? —preguntó Tom.
—Él presentó la enmienda a la ley de subastas donde se estipula que todas las transacciones realizadas por el consejo municipal han de ser pagadas en su totalidad en el momento de firmar el acuerdo.
—Yo le dije que el banco cubriría el monto.
—Ella sabía que con eso no tenía bastante —replicó Nat—, porque la enmienda del senador insiste en que el beneficiario principal —Nat abrió el folleto y le señaló un pasaje que había subrayado— tiene que firmar el cheque y el contrato de la operación. En el momento en que corriste para preguntarle si llevaba el talonario, Julia supo que te tenía cogido por las pelotas.
—¿Qué hubiese pasado si le decía que la operación quedaba anulada si no ingresaba el dinero?
—En ese caso habría regresado a Nueva York esa misma noche, transferido de nuevo su medio millón al Chase y tú no hubieras tenido noticias de ella nunca más.
—Mientras que de esta manera se embolsó los tres millones cien dólares de nuestro dinero y conservó su medio millón.
—Correcto —asintió Nat—. Cuando los bancos abran esta mañana en San Francisco, el dinero habrá ido a parar a las islas Caimán vía Zurich o incluso Moscú. Haré todas las averiguaciones que pueda, pero no creo que consigamos recuperar ni un centavo.
—¡Dios mío! —exclamó Tom—. Acabo de recordar que el señor Cooke ingresará el cheque esta mañana y le di mi palabra de que lo pagaríamos en el acto.
—Entonces tendremos que pagarlo —afirmó Nat—. Una cosa es que el banco pierda dinero y otra muy distinta que pierda su reputación, una fama que tu abuelo y tu padre mantuvieron a lo largo de un siglo.
—Lo primero que debo hacer es dimitir —declaró Tom, que miró a su amigo con una expresión muy seria.
—A pesar de que te has portado como un ingenuo, eso es lo último que puedes hacer. A menos, por supuesto, que quieras que todo el mundo se entere de la estafa y se lleven sus cuentas a Fairchild. No, lo único que necesito es tiempo, así que te aconsejo que te tomes algunos días de vacaciones. No se te ocurra volver a mencionar el proyecto de Cedar Wood, y si alguien saca el tema, dile que hable conmigo.
Tom permaneció en silencio durante unos momentos y después comentó:
—La gran ironía es que le pedí que se casara conmigo.
—Y ella demostró ser un genio cuando aceptó —replicó Nat.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Tom.
—Era parte de su plan.
—Una chica lista.
—No estoy muy seguro, porque si vosotros dos os hubieseis casado, estaba dispuesto a ofrecerle un cargo en la junta.
—Así que te engañó a ti también.
—Desde luego —manifestó Nat—. Con sus conocimientos de finanzas no hubiese sido un simple cargo sobre el papel y de haberse casado contigo hubiese ganado mucho más que tres millones cien mil dólares, así que debe de haber otro hombre implicado. —Guardó silencio un momento—. Sospecho que era quien estaba al otro lado de la línea. —Se levantó—. Estaré en mi despacho; recuerda que si en algún momento hablamos otra vez del tema, lo haremos en privado, nada por escrito o por teléfono.
Tom asintió mientras Nat salía del despacho.
—Buenos días, señor Cartwright —dijo la secretaria de Nat al verlo entrar—. ¿Ha disfrutado de sus vacaciones?
—Sí. Muchas gracias, Linda —respondió Nat alegremente—. No sé muy bien quién disfruto más de la visita a Disneylandia, Luke o yo. —La muchacha sonrió—. ¿Algún tema urgente? —preguntó con el mismo tono.
—No lo creo. Los documentos finales para la absorción de Bennett llegaron el viernes pasado, así que a partir del uno de enero, dirigirá dos bancos.
O ninguno, pensó Nat, y añadió en voz alta:
—Necesito hablar con la señora Julia Kirkbridge, directora de…
—Kirkbridge y Compañía —le interrumpió Linda. Nat se quedó de una pieza—. Usted me pidió que averiguara los antecedentes de la empresa antes de marcharse de vacaciones.
—Ah, sí, por supuesto —manifestó Nat, mucho más tranquilo.
Estaba pensando lo que le diría a la señora Kirkbridge, cuando la secretaria lo llamó para decirle que la directora estaba al teléfono.
—Buenos días, señora Kirkbridge, me llamo Nat Cartwright, soy el director ejecutivo del banco Russell en Hartford, Connecticut. Tenemos una propuesta que podría ser interesante para su empresa y como hoy iré a Nueva York, confiaba en que quizá podría usted concederme una cita.
—¿Puedo llamarle dentro de unos minutos, señor Cartwright? —contestó ella con un impecable acento británico.
—Por supuesto. Esperaré su llamada.
Se preguntó cuánto tiempo tardaría la señora Kirkbridge en verificar que él era el director ejecutivo del banco Russell. Era algo evidente, dado que ni siquiera le había preguntado cuál era su número de teléfono. Cuando el teléfono volvió a sonar, su secretaria le avisó:
—La señora Kirkbridge al aparato.
Nat consultó su reloj; había tardado siete minutos.
—Puedo recibirlo a las dos y media, señor Cartwright. ¿Le va bien?
—Me parece bien. —Colgó el teléfono y llamó a Linda—. Resérvame un pasaje en el tren de las once y media a Nueva York.
La siguiente llamada de Nat fue al banco Riggs en San Francisco, donde le confirmaron lo que ya se temía. Les habían dado instrucciones de transferir el dinero a un banco mexicano a los pocos minutos de haberlo recibido. A partir de allí, Nat sabía que el dinero continuaría su viaje hasta esfumarse del todo. Decidió que sería inútil llamar a la policía si no quería alertar a la comunidad bancaria de lo ocurrido. Sospechó que Julia, o como se llamara de verdad, también lo había previsto.
Se ocupó de atender los asuntos pendientes de su firma hasta la hora de marchar a la estación. Llegó a las oficinas de Kirkbridge en la calle Noventa y siete un par de minutos antes de la hora convenida. Iba a sentarse en la recepción cuando se abrió una puerta y apareció una mujer vestida con mucha elegancia.
—¿El señor Cartwright?
—Sí.
—Soy Julia Kirkbridge. ¿Quiere pasar a mi despacho?
El mismo impecable acento británico. Nat no recordaba cuándo había sido la última vez que el director de una empresa se había presentado en la recepción en lugar de enviar a una secretaria, sobre todo en Nueva York.
—Admito que me intrigó su llamada —manifestó la señora Kirkbridge mientras le señalaba a Nat un cómodo sillón junto a la chimenea—. No es algo frecuente que un banquero de Connecticut venga a visitarme a Nueva York.
Nat sacó unos documentos de su maletín, mientras intentaba evaluar a la mujer que tenía delante. Sus prendas, como las de la impostora, estaban muy bien cortadas, pero eran de un estilo mucho más conservador, y aunque era delgada y rondaba los treinta y tantos, sus cabellos y ojos oscuros no se parecían en nada a la rubia de Minnesota.
—En realidad es algo muy sencillo —comenzó Nat—. El ayuntamiento de Hartford sacó a subasta un solar con los permisos para la construcción de un centro comercial. El banco compró el solar como inversión y ahora estamos buscando socios. Creemos que podrían estar interesados.
—¿Por qué nosotros?
—Ustedes estuvieron entre las empresas que participaron en la subasta del solar donde se construyó el centro comercial Robinson, que, dicho sea de paso, resultó todo un éxito, y nos pareció que podrían estar interesados en este nuevo proyecto.
—Me sorprende un tanto que no se les ocurriera ponerse en contacto con nosotros antes de presentarse a la subasta —señaló la señora Kirkbridge—, porque si lo hubiesen hecho, entonces habrían visto que habíamos considerado las disposiciones demasiado restrictivas. —Nat apenas disimuló la sorpresa—. Después de todo —añadió la presidenta—, es nuestro trabajo.
—Sí, lo sé —admitió Nat, con la intención de ganar tiempo.
—¿Puedo preguntarle por cuánto se subastó?
—Tres millones seiscientos mil dólares.
—Una cifra muy por encima de nuestras estimaciones —comentó la señora Kirkbridge y pasó una página del informe que tenía sobre la mesa.
Nat siempre se había considerado un buen jugador de póquer, pero no tenía manera de saber si la señora Kirkbridge se estaba echando un farol. Solo le quedaba una carta por jugar.
—Bien, lamento haberle hecho perder el tiempo —dijo, e hizo el gesto de levantarse.
—Quizá se equivoca —replicó la ejecutiva, sin moverse—, porque aún me interesa escuchar su propuesta.
—Buscamos un socio al cincuenta por ciento —explicó Nat, mientras se acomodaba de nuevo en el sillón.
—¿Qué quiere decir exactamente con el cincuenta por ciento?
—Ustedes aportan un millón ochocientos mil, el banco financia el resto del proyecto y una vez amortizado, repartiremos los beneficios a partes iguales.
—¿Sin comisiones bancarias y el préstamo con un interés preferencial?
—Creo que es un tema a considerar —respondió Nat.
—Si me deja todos los detalles, señor Cartwright, estudiaremos la oferta y le llamaremos. ¿De qué plazo dispongo para comunicarle la decisión?
—Estoy citado con otros dos posibles inversores que también se presentaron a la primera subasta, la del centro comercial Robinson.
Nat no consiguió deducir de su expresión si ella le creía o no.
—Hará cosa de media hora —comentó la señora Kirkbridge con una sonrisa—, recibí una llamada del jefe ejecutivo del ayuntamiento de Hartford, un tal señor Cooke. —Nat se estremeció—. No atendí la llamada porque me pareció prudente verle a usted primero. Sin embargo, me resulta difícil creer que este sea uno de los casos que analizan los alumnos de la Harvard Business School, señor Cartwright, así que quizá sea este el momento adecuado para explicarme el verdadero motivo de su visita.