—¿Te importa si fumo?
—No, es Su Ling quien no aprueba el hábito.
—Creo que tampoco me aprueba a mí —afirmó Julia Kirkbridge. Encendió el cigarrillo.
—Debes recordar que la crio una madre muy conservadora —dijo Tom—. Incluso Nat no le pareció al principio un buen partido. Pero cambiará de opinión, especialmente cuando le diga…
—No lo digas —le pidió Julia—. Eso tiene que seguir siendo nuestro pequeño secreto. —Dio una larga calada y luego añadió—: Nat me cae bien. Formáis un buen equipo.
—Así es, pero estoy ansioso por concluir este negocio mientras él está de vacaciones, sobre todo después de su triunfo en la compra de nuestro rival más antiguo.
—Eso lo puedo entender —manifestó Julia—. ¿Cómo ves nuestras posibilidades?
—Todo apunta a que solo habrá dos o tres postores. Las restricciones impuestas en la convocatoria del ayuntamiento evitarán la presencia de aventureros.
—¿Restricciones?
—El ayuntamiento exige que la subasta sea pública, y además que el monto total se debe pagar en el momento de la firma.
—¿Por qué insisten en esa cláusula? —Julia se sentó en la cama—. Lo habitual es dar una paga y señal del diez por ciento y después hay un plazo de veintiocho días para pagar el resto.
—Sí, esa es la práctica habitual, pero este solar se ha convertido en un tema político candente. Barbara Hunter ha abogado para que no haya plazos, porque un par de ventas anteriores tuvieron que anularse después de descubrirse que el especulador no tenía fondos suficientes para completar el pago. No olvides que estamos a solo unos días de las elecciones y por tanto quieren asegurarse de que después no surja ningún problema.
—¿Eso significa que debo depositar los tres millones en tu banco el próximo viernes? —le preguntó Julia.
—No, si tenemos el solar como garantía, el banco te facilitará un préstamo a corto plazo.
—¿Qué pasará si me echo atrás?
—A nosotros no nos afecta —respondió Tom—. Venderíamos el solar al segundo postor y nos quedaríamos con tus quinientos mil para cubrir cualquier pérdida.
—Bancos —exclamó Julia, que apagó la colilla y se deslizó entre las sábanas—. Nunca pierden.
—Quiero que me hagas un favor —dijo Su Ling cuando el avión comenzó su descenso en el aeropuerto de Los Ángeles.
—Sí, Pequeña Flor, soy todo oídos.
—A ver si puedes pasar toda la semana sin llamar al banco. No olvides que este es el primer gran viaje de Luke.
—También el mío —replicó Nat y abrazó a su hijo—. Siempre he querido visitar Disneylandia.
—No te burles. Hemos hecho un trato, espero que lo mantengas.
—Me gustaría no perder de vista el acuerdo que Tom intenta cerrar con la empresa de Julia.
—¿No crees que a Tom quizá le gustaría saborear un triunfo exclusivamente suyo, sin necesitar la aprobación del gran Nat Cartwright? Fuiste tú, después de todo, quien decidió confiar en ella.
—He captado el mensaje —respondió Nat, mientras Luke se abrazaba a él cuando el avión se posó en la pista—. ¿Te importa si lo llamo el viernes por la tarde solo para saber si nuestra oferta en el proyecto de Cedar Wood fue aceptada?
—No, no me importa, siempre que esperes hasta el viernes por la tarde.
—Papá, ¿viajaremos en una nave espacial?
—Pues claro. ¿Para qué si no hemos venido a Los Ángeles?
Tom recibió a Julia cuando bajó del tren de Nueva York y la llevó inmediatamente al ayuntamiento. Entraron en el momento en que los empleados de la limpieza acababan de limpiar la sala donde se había celebrado el debate la noche anterior. Tom había leído en el Hartford Courant que más de un millar de personas habían asistido al acto y el editorial dejaba entrever que no había mucho que escoger entre los dos candidatos. Él siempre había votado a los republicanos, pero le pareció que Fletcher Davenport era un tipo que se merecía una oportunidad. La voz de Julia le sacó de sus pensamientos.
—¿Por qué llegamos tan temprano?
—Quiero familiarizarme con la disposición de la sala —le explicó Tom—, así cuando comience la subasta, no nos pillarán por sorpresa. No te olvides de que todo este asunto se puede acabar en cuestión de minutos.
—¿Dónde te parece que debemos sentarnos?
—De la mitad hacia atrás en el lado derecho. Ya le he comunicado al subastador la señal que haré cuando puje.
Tom miró hacia el estrado, donde el subastador, que ya había ocupado su lugar en la tribuna, hacía pruebas con el micrófono, y miraba de paso al escaso público, para comprobar que todo estuviese en orden.
—¿Quiénes son estas personas? —quiso saber Julia.
—Funcionarios del ayuntamiento, incluido el jefe ejecutivo, el señor Cooke, los empleados de la casa de subastas y algún curioso que no tiene nada mejor que hacer un viernes por la tarde. Por lo que veo, solo hay tres postores aparte de nosotros. —Tom consultó su reloj—. Creo que es hora de sentarnos.
Julia y Tom se sentaron al final de una fila en el lado derecho entre el medio y el fondo de la sala. Tom cogió el folleto de la subasta que estaba en uno de los asientos y cuando Julia le rozó la mano, se preguntó cuántas personas serían capaces de darse cuenta de que eran amantes. Abrió el folleto y miró el dibujo de uno de los posibles diseños del nuevo centro comercial. Aún estaba leyendo la letra pequeña cuando el subastador anunció que se abría la puja.
—Damas y caballeros, solo hay una cosa que subastar esta tarde y se trata de un magnífico solar en la parte norte de la ciudad conocido como Cedar Wood. El ayuntamiento ofrece esta propiedad con todos los permisos concedidos para la construcción de un centro comercial. Las condiciones de pago y demás requerimientos están detallados en el folleto que encontrarán en sus asientos. Debo insistir en que si no se cumple con algunos de los requisitos, el ayuntamiento está en su derecho de anular la subasta. —Guardó silencio unos instantes para que el público tuviese tiempo de comprender sus palabras—. Tengo una oferta inicial de dos millones —declaró e inmediatamente miró a Tom.
Aunque Tom no dijo nada ni tampoco hizo señal alguna, el subastador anunció:
—Tengo una nueva oferta por dos millones doscientos cincuenta mil. —El subastador miró a un lado y otro de la sala, a pesar de saber perfectamente dónde estaban sentados los postores. Su mirada se fijó en un muy conocido abogado local en la segunda fila, que levantó el folleto—. El caballero ofrece dos millones y medio. —Miró de nuevo a Tom, que ni siquiera pestañeó—. Dos millones setecientos cincuenta mil. —Otra vez se volvió hacia el abogado, que esperó unos momentos antes de levantar el folleto—. Tres millones —anunció el subastador y sin perder un segundo miró a Tom antes de añadir—: Tres millones doscientos cincuenta mil. —Entonces el abogado pareció titubear.
Julia le apretó la mano a Tom con mucha discreción.
—Creo que ya lo tenemos.
—¿Tres millones quinientos mil? —preguntó el subastador, atento a la reacción del abogado.
—Todavía no es nuestro —susurró Tom.
—¿Tres millones quinientos mil? —repitió el subastador, con un tono ilusionado—. Tres millones quinientos —confirmó al ver cómo el folleto se levantaba por tercera vez.
—Maldita sea —musitó Tom, y se quitó las gafas—. Creo que ambos fijamos el mismo límite.
—Entonces subamos a tres seiscientos —dijo Julia—. De esa manera saldremos de dudas.
A pesar de que Tom se había quitado las gafas —la señal de que se retiraba de la puja—, el subastador vio que el señor Russell mantenía una rápida discusión con la mujer sentada a su lado.
—¿Se retira usted de la puja, señor, o…?
Tom dudó por unos instantes y luego respondió:
—Tres millones seiscientos mil.
El subastador dirigió de nuevo su atención al abogado que había dejado el folleto en el asiento a su lado.
—¿Puedo decir tres millones setecientos mil, señor, o lo damos por acabado?
El folleto continuó en el asiento.
—¿Alguna otra oferta? —preguntó el subastador mientras miraba a la docena o poco más de personas sentadas en una sala que la noche antes había acomodado a un millar—. Es la última oportunidad; de lo contrario lo dejaré ir por tres millones seiscientos mil. —Levantó el martillo y, al no obtener ninguna respuesta, descargó un sonoro golpe en la tribuna—. Vendido por tres millones seiscientos mil dólares al caballero al final de la fila.
—Bien hecho —exclamó Julia.
—Te costará otros cien mil —replicó Tom—, pero no podíamos saber que los dos habíamos acordado el mismo límite. Ahora me ocuparé del papeleo, entregaré el cheque y después podremos ir a celebrarlo.
—Excelente idea —declaró Julia, mientras le pasaba los dedos discretamente por la parte interior del muslo.
—Enhorabuena, señor Russell —dijo el señor Cooke—. Su cliente se ha hecho con una muy buena propiedad que estoy seguro de que le dará grandes beneficios a largo plazo.
—Estoy de acuerdo —respondió Tom.
El joven banquero extendió el cheque por los tres millones seiscientos mil dólares y se lo entregó al jefe ejecutivo del ayuntamiento.
—¿El banco Russell es el titular en esta transacción? —preguntó el señor Cooke con la mirada puesta en la firma.
—No, representamos a un cliente de Nueva York que opera con nosotros.
—Lamento tener que mostrarme puntilloso en este tema, señor Russell, pero las cláusulas de la subasta dejan bien claro que el cheque por el importe total debe ser firmado por el comprador y no por su representante.
—Nosotros representamos a la empresa y tenemos su depósito.
—En ese caso no tendría que ser un problema que su cliente firme el cheque de la cuenta de dicha empresa —señaló el señor Cooke.
—¿Por qué…? —comenzó Tom.
—No es a mí a quien le corresponde entender las elucubraciones de nuestros representantes electos, señor Russell, pero después del desastre del año pasado con el contrato Aldwich y las preguntas que debo responder a diario a la señora Hunter —exhaló un suspiro—, no me queda otra opción que la de respetar la letra, y el espíritu, del acuerdo.
—¿Cómo puedo solucionar el tema a estas alturas? —le preguntó Tom.
—Todavía tiene usted tiempo hasta las cinco de la tarde para entregar el cheque firmado por el titular. Si no lo hace, la propiedad le será ofrecida al siguiente postor por tres millones y medio y el consejo le reclamará a usted que abone la diferencia de cien mil dólares.
Tom se apresuró a reunirse con Julia.
—¿Tienes aquí tu talonario de cheques?
—No —respondió la joven—. Me dijiste que el banco cubriría el pago completo hasta que hiciera la transferencia de fondos el lunes por la mañana.
—Sí, tienes razón. —Tom pensó en una solución—. Creo que se me ha ocurrido algo. Tendremos que ir ahora mismo al banco. —Consultó su reloj; eran casi las cuatro—. Maldita sea —exclamó, consciente de que si Nat no hubiese estado de vacaciones, seguramente habría leído a fondo las condiciones y se hubiera anticipado a las consecuencias.
En el corto trayecto a pie desde el ayuntamiento al banco, Tom le explicó a Julia lo expuesto por el señor Cooke.
—¿Eso significa que he perdido el solar, por no hablar de los cien mil dólares?
—No, ya se me ha ocurrido una manera de solucionar el asunto, pero necesitaré tu conformidad.
—Si con eso consigo ser la propietaria del solar, haré todo lo que me recomiendes.
En cuanto entraron en el banco, Tom fue directamente a su oficina, cogió el teléfono y le pidió al apoderado que acudiera a su despacho. Mientras esperaba la llegada de Ray Jackson, cogió un talonario y comenzó a rellenarlo con los tres millones seiscientos mil dólares. Llamaron a la puerta y entró el apoderado.
—Ray, quiero que transfieras tres millones cien mil dólares a la cuenta de la señora Kirkbridge.
El apoderado vaciló un momento.
—Necesitaré una autorización antes de transferir esa suma —manifestó—. Está por encima de mi límite.
—Sí, desde luego —respondió el presidente.
Tom cogió el formulario de uno de los cajones de su mesa y rellenó rápidamente las casillas correspondientes. El joven banquero no hizo ningún comentario referente a que se trataba del pago más grande que había autorizado. Le entregó el formulario al apoderado, quien lo leyó con mucha atención. Por un momento pareció como si quisiera protestar por la decisión del presidente, pero después se lo pensó mejor.
—Inmediatamente —repitió Tom.
—Sí, señor —contestó el apoderado y salió sin perder ni un segundo.
—¿Estás seguro de que es sensato? —le preguntó Julia—. ¿No estás corriendo un riesgo innecesario?
—Tenemos la propiedad y tus quinientos mil dólares, así que está todo controlado. Como diría Nat, es apostar sobre seguro. —Le ofreció el talonario y le pidió a Julia que lo firmara y que escribiera debajo de la firma el nombre de su empresa. Después de comprobar que estaba todo en orden, añadió—: Ahora solo nos queda regresar al ayuntamiento cuanto antes.
Tom intentó mantener la calma mientras esquivaba los coches cuando cruzó la calle antes de subir a la carrera las escalinatas del ayuntamiento. Tuvo que demorarse un par de veces para esperar a Julia, quien le explicó que no era sencillo seguirle calzada con tacones altos. En cuanto entraron en el edificio, Tom se tranquilizó al ver que el señor Cooke continuaba sentado en su mesa al final del vestíbulo. El jefe ejecutivo se levantó al ver que se acercaba la pareja.
—Entrégale el cheque a ese hombre delgado y calvo —le dijo Tom a Julia—, y sonríe.
Julia siguió las indicaciones de Tom al pie de la letra y recibió a cambio una cálida sonrisa. El señor Cooke leyó el cheque atentamente.
—Parece estar todo en orden, señora Kirkbridge. Ahora necesito que me enseñe algún documento que demuestre su identidad.
—Por supuesto. —Julia abrió el bolso y sacó el carnet de conducir.
El señor Cooke miró la foto y la firma.
—No es una foto que le haga justicia —comentó. Julia sonrió—. Bien, solo nos queda el trámite de firmar los documentos en nombre de su empresa.
Julia firmó los documentos por triplicado y le entregó una de las copias a Tom.
—Lo más conveniente es que te la quedes hasta que hayan hecho la transferencia el lunes por la mañana —comentó en voz baja.
El señor Cooke consultó su reloj.
—Ingresaré el cheque a primera hora del lunes, señor Russell —dijo—, y le agradecería que lo abonasen cuanto antes. No quiero darle a la señora Hunter más municiones de las necesarias a solo unos días de las elecciones.
—Lo abonarán en cuanto se ingrese —le aseguró Tom.
—Muchas gracias, señor —le respondió el señor Cooke al hombre con quien jugaba un partido de golf todas las semanas en el campo local.
Tom se moría de ganas de abrazar a Julia, pero se contuvo.
—Tengo que ir al banco para comunicarles que todo ha ido bien; luego nos iremos a casa.
—¿Es necesario que vayas? —protestó Julia—. Después de todo, no ingresarán el cheque hasta el lunes por la mañana.
—Supongo que tienes razón —admitió Tom.
—Maldita sea —exclamó Julia, y se agachó para quitarse un zapato—. Se me ha roto el tacón con las prisas por subir las escalinatas.
—Lo siento, ha sido culpa mía. No tendría que haberte hecho correr desde el banco. Al final teníamos tiempo más que suficiente.
—No tendrá la menor importancia —comentó Julia, con una sonrisa—, si puedes ir a buscar el coche. Te esperaré en la acera.
—Sí, por supuesto.
Tom bajó rápidamente las escalinatas y cruzó la calle para ir al aparcamiento.
Minutos más tarde detuvo el coche delante del ayuntamiento, pero Julia había desaparecido de la vista. ¿Había vuelto a entrar? Esperó un poco más sin ningún resultado. Maldijo por lo bajo mientras se apeaba del coche mal aparcado y subía de nuevo las escalinatas. Descubrió a Julia en una de las cabinas de teléfono. La muchacha colgó en cuanto le vio aparecer.
—Estaba hablando con Nueva York para informarles del éxito de la operación, cariño. Llamarán a nuestro banco antes de la hora de cierre para que transfieran los tres millones cien mil dólares.
—Una excelente noticia —dijo Tom. Fueron hacia el coche—. ¿Cenamos en la ciudad?
—No, prefiero que vayamos a tu casa y cenemos en la más estricta intimidad —respondió Julia.
Tom no había acabado de aparcar el coche en el camino de entrada, cuando Julia ya se había quitado el abrigo; mientras se dirigían al dormitorio en la segunda planta, la joven fue dejando un rastro de prendas a su estela. Tom estaba en calzoncillos y Julia le quitaba los calcetines cuando sonó el teléfono.
—No atiendas —le pidió Julia mientras se ponía de rodillas y le bajaba los calzoncillos.
—No contesta —dijo Nat—. Seguramente habrá salido a cenar.
—¿No puedes esperar a que regresemos el lunes? —preguntó Su Ling.
—Supongo que sí —admitió Nat a regañadientes—. Me hubiese gustado saber si Tom consiguió cerrar la operación de Cedar Wood, y si es así, a qué precio.