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En el momento que al doctor Greenwood lo despertaron en plena madrugada para comunicarle que uno de sus nuevos pacientes había muerto, supo exactamente de qué niño se trataba. También comprendió que debía regresar al hospital inmediatamente.

Kenneth Greenwood siempre había querido ser médico. Después de unas semanas en la facultad, había tenido claro cuál sería su especialidad. Todos los días daba gracias a Dios por haberle permitido seguir su vocación. Pero también de vez en cuando, como si se tratara de algo que el Todopoderoso considerara necesario para equilibrar la balanza, se veía obligado a decirle a una madre que había perdido a su hijo. Nunca resultaba fácil, pero tener que decirle a Ruth Davenport por tercera vez…

Había muy pocos coches en la carretera a las cinco de la mañana cuando, veinte minutos más tarde, el doctor Greenwood aparcó el coche en su plaza delante del hospital. Entró en el vestíbulo, pasó por delante del mostrador de la recepción y se metió en el ascensor antes de que nadie del personal pudiera dirigirle la palabra.

—¿Quién se lo dirá? —le preguntó la enfermera que le estaba esperando cuando las puertas del ascensor se abrieron en la quinta planta.

—Yo lo haré —respondió el doctor Greenwood—. Después de todo, soy amigo de la familia desde hace muchos años —añadió.

La enfermera lo miró un tanto sorprendida.

—Supongo que debemos agradecer que el otro niño esté vivo —dijo.

El comentario sacó al doctor Greenwood de su ensimismamiento; el médico se quedó paralizado.

—¿El otro niño? —repitió.

—Sí, Nathaniel está perfectamente. El que ha muerto es Peter.

El doctor Greenwood permaneció en silencio durante unos momentos mientras intentaba asimilar esta información.

—¿Cómo está el bebé de los Davenport? —preguntó.

—Bien que yo sepa —contestó la enfermera—. ¿Por qué lo pregunta?

—Fue el último parto que atendí antes de marcharme a casa —dijo; confió en que la enfermera no hubiese advertido la vacilación en su voz.

El doctor Greenwood caminó lentamente entre las hileras de cunas, donde muchos de los bebés dormían profundamente y otros berreaban como si quisieran demostrar la capacidad de sus pulmones. Se detuvo cuando llegó delante de la cuna doble donde había dejado a los mellizos pocas horas antes. Nathaniel dormía plácidamente mientras que su hermano permanecía inmóvil. Miró la cuna de al lado para comprobar el nombre que figuraba en la cabecera: Davenport, Fletcher Andrew. También este bebé dormía como un ángel y su respiración era absolutamente normal.

—Por supuesto no podía mover al bebé hasta que llegara el médico que atendió el parto… —comenzó a explicar la enfermera.

—No es necesario que me recuerde el procedimiento hospitalario —le interrumpió el doctor Greenwood, con una brusquedad muy poco habitual en él—. ¿A qué hora comenzó su turno?

—Unos minutos después de la medianoche.

—¿Ha estado aquí desde entonces?

—Sí, doctor.

—¿Entró alguien en la sala durante estas horas?

—No, doctor —contestó la enfermera.

La mujer decidió no mencionar que alrededor de una hora antes le había parecido escuchar que la puerta se cerraba, o al menos no hacerlo hasta que al médico se le hubiese pasado el enojo. El doctor Greenwood miró la cuna doble con los nombres de Nathaniel y Peter Cartwright. Sabía muy bien cuál era su obligación.

—Lleve al bebé al depósito —ordenó en voz baja—. Escribiré el informe inmediatamente, pero no se lo comunicaré a la madre hasta la mañana. No serviría de nada despertarla a estas horas.

—Sí, doctor —asintió la enfermera, con un tono sumiso.

El doctor Greenwood salió de la sala; caminó lentamente por el pasillo y se detuvo delante de la puerta de la habitación de la señora Cartwright. La abrió sin hacer ruido y se tranquilizó al ver que su paciente dormía como una bendita. Subió por las escaleras hasta la sexta planta, donde hizo lo mismo cuando llegó a la habitación privada de la señora Davenport. Ruth también dormía. Miró al otro extremo de la habitación donde se encontraba sentada la señorita Nichol en una postura nada cómoda. Hubiese jurado que ella había abierto los ojos, pero decidió no molestarla. Cerró la puerta y se escabulló por las escaleras de incendio que conducían directamente hasta el aparcamiento. No quería que el personal de servicio en la recepción le viera marcharse. Necesitaba un poco de tiempo para pensar.

El doctor Greenwood volvió a meterse en la cama al cabo de veinte minutos, pero no se durmió.

A las siete, cuando sonó el despertador, continuaba despierto. Sabía exactamente qué debía hacer, aunque temía que las repercusiones se mantendrían durante muchos años.

El doctor Greenwood tardó considerablemente más en volver al hospital por segunda vez aquella mañana y no solo porque el tráfico fuera más denso. Le espantaba la idea de tener que decirle a Ruth Davenport que su hijo había muerto durante la noche y solo podía rogar que no se produjera un escándalo cuando lo hiciera. Era consciente de que debía ir a la habitación de Ruth sin más demora y explicarle lo que había sucedido; de lo contrario, ya nunca sería capaz de hacerlo.

—Buenos días, doctor Greenwood —le saludó la enfermera de la recepción, sin obtener respuesta.

Cuando salió del ascensor en la sexta planta y comenzó a caminar hacia la habitación de la señora Davenport, vio que instintivamente sus pasos se hacían cada vez más lentos. Se detuvo al llegar a la puerta y deseó encontrar dormida a la mujer. Al abrirla vio a Robert Davenport sentado junto a su esposa. Ruth sostenía a un bebé en sus brazos. La señorita Nichol no estaba con ellos.

Robert se levantó de un salto.

—Kenneth —dijo, y le estrechó la mano—, le estaremos eternamente agradecidos.

—No me deben nada —manifestó el médico con voz queda.

—Por supuesto que sí —declaró Robert. Se volvió para mirar a su esposa—. ¿Le decimos la decisión que hemos tomado, Ruth?

—Por qué no, así todos tendremos algo que celebrar —respondió ella y besó la frente del bebé.

—Primero tengo que decirles… —comenzó el médico.

—Nada de peros —le interrumpió Robert—, porque quiero que sea el primero en saber que he decidido pedirle a la junta de Preston que financie la nueva ala de maternidad que usted siempre ha esperado acabar antes de su retiro.

—Pero… —repitió el doctor Greenwood.

—Creía que habíamos quedado de acuerdo en que nada de peros. Después de todo, los planos están preparados desde hace años —señaló Robert, con la mirada puesta en su hijo—, así que no se me ocurre ningún motivo para que no comencemos la construcción ahora mismo. —Miró al jefe de obstetricia del hospital—. A menos, por supuesto, que…

El doctor Greenwood permaneció en silencio.

Cuando la señorita Nichol vio salir de la habitación de la señora Davenport al doctor Greenwood, el corazón le dio un vuelco. El médico llevaba al bebé en brazos y caminaba hacia el ascensor que lo llevaría a la nursería. En el momento en que se cruzaron en el pasillo, sus miradas se encontraron y aunque él no dijo nada, la enfermera comprendió que Greenwood sabía lo que había hecho.

La señorita Nichol se dio cuenta de que si quería escapar, debía hacerlo sin dilación. Después de llevar al niño de vuelta a la nursería, había permanecido despierta en un rincón de la habitación de la señora Davenport durante toda la noche, sin dejar de preguntarse si la descubrirían. Había procurado no moverse cuando el doctor Greenwood había asomado la cabeza. No había sabido la hora que era porque no se atrevió a mirar su reloj. Había esperado que él la hiciera salir de la habitación para decirle que sabía la verdad, pero él se había marchado con el mismo sigilo con que había entrado, y por tanto seguía sin saberlo.

Heather Nichol continuó caminando hacia la habitación mientras su mirada seguía fija en la salida de emergencia al final del pasillo. En cuanto dejó atrás la puerta de la señora Davenport intentó no acelerar el paso. Solo le faltaban unos cinco pasos para llegar a la salida cuando escuchó una voz que decía: «Señorita Nichol…» y la reconoció inmediatamente. Se quedó de una pieza, siempre atenta a la salida de emergencia, mientras consideraba sus opciones. Se volvió para mirar al señor Davenport.

—Creo que usted y yo debemos mantener una conversación en privado —dijo él.

El señor Davenport entró en una salita al otro lado del pasillo, seguro de que ella le seguiría. La señorita Nichol creyó que las piernas le fallarían mucho antes de dejarse caer en una de las sillas. No podía saber por la expresión de su rostro si él también sabía que era la culpable, pero con el señor Davenport era imposible saberlo. Era de aquellas personas que nunca traslucían nada, algo que le resultaba difícil de cambiar, incluso en su vida privada. La enfermera se sentía incapaz de mirarle a la cara, así que fijó la vista por encima del hombro izquierdo de su patrón y observó cómo se cerraban las puertas del ascensor que había cogido el doctor Greenwood.

—Sospecho que ya sabrá lo que voy a preguntarle —dijo el ejecutivo.

—Sí, lo sé —admitió la señorita Nichol, al tiempo que se preguntaba si alguien volvería alguna vez a contratar sus servicios, o incluso si no acabaría en la cárcel.

La enfermera sabía exactamente lo que le sucedería y dónde acabaría cuando el doctor Greenwood reapareció diez minutos más tarde.

—Espero que lo medite con tranquilidad, señorita Nichol, y cuando haya tomado la decisión tenga la bondad de llamarme a mi despacho. Si su respuesta es afirmativa, entonces tendré que hablar con mis abogados.

—Ya lo he decidido —manifestó la señorita Nichol. Esta vez miró al señor Davenport sin vacilaciones—. La respuesta es que sí. Estaré encantada de continuar trabajando para su familia como niñera.