21

Annie está embarazada.

—Eso es fantástico —exclamó Jimmy mientras salían del comedor y cruzaban el campus para ir a su primera clase de la mañana—. ¿De cuántos meses?

—Solo de dos, así que ahora es tu turno de dar consejos.

—¿A qué te refieres?

—No te olvides que eres tú quien tiene experiencia en esto. Eres padre de una niña de seis meses. Primera pregunta: ¿cómo puedo ayudar a Annie durante los próximos siete meses?

—Limítate a darle todo tu apoyo. Nunca olvides decirle que está preciosa aunque parezca una ballena varada en la playa, y si se le ocurren ideas tontas, tú síguele la corriente.

—¿Qué ideas?

—A Joanna le encantaba comerse medio kilo de helado de chocolate con virutas todas las noches antes de irse a la cama, así que yo también comía; si se despertaba de madrugada a menudo se comía otro medio kilo.

—Eso tuvo que ser todo un sacrificio —opinó Fletcher.

—Efectivamente, sobre todo porque al helado le seguía una cucharada de aceite de hígado de bacalao.

—Cuéntame más cosas —le pidió Fletcher, cuando dejó de reírse y se acercaban al edificio Andersen.

—Annie tendrá que ir muy pronto a las clases de preparación al parto; los instructores por lo general recomiendan que asistan los maridos para que aprendan a valorar lo que están pasando las esposas.

—Estoy seguro de que me gustará —afirmó Fletcher—, sobre todo si tengo que comerme todas esas montañas de helado.

Subieron las escalinatas y entraron en el edificio.

—En el caso de Annie, bien podría darle por las cebollas o por los pepinillos en vinagre —le advirtió Jimmy.

—Si es así, quizá no me muestre muy entusiasta.

—Después tenemos los preparativos para el nacimiento. ¿Quién ayudará a Annie en todo eso?

—Mamá le preguntó si quería a la señorita Nichol, mi vieja niñera, pero Annie no ha querido ni oír hablar del tema. Está decidida a criar al bebé sin la ayuda de nadie.

—Joanna no hubiese vacilado en aprovechar los servicios de la señorita Nichol, porque por lo que recuerdo de la mujer, hubiese accedido a pintar la habitación del bebé además de cambiarle los pañales.

—No tenemos habitación para el bebé, solo el cuarto de los invitados.

—Pues a partir de hoy queda convertido en la habitación del bebé y Annie esperará que te encargues de pintarla, mientras ella se compra todo un vestuario nuevo.

—Tiene vestidos más que suficientes —replicó Fletcher.

—Ninguna mujer tiene vestidos más que suficientes —afirmó Jimmy—. Además, dentro de un par de meses no podrá usar ninguna de las prendas que tiene y eso será antes de que comience a pensar en las necesidades del bebé.

—Entonces ya puedo dedicarme a buscar trabajo como camarero —dijo Fletcher mientras caminaban por el pasillo.

—No creo que tu padre…

—No pretendo pasar toda mi vida aprovechándome de mi padre.

—Si mi padre tuviese tanto dinero como el tuyo —comentó Jimmy—, te juro que no hubiese pegado sello.

—Sí que lo hubieses hecho, porque de lo contrario Joanna nunca hubiese aceptado casarse contigo.

—No creo que acabes trabajando de camarero, Fletcher, porque después de tu triunfo en el caso Kirsten podrás escoger entre los mejores empleos de la bolsa de trabajo de la facultad. Si hay algo que sé de mi hermanita, es que no permitirá que nada se interponga en el objetivo de que seas el primero del curso. —Jimmy guardó silencio un momento—. ¿Qué te parece si hablo con mi madre? Ella ayudó mucho a Joanna en multitud de cosas sin que pareciera demasiado evidente. Claro que esperaría recibir algo a cambio.

—¿En qué has pensado? —preguntó Fletcher.

—¿Qué te parece la fortuna de tu padre? —replicó con una sonrisa.

Fletcher soltó la carcajada.

—¿Quieres la fortuna de mi padre a cambio de pedirle a tu madre que ayude a su hija con el nacimiento de su nieto? Sabes, Jimmy, tengo la sensación de que serías un extraordinario abogado matrimonialista.

—He decidido presentarme como candidato a representante estudiantil —dijo sin ni siquiera preguntar quién le llamaba por teléfono.

—Es una gran noticia —declaró Tom—. ¿Qué ha dicho Su Ling al respecto?

—No hubiese dado el primer paso de no habérmelo propuesto ella. Además, quiere participar en la campaña. Dijo que se encargará de las encuestas y todo lo que tenga que ver con las estadísticas.

—Pues ya tienes resuelto uno de tus problemas. ¿Has escogido a tu director de campaña?

—Sí, poco después de que tú regresaras a Yale. Me decidí por un tipo llamado Joe Stein. Ha dirigido un par de campañas y aportará el voto judío.

—¿Hay un voto judío en Connecticut? —le preguntó Tom.

—En este país siempre hay un voto judío y en esta universidad hay cuatrocientos dieciocho judíos. Puedes estar seguro de que necesitaré del voto de todos.

—En ese caso, ¿qué opinas sobre el futuro de los Altos del Golán?

—Ni siquiera sé dónde están los Altos del Golán —respondió Nat.

—Te recomiendo que lo averigües para mañana por la mañana.

—Me pregunto qué opinará Elliot sobre los Altos del Golán.

—Que forman parte de Israel y que de ninguna manera se puede ceder ni un palmo a los palestinos.

—¿Qué crees que les dirá a los palestinos?

—Es probable que no haya más de un par de palestinos en la universidad, así que no necesita preocuparse por ellos.

—Evidentemente eso le simplificaría mucho las cosas.

—El siguiente paso que hay que considerar es tu discurso inaugural y dónde piensas darlo.

—Había pensado en el Russell Hall.

—Solo tiene capacidad para cuatrocientas personas. ¿No hay una sala más grande?

—Sí. El salón de actos tiene un aforo de más de mil, pero Elliot ya cometió el error. Cuando inauguró su campaña, el sitio parecía medio vacío. No, prefiero reservar el Russell Hall y tener a la gente sentada en las cornisas, colgados de las arañas, incluso de pie en las escalinatas de la entrada, algo que resultará mucho más impresionante para los votantes.

—En ese caso, más te vale que fijes una fecha y reserves la sala cuanto antes; al mismo tiempo, tienes que acabar de seleccionar a los integrantes de tu equipo.

—¿De qué más debo ocuparme? —le preguntó Nat.

—Del discurso, para que cale bien en la gente; ah, y no te olvides de hablar con todos los estudiantes que te encuentres. Recuerda el saludo habitual «Hola, me llamo Nat Cartwright. Me presento como candidato a representante estudiantil y confío en contar con tu apoyo». Después escucha lo que te digan, porque si creen que estás interesado en sus opiniones, te resultará mucho más fácil conseguir su apoyo.

—¿Alguna cosa más?

—No tengas piedad a la hora de utilizar a Su Ling y pídele que haga lo mismo con todas las estudiantes, porque es posible que sea una de las muchachas más admiradas del campus después de su decisión de no cambiar de universidad. No son muchas las personas capaces de rechazar una invitación de Harvard.

—No me lo recuerdes —replicó Nat—. ¿Eso es todo? Parece que has pensado hasta en el más mínimo detalle.

—Sí, solo una cosa más: me reuniré contigo durante los últimos diez días de campaña, pero oficialmente no seré un integrante de tu equipo.

—¿Por qué no?

—Porque Elliot le diría a todo el mundo que tu campaña la lleva alguien de fuera y, lo que es peor, el hijo de un banquero que estudia en Yale. Procura no olvidar que hubieses ganado tus últimas elecciones de no haber sido por el fraude cometido por Elliot, así que prepárate para cualquier jugarreta que pueda apartarte de la carrera electoral.

—¿Qué se le podría ocurrir?

—Si pudiera saberlo, sería el jefe de gabinete de Nixon.

—¿Qué tal estoy? —preguntó Annie, sentada en el asiento del acompañante; mantenía estirado el cinturón de seguridad para que no le oprimiera la barriga.

—Estás preciosa, cariño —respondió Fletcher, sin ni siquiera dedicarle una mirada.

—No lo estoy. Tengo un aspecto horrible y este es un acontecimiento importante.

—Probablemente no sea más que una de sus habituales reuniones con una docena o más de alumnos.

—Lo dudo —replicó Annie—. Envió una invitación escrita a mano y recuerda lo que decía: «Haga todo lo posible por asistir. Quiero presentarle a una persona».

—Bueno, no tardaremos mucho en aclarar el misterio —señaló Fletcher, mientras aparcaba el viejo Ford detrás de una limusina vigilada por una docena de agentes del servicio secreto.

—¿Quién podrá ser? —susurró Annie, que aceptó la mano que le ofrecía su marido para bajar del coche.

—No tengo ni idea, pero…

—Qué alegría verle, Fletcher —exclamó el profesor, que se encontraba en el umbral para recibir a los invitados—. Le agradezco mucho que esté aquí —añadió. Hubiese sido una estupidez por mi parte no venir, pensó Fletcher—. Y a usted también, señora Davenport. La recuerdo muy bien, porque durante un par de semanas estuve sentado dos filas más atrás de usted en la sala del juzgado.

—Entonces estaba un poco más delgada —comentó Annie con una amplia sonrisa.

—Pero no menos hermosa —replicó Abrahams—. ¿Para cuándo espera al bebé?

—Dentro de diez semanas, señor.

—Por favor, llámeme Karl —dijo el profesor—. Me siento muchísimo más joven cuando una estudiante de Vassar me llama por mi primer nombre. Un privilegio, debo añadir, que no extenderé a su marido hasta dentro de un año por lo menos —añadió mientras pasaba el brazo por los hombros de Annie—. Pasen. Quiero que conozcan a alguien.

Seguidos por el profesor, Fletcher y Annie entraron en la sala, donde ya había una docena de invitados que conversaban animadamente. Al parecer eran los últimos en llegar.

—Señor vicepresidente, quiero presentarle a Annie Cartwright.

—Buenas noches, señor vicepresidente.

—Hola, Annie —dijo Spiro Agnew y le estrechó la mano efusivamente—. Me han comentado que se ha casado con un tipo muy brillante.

—Procure no olvidar, Annie —intervino Karl—, que los políticos tienen cierta tendencia a la exageración, porque siempre confían en obtener su voto.

—Lo sé, Karl, mi padre se dedica a la política.

—¿Es de los nuestros? —le preguntó Agnew.

—No, señor, de los otros —respondió Annie, con un tono divertido—. Es el líder de la mayoría del Senado del estado de Connecticut.

—¿Es que no hay ningún republicano en esta reunión?

—Y este, señor vicepresidente, es el marido de Annie, Fletcher Davenport.

—Encantado, Fletcher. ¿Su padre también es demócrata?

—No, señor, está afiliado al partido republicano.

—Fantástico, así al menos tenemos dos votos seguros en su casa.

—No, señor, mi madre no le permitiría cruzar el umbral.

El vicepresidente se echó a reír.

—No parece que todo esto ayude mucho a su reputación, Karl.

—Continuaré siendo neutral como siempre, Spiro, porque el juego político es algo que no me concierne. En cualquier caso, si me lo permite, dejaré a Annie con usted, porque quiero que Fletcher conozca a alguien más.

Fletcher se sintió intrigado porque había supuesto que el profesor se refería al vicepresidente en la invitación, pero siguió obedientemente a su anfitrión para reunirse con un grupo de hombres que se encontraban al otro lado de la sala, junto a la chimenea encendida.

—Bill, este es Fletcher Davenport. Fletcher, le presento a Bill Alexander, de Alexander…

—… Dupont y Bell —acabó Fletcher, y estrechó la mano del socio principal de una de las firmas de abogados más prestigiosas de Nueva York.

—Hace tiempo que buscaba la ocasión de conocerle, Fletcher —dijo Bill Alexander—. Ha conseguido algo que yo no he sido capaz de conseguir en treinta años.

—¿A qué se refiere, señor?

—A que Karl interviniera en uno de mis casos como ayudante. ¿Cómo lo consiguió?

Los dos hombres esperaron ansiosos la respuesta.

—No me dejó muchas alternativas, señor. Me incordió de una manera muy poco profesional, pero era comprensible, dada su desesperación. Nadie le había ofrecido un empleo desde mil novecientos treinta y ocho.

Los dos mayores se echaron a reír.

—Así y todo, me siento obligado a preguntar si valió la pena pagarle sus honorarios, que sin duda debieron de ser considerables, si tenemos en cuenta que la mujer salió absuelta de los cargos.

—Desde luego que lo fueron —intervino Abrahams antes de que su joven invitado pudiera responder.

El profesor buscó en la biblioteca detrás de Bill Alexander y sacó un ejemplar en tapa dura de Los juicios de Clarence Darrow. El señor Alexander miró el libro.

—Yo también lo tengo, por supuesto —comentó Alexander.

—Y yo. —Fletcher pareció desilusionado al escucharlo—. Pero no una primera edición firmada y con la cubierta en perfecto estado. Es un ejemplar de coleccionista.

Fletcher pensó en su madre y en su valioso consejo: «Procura escoger algo que él aprecie y no es necesario que valga una fortuna».

Nat le pidió a cada uno de los ocho hombres y seis mujeres que formaban su equipo que ofreciera una breve biografía para el resto del grupo. Luego les asignó las responsabilidades que tendrían en la campaña electoral. Nat admiraba sinceramente el trabajo de Su Ling, porque como le había aconsejado Tom, la joven había seleccionado a una notable muestra de estudiantes, la mayoría de los cuales habían deseado desde el principio que Nat se presentara como candidato.

—Muy bien, comencemos a ponernos al día —dijo Nat.

El primero en hablar fue Joe Stein, quien se puso de pie.

—Como el candidato ha dejado bien claro que los donativos no pueden exceder de un dólar por persona, he aumentado el número de voluntarios para la campaña financiera, de forma que podemos pedir su aportación al mayor número de estudiantes posible. Dicho grupo se reúne una vez por semana, generalmente los lunes. Sería muy útil si el candidato pudiera hablar con ellos en algún momento.

—¿Qué te parece el próximo lunes? —preguntó Nat.

—Estupendo. Hasta ahora, hemos recaudado trescientos siete dólares; la mayor parte de los donativos la recibimos después de tu discurso en Russell Hall. A la vista de que la sala estaba hasta los topes, casi todos se quedaron convencidos de que estaban respaldando al ganador.

—Gracias, Joe. Veamos ahora cómo va la campaña opositora. ¿Tim?

—Me llamo Tim Ulrich. Mi trabajo consiste en seguir la campaña de la oposición y asegurarnos de saber en todo momento qué se traen entre manos. Tenemos por lo menos a dos personas que toman nota de todo lo que dice Elliot. Ha hecho tantas promesas durante los últimos días, que si pretende cumplirlas todas la universidad estará en la ruina en menos de un año.

—¿Qué hay de los grupos, Ray?

—Los grupos se dividen en tres clases: étnicos, religiosos y actividades, así que tengo a tres colaboradores para que se ocupen de ellos. Por supuesto, hay muchos que se entremezclan: por ejemplo, los italianos con los católicos.

—¿Sexo? —preguntó alguien.

—No —respondió Ray—. Hemos descubierto que el sexo es universal, por tanto no lo hemos podido agrupar, pero la ópera, la comida y la moda es donde más se entremezclan los italianos. Para colmo, en Mario’s ofrecen café gratis a aquellos clientes que prometen votar a Cartwright.

—Ten cuidado. Elliot podría decir que es un gasto electoral —le advirtió Joe—. No vayamos a perder por un estúpido tecnicismo.

—De acuerdo —dijo Nat—. ¿Los deportes?

Jack Roberts, el capitán del equipo de baloncesto, no necesitaba presentarse.

—Las secciones de atletismo están bien cubiertas por la participación personal de Nat, sobre todo después de su victoria en la carrera campo a través contra la Universidad de Cornell. Yo me encargo del equipo de béisbol y baloncesto. Elliot se ha hecho con el equipo de fútbol, pero la sorpresa la tenemos en el lacrosse femenino; hay más de trescientas chicas que lo practican.

—Salgo con una chica del segundo equipo —comentó Tim.

—Creía que eras homosexual —dijo Chris.

Algunos se echaron a reír.

—¿Hay alguien que se ocupe del voto gay? —quiso saber Nat. Nadie le respondió—. Si alguien reconoce públicamente que es gay, le buscaremos un lugar en el equipo y se habrán acabado los comentarios malintencionados.

—Lo siento, Nat —se disculpó Chris.

—Solo nos quedan las encuestas y las estadísticas, Su Ling.

—Me llamo Su Ling. Hay nueve mil seiscientos veintiocho estudiantes: cinco mil quinientos diecisiete hombres y cuatro mil ciento once mujeres. Una encuesta muy casera realizada en el campus el sábado pasado por la mañana señala que Elliot contaría con seiscientos once votos y Nat con quinientos cuarenta y uno, pero no olvidemos que Elliot cuenta con la ventaja de haber comenzado la campaña hace más de un año y que sus carteles están por todas partes. Los nuestros los colocaremos el viernes.

—Los habrán arrancado todos para el sábado.

—Pues los volveremos a colocar inmediatamente —afirmó Joe—, sin recurrir a las mismas tácticas. Siento haberte interrumpido, Su Ling.

—Tranquilo, no pasa nada. Todos los miembros del equipo deben fijarse el objetivo de hablar todos los días con un mínimo de veinte votantes. Como todavía tenemos por delante sesenta días de campaña, intentaremos hablar con cada estudiante varias veces antes del día de las elecciones. Esto es algo que no se puede realizar de cualquier manera. En esa pared hay un tablón con la lista de todos los estudiantes por orden alfabético. En la mesa he dejado lápices de colores. He destinado un color para cada miembro del equipo. Al final de la jornada, cada uno marcará a los votantes que ha entrevistado. De este modo también sabremos quiénes son los que hablan y quiénes los que trabajan.

—Has dicho que hay diecisiete lápices de colores —intervino Joe—, aunque nosotros solo somos catorce.

—Correcto, pero también hay lápices de color negro, amarillo y rojo. Si la persona dijo que votará a Elliot, la marcaréis en negro; si es dudosa, le corresponde una marca amarilla, y si están seguros de que votará por Nat, entonces usaréis el rojo. A última hora entraré toda la nueva información en el ordenador; os entregaré copias de los resultados a primera hora de la mañana siguiente. ¿Alguna pregunta?

—¿Te casarás conmigo? —preguntó Chris.

Todos se echaron a reír.

—Sí, lo haré —respondió Su Ling—. Por cierto, recuerda que no debes creer todo lo que te dicen, porque Elliot también me lo pidió y le dije que sí.

—Eh, ¿qué pasa conmigo? —protestó Nat.

—No te olvides que a ti te contesté por escrito. —Su Ling le dedicó una sonrisa.

—Buenas noches, señor, y muchas gracias por tan grata velada.

—Buenas noches, Fletcher. Me alegra que os hayáis divertido.

—Desde luego que sí —afirmó Annie—. Ha sido fantástico conocer al vicepresidente. Ahora podré burlarme de mi padre durante semanas —añadió mientras Fletcher la ayudaba a subir al coche.

Incluso antes de cerrar la puerta de su lado, Fletcher exclamó:

—Annie, has estado fabulosa.

—Solo procuraba sobrevivir. No esperaba que Karl me colocara entre el vicepresidente y el señor Alexander durante la cena. Incluso me pregunté si no habría sido un error.

—El profesor no comete esa clase de errores —señaló Fletcher—. Sospecho que Bill Alexander le pidió que lo hiciera.

—¿Por qué haría tal cosa?

—Es el socio principal de una firma con una larga tradición y chapada a la antigua, así que seguramente creyó que averiguaría muchas cosas referentes a mí a través de mi esposa; si te invitan a unirte a Alexander Dupont y Bell, es un equivalente a que te propongan matrimonio.

—Entonces confiemos en que no haya puesto trabas a una proposición en toda regla.

—Todo lo contrario. Has conseguido que llegue a la etapa del cortejo. No vayas a creer que fue una coincidencia que la señora Alexander se sentara a tu lado cuando sirvieron el café.

Annie soltó un suave gemido y Fletcher la miró preocupado.

—Oh, Dios mío —exclamó la muchacha—. Han comenzado las contracciones.

—Pero si todavía faltan diez semanas —replicó Fletcher—. Relájate y estaremos en casa en un santiamén. En cuanto te acuestes te sentirás bien.

Annie volvió a gemir, esta vez un poco más fuerte.

—Olvídate de volver a casa; llévame al hospital.

Fletcher pisó el acelerador, aunque no podía ir muy rápido porque necesitaba mirar los nombres de las calles para orientarse y encontrar el camino más corto hasta el hospital de Yale-New Haven. Entonces vio una parada de taxis. Viró bruscamente y se detuvo junto al primer taxi de la cola. Bajó la ventanilla.

—Mi mujer está a punto de dar a luz —gritó—. ¿Cuál es el camino más corto hasta Yale-New Haven?

—Sígame —le ordenó el taxista y arrancó.

Fletcher hizo lo imposible para no separarse del taxi que se movía como una anguila entre los demás coches; el conductor hacía sonar el claxon sin cesar mientras seguía una ruta absolutamente nueva para él. Annie se sujetaba la barriga; los gemidos aumentaban de intensidad por momentos.

—No te preocupes, amor mío, ya casi hemos llegado —le dijo a Annie, mientras se saltaba otro semáforo en rojo para no perder de vista al taxi.

Cuando los dos coches llegaron finalmente al hospital, Fletcher se sorprendió al ver a un médico y una enfermera junto a una camilla en la puerta; era evidente que les estaban esperando. El taxista levantó el puño con el pulgar en alto en dirección a la enfermera y Fletcher se dijo que seguramente había llamado a su supervisor para que comunicara la emergencia al hospital; confió en llevar bastante dinero para pagarle la carrera y añadir una generosa propina.

Fletcher saltó del coche para ayudar a Annie, pero el taxista ya se le había adelantado. Entre los dos la sacaron del vehículo y la colocaron con mucho cuidado en la camilla. La enfermera comenzó a desabrocharle el vestido incluso antes de que la camilla entrara en el hospital. Fletcher sacó el billetero y se volvió hacia el taxista.

—Muchas gracias, ha sido usted muy amable. ¿Cuánto le debo?

—Ni un centavo; invita la casa —contestó el taxista.

—Pero… —comenzó Fletcher.

—Si le digo a mi esposa que le he cobrado, me matará. Buena suerte. —El taxista dio media vuelta sin decir nada más y caminó hacia su coche.

—Gracias —repitió Fletcher antes de correr hacia la entrada.

Tardó un minuto en alcanzar a su esposa y le cogió la mano.

—Todo irá a la perfección, cariño —le aseguró.

El enfermero le hizo a Annie una serie de preguntas que fueron contestadas desde la primera hasta la última con un lacónico sí. En cuanto acabó con el cuestionario, llamó al quirófano para avisar al doctor Redpath y a su equipo de que tardarían un minuto en llegar. El lento y enorme ascensor se detuvo en la quinta planta. Llevaron a Annie a tanta velocidad por el pasillo que Fletcher casi corría a su lado para no soltarle la mano. Vio a dos enfermeras que mantenían abiertas las puertas de la sala para que la camilla no tuviera que detenerse.

Annie se aferró a la mano de su marido mientras la colocaban en la mesa. Otras tres personas entraron en el quirófano, con las mascarillas puestas. La primera comprobó el instrumental, la segunda se ocupó de la máscara de oxígeno y la tercera intentó que Annie le respondiera a más preguntas, aunque ya gritaba sin cesar. Fletcher no le soltó la mano, hasta que apareció un hombre mayor. Se calzó los guantes de goma.

—¿Estamos preparados? —preguntó sin mirar a la parturienta.

—Sí, doctor Redpath —contestó la enfermera.

—Bien. —Miró a Fletcher—. Lamento tener que pedirle que se retire, señor Davenport. Le llamaremos en cuanto haya nacido el bebé.

Fletcher besó a su mujer en la frente.

—Estoy muy orgulloso de ti —le susurró.