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—¿Cara o cruz? —preguntó el moderador.

—Cruz —respondió Barbara Hunter.

—Cruz —dijo el moderador. Miró a la señora Hunter y asintió.

Fletcher no podía quejarse, porque él hubiese pedido cara —siempre lo hacía—, así que solo se preguntó qué decisión tomaría su oponente. ¿Hablaría ella primero aunque eso significara que Fletcher cerraría el debate? Sí, por otro lado…

—Hablaré primero —manifestó la candidata.

Fletcher reprimió la sonrisa. Tirar la moneda había sido algo irrelevante; de haber ganado él, hubiese escogido ser el segundo.

El moderador ocupó su lugar detrás de la mesa en el centro del estrado. La señora Hunter se sentó a su derecha y Fletcher a la izquierda, como una manifestación de la ideología de ambos partidos. Seleccionar dónde se sentaría cada uno había sido el menor de los problemas. Durante los últimos diez días habían discutido hasta el agotamiento dónde se celebraría el debate, la hora de su inicio, quién sería el moderador e incluso la altura de las tribunas desde las que hablarían, dado que Barbara Hunter medía un metro sesenta y dos de estatura y Fletcher un metro ochenta y cinco. Al final, acordaron que habría dos tribunas de diferentes alturas, una a cada lado del estrado.

El moderador aceptado por ambas partes era el jefe del departamento de periodismo de la facultad de la Universidad de Connecticut en Hartford.

—Buenas noches, damas y caballeros. Me llamo Frank McKenzie y seré el moderador del debate de esta noche. Según los términos acordados, la señora Hunter hablará primero durante seis minutos y luego lo hará el señor Davenport. Advierto a los candidatos que haré repicar esta campana —cogió una campanita que tenía sobre la mesa y la hizo sonar con firmeza, cosa que provocó algunas risas entre el público y ayudó a descargar la tensión— a los cinco minutos como aviso de que les quedan sesenta segundos. Luego la haré sonar de nuevo a los seis minutos, momento en que dirán la última frase. Después de las exposiciones iniciales, ambos candidatos responderán a las preguntas del panel de invitados durante cuarenta minutos. Por último, la señora Hunter y a continuación el señor Davenport dispondrán de tres minutos cada uno para exponer sus conclusiones. Señora Hunter, puede comenzar.

Barbara Hunter se levantó y caminó lentamente hasta su tribuna en el lado derecho del escenario. Había calculado que como el noventa por ciento de la audiencia estaría siguiendo el debate por televisión, su mensaje alcanzaría a mayor número de votantes si hablaba primero, sobre todo teniendo en cuenta que a partir de las ocho y media comenzaría la transmisión de un partido de las series mundiales de béisbol, momento en el cual la mayoría de los espectadores cambiarían de canal inmediatamente. Como ambos habrían acabado las exposiciones iniciales antes de esa hora, Fletcher consideraba que no era un factor importante. También le interesaba hablar en segundo término porque así podría referirse a algunos de los temas tocados por la señora Hunter en su exposición; además, si al final del programa él tenía la última palabra, bien podría ser lo único que recordarían los espectadores.

Fletcher escuchó atentamente la muy bien ensayada exposición de la señora Hunter, que se sujetaba con firmeza a los bordes de la tribuna.

—Nací en Hartford, me casé con un hombre de Hartford, mis hijos nacieron en el hospital de San Patricio y todos ellos continúan viviendo en la capital del estado, así que me siento absolutamente capacitada para representar a los ciudadanos de esta gran ciudad.

Se escuchó en la sala la primera salva de aplausos. Fletcher miró al público; los que aplaudían eran más o menos la mitad, mientras que los demás permanecían en silencio.

Entre las responsabilidades de Jimmy en este acto figuraba el reparto de las butacas. Se había pactado que cada partido recibiría trescientas localidades y cuatrocientas quedarían a disposición del público general. Jimmy y un pequeño grupo de ayudantes habían dedicado horas a convencer a sus partidarios para que solicitaran las cuatrocientas restantes, pero a sabiendas de que los republicanos estarían realizando la misma maniobra y que las localidades acabarían repartidas por partes iguales. Fletcher se preguntó cuántas personas que no pertenecían a ninguno de los bandos estarían presentes.

—No te preocupes por el público en la sala —le dijo Harry—. El público real es el que te estará viendo por la televisión y ese es al que debes convencer. Mira a la cámara y procura parecer sincero —añadió con una sonrisa.

Fletcher tomó algunas notas mientras la señora Hunter explicaba en términos generales su programa y aunque las propuestas eran sensatas y meritorias, tenía una manera de exponerlas que invitaba a la distracción de los espectadores. Cuando el moderador hizo sonar la campanita de los cinco minutos, la señora Hunter solo había llegado a la mitad de su discurso e incluso hizo una pausa mientras pasaba un par de páginas. Al joven le sorprendió comprobar que alguien con tanta experiencia en campañas electorales no hubiese calculado que los aplausos le harían perder unos segundos del tiempo disponible. El discurso de apertura de Fletcher duraba poco más de cinco minutos. «Mejor acabar unos segundos antes que correr al final», le había advertido Harry una y otra vez. La exposición de la señora Hunter se prolongó unos segundos más del segundo toque de campana y dio la impresión de que la hubiesen dejado con la palabra en la boca. Así y todo, recibió una entusiasta ovación de la mitad del público mientras la otra le aplaudía cortésmente.

—Ahora le pediré al señor Fletcher que haga su exposición.

Fletcher se dirigió sin prisas a la tribuna en su lado del estrado; tenía la sensación de ser un hombre a punto de subir los peldaños del patíbulo. Le tranquilizó un poco el sonoro apoyo de su público. Colocó las cinco páginas a doble espacio y letra grande en el atril de la tribuna y miró por un segundo la frase inicial, aunque en realidad lo habían repasado tantas veces que prácticamente podía repetirlo con los ojos cerrados. Miró a la audiencia y sonrió, a sabiendas de que el moderador no pondría el cronómetro en marcha hasta que dijera la primera palabra.

—Creo que he cometido un gran error en mi vida —comenzó—. No nací en Hartford. —Las risas le ayudaron—. Pero conseguí solucionarlo. Me enamoré de una chica de Hartford cuando solo tenía catorce años.

Nuevas risas y aplausos siguieron a estas palabras. Fletcher se relajó por primera vez y pronunció el resto de su exposición con un aplomo que esperaba que desmintiera su juventud. Cuando sonó la campanita de los cinco minutos, ya estaba a punto de decir su última frase. La completó veinte segundos antes de acabar el tiempo y no fue necesario que sonara la campana. El aplauso que recibió fue mucho más grande que el recibido cuando se acercó a la tribuna, pero la exposición no era más que el final del primer asalto.

Miró a Harry y a Jimmy, sentados en la segunda fila. Sus sonrisas le dijeron que había superado la escaramuza inicial.

—Ha llegado el momento del turno de preguntas —anunció el moderador—, que durará cuarenta minutos. Se ruega a los candidatos que sean concisos en sus respuestas. Comenzaré con Charles Lockhart del Hartford Courant.

—¿Alguno de los dos candidatos cree que se debe reformar el sistema de concesión de las becas de estudios? —preguntó el editor del periódico local.

Fletcher estaba bien preparado para esta pregunta, porque se había planteado invariablemente en todos los mítines locales y era un tema que se repetía en los editoriales del periódico. Se le invitó a responder dado que la señora Hunter había hablado primero.

—No debe haber ningún tipo de discriminación que haga más difícil a cualquiera acceder a los estudios superiores. No es suficiente con creer en la igualdad, debemos insistir también en la igualdad de oportunidades.

Esta afirmación fue recibida con una cerrada salva de aplausos y Fletcher le sonrió al público.

—Unas palabras muy bonitas —replicó la señora Hunter, que no vaciló en interrumpir los aplausos—, pero que necesitan ser respaldadas con los hechos. He participado en muchas juntas escolares así que no necesito que me enseñe nada referente a la discriminación, señor Davenport, y si tengo la fortuna de ser elegida senadora, respaldaré todas las leyes que defiendan los derechos de todos los hombres —hizo una pausa— y las mujeres a la igualdad de oportunidades. —Se apartó un poco de la tribuna mientras sus partidarios la aclamaban. Miró a Fletcher—. Quizá sea algo que alguien que ha tenido el privilegio de estudiar en Hotchkiss y Yale no acabe de comprender del todo.

Maldita sea, pensó Fletcher, me he olvidado de decir que Annie está en una junta escolar y que hemos inscrito a Lucy en una escuela pública local. Nunca se le había olvidado en las reuniones preparatorias, donde no eran más de doce.

Siguieron las habituales preguntas sobre los impuestos, la atención sanitaria, el transporte público y la seguridad ciudadana. Fletcher se recuperó de la andanada inicial y tuvo la sensación de que la cosa acabaría en un empate hasta que el moderador dio paso a la última pregunta.

—¿Los candidatos se consideran independientes, o bien sus políticas estarán marcadas por la maquinaria del partido y sus votos en el Senado dependerán de las opiniones de políticos retirados?

La pregunta la formuló Jill Bernard, la conductora de un programa de entrevistas que se emitía los fines de semana por la emisora de radio local y en el que Barbara Hunter era una de las tertulianas un día sí y otro también.

—Todos los presentes en esta sala saben que tuve que luchar a brazo partido para conseguir la nominación de mi partido; a diferencia de otros, no me la sirvieron en bandeja —respondió la señora Hunter en el acto—. La verdad es que he tenido que luchar por todo a lo largo de mi vida, dado que mis padres no se podían permitir ningún tipo de lujos. Quiero recordarles que nunca he vacilado en defender mis opiniones cada vez que he creído que mi partido se equivocaba. No me ha hecho muy popular, pero nunca nadie ha dudado de mi independencia. Si me eligen para el Senado, no estaré todo el día pegada al teléfono para que me aconsejen qué debo votar. Tomaré mis decisiones y las mantendré.

Sus palabras fueron acogidas con aplausos y gritos de entusiasmo.

Fletcher volvió a sentir un nudo en el estómago; las manos le sudaban y le temblaban las piernas mientras intentaba poner en orden sus pensamientos. Miró a la audiencia y comprobó que todos le miraban, expectantes.

—Nací en Farmington, solo a unos pocos kilómetros de esta sala. Mis padres llevan toda la vida colaborando con la comunidad de Hartford a través de su trabajo profesional y voluntario, sobre todo en el hospital de San Patricio. —Miró a sus padres, que estaban sentados en la quinta fila. Su padre mantenía la cabeza bien alta, su madre la tenía inclinada—. Mi madre forma parte de tantos comités de entidades benéficas que a veces creo que soy huérfano, pero ambos han venido aquí esta noche para darme su apoyo. Sí, fui a Hotchkiss, y la señora Hunter tiene razón. Fue un privilegio. Sí, fui a Yale, una de las grandes universidades de Connecticut. Sí, me eligieron representante del claustro de estudiantes, y también fui el editor de Law Review, todo ello ayudó a que me contrataran en una de las firmas de abogados más prestigiosas de Nueva York. No voy a disculparme por no haberme conformado nunca con ser el segundo en todo lo que hago. Tampoco me importó en absoluto, sino que lo hice encantado, renunciar a todo eso para regresar a Hartford y poner mi grano de arena en pro de la comunidad donde me crie. Por cierto, con el sueldo que ofrece el estado no creo que me pueda permitir muchos lujos. —Los partidarios de Fletcher aplaudieron. Él esperó a que cesaran y luego añadió con un susurro—: No pretendamos no saber cuál es el fondo de la pregunta: ¿estaré siempre pegado al teléfono pendiente de lo que diga mi suegro, el senador Harry Gates? Eso espero. Estoy casado con su única hija. —Se escuchó un coro de carcajadas—. Pero permítame recordarle algo que usted ya sabe referente a Harry Gates. Ha servido a este distrito durante veintiocho años y siempre lo ha hecho con honor e integridad, en momentos en que esas dos palabras parecían haber perdido todo valor. Sinceramente —Fletcher se volvió para mirar a su oponente—, ninguno de nosotros dos es digno de ocupar su lugar. Pero si resulto elegido, puede estar segura de que me aprovecharé de su sabiduría, su experiencia y su visión de futuro; solo un egocéntrico no lo haría. Pero hay una cosa que quiero dejar bien clara. —Fletcher volvió a mirar al público—. Yo seré la persona que los representará en el Senado.

Fletcher agradeció los aplausos y gritos de apoyo de la mitad de la concurrencia. La señora Hunter había cometido el error de atacarlo en un tema para el que no necesitaba ninguna preparación. La candidata intentó reparar la equivocación en su alegato final, pero el golpe se había hecho sentir.

En cuanto el moderador anunció el final del debate y agradeció la presencia de los candidatos, Fletcher hizo algo que Harry le había recomendado durante la comida del último domingo. Se acercó a su oponente, le estrechó la mano y esperó a que el fotógrafo del Courant tomara la imagen del momento.

A la mañana siguiente, la foto de los dos aparecía en la primera plana; el efecto era exactamente el que había esperado Harry: la imagen de un hombre de un metro ochenta y cinco que parecía un gigante junto a una mujer de metro sesenta y dos. «No se te ocurra sonreír, adopta una expresión seria —le dijo su suegro—. Necesitamos que se olviden de lo joven que eres».

Fletcher leyó el epígrafe: «No hay nada entre ellos». El editorial decía que él no había estado nada mal en el debate, pero Barbara Hunter continuaba encabezando los sondeos con dos puntos de ventaja cuando solo quedaban nueve días de campaña.