N at se volvió para mirar a Su Ling, que caminaba lentamente hacia él, y recordó el día que se conocieron. Él la persiguió colina abajo y cuando ella se dio la vuelta, Nat se quedó sin respiración.
—¿Tienes idea de lo afortunado que eres? —le susurró Tom.
—¿Podrías hacer el favor de concentrarte en tu trabajo? A ver, ¿dónde está el anillo?
—¿El anillo? ¿Qué anillo? —Nat miró a su padrino—. Diablos, sabía que tenía que traer algo conmigo —susurró Tom con verdadera desesperación—. ¿Podríais entretenerlos un poco mientras voy a casa a buscarlo?
—¿Quieres que te estrangule aquí mismo? —replicó Nat, con una amplia sonrisa.
—Sí, por favor —respondió Tom, con la mirada puesta en Su Ling, que seguía su marcha—. Que la visión de ella sea mi último recuerdo de este mundo.
Nat volvió su atención a la novia y ella le dedicó la sonrisa que él recordaba claramente del día en que la muchacha entró en el restaurante para su primera cita. Su Ling se colocó a su lado, con la cabeza ligeramente inclinada, y ambos esperaron a que el sacerdote comenzara la ceremonia. Nat pensó en la decisión que habían tomado al día siguiente de las elecciones, comprendió que nunca la lamentaría. ¿Qué razón tenía para postergar la carrera de Su Ling solo por tener otra opción para conseguir ser el representante del claustro de estudiantes? La idea de repetir las elecciones durante la primera semana del siguiente semestre, de tener que pedirle a Su Ling que esperara otro año si él fracasaba, le había señalado claramente el camino que debía seguir. El sacerdote miró a los reunidos.
—Queridos hermanos…
Cuando Su Ling le había explicado al profesor Mullden que se iba a casar y que su futuro marido estudiaba en la Universidad de Connecticut, las autoridades universitarias no vacilaron en ofrecerle a Nat la oportunidad de seguir adelante con sus estudios en Harvard. Ya estaban al corriente de la hoja de servicios de Nat en Vietnam y de sus éxitos en el equipo de corredores, pero fueron sus notas las que inclinaron la balanza. No acababan de entender por qué no se había matriculado en Yale, ya que según la oficina de admisiones no había presentado la solicitud.
—¿Aceptas a esta mujer como tu legítima esposa?
Nat quería gritar el «sí, quiero», pero se contuvo y respondió en voz baja:
—Sí, quiero.
—¿Aceptas a este hombre como tu legítimo esposo?
—Sí, quiero —contestó Su Ling, con la cabeza inclinada.
—Puedes besar a la novia —dijo el sacerdote.
—Creo que se refiere a mí —exclamó Tom y se adelantó.
Nat abrazó a Su Ling y la besó, al tiempo que le propinaba un puntapié a Tom en la espinilla.
—¿Esto es lo que recibo después de tantos años de sacrificios? Bueno, al menos ahora es mi turno.
Nat se volvió rápidamente y abrazó a Tom, en medio de las carcajadas de los asistentes.
Tom tenía toda la razón, se dijo Nat. Ni siquiera le había hecho un reproche cuando se negó a presentar la apelación ante la junta electoral, aunque Nat sabía muy bien que Tom estaba seguro de su victoria si se repetían las elecciones. A la mañana siguiente, el señor Russell le había llamado para ofrecerle su casa para el banquete de boda. ¿Cómo podría pagarles nunca tantas atenciones?
—Quedas advertido —le dijo Tom—. Papá espera que entres a trabajar en el banco en cuanto obtengas la licenciatura en Harvard Business School.
—Puede que esa sea la mejor oferta de empleo que reciba.
Los recién casados se volvieron para mirar a sus familiares y amigos. Susan no hizo el menor esfuerzo por ocultar las lágrimas, mientras Michael reventaba de orgullo. La madre de Su Ling se adelantó para sacar una foto de los jóvenes en sus primeros momentos como marido y mujer.
Nat no recordó gran cosa de la recepción, excepto que el señor y la señora Russell le habían tratado como si fuese su propio hijo. Fue de mesa en mesa y tuvo un agradecimiento especial para aquellos que habían venido de muy lejos para asistir a la boda. Hasta que no escuchó el repicar de las cucharillas contra las copas para pedir silencio no comprobó si llevaba el discurso en el bolsillo.
Ocupó rápidamente su lugar en la mesa de honor en el momento que Tom se levantaba para dirigirse a los invitados. El padrino comenzó explicando por qué la recepción se celebraba en su casa.
—No olviden que le propuse matrimonio a Su Ling mucho antes de que lo hiciera el novio, aunque inexplicablemente en esta ocasión ella se mostró dispuesta a aceptar al segundón.
Nat le dedicó una sonrisa a Abigail, la tía de Tom, que había viajado desde Boston para asistir a la boda, mientras los invitados aplaudían. A veces se preguntaba si las bromas de Tom referentes a su amor por Su Ling no delataban la realidad de sus verdaderos sentimientos. Miró a su padrino y recordó cómo, al llegar tarde —gracias, mamá—, se había sentado junto a un niño lloroso en el extremo de la fila en su primer día de escuela en Taft. Pensó en lo afortunado que era por tener un amigo como él y rogó que no pasara mucho tiempo antes de que pudiera hacer por él el mismo servicio.
Tom agradeció los fuertes aplausos de la concurrencia mientras cedía su lugar al novio.
Nat inició su discurso con un agradecimiento especial a los padres de Tom por su generosidad al permitirles utilizar su maravillosa casa para la recepción. Dio las gracias a su madre por su sabiduría y a su padre por su belleza, cosa que provocó las carcajadas y los aplausos de los invitados.
—Por encima de todo, quiero dar las gracias a Su Ling, por haber seguido el camino equivocado, y a mis padres por haberme educado de una manera que me llevó a seguirla para advertirle que estaba cometiendo un error.
—El error más grande que cometió fue seguirte de regreso hasta lo alto de la colina —intervino Tom.
Nat esperó a que se acallaran las carcajadas antes de seguir hablando.
—Me enamoré de Su Ling en el momento en que la vi, un sentimiento que evidentemente ella no compartía, pero como ya os he dicho, he sido agraciado con la belleza de mi padre. Permítanme que acabe invitándoles a nuestra fiesta de las bodas de oro el once de julio de dos mil veinticuatro. —Guardó silencio un momento—. Solo aquellos que hayan tenido la osadía de morirse antes de la fecha quedarán excusados. —Levantó la copa—. Por mi esposa, Su Ling.
En cuanto Su Ling abandonó la fiesta para ir a cambiarse, Tom le preguntó a Nat cuál era el destino elegido para la luna de miel.
—Corea —susurró Nat—. Tenemos la intención de visitar el pueblo donde nació Su Ling y ver si podemos dar con algún miembro de su familia. Por favor, no se lo digas a la madre de Su Ling. Queremos darle una sorpresa a nuestro regreso.
Trescientos invitados se reunieron en el porche delante de la casa para aplaudir mientras el coche que llevaba a los recién casados emprendía el camino hacia el aeropuerto.
—Me pregunto dónde pasarán la luna de miel —dijo la madre de Su Ling.
—No tengo ni la menor idea —respondió Tom.
Fletcher abrazó a Annie. Había pasado un mes desde el entierro de Harry Robert y ella continuaba culpándose por lo sucedido.
—Sencillamente no es justo —le dijo Fletcher—. Si hay alguien a quien echarle las culpas, entonces soy yo. Mira la presión que tuvo que soportar Joanna cuando dio a luz; sin embargo, no le afectó en lo más mínimo.
Pero Annie no se consolaba. El médico que la atendía le comentó a Fletcher cuál era la manera más rápida de solucionar el problema y al joven le pareció perfecta.
Annie se recuperaba poco a poco con el paso de los días; su principal interés era dar a su marido todo el apoyo posible para que fuera el primero de su promoción.
—Se lo debes a Karl Abrahams —le recordó—. Te ha dedicado mucho tiempo y solo hay un modo de saldar la deuda.
Ayudó a su marido a trabajar día y noche durante las vacaciones de verano antes de que comenzara el último curso. Se convirtió en su ayudante e investigadora mientras él continuaba siendo su amante y amigo. Annie solo se negó a seguir su consejo cuando Fletcher insistió en que ella debía acabar sus estudios.
—No —respondió Annie—. Quiero ser tu esposa y, si Dios quiere, con el tiempo…
De nuevo en Yale, Fletcher comprendió que no podía retrasar mucho más la búsqueda de un empleo. Varias firmas ya le habían invitado a una entrevista, y una o dos habían llegado a ofrecerle empleo, pero Fletcher no quería ir a trabajar a Dallas, Denver, Phoenix o Pittsburgh. No obstante, a medida que transcurrían las semanas y seguía sin tener noticias de Alexander Dupont y Bell, comenzó a perder las esperanzas y llegó a la conclusión de que si aún confiaba en recibir una oferta para trabajar en una de las grandes firmas necesitaría asistir a una infinidad de entrevistas.
Jimmy ya había enviado más de cincuenta cartas y hasta el momento solo había recibido tres respuestas; en ninguna de ellas le ofrecían trabajo. Él sí hubiese aceptado ir a Dallas, Denver, Phoenix o Pittsburgh de no haber sido por Joanna. Annie y Fletcher se pusieron de acuerdo en las ciudades en las que les gustaría vivir y luego ella hizo algunas averiguaciones sobre las principales firmas en los respectivos estados. Juntos redactaron una carta de presentación, hicieron cincuenta copias y las enviaron en el primer día del curso.
Cuando Fletcher fue a su primera clase, se encontró con una carta en su casillero.
—Vaya, sí que ha sido rápido —comentó Annie—. No hace ni una hora que enviamos las nuestras.
Fletcher se echó a reír pero sus carcajadas cesaron bruscamente cuando vio el matasellos. La abrió sin más dilación. El sencillo encabezamiento en letras en relieve negras correspondía a Alexander Dupont y Bell. Por supuesto, la muy prestigiosa firma neoyorquina siempre comenzaba la ronda de entrevistas a los aspirantes durante el mes de marzo. ¿Por qué iban a actuar de otra manera en el caso de Fletcher Davenport?
No dejó de trabajar a fondo durante los largos meses de invierno anteriores a la entrevista, pero así y todo tenía motivos para sentirse aprensivo cuando finalmente emprendió el viaje a Nueva York. Fletcher se apeó del tren en la estación Grand Central y de inmediato se sintió desconcertado al escuchar las voces de personas que hablaban en un centenar de idiomas, así como por la rapidez con la que caminaban todos. Era algo que no había visto en ninguna otra ciudad. Durante todo el trayecto en taxi hasta la calle Cincuenta y cuatro no hizo otra cosa que mirar a través de la ventanilla abierta y disfrutar de un olor que era atributo exclusivo de la ciudad.
El taxi se detuvo delante de un rascacielos de cristal de setenta y dos plantas, y Fletcher comprendió en aquel mismo instante que no quería trabajar en ninguna otra parte. Se entretuvo en la planta baja durante unos minutos, poco dispuesto a estar encerrado en una sala de espera con los otros aspirantes. Por fin se metió en el ascensor que lo llevó hasta el piso treinta y seis, donde la recepcionista trazó una cruz junto a su nombre en una lista. Luego le entregó una hoja de papel con el horario de las entrevistas que le ocuparían el resto del día.
La primera fue con el socio principal, Bill Alexander, y a Fletcher le pareció que había ido bien, aunque Alexander no había demostrado el mismo interés del que había hecho gala en la fiesta de Karl Abrahams. Sin embargo, le preguntó por Annie y le manifestó su sincero deseo de que se recuperara del todo de la pérdida de Harry Robert. También había quedado claro durante la entrevista que Fletcher no era el único entrevistado: en la lista que el señor Alexander tenía en la mesa había seis nombres.
Fletcher pasó otra hora con tres socios especialistas en su campo: derecho penal. Al finalizar la última entrevista, le invitaron a comer en el comedor de la firma. Fue su primer contacto con los otros cinco aspirantes y la conversación le dejó claro a lo que se enfrentaba. No pudo menos de preguntarse cuántos días había reservado la firma para entrevistar a los aspirantes.
Sin embargo, no sabía que el bufete Alexander Dupont y Bell había realizado un riguroso proceso de selección meses antes de invitar a cualquiera de los aspirantes a una entrevista y que él había acabado entre los seis finalistas, gracias a las recomendaciones y sus notas. Tampoco se dio cuenta de que solo uno, o quizá dos, recibirían una propuesta en firme. Como ocurre con los buenos vinos, había años en que no seleccionaban a nadie, sencillamente porque no había sido una buena cosecha.
Por la tarde continuó con las entrevistas; llegó un momento en que creyó haber fracasado en todo y que tendría que empezar el largo periplo de asistir a las entrevistas que le habían ofrecido en respuesta a sus cartas.
—Antes de final de mes me comunicarán si he pasado a la siguiente ronda —le dijo a Annie, que le esperaba en la estación—, pero no por eso dejaremos de enviar cartas, aunque ya no quiero trabajar en ninguna otra parte que no sea en Nueva York.
Annie continuó con el interrogatorio durante el trayecto a su hogar, porque quería enterarse de todos los detalles. Se emocionó al saber que Bill Alexander la recordaba y agradeció que hubiese tenido el detalle de averiguar el nombre de su difunto hijo.
—Quizá tendrías que habérselo dicho —comentó Annie mientras aparcaba el coche.
—¿Decirle qué? —replicó Fletcher.
—Que vuelvo a estar embarazada.
A Nat le encantó el bullicio y la frenética actividad de Seúl, una ciudad dispuesta a dejar atrás todos los recuerdos de la guerra. Los rascacielos se levantaban en todas las esquinas, mientras lo viejo y lo nuevo intentaban vivir en armonía. Se sintió impresionado por el potencial de una fuerza de trabajo inteligente y bien preparada que sobrevivía con unos salarios que eran una cuarta parte de lo que sería aceptable en su país. Su Ling tomó buena nota del papel todavía sumiso de las mujeres dentro de la sociedad coreana y agradeció para sus adentros que su madre hubiese tenido el coraje y la previsión de emigrar a Estados Unidos.
La pareja alquiló un coche para tener la libertad de ir de pueblo en pueblo a su aire. En cuanto se alejaron unos kilómetros de la capital, lo primero que les llamó la atención fue el rápido cambio en el estilo de vida. Después de recorrer doscientos kilómetros, habían viajado cien años en el pasado. Los modernos rascacielos habían sido reemplazados por sencillas casas de madera y los habitantes se movían con una calma que nada tenía que ver con el bullicio y la frenética actividad de Seúl.
La madre de Su Ling le había hablado muy poco de su infancia en Corea, pero así y todo la muchacha sabía cuál era el pueblo donde había nacido y el nombre de su familia. También sabía que dos de sus tíos habían muerto durante la guerra y por tanto cuando llegaron a Kaping, que según la guía tenía una población de 7303 habitantes, Su Ling no se hacía muchas ilusiones de encontrar a alguien que recordara a su madre.
Su Ling Cartwright comenzó la búsqueda en el ayuntamiento, donde llevaban un registro de los ciudadanos. Tampoco era una ayuda que de los 7303 habitantes, más de mil se apellidaran Peng, el apellido de soltera de su madre. Sin embargo, la empleada de la recepción, que también se llamaba Peng, informó a Su Ling de que su tía abuela, que tenía más de noventa años, proclamaba conocer todas las ramas familiares y que si ella quería conocerla no tendría ningún inconveniente en concertar una cita. Su Ling le agradeció el ofrecimiento y quedó en volver más tarde.
Volvió por la tarde y le dijeron que Ku Sei Peng estaría encantada de tomar el té con ella al día siguiente. La recepcionista se disculpó antes de explicarle cortésmente que el marido norteamericano de Su Ling no estaba incluido en la invitación.
A la noche siguiente, Su Ling regresó al hotelito donde estaban alojados con una hoja de papel y una sonrisa feliz.
—Hemos viajado hasta aquí solo para que nos digan que debemos volver a Seúl —comentó.
—¿Cómo es eso? —le preguntó Nat.
—Pues muy sencillo. Ku Sei Peng recuerda que mi madre se marchó del pueblo para ir a buscar trabajo en la capital y no regresó aquí nunca más. Pero su hermana menor, Kai Pai Peng, todavía vive en Seúl y Ku Sei me ha facilitado las señas.
—Así que de vuelta a la capital —dijo Nat.
El joven llamó a recepción para comunicar que se marchaban de inmediato. Llegaron a Seúl poco antes de la medianoche.
—Creo que lo más prudente es que vaya a verla sola —opinó Su Ling a la mañana siguiente mientras desayunaban—. Quizá no quiera decir gran cosa si se entera de que me he casado con un norteamericano.
—Por mí no hay ningún inconveniente —replicó Nat—. Confiaba en poder ir al mercado que hay al otro lado de la ciudad; estoy buscando una cosa en particular.
—¿De qué se trata? —preguntó Su Ling.
—Espera y lo sabrás.
Nat cogió un taxi para ir al barrio de Kiray y dedicó el día a recorrer uno de los mercados más grandes del mundo; había centenares de tenderetes que ofrecían toda clase de productos: relojes Rolex, perlas cultivadas, bolsos Gucci, perfumes de Chanel, pulseras de Cartier y joyas de Tiffany. No hizo el menor caso de los vendedores que intentaban atraer su atención para ofrecerle sus artículos con la promesa de que sus precios eran los más baratos, porque no tenía manera de saber si el producto que le ofrecían era una imitación o no.
Regresó al hotel cuando anochecía, agotado de tanto caminar y cargado con seis bolsas llenas de regalos para su esposa. Subió en el ascensor hasta el tercer piso y cuando entró en la habitación, rogó para que Su Ling ya hubiese regresado de visitar a su tía abuela. En el momento de cerrar la puerta, le pareció escuchar un llanto. Se quedó inmóvil. El inconfundible sonido provenía del dormitorio.
Nat dejó caer las bolsas al suelo, cruzó la habitación en un par de zancadas y abrió la puerta del dormitorio. Su Ling estaba hecha un ovillo en la cama y lloraba desconsoladamente. El joven se quitó la chaqueta y los zapatos, se acostó junto a Su Ling y la abrazó.
—¿Qué ha pasado, Pequeña Flor? —le preguntó, mientras le acariciaba el cabello.
Su Ling no le respondió. Nat la estrechó contra su pecho, consciente de que ella se lo diría cuando lo considerara oportuno.
Nat se levantó para cerrar las cortinas en cuanto oscureció y en la calle comenzaron a encenderse las luces de neón. Luego se sentó al lado de su esposa y le cogió la mano.
—Siempre te querré —declaró Su Ling, sin mirarlo.
—Yo también te amaré mientras viva —replicó Nat, y la abrazó una vez más.
—¿Recuerdas que en nuestra noche de bodas prometimos no tener secretos entre nosotros? Pues bien, en cumplimiento de la promesa ahora debo decirte lo que he averiguado esta tarde.
Nat nunca había visto semejante expresión de tristeza en el rostro de Su Ling.
—Nada que hayas podido averiguar conseguirá disminuir mi amor —afirmó, en un intento por consolarla.
Su Ling abrazó a su marido y apoyó la cabeza en su pecho, como si quisiera evitar que sus miradas se encontraran.
—Esta mañana fui a ver a mi tía abuela. Recordaba muy bien a mi madre y me explicó sus razones para marcharse del pueblo y venir a reunirse con ella aquí.
Mientras continuaba abrazada a Nat, Su Ling le repitió todo lo que Kai Pai le había dicho. Cuando acabó el relato, se apartó un poco y finalmente miró a su marido.
—¿Todavía te ves capaz de amarme ahora que sabes la verdad? —le preguntó.
—No creo posible que pueda amarte más de lo que ya te amo y solo puedo imaginar el coraje que has necesitado para compartir esta información conmigo. —Nat se calló un momento—. Solo fortalecerá un vínculo que ya nadie será capaz de romper.
—No creo que sea prudente que vaya contigo —opinó Annie.
—Pero tú eres mi mascota de la suerte y…
—… y el doctor Redpath dice que no sería prudente.
Fletcher aceptó muy a su pesar que tendría que hacer solo el viaje a Nueva York. Annie estaba en el séptimo mes de embarazo y aunque no había surgido ninguna complicación, él nunca discutía con el médico.
Estaba encantado con la invitación para una segunda entrevista en Alexander Dupont y Bell y se preguntó cuántos de los aspirantes habrían recibido la misma invitación. Tenía claro que Karl Abrahams lo sabía, aunque el profesor no soltaba prenda.
En cuanto se apeó del tren en la estación Penn, cogió un taxi para ir a la calle Cincuenta y cuatro y entró en el inmenso vestíbulo del rascacielos veinte minutos antes de la hora. Le habían contado que en una ocasión uno de los aspirantes había llegado tres minutos tarde, así que no se molestaron en recibirlo.
Subió en el ascensor hasta el piso treinta y seis, donde una de las recepcionistas le acompañó hasta una amplia sala que rivalizaba en lujo con el despacho del socio principal. No vio a nadie más y se preguntó si eso era una buena señal, pero unos pocos minutos antes de las nueve entró otro aspirante, que le obsequió con una sonrisa.
—Hola, soy Logan Fitzgerald. —Le tendió la mano—. Escuché tu discurso en el debate de los alumnos de primero en Yale. Fue una disertación brillante, aunque personalmente no estaba de acuerdo ni con una sola de tus palabras.
—¿Tú estudiabas en Yale?
—No. Había ido a visitar a mi hermano. He estudiado en Princeton y supongo que ambos sabemos por qué estamos aquí.
—¿Cuántos crees que seremos? —preguntó Fletcher.
—Por la hora que es, me parece que solo quedamos tú y yo. Por tanto, solo puedo desearte buena suerte.
—Estoy seguro de que lo dices de todo corazón —afirmó Fletcher, con una sonrisa.
Se abrió la puerta y entró una mujer que Fletcher recordaba como la secretaria del señor Alexander.
—Caballeros…, si quieren tener la bondad de acompañarme.
—Muchas gracias, señora Townsend —dijo Fletcher, cuyo padre le había recomendado que jamás olvidara el nombre de una secretaria; después de todo, pasaban más tiempo con sus jefes que sus esposas.
Los dos aspirantes la siguieron y Fletcher se preguntó si era posible que Logan compartiese su nerviosismo. Se fijó en los nombres de los socios escritos en letras doradas en las puertas de los despachos a ambos lados del largo pasillo. El de William Alexander aparecía en la última puerta antes de la sala de conferencias.
La señora Townsend llamó discretamente a la puerta, la abrió y luego se apartó para dejar paso a los dos jóvenes. Los veinticinco hombres y tres mujeres que ya estaban en la sala se pusieron de pie y comenzaron a aplaudir.
—Por favor, tomen asiento —dijo Bill Alexander, en cuanto se acallaron los aplausos—. Permítanme que sea el primero en felicitarles a ambos por tener la oportunidad de unirse a Alexander Dupont y Bell, pero tengan presente una cosa: la próxima vez que escuchen los aplausos de sus colegas será cuando se les proponga ser socios, lo que no ocurrirá hasta dentro de siete años. Durante el transcurso de la mañana, tendrán entrevistas con los diferentes miembros del comité ejecutivo, quienes responderán a todas sus preguntas. Fletcher, usted ha sido asignado a Matthew Cunliffe, quien dirige nuestra sección de asuntos penales, mientras que usted, Logan, estará a las órdenes de Graham Simpson, que lleva la sección de fusiones y compras. A las doce y media se reunirán con los socios para comer.
La comida resultó una pausa muy agradable después del duro proceso de las entrevistas; los socios dejaron de comportarse como mister Hyde y volvieron a ser el doctor Jekyll. Eran los personajes que interpretaban todos los días con los clientes y los adversarios.
—Me dicen que ustedes dos serán los primeros de su promoción —comentó Bill Alexander, después de que sirvieran el plato fuerte; no habían servido un primero ni tampoco bebidas, excepto agua mineral—. Confío en que así será, porque aún no he decidido los despachos que tendrán.
—¿Qué pasará si alguno de los dos no lo consigue? —preguntó Fletcher, inquieto.
—En ese caso, pasarán el primer año en el departamento de mensajería, dedicados a llevar la correspondencia a las otras firmas de abogados. —El señor Alexander se calló un momento—. A pie.
Nadie se rio y Fletcher pensó para sus adentros que quizá lo decía de verdad. El socio principal iba a decir algo más, cuando llamaron a la puerta y su secretaria asomó la cabeza.
—Tiene una llamada por la línea tres, señor Alexander.
—Ordené que no me pasaran ninguna llamada, señora Townsend.
—Es muy urgente, señor.
Bill Alexander cogió el teléfono y su expresión agria dio paso a una amplia sonrisa mientras escuchaba con atención.
—Se lo haré saber. Muchas gracias —dijo, y colgó—. Permítame que sea el primero en felicitarlo, Fletcher —manifestó el socio principal. Fletcher se sintió intrigado porque sabía que las notas finales no se harían públicas hasta al cabo de una semana—. Acaba usted de ser el feliz padre de una niña. Madre e hija están perfectamente. Desde el momento que la vi, supe que esa muchacha es la clase de mujer que valoramos muchísimo en Alexander Dupont y Bell.