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Miembros del jurado, en la mayoría de los juicios por asesinato es responsabilidad del estado, y es correcto que así sea, demostrar que el acusado es culpable de homicidio. Esto no ha sido necesario en el caso que nos ocupa. ¿Por qué? Porque la señora Kirsten firmó una confesión cuando aún no había transcurrido ni una hora del brutal asesinato de su marido. Incluso ahora, ocho meses más tarde, habrán tomado debida nota de que su abogado no ha planteado ni una sola vez durante este juicio que su cliente no cometiera el crimen, o haya puesto en duda cómo lo hizo.

»Por consiguiente, consideremos los hechos de este caso, puesto que no se trata de lo que podríamos entender como un acto de protección de la propia vida donde una mujer busca defenderse con la primera arma que tiene a mano. No, a la señora Kirsten no le interesaba un arma cualquiera, ya que dedicó varias semanas a planear este asesinato a sangre fría, absolutamente consciente de que la víctima no tendría la más mínima oportunidad de defenderse.

»¿Qué hizo la señora Kirsten para ejecutar su plan? A lo largo de casi tres meses, se hizo con varias ampollas de curare que compró a los traficantes de drogas que se mueven en los bajos fondos de Hartford. La defensa intentó alegar que las declaraciones de los traficantes no son fiables, algo que podría haberles influido de no haber confirmado la propia señora Kirsten desde el banquillo que todos ellos decían la verdad.

»Después de reunir las ampollas durante varias semanas, ¿qué hizo después la señora Kirsten? Esperó hasta un sábado por la noche, cuando sabía que su marido saldría de copas con sus amigos, abrió media docena de botellas de cerveza, vertió el veneno en las seis y las volvió a tapar. Luego dejó las botellas en la mesa de la cocina y sin apagar la luz, se fue a la cama. Incluso dejó un abridor y un vaso junto a las botellas. Lo hizo todo excepto servirle la cerveza.

»Damas y caballeros del jurado, este fue un asesinato bien planeado e impecablemente ejecutado. Sin embargo, aunque les resulte increíble, lo que siguió fue mucho peor.

»Cuando su marido regresó a su casa aquella noche, cayó en la trampa. Primero fue a la cocina, probablemente para apagar la luz, y cuando vio las botellas encima de la mesa, Alex Kirsten se sintió tentado de beberse una cerveza antes de irse a la cama. Incluso antes de que pudiera acercar la segunda a los labios, el veneno ya había comenzado a hacer su efecto. Cuando pidió ayuda, su esposa salió del dormitorio y bajó tranquilamente hasta el vestíbulo, donde se escuchaban claramente los gritos de dolor de su marido. ¿Llamó para pedir una ambulancia? No, no lo hizo. ¿Se acercó para prestarle asistencia? No, no lo hizo. Se sentó en los escalones y esperó pacientemente hasta que se acallaron los gritos de agonía y estuvo segura de que había muerto. Entonces, y solo entonces, dio la voz de alarma.

»¿Cómo podemos estar seguros de que fue así como ocurrió? No solo porque los vecinos se despertaron al oír los desesperados gritos del marido que pedía ayuda, sino porque cuando uno de los vecinos se presentó para ver si podía ayudar, la señora Kirsten se dejó llevar por el pánico y olvidó vaciar el contenido de las otras cuatro botellas. —El fiscal hizo una larga pausa—. Cuando se analizó la bebida, se vio que había curare suficiente para matar a todo un equipo de fútbol.

»Miembros del jurado, el único argumento que el señor Davenport ha ofrecido para exculpar a su defendida es que el marido de esta le daba palizas con frecuencia. Si este es el caso, ¿por qué no lo denunció a la policía? Si es verdad, ¿por qué no se fue a vivir con su madre que reside al otro lado de la ciudad? Si hemos de creer en su historia, ¿por qué no le dejó? Les diré por qué. Porque cuando muriera su marido, se convertiría en propietaria de la casa donde vivían y cobraría la pensión de la empresa para la que el difunto había trabajado, cosa que le permitiría vivir con cierta holgura durante el resto de su vida.

»En circunstancias normales, el estado no vacilaría en solicitar la pena de muerte por un crimen realmente espantoso, pero consideramos que no es apropiado en esta ocasión. No obstante, tarea de ustedes es enviar un mensaje bien claro a cualquier persona que crea que puede cometer un asesinato y salir bien librada. En algunos otros estados un crimen de esta clase puede que sea tratado con ligereza, pero no queremos que se cometan en Connecticut. ¿Queremos que se nos conozca como el estado que no castiga el asesinato?

El fiscal general bajó la voz hasta convertirla en un susurro y miró directamente al jurado.

—Cuando sientan compasión por la señora Kirsten, y estoy seguro de que la sentirán, aunque solo sea porque son seres humanos piadosos, pónganla en uno de los platillos de la balanza llamada justicia. En el otro, coloquen los hechos: el asesinato a sangre fría de un hombre de cuarenta y dos años que hoy estaría vivo si no fuese por un crimen premeditado y astutamente ejecutado por una mujer malvada. —Se volvió para señalar a la acusada—. El estado no vacila a la hora de pedirles que declaren culpable a la señora Kirsten y le impongan una pena de acuerdo con la ley.

El señor Stamp volvió a su asiento, con la sombra de una sonrisa en su rostro.

—Señor Davenport —dijo el juez—. Dispondré un receso para comer. Cuando volvamos, podrá hacer su alegato.

—Pareces muy complacido contigo mismo —comentó Tom mientras se sentaban a desayunar en la cocina.

—Fue una velada inolvidable.

—¿Debo entender que tuvo lugar la consumación?

—No, no puedes deducir nada de eso. Pero te diré que le cogí la mano.

—¿Hiciste qué?

—Le cogí la mano —repitió Nat.

—Eso no es nada bueno para tu reputación.

—Confío en que la deje por los suelos de una vez para siempre —afirmó Nat. Echó leche en el cuenco de copos de cereales—. ¿Qué me dices de ti?

—Si te refieres a mi vida sexual, en la actualidad es inexistente, aunque no por falta de ofertas, una incluso pertinaz. Pero la verdad es que no me interesa. —Nat miró a su amigo y enarcó una ceja—. Rebecca Armitage ha dejado muy claro que está disponible.

—Creía que…

—¿Que estaba otra vez con Elliot?

—Sí.

—Es posible, pero cada vez que la veo, prefiere hablar de ti, diría que en términos muy halagadores, aunque me han dicho que cuenta una historia diferente cuando está con Elliot.

—Si es así, ¿por qué crees que se toma la molestia de perseguirte?

Tom apartó el cuenco vacío y se concentró en los dos huevos pasados por agua que tenía delante. Quitó un trozo de cáscara y miró la yema antes de responder.

—Si se sabe que eres hijo único y tu padre tiene millones, la mayoría de las mujeres te miran de una manera muy distinta. Así que nunca puedo estar seguro de si les intereso yo o mi dinero. Da gracias de que no padezcas del mismo problema.

—Lo sabrás cuando des con la persona adecuada —dijo Nat.

—¿Tú crees? No lo sé. Tú eres una de las pocas personas que nunca ha demostrado el más mínimo interés por mi fortuna y casi eres el único que siempre insistes en pagar tu parte. Te sorprendería saber cuántos creen que debo pagar la cuenta solo porque me lo puedo permitir. Desprecio a esas personas y eso hace que mi círculo de amigos acabe siendo muy pequeño.

—Pues mi última amiga es muy pequeña —comentó Nat, en un intento por sacar a Tom de su malhumor—; sé que te gustará.

—¿La chica a quien le cogiste la mano?

—Sí, Su Ling. Calculo que mide un metro cincuenta y ocho y ahora que está de moda ser delgada, será la mujer más buscada de toda la universidad.

—¿Su Ling? —dijo Tom.

—¿La conoces? —le preguntó Nat.

—No, pero mi padre me ha dicho que ella se ha hecho cargo del nuevo centro informático que ha fundado su empresa y que los profesores prácticamente han desistido de enseñarle nada.

—Anoche no mencionó nada sobre ordenadores —replicó Nat.

—Pues más te vale que actúes deprisa, porque papá también mencionó que el MIT y Harvard intentan llevársela de aquí. Ya estás avisado, hay un gran cerebro en ese pequeño cuerpo.

—Una vez más me he comportado como un verdadero imbécil —comentó Nat—, porque incluso me burlé de ella por su inglés, cuando es capaz de dominar un nuevo lenguaje que todo el mundo desea conocer. Por cierto, ¿esta es la razón por la que querías verme?

—No, no tenía idea de que salieras con un genio.

—No salgo con ella —replicó Nat—. Es una mujer amable, inteligente y hermosa, que piensa que cogerse de la mano es el paso previo a la promiscuidad. —Se calló un momento—. Por tanto, si no ha sido para discutir mi vida sexual, ¿se puede saber a qué viene este desayuno casi de trabajo?

Tom renunció a los huevos y los apartó.

—Antes de regresar a Yale, quiero saber si te presentarás para representante estudiantil. —Esperó las frases habituales: «No cuentes conmigo», «No me interesa», «Te has equivocado de persona», pero Nat no dijo nada por el estilo.

—Anoche lo hablé con Su Ling —respondió finalmente—, y a su manera deliciosamente encantadora, me comentó que no era que yo les entusiasmara, sino que no querían a Elliot. «El menos malo», fueron sus palabras exactas, si no recuerdo mal.

—Estoy seguro de que tiene razón —manifestó Tom—, pero eso podría cambiar si les dieras una oportunidad para que te conocieran mejor. Has llevado una vida casi de recluso desde que has vuelto a la universidad.

—Tenía que ponerme al día —se defendió Nat.

—Pues ese ya no es el caso, como bien demuestran las notas que has sacado, así como que te hayan seleccionado para correr en el equipo de la universidad.

—Si tú estuvieses aquí, Tom, no vacilaría en presentarme como candidato a representante de los estudiantes, pero mientras estés en Yale…

Fletcher se levantó para enfrentarse al jurado y, en su imaginación, vio en los rostros de todos la sentencia: noventa y nueve años. Si en ese momento hubiese podido dar marcha atrás, hubiera aceptado la oferta de los tres años de condena sin vacilar. En cambio, ya solo le quedaba una tirada de dados para conseguirle la libertad a la señora Kirsten. Tocó por un segundo el hombro de su clienta y se volvió para buscar la sonrisa de Annie, que le apoyaba totalmente en la defensa de la mujer. La sonrisa desapareció en cuanto vio quién estaba sentado dos filas más atrás. El profesor Karl Abrahams le dedicó una inclinación de cabeza. Al menos Jimmy sabría por fin lo que hacía falta para conseguir un saludo del dios.

—Miembros del jurado —comenzó Fletcher con un leve temblor en la voz—. Han escuchado ustedes las persuasivas palabras del fiscal general mientras dirigía su ponzoña contra mi clienta, así que quizá este sea el momento de demostrar dónde tendría en realidad que volcar su inquina. Pero primero deseo dedicar unos momentos a hablar de ustedes. Los periódicos han mencionado hasta el cansancio que no he puesto objeción alguna en la selección de los miembros de raza blanca y, como se puede comprobar, son ustedes diez. La prensa, además, señaló que si hubiese conseguido un jurado con mayoría de mujeres negras, eso hubiese sido un gran paso para asegurarme de que la señora Kirsten fuera absuelta. Pero no quise que fuese así. Apoyé la elección de cada uno de ustedes por otra razón.

Los miembros del jurado lo miraron, intrigados.

—Tampoco el fiscal general ha conseguido averiguar por qué no he planteado ninguna objeción —añadió Fletcher, que se volvió por un instante para mirar al señor Stamp—. Crucé los dedos para que tampoco ninguno de los miembros de su considerable equipo adivinara por qué los había seleccionado. Por consiguiente, ¿qué es lo que todos ustedes tienen en común? —El fiscal general tenía en ese momento la misma expresión de desconcierto que los jurados. Fletcher señaló a la señora Kirsten—. Como la acusada, todos ustedes llevan casados más de nueve años. —El joven volvió a mirar al jurado—. No hay entre ustedes solteros ni solteras sin experiencia en la vida conyugal, o de lo que ocurre entre dos personas detrás de una puerta cerrada. —Fletcher vio a una mujer en la segunda fila del jurado que se estremeció. Recordó el comentario de Abrahams referente a que en un jurado de doce personas, es muy probable que haya por lo menos una que haya pasado por la misma experiencia del acusado. Acababa de identificarla—. ¿Quién entre ustedes se estremece al pensar que su pareja regresará pasada la medianoche, borracho perdido y dispuesto a descargar su violencia? Para la señora Kirsten, esto se convirtió en algo habitual seis noches de cada siete, durante nueve años. Miren a esta frágil mujer y pregúntense: ¿qué posibilidades tenía de enfrentarse a un hombretón de casi un metro noventa de estatura y ciento diez kilos de peso?

Fletcher hizo una pausa, sin apartar la mirada de la mujer que se había estremecido.

—¿Quién de ustedes llega a su casa por la noche y teme que su marido coja un rodillo de amasar, un rallador o incluso un cuchillo, no con la intención de utilizarlo en la cocina en la preparación de la comida, sino en el dormitorio para desfigurar a su esposa? ¿De qué disponía la señora Kirsten para defenderse, esta mujer que mide un metro cincuenta y cinco de estatura y pesa cincuenta kilos? ¿Una almohada? ¿Una toalla? ¿Un matamoscas quizá? —Fletcher hizo otra pausa—. Es algo que ninguno de ustedes ha considerado, ¿no es así? —Miró a los demás jurados—. ¿Por qué? Porque sus esposas y maridos no son malvados. Damas y caballeros, ¿cómo pueden llegar siquiera a entender lo que ha soportado esta mujer un día sí y otro también?

»No satisfecho con semejantes agresiones, una noche ese matón regresó a su casa borracho, subió las escaleras, cogió a su esposa por los cabellos y la arrastró escaleras abajo hasta la cocina; ya estaba aburrido de golpearla. —Fletcher caminó hacia su clienta—. Necesitaba probar algo nuevo que lo excitara, y ¿qué vio Anita Kirsten en el momento en que su marido la arrastraba a la cocina? Uno de los fogones de la cocina está al rojo vivo y espera a su víctima. —Se volvió bruscamente para enfrentarse al jurado—. ¿Pueden ustedes imaginar cuál fue su pensamiento cuando vio aquel anillo de fuego? Él le sujetó la mano como si fuese un bistec y la aplastó contra el fogón durante quince segundos. —Fletcher cogió la mano de la señora Kirsten y se la levantó para que los jurados vieran la terrible huella de la cicatriz en la palma, miró su reloj y contó quince segundos, antes de añadir—: Entonces ella perdió el conocimiento.

»¿Quién entre ustedes puede imaginar este horror? ¿Quién entre ustedes sería capaz de soportarlo? Entonces, ¿por qué el fiscal general solicita una pena de noventa y nueve años? Porque, según dice, el asesinato fue premeditado. Nos asegura que no se trató de un crimen perpetrado en un momento de desesperación con el único propósito de acabar con la tortura. —Fletcher se encaró entonces con el fiscal—. Por supuesto que fue premeditado y por supuesto que ella sabía exactamente lo que hacía. Si usted midiese un metro cincuenta y cinco, y se viera atacado por un hombretón de casi un metro noventa, ¿confiaría en poder defenderse con un cuchillo, un revólver o algún instrumento romo que el matón podría arrebatarle sin problemas y utilizar contra usted? —Fletcher caminó lentamente hacia el jurado—. ¿Quién entre ustedes cometería semejante estupidez? ¿Quién entre ustedes, de haber pasado por lo mismo que ella, no lo planearía? Piensen en esta pobre mujer la próxima vez que tengan una pelea con su pareja. Después de algunas palabras agrias, ¿recurrirían a un fogón al rojo vivo para demostrar que tienen razón? —Miró uno a uno a los siete hombres del jurado—. ¿Un hombre así merece compasión alguna?

»Si esta mujer es culpable de asesinato, ¿quién de ustedes no hubiese hecho lo mismo en el caso de haber tenido la desgracia de casarse con Alex Kirsten? —les preguntó esta vez a las cinco mujeres—. Sé que me dirían: “Yo no lo hice. Me casé con un hombre honrado y trabajador”. Por tanto, ahora ya estamos de acuerdo en el delito de la señora Kirsten. Se casó con un hombre malvado.

Fletcher se apoyó en la barandilla que separaba los asientos del jurado.

—Solicito la indulgencia del jurado por mi pasión juvenil, porque no es otra cosa. Acepté este caso ante el temor de que no se hiciera justicia con la señora Kirsten y en mi entusiasmo juvenil me sentí con fuerzas para convencer a doce ciudadanos justos de que lo vieran a mi manera y que decidieran no condenar a esta mujer a pasar el resto de sus días en la cárcel.

»Como final de mi alegato, les repetiré las palabras que pronunció la señora Kirsten cuando nos entrevistamos esta mañana en su celda: “Señor Davenport, aunque solo tengo veinticinco años, prefiero mil veces pasar el resto de mi vida en la cárcel que aguantar una sola noche más bajo el mismo techo con ese monstruo”.

»Gracias a Dios, ya no tiene que regresar a su casa y encontrarse con él. Está en el poder de ustedes, como miembros del jurado, dejar que esta mujer vuelva esta noche a su casa para ocuparse de sus hijos, con la ilusión de que podrán reconstruir sus vidas, porque doce personas justas comprendieron la diferencia entre el bien y el mal. —Fletcher bajó la voz hasta que sonó como un susurro—. Cuando esta noche ustedes vuelvan a sus casas donde les esperan sus parejas, díganles lo que hicieron hoy en nombre de la justicia, porque estoy seguro de que si el veredicto es de inocencia, sus parejas no encenderán el fogón sencillamente porque no están de acuerdo. La señora Kirsten ya ha cumplido una pena de nueve años. ¿Creen que se merece otros noventa?

Fletcher volvió a su mesa, pero no se giró para mirar a Annie por miedo a que Karl Abrahams viera cómo luchaba por contener las lágrimas.