Fletcher no recordaba ninguna ocasión anterior en que alguien le hubiese resultado absolutamente desagradable en su primer encuentro, e incluso las circunstancias no ayudaban.
El socio principal había invitado a Fletcher y Logan a tomar un café en su despacho; un acontecimiento muy poco habitual. Cuando entraron en el despacho, les presentó a uno de los nuevos seleccionados para trabajar en la firma.
—Quiero que conozcan a Ralph Elliot —les dijo Bill Alexander sin más preámbulos.
La primera reacción de Fletcher fue preguntarse la razón por la que había escogido a Elliot entre los dos aspirantes finales. No tardó en averiguarlo.
—He decidido —manifestó Alexander— que este año yo también contaré con la colaboración de un ayudante joven. Estoy muy interesado en mantenerme en contacto con los pensamientos de las nuevas generaciones y a la vista de que las notas de Ralph en Stanford han sido excepcionales, él parece ser la elección más obvia.
Fletcher recordó la incredulidad de Logan ante la posibilidad de que el sobrino de Alexander consiguiera superar la última criba y ambos habían llegado a la conclusión de que el señor Alexander había descartado cualquier objeción de los otros socios.
—Confío en que ambos hagan que Ralph se sienta como en su casa.
—Por supuesto —dijo Logan—. ¿Por qué no vienes a comer con nosotros?
—Sí, creo que puedo arreglarlo —replicó Elliot como si les hiciese un favor.
Durante la comida, Elliot no desperdició ni una sola oportunidad para recordarles que era el sobrino del socio principal, con la implicación tácita de que si alguna vez Fletcher o Logan se ponían a malas con él, correrían el riesgo de ver postergadas sus aspiraciones a que la firma los hiciera socios. La amenaza solo sirvió para fortalecer el vínculo de amistad entre los dos hombres.
—Ahora le dice a todo el mundo que quiera escucharle que será el primero en ser ascendido a socio en menos de siete años —le comentó Fletcher a Logan mientras tomaban una copa unos días más tarde.
—Es un tipo ladino hasta la médula y no me sorprendería nada que se saliera con la suya —respondió Logan.
—¿Cómo crees que llegó a ser representante de los estudiantes en la Universidad de Connecticut si trató a todos de la misma manera que nos trata a nosotros?
—Quizá nadie se atrevió a plantarle cara.
—¿Fue así como lo conseguiste tú? —preguntó Logan.
—¿Cómo lo sabes? —replicó Fletcher, mientras el camarero les cobraba las copas.
—Leí tu currículo el día que entré en la firma. ¿No me dirás que tú no leíste el mío?
—Por supuesto que sí —reconoció Fletcher. Bebió un trago—. Incluso sé que eras el campeón de ajedrez de Princeton. —Los jóvenes se echaron a reír—. Tengo que marcharme corriendo o perderé el tren. Annie comenzará a preguntarse si no hay otra mujer en mi vida.
—No sabes cuánto te envidio —comentó Logan en voz baja.
—¿A qué te refieres?
—A la fortaleza de tu matrimonio. A tu esposa no se le ocurriría pensar ni por un momento que fueses capaz de mirar a otra mujer.
—Soy muy afortunado —le confirmó Fletcher—. Quizá algún día tú también lo seas. Meg, la chica que trabaja en la recepción, no te quita los ojos de encima.
—¿Quién de las recepcionistas es Meg? —preguntó Logan, que se entretuvo en recoger su abrigo. Se quedó sin saberlo porque Fletcher ya se había marchado.
Fletcher no había dado más que unos pasos por la Quinta Avenida, cuando vio que se acercaba Ralph Elliot. Se ocultó rápidamente en un portal y esperó a que pasara. En el momento que salió del portal notó los efectos del fuerte viento helado que te obligaba a ponerte orejeras aunque solo tuvieras que caminar una calle, así que metió la mano en el bolsillo para sacar la bufanda, pero no estaba. Maldijo por lo bajo. Seguramente se la había dejado en el bar. Tendría que recogerla al día siguiente. Entonces volvió a maldecir al recordar que era el regalo de Navidad de Annie. Emprendió el camino de regreso al local. En el bar, le preguntó a la muchacha del guardarropa si había encontrado una bufanda roja.
—Sí. Se le debió de caer cuando se puso el abrigo. La encontré en el suelo.
—Muchas gracias.
Fletcher se volvió dispuesto a marcharse. No esperaba ver a Logan en la barra. Se quedó de una pieza cuando vio al hombre con quien estaba conversando.
Nat dormía profundamente.
La dévaluation française: estas sencillas palabras hicieron que el suave murmullo de los teletipos se convirtiera en un estruendo frenético. El teléfono en la mesilla de noche de Nat comenzó a sonar treinta segundos más tarde y de inmediato le dio a Adrian la orden de vender.
—Despréndete de los francos lo más rápido que puedas. —Escuchó a su interlocutor y respondió—: Dólares.
Aunque no recordaba ni un solo día en los diez últimos años en los que no se hubiera afeitado, esa mañana no lo hizo.
Su Ling ya estaba despierta cuando Nat salió del baño unos minutos más tarde.
—¿Ha surgido algún problema? —le preguntó con voz somnolienta.
—Los franceses acaban de devaluar su moneda un siete por ciento.
—¿Eso es bueno o malo?
—Depende de la cantidad de francos que tengamos. Lo sabré con exactitud en cuanto consiga sentarme delante de una pantalla.
—Dentro de unos años tendrás una junto a la cama y entonces ni siquiera necesitarás ir a la oficina —comentó Su Ling, y volvió a apoyar la cabeza en la almohada al ver que el reloj marcaba las cinco y diez de la mañana.
Nat cogió el teléfono. Adrian seguía al otro lado de la línea.
—Nos está costando deshacernos de los francos; hay muy pocos compradores aparte del gobierno francés y no podrán continuar apoyando su moneda durante mucho más tiempo.
—Tú sigue vendiendo. Compra yenes, marcos alemanes o francos suizos. No compres ninguna otra moneda. Estaré contigo dentro de un cuarto de hora. ¿Steven ya ha llegado?
—No, viene de camino. Me costó lo mío averiguar en la cama de quién estaba.
Nat se rio mientras colgaba el teléfono. Le dio un beso a su esposa antes de correr hacia la puerta.
—No llevas corbata —le avisó Su Ling.
—Quizá para la noche ni siquiera llevaré camisa —replicó Nat.
Su Ling había encontrado un apartamento muy cerca de Wall Street cuando se trasladaron de Boston a Manhattan. A medida que Nat cobraba una nueva gratificación, ella había ido amueblando las cuatro habitaciones, así que muy pronto Nat pudo invitar a cenar a sus colegas e incluso a algunos de sus clientes. Siete cuadros —cuyos pintores muy pocos legos hubiesen podido identificar— adornaban entonces las paredes.
La joven volvió a dormirse en cuanto se marchó su marido. Nat rompió con la rutina habitual cuando bajó de dos en dos las escaleras, sin molestarse en esperar el ascensor. En un día normal se levantaba a las seis y llamaba a la oficina desde su estudio para que le pusieran al corriente de las últimas novedades. Casi nunca tomaba decisiones importantes por teléfono, dado que la mayoría de las operaciones eran a largo plazo. A las seis y media ya se había aseado. Leía el Wall Street Journal mientras Su Ling preparaba el desayuno y se marchaba alrededor de las siete, después de pasar un momento por la habitación de Luke. Lloviera o brillara el sol, siempre recorría a pie las cinco calles hasta el trabajo; por el camino compraba un ejemplar del New York Times en la esquina de William y John. Buscaba de inmediato las páginas de información financiera y si algún titular le llamaba la atención, leía las noticias sobre la marcha; así y todo, a las siete y veinte ya estaba instalado en su mesa. El New York Times no informaría a sus lectores de la devaluación del franco francés hasta el día siguiente por la mañana y para entonces, para la mayoría de los banqueros, sería historia.
En cuanto salió del edificio, detuvo al primer taxi que pasó. Le dio un billete de diez dólares al taxista por un viaje de cinco calles y le dijo:
—Tengo que estar allí ayer.
El taxista pisó el acelerador a fondo y condujo su vehículo como una centella entre los demás coches. Cuatro minutos más tarde frenó violentamente delante de la puerta del edificio donde trabajaba Nat. Este se apeó de un salto, entró en el vestíbulo y corrió hacia el primer ascensor que vio con las puertas abiertas. Estaba lleno de agentes de cambio y bolsa que comentaban las novedades a voz en cuello. Nat no se enteró de nada nuevo, excepto que el Ministerio de Economía francés había hecho público el escueto comunicado de la devaluación a las diez de la mañana, hora local. Maldijo para sus adentros cuando el ascensor se detuvo ocho veces en la lenta subida hasta el piso once.
Steven y Adrian ya se encontraban frente a las pantallas en el despacho de compraventa de divisas.
—¿Cuáles son las últimas noticias? —gritó mientras se quitaba la americana.
—Todo el mundo está recibiendo una paliza —dijo Steven—. Los franceses han devaluado oficialmente un siete por ciento, pero los mercados consideran que es demasiado poco y demasiado tarde.
Nat miró la información que aparecía en la pantalla.
—¿Qué pasa con las otras divisas?
—La libra, la lira y la peseta van a la baja. Sube el dólar; el yen y los francos suizos aguantan, el marco alemán oscila.
Nat continuó atento a los números de la pantalla que cambiaban cada pocos segundos.
—Intenta comprar yenes —le dijo a Steven. Vio cómo la libra bajaba otro punto.
Steven cogió el teléfono directo con la mesa de negocios. Nat lo miró. Estaban perdiendo unos segundos valiosísimos mientras esperaban a que un agente atendiera la llamada.
—¿A cuánto está la cotización y cuál es la oferta? —preguntó Steven.
—Diez millones a dos mil sesenta y ocho.
Adrian no quiso ni mirar cuando Steven dio la orden.
—Vende todas las libras y liras que nos queden porque serán las próximas que se devaluarán —dispuso Nat.
—¿A qué precio?
—Al demonio con el precio. Vende y conviértelo todo en dólares. Si se desata una tormenta en toda regla, todos buscarán refugio en Nueva York. —Nat se sorprendió al comprobar lo tranquilo que se sentía en medio del coro de gritos e insultos que sonaba a su alrededor.
—Hemos acabado con las liras —le avisó Adrian— y nos ofrecen yenes a dos mil veintisiete.
—Cómpralos —entonó Nat, siempre atento a la pantalla.
—Nos hemos quedado sin libras —informó Steven—, a dos coma treinta y siete.
—Muy bien. Cambia la mitad de nuestros dólares a yenes.
—Me he quedado sin guilders —gritó Adrian.
—Cámbialos todos a francos suizos.
—¿Quieres vender los marcos alemanes que tenemos? —preguntó Steven.
—No —respondió lacónico Nat.
—¿Quieres comprar?
—No —repitió Nat—. Se mantienen en el centro y no parecen dispuestos a moverse en ninguna dirección.
Acabó de tomar decisiones en menos de veinte minutos; luego no le quedó más que mirar las pantallas y ver las extensiones del daño sufrido. A medida que las demás divisas continuaban cotizando a la baja, Nat fue consciente de que los demás estaban sufriendo mucho más, aunque no dejaba de ser un triste consuelo.
Si los franceses hubiesen esperado hasta el mediodía, la hora habitual para anunciar una devaluación, él habría estado en su mesa.
—¡Condenados franceses! —exclamó Adrian.
—Condenados no, astutos —replicó Nat—. Devaluaron mientras estábamos durmiendo.
La devaluación del franco francés no fue algo que preocupara lo más mínimo a Fletcher, que leyó la noticia en el New York Times mientras viajaba en el tren que lo llevaba a la ciudad. Varios bancos habían sufrido un fuerte castigo e incluso algunos de ellos habían informado de problemas de liquidez al SEC, la comisión de vigilancias y control del mercado de valores. Pasó la página para leer un perfil del hombre que seguramente sería el candidato demócrata a la presidencia frente a Ford. Sabía muy poco de Jimmy Carter, apenas que había sido gobernador de Georgia y era propietario de una plantación de cacahuetes. Dejó de leer un momento y pensó en sus propias ambiciones políticas, que había dejado en suspenso mientras procuraba demostrar sus aptitudes en la firma de abogados.
Decidió que se uniría a la organización de respaldo a la campaña de Carter en Nueva York y dedicaría a ello todo el tiempo libre de que pudiera disponer. ¿Tiempo libre? Harry y Martha se quejaban de que apenas le veían. Annie había entrado a formar parte de la junta de otra organización no gubernamental y Lucy tenía la varicela. Cuando llamó a su madre para preguntarle si él había tenido la varicela, lo primero que le respondió fue: «Hola, forastero». Sin embargo, todas estas pequeñas preocupaciones pasaron al olvido en cuanto llegó a la oficina.
La primera señal de que había un problema la recibió cuando le dio los buenos días a Meg en la recepción.
—Hay una reunión de todos los abogados en la sala de conferencias a las ocho y media —le informó la joven con un tono desabrido.
—¿Tienes alguna idea de lo que pasa? —le preguntó Fletcher, y de inmediato comprendió que era una pregunta ridícula. La confidencialidad era la marca de la casa.
Varios de los socios ya ocupaban sus lugares y hablaban entre ellos en voz baja, cuando Fletcher entró en la sala de juntas a las ocho y veinte y se sentó sin perder ni un segundo, detrás de la silla de Matt. ¿Podía la devaluación del franco dispuesta por el gobierno francés afectar a una firma de abogados en Nueva York? Lo dudaba. ¿El socio principal quería hablar del acuerdo Higgs y Dunlop? No, no era el estilo de Alexander. Miró a los socios sentados alrededor de la mesa. Si alguno sabía de qué se trataba, no soltaba prenda. Pero tenían que ser malas noticias, porque las buenas siempre se anunciaban en la reunión de las seis de la tarde.
El socio principal entró en la sala a las ocho y veinticuatro minutos.
—Les pido disculpas por mantenerlos apartados de sus puestos de trabajo —manifestó—, pero esto no es algo que se pueda comunicar en una circular interna o colar en mi informe mensual. —Guardó silencio un momento, que aprovechó para aclararse la garganta—. La fuerza de esta firma reside en que nunca se ha visto implicada en ningún escándalo de tipo personal o financiero; por tanto, considero que incluso la más mínima insinuación de un problema de ese tipo debe ser solucionada expeditivamente. —Fletcher estaba absolutamente desconcertado—. Se ha puesto en mi conocimiento que un miembro de esta firma ha sido visto en un bar frecuentado por los abogados de firmas rivales. —Yo lo hago todos los días, pensó Fletcher, y no creo que sea un crimen—. Aunque no se trata de algo reprochable en sí mismo, podría conducir a otros episodios que son inaceptables para Alexander Dupont y Bell. Afortunadamente, uno de los nuestros, anteponiendo el bien de nuestra firma por encima de otras consideraciones, ha pensado que era su deber ponerme al corriente de lo que podría acabar siendo una situación embarazosa. El empleado a quien me refiero fue visto en un bar mientras sostenía una conversación con un miembro de una firma rival. Luego se marchó con dicha persona aproximadamente a las diez de la noche, juntos cogieron un taxi que los llevó a la casa del segundo en el West Side y no se le vio hasta las seis y media de la mañana siguiente, cuando regresó a su propio apartamento. Llamé inmediatamente al empleado en cuestión, quien no hizo el menor intento por negar su relación con el empleado de la firma rival, y me complace decir que estuvo de acuerdo en que lo más conveniente para todos era dimitir en el acto. —Se calló un momento—. Doy las gracias al empleado, que no vaciló en poner los intereses de la firma por encima de todo lo demás y consideró que era su deber comunicarme este asunto.
Fletcher miró a Ralph Elliot, quien intentaba fingirse sorprendido a medida que se pronunciaba cada frase, pero nunca nadie le había hablado de lo que era sobreactuar. Entonces recordó haber visto a Elliot en la Quinta Avenida después de salir del bar. Se sintió dominado por una rabia impotente al comprender que el socio principal al que se refería era Logan.
—Quiero recordarles a todos —recalcó Bill Alexander— que este asunto no volverá a ser discutido en público o en privado.
El socio principal se levantó y salió de la sala de juntas sin añadir palabra.
Fletcher juzgó que sería diplomático estar entre los últimos en salir, así que en cuanto se marcharon todos los socios se levantó y caminó sin prisas hacia la puerta. Al dirigirse a su despacho oyó unos pasos que le seguían, pero no se volvió hasta que Elliot le alcanzó.
—Tú estabas en el bar con Logan aquella noche, ¿no es así? —Elliot guardó silencio unos instantes—. No se lo he dicho a mi tío.
Fletcher permaneció en silencio y dejó que Elliot se alejara, pero en cuanto entró en su despacho escribió en un papel las palabras que Elliot había empleado en su amenaza velada.
El único error que cometió fue no informar a Bill Alexander inmediatamente.
Una de las muchas cosas que Nat admiraba de Su Ling era que nunca decía: «Te avisé», aunque después de todas sus advertencias tenía todo el derecho a hacerlo.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó, sin preocuparse del incidente, que ya era cosa del pasado.
—Tengo que decidir entre dimitir o esperar a que me despidan.
—Steven es el jefe de tu departamento e incluso Adrian está por encima de ti.
—Lo sé, pero todas las decisiones eran mías, yo firmé las órdenes de compra y venta, así que nadie cree de verdad que ellos tuvieran alguna participación.
—¿Cuánto perdió el banco?
—Un poco menos de medio millón.
—Tú les has hecho ganar mucho más que eso en los últimos dos años.
—Tienes toda la razón, pero ahora los jefes de los otros departamentos me consideran poco fiable y siempre temerán que pueda volver a pasar. Steven y Adrian ya se están distanciando lo más rápido que pueden; no les interesa en absoluto perder sus trabajos.
—Sin embargo, tú todavía puedes hacerle ganar mucho dinero al banco. ¿Qué sentido tiene despedirte?
—Pueden reemplazarme en cualquier momento; hay cientos de chicos brillantes que se licencian todos los años.
—Son pocos los de tu talento —afirmó Su Ling.
—Creía que tú no aprobabas esa clase de trabajo.
—No he dicho que lo apruebe —replicó Su Ling—, pero eso no significa que no reconozca y admire tu capacidad. —Vaciló—. ¿Hay alguien dispuesto a ofrecerte empleo?
—No creo que me llamen con el mismo entusiasmo de hace un mes atrás, así que tendré que iniciar una ronda de llamadas.
Su Ling abrazó a su marido.
—Te has enfrentado a cosas peores en Vietnam y conmigo en Corea; en ningún momento te acobardaste.
Nat casi había olvidado lo ocurrido en Corea, aunque era evidente que aún seguía preocupando a Su Ling.
—¿Qué hay del fondo Cartwright? —preguntó la muchacha mientras Nat la ayudaba a poner la mesa.
—Perdimos casi cincuenta mil dólares, pero todavía dará un pequeño beneficio. Eso me recuerda que tengo que llamar al señor Russell para disculparme.
—También a ellos les has hecho ganar su buen dinero en el pasado.
—Motivo por el cual depositaron tanta confianza en mí. —Nat descargó una palmada en la mesa—. Maldita sea, tendría que haberlo visto venir. —Miró a su esposa—. ¿Qué crees que debería hacer?
Su Ling se tomó su tiempo para pensar en la respuesta.
—Dimite —respondió—, y búscate un empleo como Dios manda.
Fletcher marcó el número directamente sin pasar por su secretaria.
—¿Estás libre para comer? —Escuchó la respuesta—. No, tenemos que quedar en algún sitio donde nadie nos reconozca. —Oyó lo que la otra persona le decía—. ¿Es el que está en la Cincuenta y siete Oeste? —Volvió a callarse mientras le respondían—. De acuerdo, nos vemos a las doce y media.
Fletcher llegó a Zemarki’s unos minutos antes de la hora. Su invitado le esperaba. Ambos pidieron ensaladas y Fletcher una cerveza.
—Creía que nunca bebías a la hora de la comida.
—Hoy es una de esas ocasiones en que necesito beber algo —respondió Fletcher. Bebió un buen trago y luego le relató a su amigo lo que había sucedido aquella mañana en la firma.
—Estamos en mil novecientos setenta y seis, no en mil setecientos setenta y seis —comentó Jimmy.
—Lo sé, pero por lo visto todavía quedan un par de dinosaurios sueltos y Dios sabe qué otras mentiras le contó Elliot a su tío.
—Tu señor Elliot parece un tipo encantador. Será mejor que vayas con cuidado porque probablemente tú seas el siguiente de su lista.
—Puedo cuidar de mí mismo. Es Logan quien me preocupa.
—Si es la mitad de bueno de lo que dices no tardará nada en encontrar trabajo.
—No después de que llamen a Bill Alexander para saber por qué se marchó repentinamente.
—Ningún abogado se atrevería a decir que ser gay sea causa de despido.
—No necesita hacerlo —señaló Fletcher—. Dadas las circunstancias solo tendría que decir: «Preferiría no discutir el tema, es algo delicado», cosa que sería muchísimo más letal. —Bebió otro trago—. Te diré una cosa, Jimmy. Si tu empresa tiene la fortuna de contratar a Logan, nunca lo lamentarán.
—Hablaré con el socio principal esta tarde y te informaré de lo que me diga. ¿Qué tal está mi hermanita?
—Poco a poco se está haciendo con todo en Ridgewood, incluido el club del libro, el equipo de natación y la campaña de donantes de sangre. Nuestro gran problema ahora es a qué escuela enviaremos a Lucy.
—Hotchkiss ahora acepta a niñas —dijo Jimmy— y queremos…
—Me pregunto qué opina el senador al respecto. —Fletcher se acabó la cerveza—. Por cierto, ¿qué tal está?
—Agotado, pero no ha dejado ni por un momento de prepararse para las próximas elecciones.
—No hay nadie que le haga sombra a Harry. No he conocido a un político más popular en todo el estado.
—Pues ya se lo puedes decir —replicó Jimmy—. La última vez que lo vi había engordado diez kilos y parecía en muy mala forma física.
Fletcher consultó el reloj.
—Transmítele mis saludos al viejo guerrero; dile que Annie y yo haremos todo lo posible por ir a pasar un fin de semana en Hartford cuanto antes. —Se calló un momento—. Tú y yo no nos hemos visto hoy.
—Te estás volviendo paranoico —opinó Jimmy mientras cogía la cuenta—, que es exactamente lo que el tal Elliot desea que pase.
Nat presentó la dimisión a la mañana siguiente, mucho más tranquilo al ver la calma con la que Su Ling se había tomado aquel asunto. Claro que a ella le resultaba muy fácil decirle que se buscara un trabajo como Dios manda cuando solo había una actividad para la que se sentía capacitado.
Cuando fue a su oficina para recoger sus objetos personales tuvo la impresión de ser el portador de la peste. Sus hasta hacía unos minutos colegas pasaban a su lado sin dirigirle la palabra y los que ocupaban las mesas vecinas miraban en otra dirección mientras hablaban por teléfono.
Volvió a su casa en taxi cargado hasta los topes y llenó el pequeño ascensor tres veces antes de acabar de dejarlo todo en su despacho.
Nat se sentó a la mesa. El teléfono no había sonado desde que había vuelto a casa. El apartamento le parecía un desierto sin la presencia de Su Ling y Luke; se había acostumbrado a que estuviesen allí para recibirlo cuando regresaba del trabajo. Afortunadamente el niño era demasiado pequeño para darse cuenta de lo que le estaba pasando a su padre.
A mediodía, fue a la cocina, abrió una lata de picadillo de carne, echó el contenido en una sartén con un poco de mantequilla, añadió un par de huevos y esperó hasta que le pareció que estaban fritos.
Después de comer, hizo una lista de las entidades financieras que se habían puesto en contacto con él durante el año pasado y comenzó la ronda de llamadas. La primera la hizo a un banco que le había llamado pocos días antes.
—Ah, hola, Nat, sí, lo lamento, ya le hemos dado el trabajo a otra persona el viernes pasado.
—Buenas tardes, Nat. Sí, es una propuesta interesante. Deme un par de días para pensarlo, ya le llamaré.
—Le agradecemos mucho la llamada, señor Cartwright, pero…
Nat llegó al final de la lista y colgó el teléfono. Acababa de ser devaluado y era evidente que estaba a la venta. Comprobó su cuenta corriente. Aún disponía de un buen saldo, pero ¿cuánto tiempo le durarían los ahorros? Miró la pintura colgada en la pared delante de su mesa. Un desnudo de Camoin. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que tuviese que devolver a una de sus amantes al chulo de la galería.
Sonó el teléfono. ¿Alguien se lo había repensado y lo llamaba? Atendió la llamada y escuchó una voz muy conocida.
—Le debo una disculpa, señor Russell —dijo Nat—. Tendría que haberle llamado antes.
Tras la marcha de Logan de la firma, Fletcher se sintió aislado y apenas pasaba un día sin que Elliot intentara minar su posición, así que cuando el lunes por la mañana Bill Alexander lo llamó a su despacho, Fletcher comprendió que no sería una reunión amistosa.
Mientras cenaba con Annie el domingo por la noche, le había comentado a su esposa todo lo sucedido en los últimos días, sin exagerar ni un ápice. Annie le había escuchado en silencio y cuando acabó le dijo:
—Si no le cuentas al señor Alexander toda la verdad referente a su sobrino, ambos acabaréis por lamentarlo.
—No creas que es algo sencillo —replicó Fletcher.
—Decir la verdad siempre es sencillo —afirmó Annie—. Han tratado a Logan de una manera despreciable; de no haber sido por ti, quizá ni siquiera hubiese encontrado trabajo. Tu único error fue no hablar con Alexander en cuanto se acabó la reunión; eso le dio alas a Elliot para continuar difamándote.
—¿Qué pasará si me despiden a mí también?
—Entonces es que se trata de una empresa en la que nunca tendrías que haber entrado a trabajar, Fletcher Davenport, y desde luego no serías el hombre que escogí como marido.
Cuando Fletcher llegó para su reunión con el señor Alexander pocos minutos antes de las nueve, la señora Townsend le hizo pasar inmediatamente al despacho del socio principal.
—Siéntese —dijo Bill Alexander, y le señaló una silla al otro lado de su mesa.
Nada de «¿Qué tal, Fletcher?» o «¿Qué tal están Annie y Lucy?». Solo que se sentara. Eso convenció a Fletcher de que Annie estaba en lo cierto y que no debía tener miedo de defender sus convicciones.
—Fletcher, cuando entró en Alexander Dupont y Bell hace ahora cosa de dos años, tenía grandes esperanzas depositadas en usted y, desde luego, durante el primer año cumplió sobradamente con mis expectativas. Todos recordamos con indudable placer el episodio de Higgs y Dunlop. Pero en los últimos meses, no ha mostrado el mismo empeño. —Fletcher lo miró intrigado. Había visto el último informe de Matt Cunliffe sobre su rendimiento profesional y la palabra «ejemplar» se le había quedado grabada en su mente—. Creo que tenemos todo el derecho a exigir una lealtad y dedicación absolutas a los intereses de la firma —añadió Alexander. Fletcher continuó en silencio, porque aún no imaginaba cuál era el delito del que se le acusaría—. Se me ha comunicado que usted también se encontraba en el bar con Fitzgerald la noche que él tomaba una copa con su amigo.
—Una información suministrada, sin duda alguna, por su sobrino —dijo Fletcher—, cuya participación en todo este asunto ha estado muy lejos de ser imparcial.
—¿Qué ha querido decir con eso?
—Sencillamente que la versión de los acontecimientos facilitada por el señor Elliot responde pura y exclusivamente a sus intereses, como sin duda un hombre de su perspicacia ya habrá advertido.
—¿Perspicacia? —exclamó Alexander—. ¿Qué tiene que ver la perspicacia con el hecho de que le vieran en compañía del amigo de Fitzgerald? —Una vez más recalcó la palabra «amigo».
—No estuve en compañía del amigo de Logan, como sin duda le comentó el señor Elliot, a menos que le haya contado la mitad de la historia. Me marché para regresar a Ridgewood…
—Ralph me dijo que usted volvió al cabo de unos minutos.
—Así es, y como cualquier espía que se respete, su sobrino también tuvo que informarle de que solo volví para recoger mi bufanda. Se me cayó al suelo cuando me puse el abrigo.
—No, no hizo ninguna mención de tal cosa —admitió Alexander.
—A eso mismo me refería cuando dije que solo le había contado la mitad de la historia —recalcó Fletcher.
—O sea ¿que no habló con Logan ni con su amigo?
—No, no lo hice, pero solo porque tenía prisa por regresar a casa.
—¿Quiere decir que hubiese hablado con él?
—Sí, desde luego.
—¿Incluso en el caso de haber sabido que Logan era homosexual?
—No lo sabía ni me importaba.
—¿No le importaba?
—No. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que la vida privada de Logan fuese asunto mío.
—Pero bien podía ser cosa de la firma y esto me lleva a asuntos más importantes. ¿Sabía que Logan Fitzgerald trabaja ahora en la misma empresa en la que trabaja su cuñado?
—Lo sé —reconoció Fletcher—. Le comuniqué al señor Gates que Logan estaba buscando empleo y que serían muy afortunados si conseguían hacerse con los servicios de un hombre con sus méritos.
—Me pregunto si fue prudente —opinó Bill Alexander.
—Cuando se trata de un amigo, tiendo a poner la honradez y la justicia por delante de mis propios intereses.
—¿También por delante de los intereses de la firma?
—Sí, si se trata de algo moralmente correcto. Eso fue lo que me enseñó el profesor Abrahams.
—No presuma conmigo de nombres, señor Davenport.
—¿Por qué no? Usted lo está haciendo conmigo, señor Alexander.
Al socio principal se le subieron los colores.
—Creo que no es consciente de que puedo despedirle en cualquier momento.
—La marcha de dos personas en una misma semana podría requerir algunas explicaciones, señor Alexander.
—¿Me está amenazando?
—No. Creo que es usted quien me ha amenazado a mí.
—Quizá no me resulte fácil deshacerme de usted, señor Davenport, pero puede estar seguro de que nunca será socio de esta firma mientras yo pertenezca a ella. Salga de aquí.
Mientras se levantaba, Fletcher recordó las palabras de Annie: «Entonces es que se trata de una empresa en la que nunca tendrías que haber entrado a trabajar».
Nada más volver a su despacho, sonó el teléfono. ¿Sería Alexander? Atendió la llamada dispuesto a presentar la dimisión. Era Jimmy.
—Lamento llamarte al trabajo, Fletcher, pero papá acaba de sufrir un infarto. Lo han trasladado al San Patricio. ¿Podríais Annie y tú venir a Hartford cuanto antes?