Nat comprendió que tenía muy pocas cosas que lamentar de su último curso en Harvard.
A las pocas horas de aterrizar en el aeropuerto internacional Logan, había llamado al padre de Tom para compartir sus ideas respecto a la compraventa de divisas. El señor Russell le había señalado que la cantidad que deseaba invertir era demasiado pequeña para que las oficinas de cambio de divisas se interesaran. Nat se sintió desilusionado hasta que el señor Russell añadió que el banco podía hacerle un préstamo de mil dólares; le preguntó si Tom y él podían invertir mil dólares cada uno. Este fue el primer aporte de capital que consiguió Nat.
Cuando Joe Stein se enteró del plan, aparecieron otros mil dólares aquel mismo día. Al cabo de un mes, el fondo había aumentado a diez mil dólares. Nat le comentó a Su Ling que le preocupaba más perder el dinero de los inversores que el suyo propio. Para finales del curso, el fondo Cartwright había aumentado a catorce mil dólares y Nat había obtenido una ganancia neta de setecientos veintiséis dólares.
—Aún podrías perderlo todo —le recordó Su Ling.
—No lo niego, pero ahora que el fondo es más grande hay menos posibilidades de sufrir una pérdida grave. Incluso si la tendencia se invierte bruscamente, siempre podría asegurar mi posición con un adelanto en la venta y de esta manera reducir las pérdidas a un mínimo.
—¿No crees que esto te ocupa demasiado tiempo, cuando tendrías que estar escribiendo tu tesis? —preguntó Su Ling.
—Solo me ocupa un cuarto de hora al día —le explicó Nat—. Consulto las cotizaciones del mercado japonés a las seis de la mañana y el cierre de Nueva York a las seis de la tarde; mientras no se produzca una bajada continua durante varios días, no necesito hacer nada más que reinvertir el capital todos los meses.
—Es inmoral —opinó Su Ling.
—¿Qué tiene de malo utilizar mi capacidad, mis conocimientos y una pizca de iniciativa? —quiso saber Nat.
—Pues que ganas más trabajando un cuarto de hora al día que yo en un año como investigadora superior en la Universidad de Columbia. Creo que incluso es más de lo que ganan mis supervisores.
—Tu supervisor seguirá en su trabajo el año que viene, suceda lo que suceda en el mercado. Eso es la libre empresa. El lado malo es que puedo perderlo todo.
Nat no le comentó a su esposa que el economista británico Maynard Keynes había dicho en una ocasión: «Un hombre inteligente debe ser capaz de ganar una fortuna antes del desayuno y así poder dedicarse a hacer bien su trabajo durante el resto del día». Sabía también la rotunda oposición de Su Ling a lo que ella llamaba dinero fácil, así que solo hablaba de sus inversiones cuando ella sacaba el tema. Desde luego no le contó que el señor Russell consideraba que había llegado el momento de ser más ambiciosos.
No sentía remordimiento por dedicar un cuarto de hora de su tiempo a la administración de su fondo, porque dudaba que cualquier otro alumno de su clase estudiara con tanta diligencia. La única pausa real que se tomaba en su trabajo era para correr una hora todas las tardes y el gran momento del año fue cuando, con los colores de Harvard, cruzó la línea de meta en primer lugar en los juegos contra la Universidad de Connecticut.
Nat recibió un gran número de ofertas de trabajo de diversas entidades financieras después de mantener varias entrevistas en Nueva York, pero solo consideró a fondo dos de ellas. Por reputación y tamaño no había nada que escoger entre ambas. Sin embargo, en cuanto conoció a Arnie Freeman, que dirigía el departamento de divisas en Morgan’s se mostró más que satisfecho en firmar el contrato en aquel mismo momento. Arnie tenía el don de hacer que catorce horas de trabajo diarias en Wall Street parecieran algo muy divertido.
Se preguntó qué más podía sucederle aquel año, hasta que Su Ling quiso saber cuáles eran los beneficios acumulados por el fondo Cartwright.
—Unos cuarenta mil dólares —le informó Nat.
—¿Cuál es tu parte?
—El veinte por ciento. ¿En qué piensas gastarla?
—En nuestro primer hijo —respondió ella.
Fletcher también tenía pocas cosas que lamentar después de su primer año en Alexander Dupont y Bell. Al principio no tenía ni idea sobre cuáles serían sus responsabilidades, pero a los nuevos no se les conocía con el apodo de «caballos de carga» en vano. Muy pronto descubrió que su principal responsabilidad era asegurarse de que cuando Matt Cunliffe trabajaba en un caso, no tuviera que mirar más allá de su mesa para encontrar cualquier documento o antecedente importante. Solo había tardado unos días en comprender que las intervenciones en los juicios donde se defendían a bellezas inocentes acusadas de asesinato eran cosas exclusivas de las series de televisión. La mayor parte de su trabajo era aburrido y meticuloso y casi siempre se llegaba a un acuerdo entre las partes incluso antes de que se fijara la fecha del juicio.
Fletcher también descubrió que hasta que no eras socio no se comenzaba a ganar una suma respetable ni podías llegar a casa cuando todavía era de día. A pesar de esto, Matt le aligeró la carga de trabajo al no insistir en una pausa de media hora para la comida, cosa que le permitía jugar al squash con Jimmy dos veces por semana.
Se llevaba trabajo a casa y trataba, cuando le era posible, de dedicar una hora a estar con su hija. Su padre le recordaba con frecuencia que en cuanto pasaran aquellos primeros años, ya no le sería posible dar marcha atrás y recuperar «los momentos importantes en la niñez de Lucy».
La fiesta del primer cumpleaños de Lucy fue el acontecimiento más ruidoso fuera de un estadio de fútbol al que había asistido Fletcher. Annie había hecho tantas amistades en el barrio que se encontró la casa llena de niños que parecían dispuestos a llorar o reírse todos al mismo tiempo. A Fletcher le maravilló la calma con la que Annie se ocupaba de las copas de helado caídas, los trozos de pastel de chocolate pisoteados en la alfombra o la botella de leche derramada sobre su vestido, sin que ni por un instante desapareciera la sonrisa de su rostro. Cuando se marchó el último chiquillo, Fletcher estaba agotado. En cambio, el único comentario de Annie fue: «Creo que la fiesta ha sido un éxito».
Fletcher seguía viéndose con Jimmy, quien, gracias a su padre —según sus propias palabras—, había conseguido un empleo en una pequeña pero bien reputada firma de abogados en Lexington Avenue. Su horario de trabajo no tenía nada que envidiarle al de su amigo, pero la responsabilidad de ser padre parecía haberle dado un nuevo estímulo, que aumentó cuando Joanna dio a luz a su segundo hijo. Fletcher estaba maravillado al ver lo bien que funcionaba su matrimonio, si se tenía en cuenta la diferencia de edad y la disparidad profesional. Sin embargo, esto no parecía perjudicarles en nada, porque sencillamente se adoraban el uno al otro y eran la envidia de muchos de sus coetáneos que ya habían pedido el divorcio. Cuando Fletcher se enteró del nacimiento del segundo hijo de Jimmy, rezó para que Annie no tardara en seguir el ejemplo: envidiaba a Jimmy por tener un hijo varón. Recordaba muy a menudo a Harry Robert.
Debido a las muchas horas que dedicaba al trabajo, Fletcher no tenía demasiadas ocasiones de hacer nuevos amigos, con la excepción de Logan Fitzgerald, quien se había incorporado a la firma con él. A menudo cambiaban impresiones durante la comida o tomaban una copa juntos antes de que Fletcher cogiera el tren para irse a su casa a última hora de la tarde. Muy pronto el alto y rubio irlandés fue invitado a Ridgewood para que conociera a las amigas solteras de Annie. Si bien Fletcher reconocía que Logan y él eran rivales, esto no parecía perjudicar la amistad entre los jóvenes; es más, parecía fortalecer aún más el vínculo entre ellos. Ambos tuvieron sus pequeños éxitos y fracasos durante el primer año y nadie en la firma parecía dispuesto a dar su opinión sobre a cuál de los dos harían primero socio.
Una tarde, mientras tomaban una copa, Fletcher y Logan hablaron de que ambos ya eran miembros de pleno derecho en la firma. En el plazo de unas semanas, llegaría otro grupo de aspirantes y ellos ascenderían de caballos de carga a animales de silla. Ambos estudiaron con interés los currículos de los que habían superado la primera etapa de la selección.
—¿Qué opinas de los aspirantes? —preguntó Fletcher, que procuró no tener un tono de superioridad.
—No están mal —respondió Logan. Le pidió al camarero que le sirviera una cerveza a Fletcher antes de añadir—: Excepto uno, el tipo de Stanford. No acabo de entender cómo ha conseguido colarse en la lista.
—Me han dicho que es el sobrino de Bill Alexander.
—No niego que sea una buena razón para ponerlo en la lista final, pero no para ofrecerle trabajo, así que supongo que no le volveremos a ver —dijo Logan—. Ahora que lo pienso, ni siquiera recuerdo su nombre.
En Morgan’s Nat era el más joven de su equipo, formado por tres economistas. Su jefe inmediato era Steven Ginsberg, que tenía veintiocho años, y su número dos, Adrian Kenwright, acababa de cumplir los veintiséis. Entre ellos, controlaban un fondo de más de un millón de dólares.
Dado que los mercados de divisas abrían en Tokio precisamente cuando la mayoría de los norteamericanos civilizados se iban a la cama y cerraban en Los Ángeles cuando el sol ya no brillaba en el continente americano, uno del equipo siempre estaba de servicio para que quedaran cubiertas todas las horas del día y la noche. La única ocasión en la que Steven le dio a Nat una tarde libre fue para asistir en Harvard a la ceremonia en que Su Ling recibió su título de doctora, e incluso entonces tuvo que irse de la fiesta porque lo llamaron con urgencia para explicar la caída de la lira.
—Es posible que la semana que viene a esta misma hora tengan un gobierno comunista —dijo Nat—, así que comenzad a vender las liras y comprad francos suizos. Vended todas las pesetas y libras esterlinas que tengamos en nuestras cuentas porque España y Gran Bretaña son inestables o tienen gobiernos de izquierdas y serán los próximos en sentir la presión.
—¿Qué hacemos con los marcos?
—Aguantadlos, porque los marcos continuarán por debajo del valor real mientras no tiren abajo el muro de Berlín.
Aunque los otros dos miembros del equipo tenían mucha más experiencia financiera que Nat y la misma voluntad de trabajar al máximo, ambos reconocían que gracias a su notable olfato político, Nat era capaz de interpretar las tendencias del mercado mucho más rápido que cualquier otro que hubiese trabajado con o contra ellos.
El día que todos vendieron dólares para comprar libras, Nat vendió inmediatamente las libras en el mercado de futuros. Durante ocho días pareció que le haría perder al banco una fortuna y sus colegas pasaban rápidamente por su lado en los pasillos sin ni siquiera mirarlo. Un mes más tarde, siete bancos le estaban ofreciendo trabajo y un considerable aumento de sueldo. Nat recibió una gratificación de ocho mil dólares cuando acabó el año y decidió que había llegado el momento de salir a buscar a una de sus amantes.
No le dijo nada a Su Ling de la gratificación, ni de la amante, porque a ella acababan de darle un aumento de noventa dólares mensuales. En cuanto a la amante, le había echado el ojo a una dama que veía en una esquina todas las mañanas cuando iba al trabajo y que seguía tranquilamente en el escaparate cuando regresaba a su apartamento en el SoHo por la tarde. A medida que pasaban los días se fijaba cada vez más en la dama que tomaba un baño y finalmente decidió preguntar su precio.
—Seis mil quinientos dólares —le informó el propietario de la galería— y si me permite que se lo diga, señor, tiene usted muy buen ojo porque no solo es una magnífica pintura, sino también una muy buena inversión.
Al escucharlo, Nat se convenció rápidamente de que los galeristas no eran más que vulgares vendedores de coches usados que vestían trajes de Brooks Brothers.
—Bonnard tiene unos precios muy bajos si los compara con los de sus contemporáneos Renoir, Monet y Matisse —añadió el galerista—, y calculo que su cotización subirá mucho en un futuro muy cercano.
A Nat no le importaba lo que pudiera pasar con la cotización de los cuadros de Bonnard, porque él era un amante, no un chulo.
Su otra amante le llamó esa tarde para avisarle de que iba camino del hospital. Nat le pidió a su interlocutor de Hong Kong que aguardara un momento.
—¿Por qué? —preguntó Nat, ansioso.
—Porque voy a tener a tu bebé —replicó su esposa.
—No tenía que nacer hasta dentro de un mes.
—Eso el bebé no lo sabe —comentó Su Ling.
—Ahora mismo voy, Pequeña Flor —dijo Nat, y colgó el otro teléfono.
Esa noche, en cuanto regresó del hospital, Nat llamó a su madre para comunicarle que tenía un nieto.
—Una noticia maravillosa —exclamó ella—. ¿Qué nombre habéis decidido ponerle?
—Luke.
—¿Ya has pensado qué le regalarás a Su Ling para celebrar la ocasión?
Nat vaciló durante unos momentos y finalmente respondió:
—Una dama en una bañera.
Pasaron otros dos días antes de que él y el galerista acordaran un precio de cinco mil setecientos cincuenta dólares y el pequeño Bonnard viajó desde la galería en el SoHo a la pared del dormitorio de su apartamento.
—¿A ti te gusta? —le preguntó Su Ling el día que regresó del hospital con Luke.
—No, aunque reconozco que tiene más para mimar que tú. Claro que personalmente prefiero las mujeres delgadas.
Su Ling observó detenidamente su regalo antes de dar su opinión.
—Es magnífica. Muchas gracias.
Nat se sintió encantado al ver que su esposa parecía apreciar la pintura tanto como él. Agradeció para sus adentros que ella no le preguntara cuánto le había costado la dama.
Aquello que había comenzado como un capricho durante el viaje a Roma, Venecia y Florencia con Tom, se había convertido rápidamente en una adicción que le dominaba. Cada vez que recibía una gratificación salía en busca de otra pintura. Nat tuvo que admitir que el galerista, a pesar de haberle dado la impresión de un vendedor de coches usados, no se había equivocado en su juicio, porque mientras continuaba seleccionando impresionistas que estaban al alcance de su bolsillo —Vuillard, Luce, Pissarro, Camoin y Sisley— todos subían de precio con la misma rapidez que las inversiones financieras que realizaba para sus clientes de Wall Street.
Su Ling disfrutaba viendo cómo crecía la colección. No mostraba el más mínimo interés por saber cuánto había pagado Nat por sus amantes y menos todavía por el valor de inversión. Quizá esto se debía a que, cuando cumplió los veinticinco años y se convirtió en la profesora asociada más joven en la historia de Columbia, ganaba en todo un año menos de lo que cobraba Nat en una semana.
A él ya no era necesario recordarle que eso era algo inmoral.
Fletcher se acordaba del incidente con toda claridad.
Matt Cunliffe le había pedido que llevara unos documentos a Higgs y Dunlop para que los firmaran.
—Normalmente le hubiese pedido a uno de los chicos que lo hiciera —le explicó Matt—, pero el señor Alexander ha tardado semanas en llegar a un acuerdo y no quiere que cualquier pega de última hora pueda darles una excusa para no firmar.
Fletcher pensó que estaría de vuelta en la oficina en menos de media hora, porque solo necesitaba que firmaran los cuatro documentos. Sin embargo, cuando el joven abogado reapareció dos horas más tarde y le dijo a su jefe que los documentos no habían sido firmados, Matt dejó la estilográfica y esperó una explicación.
Cuando Fletcher llegó a Higgs y Dunlop, le habían hecho esperar en la recepción después de informarle de que el socio cuya firma necesitaba había salido a comer. Esto le había sorprendido, porque el socio en cuestión, el señor Higgs, había fijado el encuentro para la una y Fletcher no había ido a comer para asegurarse de que no llegaría tarde.
Mientras esperaba en la recepción, leyó los documentos para saber de qué se trataba. Después de aceptar una oferta de compra, la parte vendedora no había estado de acuerdo con la cantidad ofrecida como compensación, así que habían tardado meses para llegar a una cifra aceptable para todas las partes.
A la una y cuarto, Fletcher miró a la recepcionista, que parecía un tanto violenta con la situación y que le había ofrecido una segunda taza de café. Fletcher se lo agradeció; después de todo, no era culpa de la empleada que le hicieran esperar. Pero cuando ya había leído los documentos por segunda vez y se había tomado la tercera taza de café, llegó a la conclusión de que el señor Higgs era muy mal educado o directamente un inepto.
Fletcher consultó de nuevo el reloj. Era la una y treinta y cinco. Exhaló un suspiro y a continuación le preguntó a la recepcionista si podía utilizar los lavabos. Ella había vacilado un momento, antes de sacar una llave de uno de los cajones de su mesa.
—Los lavabos de los ejecutivos están en la planta de arriba —le informó—. Están reservados para los socios y los clientes más importantes, así que si alguien le pregunta, por favor, diga que es un cliente.
No había nadie en los lavabos y, para no comprometer a la recepcionista, Fletcher había ocupado el último reservado. Se estaba cerrando la bragueta cuando entraron dos personas, una de ellas parecía haber vuelto de una larga sobremesa donde se había consumido algo más que agua. El diálogo de los desconocidos había sido el siguiente:
Primera voz: «Bueno, me alegro de que se haya solucionado todo este asunto. No hay nada que me satisfaga más que haberles pasado la mano por la cara a los de Alexander Dupont y Bell».
Fletcher sacó un bolígrafo del bolsillo y tiró suavemente del rollo de papel higiénico.
Segunda voz: «Han mandado a un mensajero con los documentos. Le dije a Millie que lo hiciera esperar en la recepción para que sufra un rato».
Primera voz, después de una carcajada: «¿Cuál es la cantidad que habéis acordado?».
Segunda voz: «Eso es lo mejor de todo, 1 325 000 dólares, que es mucho más de lo que esperábamos».
Primera voz: «El cliente estará encantado».
Segunda voz: «Precisamente vengo de comer con él. Pidió una botella de Château Lafitte del 52. Después de todo, le habíamos dicho que calculara cobrar medio millón, cantidad que ya le parecía más que adecuada por razones obvias».
Primera voz, después de otra carcajada: «¿Estamos trabajando con una tarifa de contingencia?».
Segunda voz: «Por supuesto. Nos quedamos con la mitad de todo lo que pase del medio millón».
Primera voz: «Fantástico. La firma acaba de embolsarse 417 500 dólares por la cara. ¿A qué te referías con eso de “razones obvias”?».
Se abrió un grifo y las siguientes palabras que escuchó Fletcher fueron: «Nuestro principal problema era el banco del cliente. La compañía está en números rojos por un total de 720 000 dólares y si no cubrimos esa cantidad antes de que cierren el viernes, amenazan con no pagar, cosa que significaría que quizá ni siquiera lleguemos a… —se cerró el grifo—… el monto original de 500 000 dólares, y eso después de meses de negociación».
Segunda voz: «Solo hay que lamentar una cosa».
Primera voz: «¿A qué te refieres?».
Segunda voz: «A que no puedas decirles a esos engreídos de Alexander Dupont y Bell que no saben jugar al póquer».
Primera voz: «Es verdad, pero creo que me divertiré un poco con… —se abrió una puerta—… el mensajero». Se cerró la puerta.
Fletcher enrolló el trozo de papel higiénico y se lo metió en el bolsillo. Salió del reservado y, después de lavarse las manos, bajó rápidamente por las escaleras de emergencia hasta la planta de abajo para devolverle la llave a la recepcionista.
—Muchas gracias —le dijo la empleada en el momento que sonaba el teléfono. Sonrió a Fletcher—. Justo a tiempo. Ya puede subir en el ascensor hasta el piso once. El señor Higgs lo recibirá ahora.
—Muchas gracias.
Fletcher salió de la oficina y llamó al ascensor, pero en lugar de subir bajó al vestíbulo.
Matt Cunliffe estaba desenrollando el trozo de papel higiénico cuando sonó el teléfono.
—El señor Higgs por la línea uno —le comunicó su secretaria.
—Dígale que estoy reunido. —Matt se balanceó en la silla y le guiñó un ojo a Fletcher.
—Pregunta cuándo estará disponible.
—Después de que los bancos cierren el viernes.