20

—¿A ti qué te parece? —preguntó Jimmy.

—No tengo ni la menor idea —respondió Fletcher, que miró hacia la mesa del fiscal general, pero los representantes del estado no parecían preocupados ni complacidos.

—Siempre le podrías pedir su opinión al profesor Abrahams —dijo Annie.

—¿Todavía está por aquí?

—Le vi rondando por los pasillos hace solo unos momentos.

Fletcher se levantó, abrió la portezuela de la barandilla que separaba a los asistentes y salió rápidamente de la sala. Miró a un lado y a otro del gran pasillo de mármol, pero no vio al profesor hasta que un nutrido grupo que aguardaba al pie de las escaleras comenzó a subirlas y dejó a la vista a un hombre de aspecto distinguido que estaba sentado en un banco, muy atareado en escribir en un cuaderno. Los funcionarios y la gente pasaban a toda prisa sin advertir su presencia. Fletcher se acercó un tanto intranquilo y aguardó mientras Abrahams continuaba escribiendo. Le pareció que no debía interrumpirle y esperó pacientemente hasta que el profesor lo miró.

—Ah, Davenport. —El profesor dio unos golpes en el banco—. Siéntese. Veo una expresión interrogativa en su rostro. ¿En qué puedo ayudarle?

Fletcher se sentó a su lado.

—Solo quería preguntarle si sabe usted la razón por la que el jurado lleva reunido tanto tiempo. ¿Cómo debo interpretarlo?

—Solo llevan poco más de cinco horas —respondió Abrahams, después de consultar su reloj—. No, yo no diría que es mucho para un caso de asesinato. A los jurados les gusta que los demás vean que se toman sus responsabilidades muy en serio, a menos que sea un caso donde no haya ninguna duda, y este no entra en esa categoría.

—¿Tiene usted alguna impresión referente al fallo? —preguntó Fletcher, inquieto.

—Nunca se sabe qué decidirá un jurado, señor Davenport; doce personas escogidas al azar, con poco o nada en común, aunque con un par de excepciones, parecen personas sensatas. ¿Cuál es su siguiente pregunta?

—No lo sé, señor. ¿Cuál es mi siguiente pregunta?

—¿Qué debe hacer si el veredicto es contrario? —El profesor Abrahams guardó silencio un momento—. Es una posibilidad para la que debe estar preparado. —Fletcher asintió—. ¿Respuesta? Tendrá que solicitar inmediatamente al juez un plazo para la apelación. —El profesor arrancó una de las hojas amarillas de su cuaderno y se la entregó a su alumno—. Espero que no lo considere como un atrevimiento de mi parte, pero he escrito algunas frases para cualquier circunstancia.

—¿Incluida la de culpable? —le preguntó Fletcher.

—No es todavía el momento para mostrarse pesimista. Primero debemos considerar todas las posibilidades. He visto en el centro de la última fila a un jurado que no miró a la acusada ni una sola vez mientras estuvo en el banquillo. Pero he observado que usted también se fijó en la mujer sentada en el extremo de la primera fila que agachó la cabeza cuando levantó la mano quemada de la señora Kirsten.

—¿Qué haré si es un jurado despiadado?

—Nada. El juez, aunque no sea una de las mentes brillantes de la profesión, es meticuloso y justo cuando se trata de aplicar la ley, así que le preguntará al jurado si el veredicto ha sido aprobado por mayoría.

—Que en este estado es de diez a dos.

—Como lo es en otros cuarenta y tres estados —le recordó el profesor.

—¿Qué pasará si no se ponen de acuerdo en un veredicto mayoritario?

—Al juez no le quedará más alternativa que disolver el jurado y preguntarle al fiscal general si quiere solicitar la repetición del juicio. Antes de que me lo pregunte, le diré que no sé cuál será la reacción del señor Stamp si ese es el caso.

—Al parecer ha tomado muchas notas —comentó Fletcher, mientras echaba una ojeada a la hoja llena.

—Sí, tengo la intención de referirme a este caso el próximo semestre en la clase sobre la diferencia legal entre el homicidio sin premeditación y el asesinato. Será en el curso de los alumnos de tercero, así que no pasará mucha vergüenza.

—¿Debí aceptar la oferta del fiscal general de homicidio sin premeditación y una condena de tres años?

—Sospecho que no tardaremos mucho en conocer la respuesta a esa pregunta.

—¿He cometido muchos errores? —quiso saber Fletcher.

—Unos pocos —manifestó el profesor, que pasó las páginas del cuaderno.

—¿Cuál ha sido el peor?

—El único error craso, en mi opinión, fue no llamar a un médico para que describiera de la manera más gráfica posible, algo que a los médicos les encanta hacer, cómo se produjeron los moratones en los brazos y las piernas de la señora Kirsten. Los jurados admiran a los médicos. Suponen que son personas honradas y la mayoría lo son. Pero como cualquier otro grupo de profesionales, si se les hacen las preguntas correctas, y después de todo son los abogados quienes seleccionan las preguntas, tienden a la exageración como cualquiera de nosotros.

Fletcher se sintió culpable por haber pasado por alto una estratagema absolutamente obvia y lamentó no haber hecho caso a la recomendación de Annie de buscar antes del juicio el asesoramiento del profesor.

—No se preocupe —añadió Abrahams—. Al estado aún le quedan por salvar algunos obstáculos, porque el juez nos concederá una demora en la ejecución.

—¿Nos concederá?

—Sí —respondió el profesor tranquilamente—, aunque hace muchos años que no intervengo en un juicio y quizá esté un poco desentrenado. Confiaba en que quizá me permitiría asistirle en esta ocasión.

—¿Quiere ser mi ayudante? —le preguntó Fletcher, incrédulo.

—Sí, Davenport —dijo Abrahams—, porque creo que me ha convencido de una cosa. Su clienta no debería pasar el resto de su vida en la cárcel.

—El jurado vuelve a la sala —gritó una voz que resonó por todo el pasillo.

—Buena suerte, Davenport —añadió el profesor—. Quiero decirle antes de escuchar el veredicto, que para ser solo un alumno de segundo, su defensa ha sido francamente meritoria.

Nat se dio cuenta de cómo la inquietud de Su Ling crecía por momentos a medida que se aproximaban a Cromwell.

—¿Estás seguro de que tu madre aprobará la manera como voy vestida? —le preguntó ella, mientras intentaba bajarse la falda un poco más.

El muchacho desvió la mirada por un instante de la carretera para admirar el sencillo pero muy elegante vestido amarillo que había escogido Su Ling y que insinuaba toda la gracia de su figura.

—Mi madre lo aprobará y mi padre será incapaz de quitarte el ojo de encima.

Su Ling le apretó el muslo cariñosamente.

—¿Cómo crees que reaccionará tu padre cuando sepa que soy coreana?

—Le hablaré de tu padre irlandés —replicó Nat—. En cualquier caso, se ha pasado toda la vida entre números, así que solo tardará unos minutos en darse cuenta de lo brillante que eres.

—Todavía estamos a tiempo de volvernos —dijo Su Ling—. Podríamos venir a visitarles el próximo domingo.

—Ya es demasiado tarde —afirmó Nat—. De todas maneras, ¿se te ha ocurrido pensar en lo nerviosos que estarán mis padres? Después de todo, ya les he dicho que estoy perdidamente enamorado de ti.

—Sí, pero el caso es que mi madre te adora.

—La mía te adorará a ti.

Su Ling permaneció en silencio hasta que Nat le anunció que estaban llegando a la periferia de Cromwell.

—No sé qué voy a decirles —protestó la muchacha.

—Su Ling, este no es un examen que debas aprobar.

—Sí que lo es, no es otra cosa.

—Esta es la ciudad donde nací —le explicó Nat, en un intento por conseguir que se tranquilizara mientras recorrían la calle principal—. Cuando era pequeño creía que era una gran metrópoli. Claro que para ser sincero, también creía que Hartford era la capital del mundo.

—¿Cuánto falta para que lleguemos?

Nat miró a través de la ventanilla.

—Diría que unos diez minutos. Por favor, no esperes encontrarte con nada extraordinario, vivimos en una casa pequeña.

—Mi madre y yo vivimos encima de la lavandería —le recordó Su Ling.

Nat se echó a reír.

—También Harry Truman.

—Pues ya has visto de qué le sirvió —replicó ella.

Nat tomó por Cedar Avenue.

—La nuestra es la tercera casa a mano derecha.

—¿No podríamos dar unas cuantas vueltas a la manzana? Necesito tiempo para pensar en lo que voy a decir.

—De ninguna manera —respondió Nat con voz firme—. Intenta recordar cómo reaccionó el profesor de estadística de Harvard cuando te conoció.

—Sí, pero no quería casarme con su hijo.

—Estoy seguro de que no hubiese puesto el más mínimo inconveniente si con ello conseguía que te unieras a su equipo.

Su Ling se echó a reír por primera vez en más de una hora, justo en el momento en que Nat detenía el coche delante de la casa. Se bajó y corrió a abrirle la puerta a la muchacha. Su Ling salió del coche con tan mala fortuna que el tacón del zapato se enganchó en la rejilla de una boca de desagüe.

—Lo siento, lo siento —dijo ella mientras recuperaba el zapato y se calzaba—. Lo siento.

Nat se echó a reír y la abrazó.

—No, no —protestó Su Ling—, tu madre podría vernos.

—Eso espero —afirmó Nat.

El joven sonrió y la cogió de la mano mientras recorrían el corto sendero que llevaba hasta el porche.

La puerta se abrió mucho antes de que llegaran y Susan corrió a recibirles. Abrazó a Su Ling inmediatamente y exclamó:

—Nat no ha exagerado ni un ápice. Eres muy hermosa.

Fletcher no se dio mucha prisa en volver a la sala y se sorprendió al ver que el profesor seguía a su lado mientras caminaban por el pasillo. Cuando llegaron a la barandilla, el joven supuso que su mentor ocuparía su asiento un par de filas detrás de Annie y Jimmy, pero no fue así sino que continuó para ir a sentarse junto a Fletcher. Annie y Jimmy apenas podían disimular el asombro. El ujier anunció:

—Todos en pie. Preside su señoría el juez Abernathy.

En cuanto ocupó su lugar en el estrado, el juez saludó al fiscal general y luego dirigió su atención al equipo de la defensa; por segunda vez durante el juicio, en su rostro apareció una expresión de sorpresa.

—Veo que ha conseguido un ayudante, señor Davenport. ¿Debo consignar su nombre en las actas antes de que llame al jurado?

Fletcher miró al profesor, quien se levantó para responder:

—Ese es mi deseo, su señoría.

—¿Su nombre? —preguntó el juez, como si no le hubiese visto en toda su vida.

—Karl Abrahams, su señoría.

—¿Está usted cualificado para intervenir ante mi tribunal? —preguntó el juez con voz solemne.

—Creo que sí, señor —contestó Abrahams—. Soy miembro del colegio de abogados de Connecticut desde mil novecientos treinta y siete, aunque nunca he tenido el privilegio de intervenir delante de su señoría.

—Muchas gracias, señor Abrahams. Si el fiscal general no tiene ninguna objeción, consignaré su nombre en las actas como ayudante del señor Davenport.

El fiscal general se levantó, saludó al profesor con una leve inclinación y manifestó:

—Es un privilegio estar en la misma sala con el ayudante del señor Davenport.

—Entonces creo que no debemos esperar más para llamar al jurado —señaló el juez.

Fletcher observó atentamente los rostros de los siete hombres y cinco mujeres mientras ocupaban sus asientos. El profesor le había advertido que estuviese atento a los miembros del jurado que miraran directamente a su clienta, porque eso podría indicar un veredicto de inocencia. Le pareció que dos o tres lo hacían, pero no podía estar seguro.

El portavoz del jurado se levantó.

—¿Han llegado ustedes a un veredicto en este caso? —preguntó el magistrado.

—No, su señoría, no hemos podido hacerlo —respondió el portavoz.

Fletcher notó que le sudaban las manos todavía más que en su primer discurso al jurado. El juez probó una segunda vez:

—¿Han podido llegar a un veredicto mayoritario?

—No, no hemos podido, su señoría.

—¿Creen que, si disponen de más tiempo, podrían llegar a un veredicto mayoritario?

—No lo creo, su señoría. Hemos estado divididos por partes iguales durante las últimas tres horas.

—Entonces no tengo más opción que declarar nulo el juicio y disolver el jurado. En nombre del estado, les doy las gracias por sus servicios.

El juez ya se dirigía al fiscal general, cuando el señor Abrahams se levantó.

—Me pregunto, su señoría, si podría solicitar su consejo en una pequeña cuestión técnica.

El juez lo miró intrigado y lo mismo hizo el fiscal general.

—Estoy impaciente por escuchar esa pequeña cuestión técnica.

—Permítame primero preguntarle a su señoría si me equivoco al creer que, en caso de celebrarse un nuevo juicio, los representantes de la defensa deben ser anunciados dentro de un plazo de catorce días.

—Esa es la práctica habitual, señor Abrahams.

—Entonces colaboraré con el tribunal al comunicar que si se presenta dicha situación, el señor Davenport y yo continuaremos representando a la acusada.

—Le doy las gracias por su pequeña cuestión técnica —manifestó el juez, que ya no parecía intrigado. Se dirigió al fiscal general—. Debo preguntarle ahora, señor Stamp, si tiene usted la intención de solicitar un nuevo juicio.

La atención de todos los presentes se centró en los cinco abogados del estado, que mantenían una animada conversación con las cabezas muy juntas. El juez Abernathy no hizo nada por meterles prisa y esperó pacientemente hasta que el señor Stamp se levantó.

—Consideramos, su señoría, que no beneficiará al interés del estado solicitar la celebración de un nuevo juicio.

El público aplaudió con entusiasmo mientras el profesor arrancaba una hoja de su cuaderno y se la pasaba a su alumno. Fletcher le echó un vistazo, se levantó una vez más y leyó textualmente:

—Su señoría, dadas las circunstancias, solicito la inmediata puesta en libertad de mi cliente. —Miró la siguiente frase del profesor y continuó con la lectura—: Quiero manifestar, además, mi agradecimiento por la corrección y la profesionalidad demostradas por el señor Stamp y su equipo durante todo el juicio.

El juez asintió y el señor Stamp se puso de pie.

—A mi vez felicito al señor letrado y a su ayudante por su labor en este su primer caso delante de su señoría. Asimismo, le deseo al señor Davenport todos los éxitos en la que estoy seguro será una brillante carrera.

Fletcher miró a Annie con una sonrisa de felicidad mientras el profesor Abrahams se levantaba.

—Protesto, su señoría.

Todos se volvieron para mirar al profesor.

—Yo no lo afirmaría con tanto convencimiento. Creo que aún le queda mucho trabajo por delante antes de que veamos realizada esa promesa.

—Se admite la protesta —dijo el juez Abernathy.

—Mi madre me enseñó los dos idiomas hasta que cumplí nueve años y para entonces ya estaba preparada para introducirme en el sistema escolar de Storrs.

—Allí fue donde di mis primeras clases —comentó Susan.

—No tardé en descubrir que me sentía mucho más a gusto con los números que con las palabras. —Michael Cartwright asintió, comprensivo—. Fui muy afortunada al tener a una maestra de matemáticas aficionada a la estadística y que además estaba fascinada por la importancia que tendrían los ordenadores en el futuro.

—Cada día dependemos más de ellos en las empresas de seguros —comentó Michael, mientras cargaba la pipa.

—¿Qué tamaño tiene el ordenador de su empresa, señor Cartwright? —le preguntó Su Ling.

—Aproximadamente el tamaño de esta habitación.

—La próxima generación de estudiantes trabajará con ordenadores que no serán más grandes que las tapas de sus pupitres; la generación siguiente podrá tenerlos en la palma de la mano.

—¿Crees realmente que eso es posible? —preguntó Susan, fascinada.

—La tecnología avanza a mucha velocidad y la demanda alcanzará unos niveles que obligará a bajar los precios rápidamente. En cuanto eso ocurra, los ordenadores serán como los teléfonos y los televisores en los años cuarenta y cincuenta. A medida que aumente el número de usuarios, más baratos y pequeños serán.

—Así y todo, habrá algunos ordenadores que continuarán siendo grandes —opinó Michael—. Piensa que mi empresa tiene más de cuarenta mil clientes.

—No necesariamente —replicó la muchacha—. El ordenador que llevó al primer hombre a la luna era más grande que esta casa, pero viviremos para ver cómo una nave espacial llega a Marte controlada por un ordenador no más grande que esta mesa de cocina.

—¿No más grande que esta mesa? —repitió Susan, que intentaba hacerse a la idea.

—Silicon Valley, en California, se ha convertido en la nueva meca de la tecnología. IBM y Hewlett Packard comienzan a darse cuenta de que sus últimos modelos se quedan anticuados en cuestión de meses; en cuanto los japoneses se lancen a toda marcha, quizá será cuestión de semanas.

—¿Qué tendrán que hacer las empresas como la mía para mantenerse al día? —preguntó Michael.

—Sencillamente tendrá que cambiar de ordenador con la misma frecuencia que un coche; en un futuro no muy lejano, podrá llevar en su bolsillo la información detallada de cada uno de sus clientes.

—Te lo repito —insistió Michael—, mi empresa tiene en la actualidad cuarenta y dos mil clientes.

—Aunque tenga cuatrocientos veinte mil, señor Cartwright, un ordenador que podrá llevar en la mano le informará de todo lo que necesita.

—Piensa en las consecuencias —apuntó Susan.

—Son muy emocionantes, señora Cartwright —dijo Su Ling. Se calló un momento con el rostro arrebolado—. Perdón, he hablado demasiado.

—No, no —la tranquilizó Susan—, es fascinante, pero quería preguntarte cosas de Corea, un país que siempre he deseado visitar. Si no es una pregunta ridícula, ¿os parecéis más a los chinos o a los japoneses?

—A ninguno de los dos —la informó Su Ling—. Somos tan diferentes como un ruso de un italiano. La nación coreana estaba formada por tribus y probablemente comenzó a existir por el siglo segundo…

—Pensar que les dije que eras tímida —comentó Nat mientras se acostaba junto a Su Ling, pasada la medianoche.

—Lo siento mucho —se disculpó ella—. No respeté la regla de oro de tu madre.

—¿Cuál de ellas?

—Aquella que cuando dos personas se encuentran, la conversación se repartirá por partes iguales; tres personas, un tercio; cuatro, el veinticinco por ciento. Yo estuve hablando durante casi un noventa por ciento del tiempo. Me siento avergonzada por haberme comportado de una manera absolutamente incorrecta. No sé lo que me pasó. Supongo que habrá sido cosa de los nervios. Estoy segura de que no les haría gracia tenerme como nuera.

—Te adoran —replicó Nat, muy contento—. Mi padre se quedó hipnotizado con tus conocimientos de informática y mi madre fascinada con las costumbres coreanas, aunque no le comentaste nada de lo que ocurre si una muchacha coreana toma el té con los padres de su pretendiente.

—Eso no se aplica a una norteamericana de primera generación, como es mi caso.

—Que se pinta con lápiz de labios rosa y viste minifaldas —dijo Nat, que cogió un pintalabios rosa y lo agitó en el aire.

—No sabía que te pintaras los labios, Nat. ¿Otra moda que adoptaste en Vietnam?

—Solo durante las operaciones nocturnas. Ahora date la vuelta.

—¿Darme la vuelta?

—Sí —dijo Nat, con un tono firme—. Creía que las mujeres coreanas eran obedientes, así que haz lo que te digo y date la vuelta.

Su Ling se puso boca abajo y apoyó la cabeza en la almohada.

—¿Cuál es la próxima orden, capitán Cartwright?

—Quítate el camisón, Pequeña Flor.

—¿Esto es lo que les sucede a todas las chicas norteamericanas durante la segunda noche?

—Quítate el camisón.

—Sí, capitán. —Su Ling deslizó lentamente el camisón de seda blanca hacia arriba y después de pasarlo por encima de la cabeza, lo dejó caer en el suelo—. ¿Qué pasa ahora? ¿Es cuando me pegas?

—No, eso no ocurrirá hasta la tercera noche, pero te haré una pregunta.

Nat cogió el pintalabios y le escribió en la espalda tres palabras entre signos de interrogación.

—¿Qué has escrito, capitán Cartwright?

—¿Por qué lo no averiguas tú misma?

Su Ling se levantó de la cama y se miró la espalda por encima del hombro en el espejo de cuerpo entero. Pasaron unos segundos antes de que apareciera una sonrisa en su rostro. Cuando se volvió, Nat estaba despatarrado en la cama y sostenía el pintalabios por encima de la cabeza. La muchacha se acercó lentamente, le quitó la barra de carmín y se quedó mirándole el pecho durante unos instantes. Luego le escribió en la piel las palabras: SÍ, QUIERO.