IGUALADOS, decía el titular del Washington Post la mañana de las elecciones, empate era la opinión del Hartford Courant. El primero se refería a la lucha entre Ford y Carter por la Casa Blanca; el segundo, a la batalla local entre Hunter y Davenport por un escaño en el Senado del estado. A Fletcher le molestaba que siempre pusieran el nombre de ella primero como si fuese un partido entre Harvard y Yale.
—Lo único que importa ahora —señaló Harry mientras presidía la última reunión de la campaña a las seis de la mañana— es llevar a nuestros partidarios a los colegios electorales.
Ya no era necesario discutir tácticas, políticas y comunicados de prensa. En cuanto se depositara el primer voto, todos los presentes tendrían que ocuparse de una nueva responsabilidad.
Un equipo de cuarenta personas se encargaría de la flota de vehículos, provistos con una lista de votantes que habían pedido que se los llevara hasta el colegio electoral más cercano: los ancianos, los enfermos, los perezosos e incluso aquellos que obtenían un placer perverso al verse llevados hasta las urnas por los voluntarios de un partido y votar por el otro.
Otro equipo, mucho más numeroso, lo formaban aquellos destinados a las baterías de teléfonos instalados en el cuartel general.
—Trabajarán en turnos de dos horas —explicó Harry—; dedicarán ese tiempo a llamar a nuestros partidarios para recordarles que hoy es día de elecciones y más tarde para confirmar que han ido a votar. A algunos habrá que llamarlos tres o cuatro veces antes de que cierren los colegios electorales a las ocho.
El siguiente grupo, al que Harry describió como los adorables aficionados, se encargaría de los locales donde se llevaría un control de los comicios en toda la circunscripción electoral. Llevarían una información actualizada al minuto de cómo iban las elecciones en sus distritos. Podían ser los responsables del seguimiento de grupos de apenas mil votantes o de otros que llegaban a los tres mil, según les correspondiera una zona urbana o rural.
—Son la espina dorsal del partido —le recordó Harry a Fletcher—. Desde el momento en que se deposita el primer voto, tendrán voluntarios en las puertas de los colegios electorales que irán marcando los nombres de los votantes que acuden. Cada media hora los mensajeros se encargarán de recoger las listas para llevarlas a los locales, donde tendrán el padrón electoral completo. Marcarán con una línea roja el nombre de los votantes republicanos, con una azul a los demócratas y amarilla para los que no han declarado el voto. Esto permitirá a los jefes de grupo saber en todo momento cómo se desarrollan las elecciones. Como muchos de los jefes han hecho ese mismo trabajo en varios comicios, podrán ofrecerte una comparación inmediata con las elecciones anteriores. Los detalles, una vez puestos en las pizarras, son transmitidos al cuartel general para evitar que los telefonistas vuelvan a llamar a los que ya han votado.
—Muy bien, todo está claro. ¿Qué se supone que debe hacer el candidato durante todo el día? —preguntó Fletcher, cuando Harry dio por acabada la reunión.
—Mantenerse apartado y no molestar. Por eso tienes tu propio programa. Visitarás los cuarenta y cuatro locales, porque todos esperan ver al candidato en algún momento del día. Jimmy, conocido como «el amigo del candidato», será tu chófer, porque desde luego no podemos permitir que ningún voluntario desperdicie su tiempo contigo.
Una vez acabada la reunión, todos se marcharon a la carrera para incorporarse a sus nuevas funciones. Entonces Jimmy le explicó a Fletcher lo que haría durante el resto del día; tenía mucha experiencia, porque ya había hecho lo mismo con su padre en los dos comicios anteriores.
—Primero las cosas a las que debes decir que no —dijo Jimmy cuando Fletcher se sentó en el asiento del acompañante—. Como visitaremos las cuarenta y cuatro casas que sirven de locales desde primera hora de la mañana hasta las ocho de la tarde cuando cierren los colegios electorales, todos te ofrecerán café; entre las once cuarenta y cinco y las dos y cuarto querrán que comas y a partir de las cinco y media te ofrecerán una copa. Siempre responderás con una cortés pero firme negativa a todas las invitaciones. Solo beberás agua en el coche y a las doce y media dispondremos de media hora para comer en el cuartel general, solo para que vean que ellos también tienen un candidato; no volverás a comer nada hasta que acabe la jornada electoral.
Fletcher creyó que se aburriría, pero en cada visita se encontraba con un nuevo grupo de personajes y nuevas cifras. Durante la primera hora, las hojas solo mostraban unos pocos nombres tachados y los jefes de grupo no tuvieron dificultades para explicarle la participación comparada con los comicios anteriores. Fletcher se sintió más animado al ver que antes de las diez de la mañana aparecían numerosas líneas azules, hasta que Jimmy le advirtió que entre las siete y las nueve los demócratas recibían más votos porque los trabajadores de la industria y de los turnos de noche votaban antes de empezar a trabajar o cuando salían del trabajo.
—Entre las diez y las cuatro, los republicanos se pondrán por delante —añadió Jimmy—, mientras que a partir de las cinco y hasta el cierre de los colegios es siempre la franja horaria en que los demócratas comienzan a recuperarse. Así que reza para que llueva entre las diez y las cinco y que luego haga buen tiempo.
Alrededor de las once, los jefes de grupo informaron de que la participación era un poco más baja que en las pasadas elecciones, en las que votó un cincuenta y cinco por ciento de la población.
—Si está por debajo del cincuenta por ciento, perdemos; si es más del cincuenta ya estamos dentro —explicó Jimmy—. Si se supera el cincuenta y cinco, ganaremos de calle.
—¿Por qué? —le preguntó Fletcher.
—Porque los republicanos acuden a votar llueva o haga sol, así que siempre se benefician si la participación es baja. Conseguir que nuestra gente vote siempre ha sido el gran problema de los demócratas.
Jimmy no se apartó ni un milímetro del programa. Antes de llegar a una casa le entregaba a Fletcher una hoja con los datos esenciales de la familia que se ocupaba de la zona. Fletcher se aprendía los puntos más importantes antes de que le abrieran.
—Hola, Dick —decía cuando se abría la puerta—. Es muy amable de tu parte permitir que utilicemos tu casa una vez más, porque por supuesto estas son tus cuartas elecciones. —Escuchaba la respuesta—. ¿Cómo está Ben? ¿Continúa estudiando? —Escuchaba la respuesta—. Lamento lo de Buster; sí, el senador Gates me lo comentó. —Escuchaba la respuesta—. Pero ahora tienes otro perro, Buster Jr., ¿no?
Jimmy también tenía su propia tarea. Después de unos diez minutos, susurraba: «Creo que ya es hora de marcharnos». A las doce, comenzó a mostrarse ansioso y omitió el «creo»; a las dos ya estaba desesperado. Después de estrechar las manos de todos y despedirse, siempre tardaban un par de minutos en abandonar la casa. A pesar de los intentos de Jimmy, llegaron al cuartel general veinte minutos después de la hora prevista para la comida.
Fletcher ya no tenía tiempo para sentarse a comer, así que cogió un bocadillo de una mesa donde había una gran variedad de viandas y se lo comió mientras iba con Annie de despacho en despacho para estrechar las manos del mayor número posible de voluntarios.
—Hola, Martha, ¿dónde está Harry? —le preguntó Fletcher a su suegra cuando entró en la sala de los teléfonos.
—En la puerta del Senado, dedicado a hacer lo que es lo suyo. Estrechar manos, dar opiniones y asegurarse de que la gente no se olvide de votar. Llegará en cualquier momento.
Media hora más tarde, Fletcher se cruzó con Harry en el pasillo cuando iba hacia la salida, porque Jimmy había insistido en que si querían visitar todas las casas, no podían salir más tarde de la una y diez.
—Buenos días, senador.
—Buenas tardes, Fletcher, me alegra ver que has encontrado tiempo para comer.
En la primera casa que visitaron después de comer las listas mostraban que los republicanos habían conseguido una pequeña ventaja que se fue consolidando en el transcurso de la tarde. A las cinco, aún le quedaban quince jefes de grupo por visitar.
—Si te saltas alguno —le dijo Jimmy—, se quejará hasta el hartazgo y puedes estar seguro de que no podrás contar con él en las próximas elecciones.
A las seis de la tarde los republicanos estaban por delante y Fletcher procuró no demostrar que se sentía un tanto deprimido. Jimmy le recomendó que se tranquilizara y le prometió que las cosas cambiarían en un par de horas; no hizo mención alguna de que a esas horas, su padre siempre tenía ventaja y por tanto ya sabía que era el ganador. Fletcher envidió a los que ya estaban ocupando los asientos en la sala donde se realizaría el escrutinio.
—Resulta mucho más fácil relajarte cuando tienes claro que has ganado o perdido.
—Eso es algo que no puedo responder —replicó Jimmy—. Papá ganó sus primeras elecciones por ciento veintiún votos antes de que yo naciera y durante los últimos treinta años fue aumentando la mayoría hasta situarla en poco más de once mil, pero como siempre dice, si sesenta y una personas hubiesen votado al rival, no habría ganado aquellas primeras elecciones y quizá nunca habría tenido una segunda oportunidad. —Jimmy se arrepintió de sus palabras en cuanto las dijo.
Sobre las siete, Fletcher se recuperó un poco al ver que aparecían unas cuantas líneas azules más en las hojas y aunque los republicanos seguían en cabeza, la sensación general era que se podía empatar. Jimmy tuvo que acortar las visitas a las últimas seis casas a once minutos, e incluso así llegaron a las últimas dos cuando ya habían cerrado los colegios electorales.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Fletcher cuando salieron de la última casa.
Jimmy consultó su reloj.
—Volvemos al cuartel general, donde escucharás las historias más increíbles. Si ganas, se convertirán en parte de la leyenda; si pierdes, nadie reconocerá haberla contado y se olvidarán rápidamente.
—Y a mí con ellas —comentó Fletcher.
Jimmy no se había equivocado, porque en el cuartel general todos hablaban a la vez, pero solo los más inexpertos o los optimistas por naturaleza se atrevían a pronosticar cuál sería el resultado. El primer sondeo a pie de urna se hizo público un par de minutos después de las ocho y señalaba que Hunter había ganado por los pelos. Los sondeos nacionales indicaban que Ford había derrotado a Carter.
—La historia se repite —opinó Harry cuando entró en la sala—. Esos mismos tipos me decían que Dewey sería nuestro próximo presidente. También dijeron que yo había perdido por los pelos y nosotros nos encargamos de cortárselos, así que no te preocupes por los sondeos, Fletcher, porque son pura paja.
—¿Qué se sabe de la participación? —preguntó Fletcher, al recordar las explicaciones de Jimmy.
—Demasiado pronto para estar seguros. Desde luego, superior al cincuenta por ciento, pero no llega al cincuenta y cinco.
Fletcher miró a su equipo y se dio cuenta de que ya no servía de nada pensar en cómo ganar votos. Entonces era cuestión de contarlos.
—Ahora ya no podemos hacer nada más —dijo Harry—, excepto asegurarnos de que nuestros escrutadores se registren en el ayuntamiento antes de las diez. El resto de vosotros tendría que tomarse un descanso, nos volveremos a encontrar mientras se realiza el recuento. Tengo el presentimiento de que esta será una noche muy larga.
Mientras iban en el coche hacia Mario’s, Harry le comentó a Fletcher que no tenía mucho sentido aparecer antes de las once.
—Lo mejor será que disfrutemos de una cena tranquila y sigamos los destinos del partido en el resto del país en el televisor de Mario.
Cualquier posibilidad de una cena tranquila se esfumó cuando Fletcher y Harry entraron en el restaurante: varios de los comensales se levantaron y les aplaudieron hasta que llegaron a su mesa en el rincón. Fletcher se alegró al ver que sus padres ya habían llegado y que en esos momentos disfrutaban de una copa.
—¿Qué les apetece cenar? —preguntó Mario, en cuanto estuvieron todos sentados.
—Estoy demasiado cansada para pensar —replicó Martha—. Mario, ¿por qué no escoge lo que vamos a comer, a la vista de que hasta ahora nunca ha hecho caso de nuestras opiniones?
—Por supuesto, señora Gates —asintió Mario—. Déjelo de mi cuenta.
Annie se levantó para hacerles una seña a Joanna y Jimmy, que acababan de entrar. Mientras Fletcher besaba a Joanna en la mejilla, vio en el televisor a Jimmy Carter, que llegaba a su finca, y unos segundos después al presidente Ford, que bajaba de un helicóptero. Se preguntó qué clase de día habrían pasado.
—Llegas en el momento oportuno —le dijo Harry a Joanna cuando ella se sentó a su lado—. Acabábamos de sentarnos. ¿Qué tal están los chicos?
Mario reapareció en cuestión de minutos con dos grandes bandejas de entrantes, escoltado por un camarero con dos botellas de vino blanco.
—El vino es invitación de la casa —declaró Mario—. Creo que lo conseguirá —le comentó a Fletcher mientras le servía un poco de vino en la copa para que lo catara. Uno más que no se atrevía a predecir el resultado.
Fletcher tocó la rodilla de Annie por debajo de la mesa.
—Voy a decir unas palabras.
—¿Es necesario? —le preguntó Jimmy y se sirvió una segunda copa de vino—. He escuchado tantos discursos tuyos que tengo para el resto de mi vida.
—Seré breve, te lo prometo —replicó Fletcher mientras se levantaba—, porque todos a quienes quiero darles las gracias están en esta mesa. Comenzaré por Harry y Martha. De no haberme sentado junto a aquel mocoso que era su hijo, jamás hubiese conocido a Annie, o a sus padres, que han cambiado mi vida, aunque en realidad la culpable es mi madre, porque fue ella quien insistió en que fuese a Hotchkiss y no a Taft. Cuán diferente hubiese sido mi vida de haberse salido mi padre con la suya. —Le sonrió a su madre—. Así que muchas gracias a todos. —Se sentó en el momento en que Mario hacía acto de presencia en la mesa con otra botella de vino.
—No recuerdo haberla pedido —dijo Harry.
—Es de parte de un caballero que está al otro extremo del salón.
—Qué amabilidad la suya —opinó Fletcher—. ¿Ha dicho su nombre?
—No, solo dijo que lamentaba no haber podido ayudarle en la campaña porque había tenido mucho trabajo. Es uno de nuestros clientes habituales —añadió Mario—. Creo que tiene algo que ver con el banco Russell.
Fletcher miró al otro extremo del local y asintió cuando Nat Cartwright levantó una mano para saludarle. Tenía la sensación de que le había visto antes.