30

Nat se sintió la mar de contento cuando Tom asomó la cabeza por su despacho y le preguntó:

—¿Puedo llevar a una persona a la cena de esta noche?

—Desde luego. ¿Negocios o placer?

Tom vaciló por un momento ante la mirada alerta de su amigo.

—Espero que las dos cosas.

—¿Mujer? —quiso saber Nat, con un tono vivaz.

—Evidentemente mujer.

—¿Nombre?

—Julia Kirkbridge.

—¿A qué…?

—Se acabó el interrogatorio. Ya podrás preguntarle todo lo que quieras esta noche porque está más que preparada para cuidar de sí misma.

—Gracias por el aviso —dijo Su Ling cuando Nat le comentó que tendrían un invitado más a cenar cuando llegó a casa.

—Tendría que haberte llamado antes, ¿verdad? —dijo, contrito.

—Hubiese resultado mucho más sencillo, pero supongo que estabas muy ocupado ganando millones.

—Algo así.

—¿Qué sabemos de ella? —le preguntó Su Ling.

—Nada. Ya conoces a Tom; cuando se trata de su vida privada en más reservado que un banquero suizo, pero a la vista de que está dispuesto a que la conozcamos solo nos queda la esperanza.

—¿Qué se hizo de aquella preciosa pelirroja llamada Maggie? Hubiese jurado que…

—Desapareció como todas las demás. ¿Recuerdas que haya invitado a alguna de esas chicas a cenar con nosotros una segunda vez?

Su Ling hizo memoria y a continuación admitió:

—Ahora que lo mencionas, la verdad es que no. Supongo que tendrá algo que ver con mi modo de cocinar.

—No es cómo cocinas, aunque me temo que tú seas la responsable.

—¿Yo? —exclamó la muchacha.

—Sí, tú. El pobre hombre lleva hechizado tantos años contigo, que trae a cenar a todas las chicas con las que sale para compararlas.

—Oh no, no empieces de nuevo con esa vieja historia —protestó Su Ling.

—No es una vieja historia, Pequeña Flor, es la verdad.

—Nunca ha ido más allá de besarme en la mejilla.

—Ni lo hará. Me pregunto cuántas personas están enamoradas de alguien al que jamás besarán ni siquiera en la mejilla.

Nat se marchó escaleras arriba para leerle un cuento a Luke mientras Su Ling ponía un cuarto cubierto en la mesa. Estaba abrillantando una copa cuando sonó el timbre.

—¿Puedes abrir tú, Nat? Estoy ocupada. —No recibió respuesta, así que se quitó el delantal y fue a abrir.

—Hola —la saludó Tom, y se inclinó para besarla en la mejilla, cosa que solo sirvió para recordarle a Su Ling las palabras de Nat—. Esta es Julia.

La anfitriona miró a la elegante mujer, casi tan alta como Tom e igual de delgada que la propia Su Ling, aunque sus cabellos rubios y los ojos azules indicaban un origen más escandinavo que oriental.

—Es un placer conocerte —dijo Julia—. Sé que suena a tópico, pero la verdad es que he oído hablar mucho de ti.

Su Ling sonrió mientras se hacía cargo del abrigo de piel de Julia.

—Mi marido —comenzó— está ahora mismo liado con…

El gato con botas —explicó Nat, que llegó en ese momento—. Se lo estaba leyendo a Luke. Hola, soy Nat; tú debes de ser Julia.

—Así es —respondió la joven con una sonrisa que recordó a Su Ling que otras mujeres también encontraban atractivo a su esposo.

—Pasemos a la sala a tomar una copa —dijo Nat—. Tengo el champán bien frío.

—¿Tenemos algo que celebrar? —preguntó Tom.

—Aparte de que hayas sido capaz de encontrar a una persona dispuesta a acompañarte a cenar, no, no se me ocurre ninguna otra cosa, a menos… —Julia se rio—. A menos que incluyamos una llamada de mis abogados para comunicar que la compra de Bennett ya está cerrada.

—¿Cuándo te has enterado? —quiso saber Tom.

—A última hora de la tarde. Jimmy llamó para decir que habían firmado todos los documentos. Lo único que nos falta hacer es darles el cheque.

—No me habías dicho nada —protestó Su Ling.

—Se me pasó porque no tenía otra cosa en la cabeza que decirte que Julia venía a cenar. En cualquier caso, he discutido el tema con Luke.

—¿Puedo saber cuál fue su muy meditada opinión? —preguntó Tom.

—Cree que un dólar es mucho dinero que pagar por un banco.

—¿Un dólar? —se asombró Julia.

—Sí, Bennett lleva cinco años en números rojos y, si excluyes los locales, su deuda a largo plazo no se puede cubrir con lo que tienen. Por tanto, quizá Luke puede que acabe teniendo razón si no consigo darle la vuelta a las cosas.

—¿Cuántos años tiene Luke? —preguntó Julia.

—Dos, pero ya entiende a la perfección todos los entresijos financieros.

Julia se echó a reír.

—Háblame del banco, Nat.

—Este es solo el principio —explicó mientras servía el champán—. Todavía le tengo echado el ojo a Morgan’s.

—¿Cuánto crees que te costará? —preguntó Su Ling.

—Alrededor de unos trescientos millones al precio de hoy, pero cuando esté preparado para hacerles una oferta, podrían estar alrededor de los mil millones.

—Soy incapaz de imaginar cifras tan absolutamente fabulosas —comentó Julia—. Están muy por encima de mi categoría.

—Eso no es cierto, Julia —intervino Tom—. No olvides que he visto las cuentas de tu empresa y, a diferencia de Bennett, has obtenido beneficios en los últimos cinco años.

—Sí, pero apenas poco más de un millón —declaró Julia, que le obsequió con una sonrisa especial.

—Si me disculpáis… —dijo Su Ling—, tengo que ir a la cocina.

Nat le sonrió a su esposa y después miró a la invitada de Tom. Tenía la sensación de que Julia podría ser la muchacha que iría a cenar una segunda vez.

—¿A qué te dedicas, Julia? —le preguntó.

—¿Qué crees que hago? —replicó ella con una sonrisa coqueta.

—Diría que eres modelo, o probablemente actriz.

—No está mal. Trabajé de modelo cuando era más joven, pero durante los últimos seis años me he dedicado al ramo inmobiliario.

—Si queréis pasar, la cena está casi lista —les anunció Su Ling.

—El ramo inmobiliario —dijo Nat mientras acompañaba a sus invitados al comedor—. Nunca lo hubiese adivinado.

—Sin embargo, es cierto —manifestó Tom—. Julia quiere abrir una cuenta con nosotros. Hay una propiedad que le interesa en Hartford y depositará quinientos mil dólares en nuestro banco, por si surge la necesidad de disponer de dinero en el momento.

—¿Por qué nos has elegido? —preguntó Nat.

El joven miró el cuenco de sopa de langosta que Su Ling le sirvió a Julia. Tenía un aspecto delicioso.

—Porque mi difunto marido trató con el señor Russell cuando se iba a construir el centro comercial Robinson. Aunque en aquella ocasión no conseguimos cerrar el trato, el señor Russell no nos cobró nada por las gestiones —respondió Julia—. Ni siquiera las comisiones.

—Las cosas han cambiado desde entonces —señaló Nat—. El señor Russell se ha jubilado y…

—Su hijo continúa en el banco, es el presidente.

—Así es, y yo soy quien le acosa permanentemente para asegurarme de que a las personas como tú les cobremos cuando utilizan nuestros servicios profesionales. Por cierto, el centro comercial fue y es un gran éxito, los inversores obtienen una buena renta. ¿A qué se debe que hayas venido a Hartford?

—Me he enterado de que hay un proyecto para construir un segundo centro comercial al otro lado de la ciudad.

—Efectivamente. El ayuntamiento sacará el solar a la venta con los permisos de construcción.

—¿Cuál es la cantidad que pretenden conseguir? —Julia probó la sopa.

—En la calle dicen que unos tres millones, pero yo creo que la cantidad final estará entre los tres millones trescientos mil y los tres millones y medio después del éxito del centro comercial Robinson.

—Tres millones y medio es nuestra oferta máxima —manifestó Julia—. Mi empresa es muy cauta por naturaleza y en cualquier caso, siempre hay algún otro negocio a la vuelta de la esquina.

—Quizá podrían interesarte algunas de las otras propiedades que representamos —comentó Nat.

—No, muchas gracias. Mi empresa está especializada en centros comerciales; una de las muchas cosas que me enseñó mi marido fue que nunca te debes alejar mucho de lo que conoces a fondo.

—Tu difunto marido era muy hombre muy sensato.

—Lo era. Creo que ya hemos hablado lo suficiente de trabajo por esta noche, así que en cuanto esté ingresado mi dinero, ¿querrá el banco representarme en la subasta pública? Claro que exijo la más absoluta discreción. No quiero que nadie sepa a quién estáis representando. Es otra de las cosas que me enseñó mi marido. —Miró a la anfitriona—. ¿Te puedo ayudar a retirar los platos?

—No, muchas gracias —respondió Su Ling—. Nat es un caso perdido, pero todavía puede llevar cuatro platos a la cocina y, si cae en la cuenta, servir una copa que otra de vino.

—¿Cómo os conocisteis? —preguntó Nat, mientras que gracias al comentario de Su Ling sirvió más vino.

—No te lo creerás —contestó Tom—, pero nos conocimos en un solar.

—Estoy seguro de que hay otra explicación más romántica.

—El domingo pasado, cuando estaba recorriendo el solar del ayuntamiento, me crucé con Julia, que hacía footing.

—Creía que habías mencionado algo sobre la discreción —dijo Nat, con una sonrisa.

—No son muchas las personas que al ver a una mujer corriendo por un solar creen que su intención es comprarlo.

—Si he de ser sincero —señaló Tom—, hasta que fuimos a cenar al Cascade no me enteré de las intenciones de Julia.

—El mundo de los bienes raíces debe de ser muy duro para una mujer —opinó Nat.

—Lo es, pero no fui yo quien lo escogí; me eligió a mí. Verás, cuando acabé los estudios en Minnesota, trabajé de modelo durante un tiempo, antes de conocer a mi marido. Fue idea suya que inspeccionara los solares cuando salía a correr y después le informara. Al cabo de un año sabía exactamente lo que él buscaba y al siguiente, ya tenía un lugar en la junta.

—Así que tú diriges la empresa.

—No —respondió Julia—. Eso se lo dejo a mi presidente y al director ejecutivo, pero sigo siendo la principal accionista.

—¿Decidiste continuar con el negocio después de fallecer tu marido?

—Sí, fue idea suya. Sabía que solo le quedaban un par de años de vida y como no teníamos hijos me enseñó todo el funcionamiento de la empresa. Creo que él mismo se sorprendió al ver lo aplicada que resultó su alumna.

Nat comenzó a retirar los platos.

—¿Alguien querrá crème brûlée? —ofreció Su Ling.

—Soy incapaz de comer nada más; el cordero estaba exquisito y tierno como la mantequilla —dijo Julia. Palmeó el estómago de Tom—. Pero eso no significa que tú no puedas tomar postre.

Nat miró a Tom y pensó que nunca lo había visto tan contento. Sospechó que Julia podría incluso ir a cenar una tercera vez.

—¿De verdad es tan tarde? —preguntó Julia, después de consultar su reloj—. Ha sido una cena estupenda, Su Ling, pero por favor tendrás que perdonarme. Tengo una reunión de la junta mañana a las diez, así que debo marcharme.

—Sí, por supuesto —dijo Su Ling, y se levantó.

Tom la imitó en el acto y acompañó a Julia al vestíbulo, donde la ayudó a ponerse el abrigo. Le dio un beso en la mejilla a Su Ling y la felicitó por la cena.

—Lamento que Julia tenga que regresar inmediatamente a Nueva York. La próxima vez cenaremos en mi casa.

Nat miró a Su Ling y le sonrió, pero su esposa no le respondió. Se echó a reír en cuanto cerró la puerta.

—Vaya mujer —comentó cuando se reunió con Su Ling en la cocina, al tiempo que cogía un paño para secar la vajilla.

—Es una farsante —afirmó Su Ling.

—¿A qué te refieres? —le preguntó Nat.

—A que es una farsante de cuidado. Su acento es falso, sus prendas son falsas y su historia es una mentira de principio a fin. No se te ocurra tener tratos con ella.

—¿Qué puede ir mal si deposita medio millón de dólares en el banco?

—Estoy dispuesta a apostar mi sueldo de un mes a que ese medio millón no aparecerá jamás.

Aunque aquella noche Su Ling no volvió a sacar el tema, lo primero que hizo Nat a la mañana siguiente cuando llegó a su despacho fue pedirle a su secretaria que averiguara todos los detalles financieros que pudiera encontrar de Kirkbridge y Compañía en Nueva York. La secretaria apareció al cabo de una hora con una copia del informe anual y los últimos resultados financieros de la empresa. Nat leyó atentamente el informe y se fijó en el balance final. El año anterior habían tenido un beneficio de poco más de un millón de dólares y todos los números cuadraban con los citados por Julia durante la cena. Luego buscó los nombres de la junta. La señora Julia Kirkbridge aparecía después del presidente y el director ejecutivo. Sin embargo, debido a la desconfianza de Su Ling, decidió investigar un poco más. Marcó directamente el número de la oficina de la empresa en Nueva York, sin pasar la llamada por su secretaria.

—Kirkbridge y Compañía, ¿en qué puedo ayudarle? —dijo una voz.

—Buenos días, ¿podría hablar con la señora Kirkbridge?

—En estos momentos, señor, está reunida. —Nat consultó su reloj y sonrió; marcaba las diez y veinticinco—. Si quiere dejarme su número de teléfono, le diré que le llame en cuanto esté disponible.

—No será necesario, muchas gracias —respondió Nat.

Acababa de colgar el teléfono cuando este sonó.

—Soy Jeb, de la sección de cuentas corrientes, señor Cartwright. Supongo que le interesará saber que acabamos de recibir una transferencia del Chase por la suma de quinientos mil dólares para la cuenta de la señora Julia Kirkbridge.

Nat no pudo resistir la tentación de llamar a Su Ling para comunicarle la noticia.

—Sigue siendo una farsante —insistió su esposa.