Nat se despertó a las cinco el día de las elecciones y reparó en que Su Ling ya estaba en la ducha. Releyó el horario que tenía en la mesilla de noche. Reunión con todo el equipo a las siete, seguida de una hora y media delante de las puertas del comedor para recibir y saludar a los votantes que acudían a desayunar.
—Ven y dúchate conmigo —le gritó Su Ling—, no podemos perder ni un minuto.
Tenía razón, porque llegaron a la reunión del equipo solo un minuto antes de que el reloj marcara las siete. Todos los demás ya estaban presentes y Tom, que había venido de Yale para la ocasión, les comentaba las experiencias de su reciente reelección. Su Ling y Nat ocuparon las sillas a cada lado del asesor de campaña, que continuó presidiendo la reunión como si ellos no estuviesen allí.
—Nadie se detiene, ni siquiera para respirar, hasta las seis en punto, cuando se haya depositado el último voto. Ahora propongo que el candidato y Su Ling se instalen a la entrada del comedor y permanezcan allí entre las siete y media y las ocho y media mientras el resto va a desayunar.
—¿Tendremos que comer toda esa basura durante una hora? —preguntó Joe.
—No, no quiero que comas nada, Joe. Necesito que vayáis de mesa en mesa, nunca dos de vosotros a la misma mesa; recordad que el equipo de Elliot probablemente estará haciendo la misma operación, así que no perdáis el tiempo pidiéndoles el voto. Muy bien, vamos allá.
Los catorce salieron de la habitación y corrieron a través del prado para desaparecer en el interior del comedor. Nat y Su Ling se quedaron junto a la entrada.
—Hola, soy Nat Cartwright. Me presento como candidato a representante del consejo de estudiantes. Espero contar con tu voto en las elecciones de hoy.
—Vale, tío, ya tienes el voto gay —le respondieron al unísono dos estudiantes con expresiones somnolientas.
—Hola, soy Nat Cartwright. Me presento como candidato a representante del consejo de…
—Sí, sé quién eres, pero ¿cómo puedes entender los problemas que se tienen para sobrevivir con una miserable beca, cuando a ti te pagan cuatrocientos dólares todos los meses? —fue la réplica mordaz del estudiante.
—Hola, soy Nat Cartwright. Me presento como candidato a representante del…
—No pienso votar a nadie —afirmó otro estudiante, y siguió su camino.
—Hola, soy Nat Cartwright. Me presento como candidato a…
—Lo siento mucho. Solo estoy de visita, así que no puedo votar.
—Hola, soy Nat Cartwright y…
—Te deseo buena suerte, pero te votaré solo porque tu novia es una preciosidad.
—Hola, soy Nat Cartwright…
—Pues yo soy del equipo de Ralph Elliot; os vamos a dar una paliza.
—Hola, soy Nat…
Nueve horas más tarde, Nat había perdido la cuenta de las veces que había repetido las mismas palabras y las manos que había estrechado. Solo sabía a ciencia cierta que se había quedado ronco y que en cualquier momento perdería los dedos. A las seis y un minuto, se volvió hacia Tom y dijo:
—Hola, soy Nat Cartwright y…
—Olvídalo —replicó Tom y se echó a reír—. Soy el representante de Yale y todo lo que sé es que si no fuese por Ralph Elliot tú tendrías mi puesto.
—¿Qué me tienes reservado ahora? Mi programa de actividades termina a las seis y no tengo idea de lo que debo hacer —le comentó Nat.
—Muy típico de todos los candidatos. Creo que lo más conveniente es que nos vayamos a cenar tranquilamente a Mario’s.
—¿Qué pasa con el resto del equipo? —quiso saber Su Ling.
—Joe, Chris, Sue y Tim asistirán al recuento de votos, mientras los demás se toman un bien merecido descanso. Como el recuento comienza a las siete y tardarán como mínimo un par de horas, propongo que todos estéis presentes en la sala a las ocho y media.
—Por mí de acuerdo —dijo Nat—. Podría comerme un caballo.
Mario los acompañó hasta la mesa en el rincón y no dejó de tratar a Nat como señor representante. Mientras los tres disfrutaban de sus bebidas e intentaban relajarse, Mario reapareció con una gran fuente de espaguetis a la boloñesa y los espolvoreó con una generosa ración de queso parmesano. Pese a los esfuerzos de Nat la cantidad de espaguetis no parecía disminuir. Tom advirtió que el nerviosismo de su amigo iba en aumento y comía cada vez menos.
—Me pregunto qué estará haciendo Elliot en estos momentos —comentó Su Ling.
—Estará en el McDonald’s junto con todos esos tipejos de su equipo, comiendo hamburguesas y patatas fritas a cuatro carrillos y haciendo ver que todo va sobre ruedas —replicó Tom y bebió un trago de vino de la casa.
—Bueno, al menos podemos estar tranquilos de que ya no podrá hacernos ninguna jugarreta —declaró Nat.
—Yo no pondría las manos en el fuego —opinó Su Ling en el mismo momento en que Joe Stein entraba en el local.
—¿Qué querrá Joe? —preguntó Tom que se levantó para llamar al colaborador.
Nat le sonrió a su director de campaña cuando este se acercó a la mesa, pero Joe no le devolvió la sonrisa.
—Tenemos un problema —les informó Joe—. Será mejor que vayamos inmediatamente a la sala donde están haciendo el recuento.
Fletcher caminó de un extremo al otro del pasillo, de la misma manera que había hecho su padre veinte años antes, durante una tarde que la señorita Nichol le había descrito en muchas ocasiones. Era como ver una vieja película en blanco y negro, siempre con el mismo final feliz. Fletcher se dio cuenta de que siempre acababa a unos pasos de la puerta del quirófano, como si esperara que alguien —cualquiera— hiciera su aparición.
Por fin se abrieron las puertas y salió una enfermera, pero pasó a la carrera junto a Fletcher sin decir palabra. Pasaron unos minutos más antes de que saliera el doctor Redpath. Se quitó la mascarilla y su expresión era grave.
—Acaban de trasladar a su esposa a su habitación —dijo—. Está bien, cansada, pero bien. Podrá verla dentro de unos minutos.
—¿Cómo está el bebé?
—Han llevado a su hijo a la incubadora. Permítame que le acompañe.
El médico guio a Fletcher a lo largo del pasillo y se detuvo delante de un gran ventanal. Al otro lado había tres incubadoras. Dos estaban ocupadas. Vio cómo acomodaban suavemente a su hijo en la tercera. Su cuerpo diminuto se veía rojo y arrugado como una pasa. La enfermera le colocó un tubo de goma en la nariz. Luego le fijó un sensor en el pecho y lo conectó a un monitor. Su última tarea fue colocarle una pequeña pulsera en la muñeca izquierda con el nombre de Davenport. La pantalla del monitor entró en funcionamiento e incluso Fletcher, a pesar de sus muy rudimentarios conocimientos de medicina, se dio cuenta de que el corazón de su hijo latía muy débilmente. Miró preocupado al doctor Redpath.
—¿Qué posibilidades tiene?
—Se ha adelantado diez semanas, pero si conseguimos que supere la noche, entonces es muy probable que sobreviva.
—¿Qué posibilidades tiene? —insistió Fletcher.
—No hay reglas, ni porcentajes, ninguna ley que nos dé una garantía. Cada bebé es único, incluido el suyo —declaró el médico.
Se les acercó una enfermera.
—Ya puede ver a su esposa, señor Davenport. Si quiere acompañarme, por favor.
Fletcher le dio las gracias al doctor Redpath y siguió a la enfermera por las escaleras hasta la siguiente planta, donde estaba la habitación de su esposa. Annie estaba reclinada en la cama, contra varias almohadas.
—¿Cómo está nuestro hijo? —le preguntó nada más verlo entrar.
—Muy bien. Es precioso, señora Davenport, y es muy afortunado al tener una madre absolutamente maravillosa.
—No me dejan verlo —protestó Annie en voz baja—, y deseo tanto tenerlo en mis brazos…
—Por el momento está en la incubadora —le explicó Fletcher—; hay una enfermera que lo vigila constantemente.
—Tengo la sensación de que hubiese pasado un siglo desde la cena con el profesor Abrahams.
—Sí, vaya noche —comentó Fletcher—. Un doble triunfo para ti. Has hechizado al socio principal de la firma donde quiero trabajar y luego has dado a luz a nuestro hijo. ¿Qué más quieres?
—Todo eso me parece sin importancia ahora que tenemos que ocuparnos de nuestro hijo. —Se calló un momento—. Harry Robert Davenport.
—Suena de maravilla —afirmó Fletcher—, nuestros padres estarán encantados.
—¿Cómo lo llamaremos? —preguntó Annie—. ¿Harry o Robert?
—Yo sé cómo voy a llamarlo —contestó Fletcher en el momento en que la enfermera entraba en la habitación.
—Creo que es hora de que duerma, señora Davenport. Ha sido una jornada agotadora.
—Estoy de acuerdo —manifestó Fletcher.
Retiró las almohadas para que Annie no hiciera ningún esfuerzo y la ayudó a acomodarse. Annie le dedicó una sonrisa mientras apoyaba la cabeza en la almohada y su marido le dio un beso en la frente. La enfermera apagó la luz en cuanto Fletcher salió de la habitación.
Fletcher corrió escaleras arriba para ir a comprobar si los latidos del corazón de su hijo eran más fuertes. Miró la pantalla del monitor a través de la ventana; era tanta su desesperación por ver que marcaba una mayor intensidad, que se convenció a sí mismo de que así era. Mantuvo la nariz pegada al cristal.
—Sigue luchando, Harry —dijo y comenzó a contar los latidos por minuto. De pronto, le dominó el cansancio—. Aguanta, chico, lo conseguirás.
Se apartó de la ventana y fue a sentarse en una silla al otro lado del pasillo. En cuestión de minutos, dormía profundamente.
Se despertó sobresaltado cuando una mano le tocó suavemente en el hombro. Abrió los ojos con un gran esfuerzo; no tenía idea de cuánto tiempo había estado durmiendo. Primero vio a la enfermera, en cuyo rostro se reflejaba una expresión solemne. El doctor Redpath se encontraba a un paso más atrás de ella. No fue necesario que le dijeran que Harry Robert Davenport no lo había conseguido.
—Veamos, ¿cuál es el problema? —preguntó Nat mientras corrían hacia la sala donde se realizaba el escrutinio.
—Llevábamos una amplia ventaja hasta hace solo unos minutos —le explicó Joe, que jadeaba visiblemente después del esfuerzo de ir hasta el restaurante y en ese momento procurar seguir a la par de Nat a un ritmo que el candidato hubiese dicho que era un trote. Agotado, acortó el paso—. Entonces, aparecieron dos urnas llenas a rebosar y casi el noventa por ciento de los votos son para Elliot —añadió cuando llegaron a las escalinatas del edificio.
Nat y Tom no esperaron a Joe mientras subían los escalones de dos en dos y entraban en la sala. Al primero que vieron fue a Ralph Elliot, que parecía muy complacido consigo mismo. Nat volvió su atención hacia Tom, quien ya estaba atendiendo las explicaciones de Sue y Chris. Se apresuró a reunirse con ellos.
—Íbamos ganando por unos cuatrocientos votos —dijo Chris—; supusimos que ya estaba definido el resultado, cuando aparecieron dos urnas como surgidas de la nada.
—¿Qué quieres decir con surgidas de la nada? —le preguntó Tom.
—Verás, las descubrieron debajo de una mesa, pero no estaban incluidas en el recuento original. En una de las urnas —añadió Chris, después de consultar la planilla— había trescientos diecinueve votos para Elliot contra cuarenta y ocho de Nat y en la otra, trescientos veintidós y cuarenta y uno respectivamente, cosa que le dio la vuelta al resultado y lo situó como ganador por un puñado de votos.
—Dime los resultados de las otras urnas —le pidió Su Ling.
—En general respondían a las estimaciones —respondió Chris, que consultó de nuevo la planilla—. En la que obtuvimos más votos, había doscientos nueve para Nat, frente a ciento setenta y seis para Elliot. De hecho, Elliot solo nos superó en una urna: doscientos uno a ciento noventa y seis.
—Los votos de las dos últimas urnas son estadísticamente imposibles —afirmó Su Ling— si los comparas con las diez que ya han contabilizado. Alguien ha tenido que llenarlas con las papeletas de Elliot para conseguir cambiar el resultado.
—¿Cómo pudieron hacer tal cosa? —preguntó Tom.
—Es algo muy sencillo si consigues hacerte con las papeletas en blanco —dijo Su Ling.
—Cosa que seguramente no les planteó ningún problema —señaló Joe.
—¿Cómo puedes estar seguro de que fue así? —le preguntó Nat.
—Porque cuando voté en mi residencia durante la hora de la comida, solo había una persona para controlar la votación y estaba redactando un trabajo de clase. Podría haberme llevado un puñado de papeletas sin que se diera cuenta.
—Eso no explica la súbita aparición de las dos urnas —declaró Tom.
—No necesitas ser un genio para resolver el misterio —intervino Chris—, porque una vez acabada la votación, todo lo que tuvieron que hacer fue retener dos urnas y llenarlas con sus votos.
—No tenemos manera de probarlo —opinó Nat.
—Las estadísticas lo prueban —señaló Su Ling—. Nunca mienten, aunque reconozco que no tenemos ninguna prueba de primera mano.
—¿Qué podemos hacer para desenmascarar el fraude? —preguntó Joe, mientras miraba a Elliot, que mantenía la misma expresión satisfecha.
—No hay mucho que podamos hacer aparte de comunicar nuestras sospechas a Chester Davies. Después de todo, es el funcionario a cargo de la junta electoral.
—De acuerdo, Joe. Ve y díselo; después esperaremos a ver qué decide.
Joe se marchó para hablar con el decano. Vieron cómo la expresión del señor Davies se hacía cada vez más seria. En cuanto Joe acabó su exposición, el decano llamó inmediatamente al jefe de campaña de Elliot, quien no hizo más que encogerse de hombros y señalar que todos los votos eran válidos.
Nat observó con desconfianza mientras el señor Davies interrogaba a los dos jóvenes; vio cómo Joe asentía, antes de que cada jefe de campaña se dirigiera a informar a sus respectivos equipos.
—El decano convocará ahora mismo una reunión urgente de la junta electoral en su despacho; nos comunicará la decisión dentro de una media hora.
—El señor Davies es un hombre bueno y justo —dijo Su Ling, que cogió a Nat de la mano—. Puedes estar seguro de que llegará a la conclusión correcta.
—Puede que llegue a la conclusión correcta —replicó Nat—, pero al final no podrá hacer otra cosa que aplicar las normas electorales con independencia de sus opiniones personales.
—Estoy de acuerdo —afirmó una voz detrás de ellos. Nat se volvió rápidamente y se encontró con Elliot, que le sonreía—. No necesitarán mirar en el reglamento para dictaminar que la persona con más votos es el ganador —añadió Elliot, con un tono de desdén.
—A menos que revisen la norma que dice: una persona, un voto —dijo Nat.
—¿Me estás acusando de tramposo? —le espetó Elliot, en un tono de voz que llamó de inmediato la atención de sus partidarios, los cuales se apresuraron a rodearlo.
—Digámoslo de otra manera. Si ganas estas elecciones, puedes ir a Chicago y pedir el empleo de cajero en Cook County, porque el alcalde Daly no tiene nada que enseñarte.
Elliot ya había dado un paso adelante y levantado el puño cuando el decano entró en la sala, con una hoja de papel en la mano. Subió al estrado.
—Te acabas de librar de una buena zurra —susurró Elliot.
—Pues lo mismo digo —replicó Nat.
Los dos jóvenes se volvieron hacia el estrado.
Se apagaron todas las conversaciones mientras el señor Davies ajustaba la altura del micrófono y miraba a todos aquellos que se habían dado cita para escuchar el resultado. El decano leyó con voz pausada el texto de la nota.
—Se me ha comunicado un incidente en las elecciones para representante del claustro de estudiantes. Al parecer, se encontraron dos urnas después de acabado el recuento. Cuando se procedió a la apertura de las mismas y se contaron los votos, resultó que se invirtió el resultado de la votación. Por tanto, como miembros de la junta electoral, nos correspondió consultar el reglamento de las elecciones. Por mucho que buscamos, no encontramos ninguna referencia a la aparición de urnas no contabilizadas, ni las acciones que hay que emprender en el caso de que se advirtiera un número de votos absolutamente anormal en una urna determinada.
—Porque en el pasado nunca se le ocurrió a nadie cometer un fraude —gritó Joe desde el fondo de la sala.
—Tampoco se ha hecho ahora —le respondieron de inmediato—. Lo que pasa es que no sabéis perder.
—¿Cuántas urnas más teníais preparadas por si…?
—No necesitamos más.
—Silencio —ordenó el decano—. Estos comentarios no favorecen a ninguna de las partes. —Esperó a que se hiciera silencio antes de proseguir con la lectura de la nota—. Así y todo, conscientes de nuestra responsabilidad como miembros de la junta electoral, hemos llegado a la conclusión de dar por válido el resultado.
Los partidarios de Elliot estallaron en una estruendosa ovación.
Elliot miró a Nat.
—Creo que acabas de saber quién ha recibido una paliza.
—Esto aún no se ha acabado —le advirtió Nat, sin desviar la mirada del señor Davies.
Pasaron unos minutos antes de que el decano pudiera continuar, porque la mayoría había supuesto que había acabado su intervención.
—Como se han cometido varias irregularidades en el proceso electoral, una de las cuales en nuestra opinión sigue sin aclararse, he decidido que de acuerdo con el artículo siete b del reglamento del claustro de estudiantes, el candidato derrotado tiene la oportunidad de apelar. Si lo hace, el comité podrá optar entre tres decisiones. —Abrió el libro del reglamento y leyó—:
Por tanto, damos al señor Cartwright un plazo de veinticuatro horas para presentar su apelación.
—No necesitamos veinticuatro horas —gritó Joe—. Apelamos.
—Es preciso que el candidato presente la apelación por escrito —aclaró el decano.
Tom miró a Nat, que solo tenía ojos para Su Ling.
—¿Recuerdas lo que acordamos en el caso de que no ganara?