—Lucy.
—¿Qué opinas de Ruth o Martha?
—Podemos ponerle los tres nombres —contestó Fletcher—, cosa que hará felices a nuestras madres, pero la llamaremos Lucy. —Sonrió mientras colocaba cariñosamente a su hija en la cuna.
—¿Has pensado en algún momento dónde vamos a vivir? —le preguntó Annie—. No quiero que Lucy se críe en Nueva York.
—Estoy de acuerdo. —Fletcher le hizo cosquillas a su hija debajo de la barbilla—. Hablé del tema con Matt Cunliffe y me comentó que él se enfrentó al mismo problema cuando entró en la firma.
—¿Qué nos recomienda Matt?
—Me aconsejó tres o cuatro ciudades pequeñas en New Jersey que están a menos de una hora de tren de la estación Grand Central. Así que he pensado que bien podríamos dedicar un largo fin de semana a ver si hay alguna zona en particular que nos interese.
—Supongo que al principio tendremos que optar por una vivienda de alquiler —opinó Annie—, hasta haber ahorrado lo suficiente para comprarnos una casa.
—El alquiler está descartado, ya que la firma prefiere que nos compremos una casa.
—Me parece muy bien que la firma opine, pero comprarnos una casa ahora mismo es algo absolutamente fuera de nuestras posibilidades.
—Por lo visto eso tampoco es ningún problema —le informó Fletcher—. Alexander Dupont y Bell nos dará un crédito sin intereses para pagar la casa.
—Es muy generoso de su parte —replicó Annie—, pero conociendo a Bill Alexander, tiene que haber algún motivo oculto.
—Claro que lo hay, no es ningún secreto. Te liga a la firma. Alexander Dupont y Bell está muy orgullosa de ser la firma donde hay menos cambios entre sus empleados de todos los despachos de abogados en Nueva York. A mí me parece lógico que después de todo lo que invierten en la selección y luego en la formación, quieran tener la absoluta seguridad de que no te pases al enemigo.
—A mí me suena a unión forzosa —apuntó Annie. Guardó silencio un momento—. ¿Le has mencionado tus ambiciones políticas al señor Alexander?
—No, porque si lo hubiese hecho no habría pasado de la primera criba y en cualquier caso, ¿quién sabe qué pensaré al respecto dentro de dos o tres años?
—Sé exactamente cómo te sentirás —afirmó Annie— dentro de dos, diez o veinte años. Eres la mar de feliz cuando te presentas de candidato a lo que sea; nunca olvidaré que cuando a papá lo reeligieron para el Senado, tú eras el único que vivió el escrutinio con más nervios que él.
—Te ruego que nunca lo digas donde Matt Cunliffe te pueda escuchar —le dijo Fletcher con una sonrisa—, porque puedes estar segura de que Bill Alexander se enterará en menos de diez minutos; a la firma sencillamente no le interesa nadie que no esté comprometido en cuerpo y alma. Recuerda su lema: «Cada día es posible facturar veinticinco horas».
La voz de Nat, que hablaba por teléfono en la salita contigua, despertó a Su Ling. Se preguntó con quién podía estar hablando a esas horas de la mañana. Escuchó el clic cuando colgó el teléfono y un segundo más tarde su marido entró en el dormitorio.
—Quiero que te levantes y hagas las maletas, Pequeña Flor, porque nos marchamos de aquí dentro de una hora. —¿Qué…?
—Dentro de una hora.
Su Ling saltó de la cama y corrió al baño.
—Capitán Cartwright, ¿se me permite preguntar adónde me llevas? —gritó por encima del ruido de la ducha.
—Te será debidamente comunicado cuando estemos en el avión, señora Cartwright.
—¿En qué dirección? —preguntó mientras cerraba los grifos.
—Te lo diré cuando el avión haya despegado, no antes.
—¿Regresamos a casa?
—No —respondió Nat, sin más explicaciones.
Su Ling acabó de secarse y se concentró en el tema del vestuario. Nat se puso de nuevo al teléfono.
—Una hora no es nada para una chica —comentó Su Ling.
—Esa es precisamente la idea —contestó Nat y luego le preguntó al recepcionista si podían pedirle un taxi.
—Maldita sea —exclamó Su Ling, al ver la montaña de regalos—. No tengo dónde meter todas esas cosas.
Nat colgó el teléfono, se acercó al armario y sacó una maleta que su mujer no había visto antes.
—¿Gucci? —exclamó, sorprendida por la inesperada extravagancia de su esposo.
—No lo creo, por los diez dólares que pagué.
Su Ling se echó a reír mientras Nat volvía al teléfono.
—Necesito que envíe un botones y que me prepare la cuenta para cuando bajemos, ya que nos marchamos enseguida. —Hizo una pausa, escuchó la respuesta y luego dijo—: Diez minutos.
Se volvió justo en el momento en que Su Ling acababa de abotonarse la blusa. Recordó lo mucho que le había costado dormirse y su decisión de marcharse de Corea cuanto antes. Cada momento pasado en la ciudad solo serviría para recordarle…
En el aeropuerto, Nat aguardó pacientemente en la cola para recoger los billetes y le dio las gracias a la empleada por haber atendido su solicitud con rapidez y eficiencia. Su Ling había ido a pedir el desayuno mientras él facturaba el equipaje. Subió al restaurante en la primera planta, donde se encontró a su esposa sentada a una mesa en un rincón, muy entretenida en una charla con la camarera.
—No te he pedido nada —dijo en cuanto Nat se sentó—, porque como le comentaba a la camarera, después de una semana de matrimonio no tenía muy claro que fueras a aparecer.
Nat miró a la camarera.
—¿Diga, señor?
—Dos huevos fritos, beicon, patatas y café solo.
La camarera consultó la nota.
—Su esposa ya se lo ha pedido.
Nat se volvió para mirar a Su Ling.
—¿Adónde vamos? —le preguntó ella.
—Te enterarás cuando estemos en la puerta de embarque; si continúas incordiándome, no lo sabrás hasta que aterricemos.
—Pero… —comenzó a decir Su Ling.
—Si es necesario te vendaré los ojos —declaró Nat en el momento en que la camarera llegaba con la cafetera—. Ahora necesito hacerte algunas preguntas. —Vio cómo Su Ling se ponía tensa. Fingió no haberse dado cuenta. Durante algunos días tendría que evitar cierto tipo de comentarios porque era evidente que ella seguía preocupada por lo que había descubierto—. Recuerdo que le dijiste a mi madre que en cuanto Japón entrara en la revolución informática, se aceleraría notablemente todo el proceso tecnológico.
—¿Vamos a Japón?
—No, no vamos a Japón. —Esperó a que la camarera le sirviera el desayuno antes de añadir—: Ahora concéntrate, porque quizá tenga que confiar en tus conocimientos.
—Toda la industria está lanzada —opinó Su Ling—. Canon, Sony, Fujitsu ya han superado a los norteamericanos. ¿Por qué? ¿Te interesan las empresas de las nuevas tecnologías? En ese caso, tendrías que tener en cuenta…
—Ya veremos.
Nat escuchó atentamente un aviso que sonaba en los altavoces. Miró el importe del desayuno, lo pagó con el puñado de billetes coreanos que le quedaban y se levantó.
—Vamos a alguna parte, ¿no es así, capitán Cartwright? —preguntó Su Ling.
—Pues ahora que lo dices, yo sí. Acaban de dar el último aviso; por cierto, si tienes otros planes, te comunico que obran en mi poder los pasajes y los cheques de viaje.
—Vaya, ¿así que tengo que apechugar contigo? —Su Ling se bebió el café de un trago y miró los tableros electrónicos para saber cuáles eran las puertas de embarque correspondientes a las últimas llamadas. Había por lo menos una docena—. ¿Honolulú? —preguntó mientras alcanzaba a su marido.
—¿Para qué iba a querer yo llevarte a Honolulú? —replicó Nat.
—Para que nos tumbemos en la playa y hagamos el amor todo el día.
—No, vamos a un lugar donde durante el día podamos estar con mis viejas amantes y tú y yo hacer el amor por la noche.
—¿Saigón? —preguntó Su Ling, al ver que se iluminaba el nombre de otra ciudad en el tablero de salidas—. ¿Vamos a visitar los escenarios de los antiguos triunfos del capitán Cartwright?
—Dirección errónea —respondió Nat sin interrumpir su marcha hacia la puerta de salidas internacionales.
Después de presentar los billetes y los pasaportes, Nat no se detuvo en las tiendas libres de impuestos y se dirigió directamente hacia las puertas de embarque.
—¿Bombay? —aventuró Su Ling al ver que llegaban a la puerta de embarque número uno.
—No creo que encuentre a muchas de mis viejas amantes en la India —le aseguró Nat cuando dejaron atrás las puertas dos, tres y cuatro.
Su Ling continuó atenta a los destinos de cada puerta de embarque.
—¿Singapur, Manila, Hong Kong?
—No, no y no —repitió Nat mientras pasaban por las puertas once, doce y trece.
Su Ling permaneció callada. Bangkok, Zurich, París y Londres pasaron al olvido antes de que Nat se detuviera en la puerta veintiuno.
—¿Viaja con nosotros a Roma y Venecia, señor? —le preguntó la encargada del mostrador de Pan Am.
—Sí. Somos el señor y la señora Cartwright —confirmó Nat a la empleada al tiempo que le entregaba las tarjetas de embarque. Acto seguido, miró a su esposa.
—¿Sabes una cosa, señor Cartwright? —comentó Su Ling—. Eres un hombre muy especial.
Durante los siguientes cuatro fines de semana, Annie perdió la cuenta del número de casas en venta que habían visitado. Algunas eran demasiado grandes, otras demasiado pequeñas, las había en vecindarios que no les gustaban, y cuando estaba en el vecindario adecuado, sencillamente no podían pagar el precio que les pedían, ni siquiera con la ayuda de Alexander Dupont y Bell. Entonces, un domingo por la tarde, encontraron exactamente lo que buscaban en Ridgewood; a los diez minutos de entrar en la casa ya se habían hecho un gesto de mutuo asentimiento a escondidas del empleado de la agencia inmobiliaria. Annie telefoneó inmediatamente a su madre.
—Es una auténtica maravilla —le comentó, entusiasmada—. Está en un barrio tranquilo con más iglesias que bares y más escuelas que cines; hasta tiene un río que cruza el centro de la ciudad.
—¿Cuánto piden por ella? —quiso saber Martha.
—Un poco más de lo que estamos dispuestos a pagar, pero el vendedor espera la llamada de mi agente Martha Gates; si tú no eres capaz de conseguir que baje el precio, mamá, no creo que nadie más pueda hacerlo.
—¿Has seguido mis instrucciones? —le preguntó Martha.
—Al pie de la letra. Le dije al agente que ambos éramos maestros, porque tú dijiste que siempre les suben los precios a los abogados, banqueros y médicos. No pareció hacerle mucha gracia.
Fletcher y Annie dedicaron el resto de la tarde a pasear por la ciudad, mientras rezaban para que Martha pudiera conseguirles una rebaja en el precio, porque incluso la estación les quedaba muy cerca de la casa.
Después de cuatro largas semanas de negociaciones, Fletcher, Annie y Lucy Davenport pasaron su primera noche en su nueva casa en Ridgewood, New Jersey, el 1 de octubre de 1974. No habían acabado de cerrar la puerta cuando Fletcher preguntó:
—¿Crees que podrías dejar a Lucy con tu madre durante un par de semanas?
—No me importa en absoluto tenerla mientras acabamos de poner la casa en condiciones —respondió Annie.
—No era eso precisamente lo que tenía pensado. Creo que ha llegado el momento de disfrutar de unas vacaciones, una segunda luna de miel.
—Pero…
—Nada de peros. Haremos algo que siempre has querido hacer: iremos a Escocia y buscaremos los rastros de nuestros antepasados: los Davenport y los Gates.
—¿Para cuándo tienes pensada la partida? —le preguntó Annie.
—Nuestro avión sale mañana por la mañana a las once.
—Señor Davenport, no eres de esos que les dan mucho margen a las chicas, ¿no es así?
—¿Se puede saber qué estás tramando? —le preguntó Su Ling, inclinada sobre su marido, que estaba concentrado en la lectura de las páginas de información financiera del Asian Business News.
—Estudio las fluctuaciones en el mercado de divisas durante el año pasado —contestó Nat.
—¿Es ahí donde Japón encaja en la fórmula? —quiso saber Su Ling.
—Por supuesto. El yen es la única moneda importante que en los últimos diez años ha incrementado consistentemente su valor frente al dólar y varios economistas afirman que la tendencia continuará en el futuro. Sostienen que el yen sigue por debajo de su valor real. Si los expertos están en lo cierto, y tú no te equivocas en tus previsiones sobre la importancia cada vez mayor de Japón en el campo de las nuevas tecnologías, entonces creo haber dado con una buena inversión en un mundo inseguro.
—¿Este será el tema de tu tesis de final de carrera?
—No, aunque no es mala idea —respondió Nat—. Ahora lo que me interesa es hacer una pequeña inversión y si resulta que estoy en lo cierto, me embolsaré unos dólares todos los meses.
—Es un poco arriesgado, ¿no crees?
—Si esperas conseguir beneficios, siempre hay que contar con una parte de riesgo. El secreto está en eliminar todos los elementos que puedan contribuir a que el riesgo sea mayor. —Su Ling no pareció muy convencida—. Te diré lo que pienso. En la actualidad cobro cuatrocientos dólares todos los meses como capitán del ejército. Si yo los invierto y compro yenes a la cotización de hoy, podré venderlos dentro de doce meses, y si la cotización dólar-yen continúa con la misma tendencia alcista de los últimos siete años, obtendré una ganancia que oscilará entre los cuatrocientos y los quinientos dólares.
—¿Qué pasa si se invierte la tendencia? —preguntó Su Ling.
—Es algo que no ha ocurrido en los últimos siete años.
—Pero ¿y si ocurre?
—Habré perdido un mes de sueldo, o sea, cuatrocientos dólares.
—Prefiero tener un cheque garantizado todos los meses.
—No se puede crear capital con los ingresos que se cobran —la contradijo Nat—. La mayoría de las personas viven muy por encima de sus posibilidades y el ahorro único que hacen es en forma de seguros de vida o en bonos, dos cosas que pueden acabar desvalorizadas por la inflación. Pregúntaselo a mi padre.
—¿Para qué necesitas todo ese dinero? —preguntó la muchacha.
—Para mis amantes —contestó Nat.
—¿Se puede saber dónde están todas esas amantes?
—La mayoría de ellas están en Italia, pero otras me esperan en las grandes capitales del mundo.
—En ese caso, ¿por qué vamos a Venecia?
—También vamos a Florencia, Milán y Roma. Cuando las dejé, muchas estaban desnudas; una de las cosas que más me gusta de ellas es que no envejecen, si bien se agrietan un poco si están demasiado tiempo al sol.
—Son muy afortunadas —opinó Su Ling—. ¿Tienes alguna que sea tu favorita?
—No, la verdad es que soy bastante promiscuo, aunque si me viera forzado a nombrar una, confieso que hay una dama en Florencia que vive en un pequeño palacio a la que adoro, y que no veo la hora de reencontrarme con ella.
—Por una de esas casualidades, ¿no será una virgen? —inquirió Su Ling.
—Eres muy lista.
—¿Se llama María?
—Me has pillado, aunque hay muchas otras Marías en Italia.
—La adoración de los Reyes Magos, Tintoretto.
—No.
—¿Bellini, Madre e hijo?
—No, todavía viven en el Vaticano.
Su Ling guardó silencio durante unos momentos, cuando la azafata les avisó que se abrocharan los cinturones.
—¿Caravaggio?
—¡Muy bien! La dejé en el palacio Pitti, en la pared derecha de la galería del tercer piso. Prometió que me sería fiel hasta mi regreso.
—Pues allí se quedará, porque una amante de su calibre te costaría mucho más de cuatrocientos dólares mensuales; además, si todavía mantienes la ilusión de meterte en política, no te podrás permitir ni el lujo de pagar el marco.
—No me meteré en política hasta que no pueda permitirme comprar toda la galería —le aseguró Nat.
Annie comenzó a entender por qué los británicos se mostraban tan despectivos con los turistas norteamericanos que pretendían visitar Londres, Oxford, Blenheim y Stratford en tres días. No le ayudó a mostrarse más comprensiva con sus compatriotas cuando vio a las manadas de turistas que bajaban de los autocares en Stratford, ocupaban sus asientos en el Royal Shakespeare Theatre y luego se marchaban en el entreacto, para ser reemplazados por otra oleada de turistas de la misma nacionalidad. Annie no lo hubiese creído posible de no haber sido que al volver a su asiento después del entreacto se dio cuenta de que las dos filas que tenía delante estaban ocupadas por personas distintas, aunque eso sí, el acento era el mismo. Se preguntó si los que asistían al segundo acto informarían a los espectadores del primero qué les había sucedido a Rosencrantz y Guildenstern, o si el autocar ya se los había llevado de regreso a Londres.
Se sintió menos culpable después de pasar diez plácidos días en Escocia. Disfrutaron de su estancia en Edimburgo, donde se celebraba el festival de teatro, y pudieron escoger entre Marlowe, Mozart, Orton o Pinter. Sin embargo, para ambos lo más bonito de su viaje fue el recorrido por la costa. La belleza de los paisajes les quitó el aliento y llegaron a la conclusión de que no había nada parecido en todo el mundo.
En Edimburgo, intentaron rastrear el linaje de los Gates y los Davenport, pero lo único que consiguieron fue un gráfico de los clanes a todo color y una falda con el feo tartán de los Davenport, que Annie dudó que volviera a vestir en cuanto regresaran a Estados Unidos.
Fletcher se quedó dormido a los pocos minutos de que el avión que los llevaría a Nueva York despegó del aeropuerto de Edimburgo. Cuando se despertó, el sol que había visto desaparecer por un lado de la cabina aún no había aparecido por el otro. Cuando el avión comenzó el descenso para aterrizar en las pistas de Idlewild —Annie no se acostumbraba a llamarlo JFK—, Annie solo pensaba en ver a su hija, mientras que Fletcher esperaba con ansia su primer día de trabajo en Alexander Dupont y Bell.
Nat y Su Ling regresaron exhaustos de Roma, pero el cambio de planes había resultado un éxito rotundo. Su Ling se había relajado más y más con el paso de los días, hasta tal punto que durante la segunda semana, ninguno de los dos volvió a mencionar Corea. En el vuelo de regreso decidieron que le dirían a la madre de Su Ling que habían pasado la luna de miel en Italia. Tom sería el único que se sentiría intrigado por el cambio.
Mientras Su Ling dormía, Nat se entretuvo una vez más con la lectura de las cotizaciones del mercado de divisas en las páginas del International Herald Tribune y el Financial Times de Londres. La tendencia se mantenía: una leve bajada, un pequeño repunte, seguido de una nueva bajada, pero el gráfico a largo plazo señalaba siempre la ascensión del yen y el descenso del dólar. Esto también era válido en la cotización del yen frente al marco, la libra y la lira, así que Nat decidió continuar la investigación para averiguar cuál de los cambios presentaba mayor disparidad. En cuanto estuvieran de regreso en Boston hablaría con el padre de Tom; sin duda era preferible utilizar el departamento de cambio de divisas del banco Russell que confiar sus planes a una persona desconocida.
Nat miró a su esposa dormida y le agradeció para sus adentros la idea de que podía utilizar la compraventa de divisas como tema de su tesis de final de carrera. Su estancia en Harvard había pasado muy deprisa y comprendió que no podía posponer una decisión que podía afectar al futuro de ambos. Ya habían discutido las tres opciones posibles: podía buscar un trabajo en Boston para que Su Ling continuara en Harvard, pero tal como ella le había señalado, limitaría sus horizontes; podía aceptar la oferta del señor Russell y unirse a Tom en un gran banco en una ciudad pequeña, pero eso coartaría seriamente sus perspectivas de futuro, o podía buscar trabajo en Wall Street y averiguar si era capaz de sobrevivir entre los grandes.
Su Ling no tenía ninguna duda respecto a cuál de las tres opciones le interesaría más y aunque todavía les quedaba algún tiempo para decidir su futuro, ya se había puesto en comunicación con sus contactos en Columbia.