Ruth Davenport ya había aceptado que esa sería su última oportunidad. El doctor Greenwood, por razones profesionales, no lo hubiese dicho tan claramente, aunque después de dos abortos, no podía recomendarle a su paciente que corriera el riesgo de volver a quedarse embarazada.
Robert Davenport, en cambio, no estaba ligado por las mismas reglas profesionales y, cuando se enteró de que su esposa estaba embarazada por tercera vez, había actuado con su brusquedad habitual. Sencillamente le dio un ultimátum: «Esta vez te lo tomarás con mucha calma», un eufemismo que equivalía a «no hagas nada que pueda perjudicar el nacimiento de nuestro hijo». Robert Davenport daba por hecho que su primer hijo sería un varón. También tenía claro que sería difícil, si no imposible, que su esposa se lo tomara con calma. Al fin y al cabo, era la hija de Josiah Preston y a menudo se decía que de haber sido Ruth un chico, ella, y no su marido, hubiese acabado dirigiendo Farmacéutica Preston. Ruth había tenido que conformarse con el premio de consolación cuando sustituyó a su padre como presidenta de la Fundación del Hospital San Patricio, una causa a la que la familia Preston llevaba vinculada cuatro generaciones.
Si bien algunos de los miembros más antiguos de la fundación tuvieron que ser convencidos de que Ruth Davenport era de la misma pasta que su padre, apenas transcurrieron unas semanas para que aceptaran la evidencia de que ella no solo había heredado la energía y el empuje del viejo, sino que él le había transmitido todo su considerable conocimiento y sabiduría, que con harta frecuencia se vuelca en el hijo único.
Ruth no se había casado hasta cumplir los treinta y tres años. Desde luego no había sido por falta de pretendientes, muchos de los cuales habían hecho lo indecible para declarar su amor eterno a la heredera de los millones de Preston. Josiah Preston no había necesitado explicarle a su hija el significado de la palabra «cazadotes», porque la verdad era que ella sencillamente no se enamoró de ninguno de ellos. De hecho, Ruth había comenzado a creer que nunca se enamoraría. Hasta que conoció a Robert.
Robert Preston había llegado a Farmacéutica Preston de Roche tras pasar por la Johns Hopkins y la Harvard Business School, lo que el padre de Ruth describió como la «vía rápida». Que Ruth recordara, había sido lo más cerca que el viejo había estado de utilizar una expresión moderna. Robert había sido nombrado vicepresidente a los veintisiete años; a los treinta y tres se convirtió en el presidente delegado más joven en la historia de la empresa y batió el récord que había fijado el propio Josiah. Esta vez Ruth se enamoró de un hombre que no se sentía abrumado o intimidado por el apellido Preston y sus millones. Cuando Ruth insinuó que quizá debía adoptar el nombre de la señora Preston-Davenport, Robert se había limitado a preguntarle: «¿Cuándo conoceré al tal Preston-Davenport que pretende impedirme que me convierta en tu marido?».
Ruth anunció que estaba embarazada pocas semanas después de la boda y el aborto había sido la única mancha en una vida conyugal maravillosa. Sin embargo, el episodio no tardó en parecer una nube pasajera en un resplandeciente cielo azul, cuando volvió a quedar embarazada once meses más tarde.
Ruth había estado presidiendo una reunión de la junta en el hospital cuando comenzaron las contracciones, así que solo tuvo que subir dos pisos en el ascensor para presentarse en la consulta del doctor Greenwood. No obstante, ni toda su experiencia, ni la dedicación de su equipo o los aparatos más modernos pudieron salvar al bebé prematuro. Kenneth Greenwood recordó a su pesar que cuando era un médico muy joven se había enfrentado al mismo problema en el nacimiento de Ruth, y durante toda una semana nadie en el hospital creyó que la niña sobreviviría. Ahora, treinta y cinco años más tarde, la familia estaba pasando por el mismo calvario.
El doctor Greenwood decidió tener una conversación privada con el señor Davenport y le sugirió que quizá había llegado el momento de pensar en la adopción. Robert había aceptado de mala gana y dijo que le plantearía el tema a su esposa en cuanto considerara que se encontraba lo bastante fuerte.
Pasó otro año antes de que Ruth accediera a visitar una agencia de adopciones y por una de esas coincidencias del destino, y que a los novelistas no se les permite considerar, se quedó embarazada el mismo día que iba a visitar el orfanato de la ciudad. Esta vez Robert estaba decidido a evitar que un error humano fuese la razón para que su hijo no llegara al mundo.
Ruth aceptó el consejo de su marido y renunció a su cargo de presidenta de la fundación del hospital. Incluso estuvo de acuerdo en que debían contratar a una enfermera para que —en palabras de Robert— la vigilara todo el día. El señor Davenport entrevistó a varias aspirantes al puesto y tomó nota de aquellas que reunían los requisitos profesionales necesarios. Pero su decisión final estaría basada exclusivamente en si la aspirante tenía la fuerza de carácter suficiente para asegurarse de que Ruth mantendría su palabra de «tomárselo con calma» y vigilar que no recayera en los viejos hábitos de querer organizar todo lo que ocurría a su alrededor.
Después de una tercera ronda de entrevistas, Robert se decidió por la señorita Heather Nichol, que era una de las enfermeras mejor valoradas en la sala de maternidad del San Patricio. Le gustó su evidente sentido común y el hecho de que fuese soltera y careciera de los encantos físicos que pudieran hacer variar dicha condición en un futuro previsible. No obstante, lo que inclinó la balanza en favor de la señorita Nichol fue que hubiese ayudado a traer al mundo a más de mil bebés.
Robert se mostró encantado al ver lo rápido que la señorita Nichol se acomodó al ritmo de la familia, y, a medida que transcurrían los meses, incluso él comenzó a creer que no se enfrentarían al mismo problema por tercera vez. Cuando pasó el quinto, el sexto y el séptimo mes sin incidentes, Robert planteó por primera vez el tema de los nombres: Fletcher Andrew si era un niño, Victoria Grace si era una niña. Ruth solo expresó una preferencia: si era un niño le llamarían por el segundo nombre, pero en realidad solo deseaba que el bebé naciera sano.
Robert se encontraba en unas jornadas médicas en Nueva York cuando la señorita Nichol le hizo salir de una conferencia para informarle de que habían comenzado las contracciones. Él le aseguró que regresaría en tren inmediatamente y luego cogería un taxi en la estación para ir al hospital.
El doctor Greenwood salía del edificio después del feliz parto de los mellizos Cartwright cuando vio a Ruth Davenport que entraba por la puerta giratoria acompañada por la señorita Nichol. Dio media vuelta y alcanzó a las dos mujeres antes de que se cerraran las puertas del ascensor.
En cuanto instaló a su paciente en una habitación privada, el doctor Greenwood reunió rápidamente al mejor equipo de tocólogos que podía ofrecer el hospital. De haber sido la señora Davenport una paciente normal, él y la señorita Nichol podrían haberse encargado del parto sin la necesidad de buscar más ayuda. Sin embargo, después de la revisión, comprendió que a Ruth tendrían que hacerle una cesárea si no querían tener problemas con el parto. Alzó la mirada y rezó para sus adentros, muy consciente de que esa sería la última oportunidad para la mujer.
La intervención duró poco más de cuarenta minutos. En cuanto vio asomar la cabeza del bebé, la señorita Nichol exhaló un suspiro de alivio, pero hasta que el médico no cortó el cordón umbilical no añadió: «Aleluya». Ruth, que continuaba bajo los efectos de la anestesia general, no tuvo ocasión de ver la sonrisa de tranquilidad en el rostro del doctor Greenwood. El médico salió inmediatamente del quirófano para comunicarle al padre: «Es un niño».
Mientras Ruth dormía beatíficamente, fue la señorita Nichol quien llevó a Fletcher Andrew a la nursería, donde compartiría sus primeras horas de vida con los demás recién nacidos. En cuanto acabó de acomodar al bebé en la cuna, le encomendó a la enfermera que lo vigilara y regresó a la habitación de Ruth. La señorita Nichol se acomodó en una confortable butaca en una esquina de la habitación e intentó mantenerse despierta.
Faltaban un par de horas para el amanecer cuando la señorita Nichol se despertó sobresaltada. Oyó que le decían:
—¿Puedo ver a mi hijo?
—Por supuesto que sí, señora Davenport —respondió la señorita Nichol al tiempo que se levantaba apresuradamente—. Ahora mismo iré a buscar al pequeño Andrew. —Mientras cerraba la puerta, añadió—: Solo tardaré un par de minutos.
Ruth se incorporó en la cama, acomodó la almohada, encendió la lámpara de la mesita de noche y esperó ansiosa la llegada de su hijo.
Mientras la señorita Nichol caminaba por el pasillo, miró la hora. Eran las 4.31 de la mañana. Bajó las escaleras hasta el quinto piso y se dirigió a la nursería. La señorita Nichol abrió la puerta sigilosamente para no despertar a ninguno de los bebés. Lo primero que hizo al entrar en la sala iluminada por un pequeño tubo fluorescente fue buscar a la enfermera de guardia. La vio dormida en un rincón. Decidió no despertarla porque probablemente esos serían los pocos minutos de descanso de los que podría disfrutar en su turno de ocho horas.
La señorita Nichol caminó de puntillas entre las dos hileras de cunas y solo se detuvo un momento para contemplar a los mellizos que se encontraban en una cuna doble instalada junto a la de Fletcher Andrew Davenport.
Miró al bebé al que nunca le faltaría de nada durante el resto de su vida. Cuando fue a inclinarse para coger a la criatura de la cuna, se detuvo bruscamente. Después de asistir a un millar de partos, se está perfectamente capacitado para distinguir la muerte. La palidez de la piel y la inmovilidad de los ojos hicieron innecesario que le buscara el pulso.
A menudo es una de esas decisiones que se toman sin más, algunas veces tomadas por otros, la que puede cambiar toda nuestra vida.