—Todos en pie. El estado contra la señora Anita Kirsten. Preside su señoría el juez Abernathy.
El juez ocupó su sitio y miró hacia la mesa de la defensa.
—¿Cómo se declara, señora Kirsten?
Fletcher se levantó detrás de la mesa de la defensa.
—Mi cliente se declara inocente, su señoría.
—¿Representa usted a la acusada? —preguntó el magistrado.
—Sí, su señoría.
El juez Abernathy echó una ojeada al pliego de cargos.
—No creo haberle visto antes, señor Davenport.
—No, su señoría, esta es mi primera intervención en su juzgado.
—¿Quiere acercarse al estrado, señor Davenport?
—Sí, señor. —Fletcher abandonó su sitio y se acercó al estrado.
El fiscal se reunió con ellos.
—Buenos días, caballeros —dijo el juez Abernathy—. ¿Puedo saber si tiene la titulación necesaria para que sea reconocido en mi juzgado, señor Davenport?
—No, su señoría.
—Comprendo. ¿Su cliente lo sabe?
—Sí, señor, lo sabe.
—Así y todo, ¿está dispuesta a que la represente, a pesar de que se la acusa de un crimen capital?
—Sí, señor.
El juez miró al fiscal general de Connecticut.
—¿Tiene usted alguna objeción a que el señor Davenport represente a la señora Kirsten?
—Ninguna en absoluto, su señoría; el estado lo agradece.
—No me cabe duda —manifestó el juez—. Aun así, debo preguntarle, señor Davenport, si tiene algún tipo de experiencia en leyes.
—Muy poca, su señoría —admitió Fletcher—. Estoy cursando el segundo curso de derecho en Yale y este será mi primer caso.
El juez y el fiscal sonrieron al escucharle.
—¿Puedo preguntarle quién es su director de estudios? —dijo el juez.
—El profesor Karl Abrahams, su señoría.
—Entonces es para mí un orgullo presidir su primer caso, señor Davenport, porque eso es algo que usted y yo tenemos en común. ¿Qué dice usted, señor Stamp?
—Yo me licencié en Carolina del Sur.
—Aunque esto no deja de ser muy irregular, quien tiene la última palabra es el acusado, así que comencemos con el caso.
El fiscal y Fletcher volvieron a sus asientos. El juez miró a Fletcher.
—¿Solicitará la libertad bajo fianza, señor Davenport?
Fletcher se levantó para responder.
—Sí, su señoría.
—¿Qué alega?
—La señora Kirsten carece de antecedentes delictivos y no representa amenaza alguna para la comunidad. Es madre de dos hijos: Alan, de siete años, y Della, de cinco, quienes en estos momentos están al cuidado de su abuela en Hartford.
El juez miró al fiscal.
—¿La fiscalía tiene alguna objeción a la libertad bajo fianza, señor Stamp?
—Por supuesto que sí, su señoría. Nos oponemos a la fianza no solo sobre la base de que este es un delito capital, sino porque el asesinato fue premeditado. Por tanto, consideramos que la señora Kirsten representa un peligro para la sociedad y que podría intentar huir de la jurisdicción del estado.
Fletcher se levantó en el acto.
—Debo protestar, su señoría.
—¿Cuál es el motivo de la protesta, señor Davenport?
—Que siendo esta efectivamente una acusación capital, salir del estado es irrelevante, su señoría, y en cualquier caso, la casa de la señora Kirsten está en Hartford, donde se gana la vida como empleada de la limpieza en el hospital de Santa María, y que sus dos hijos asisten a clase en una escuela local.
—¿Alguna cosa más, señor Davenport?
—No, su señoría.
—Se rechaza la fianza —anunció el juez. Golpeó con el mazo—. Se levanta la sesión hasta el lunes diecisiete. Todos en pie.
El juez Abernathy le guiñó un ojo a Fletcher mientras salía de la sala.
Treinta y cuatro minutos y diez segundos. Nat no podía disimular su satisfacción al ver que no solo había superado su mejor marca personal, sino que había acabado sexto en las pruebas de clasificación y por tanto era seguro que formaría parte del equipo en los juegos contra la Universidad de Boston.
Tom se le acercó mientras Nat hacía la habitual tanda de ejercicios de estiramiento para enfriarse.
—Enhorabuena. Estoy convencido de que antes del final de la temporada habrás bajado otro minuto de la marca.
Nat se miró la profunda cicatriz roja de la pantorrilla y acabó de ponerse el pantalón del chándal.
—¿Qué te parece si esta noche salimos a cenar y lo celebramos? —añadió Tom—. Hay algo que quiero discutir contigo antes de regresar a Yale.
—Esta noche no puedo —respondió Nat. Los dos amigos caminaron en dirección a los vestuarios—. Tengo una cita.
—¿Alguien que yo conozca?
—No, y es mi primera cita en varios meses. Debo admitir que estoy algo nervioso.
—¿El capitán Cartwright nervioso? Venga ya —se burló Tom.
—Te lo juro. Ella cree que soy una mezcla de don Juan y Al Capone.
—Por lo que parece, es alguien que sabe juzgar a las personas —opinó Tom—. Cuéntamelo todo.
—No hay gran cosa que contar. Nos cruzamos en lo alto de la colina mientras corríamos. Es brillante, apasionada, muy hermosa, y cree que soy un malnacido. —Nat le relató la conversación que habían mantenido delante del comedor.
—Es evidente que Ralph Elliot tuvo la oportunidad de dar primero su versión.
—Al demonio con Elliot. ¿Crees que debo llevar americana y corbata?
—No me habías pedido esa clase de consejos desde que estábamos en Taft.
—En aquellos días tenía que pedirte prestada la americana y la corbata. ¿Qué me recomiendas?
—El uniforme de gala con todas las medallas.
—Hablo en serio.
—Creo que confirmaría totalmente la opinión que tiene de ti.
—Eso es precisamente lo que pretendo evitar.
—Pues, en ese caso, intenta mirarlo desde su punto de vista.
—Te escucho.
—¿Cómo crees que se vestirá ella?
—No tengo ni idea. Solo la he visto dos veces en mi vida y en una de esas ocasiones llevaba pantalones cortos salpicados de barro.
—Dios, eso tuvo que ser muy sexy, pero supongo que no se presentará vestida con un chándal. ¿Qué llevaba en la otra ocasión?
—Iba elegante y discreta.
—Entonces sigue su estilo, cosa que no te será nada fácil, porque no tienes nada de elegante, y por lo que dices, tampoco cree que puedas ser discreto.
—Responde a la pregunta.
—Yo me inclinaría por lo informal —respondió Tom—. Camisa, no camiseta, pantalón y un jersey. Yo podría, por supuesto, acompañaros en la cena en calidad de tu asesor de imagen.
—No quiero verte a menos de un kilómetro del lugar, porque acabarías enamorándote de ella.
—Esa chica te interesa mucho, ¿no es así? —preguntó Tom en voz baja.
—Creo que es divina, pero eso no impide que tenga serias dudas respecto a mí.
—Lo importante es que ha aceptado cenar contigo, o sea, que no puede pensar que seas detestable del todo.
—Sí, pero para conseguirlo hemos tenido que llegar a un acuerdo con unas cláusulas no muy habituales —replicó Nat y le contó a Tom lo que le había propuesto antes de que ella aceptara la invitación.
—Es evidente que te ha dado muy fuerte, pero eso no cambia el hecho de que necesito hablar contigo. ¿Qué te parece si desayunamos juntos? ¿O es que también piensas compartir los huevos fritos y el beicon con la misteriosa dama oriental?
—Me sorprendería mucho que lo aceptara —manifestó Nat con tono de anhelo— y también me desilusionaría.
—¿Cuánto crees tú que durará el juicio? —le preguntó Annie.
—Si rechazamos el cargo de asesinato, pero se declara culpable de homicidio sin premeditación, se podría acabar en una mañana y quizá haya que ir otro día para saber la sentencia.
—¿Es eso posible? —quiso saber Jimmy.
—Sí, la fiscalía me ofrece un trato.
—¿Qué clase de trato? —preguntó Annie.
—Si acepto la acusación de homicidio sin premeditación, Stamp solicitará una pena de tres años, no más, lo que significa que con la reducción por buena conducta y la libertad condicional, Anita Kirsten podría estar fuera en dieciocho meses. De lo contrario, el fiscal la acusará de asesinato en primer grado y pedirá la pena de muerte.
—En este estado jamás enviarían a una mujer a la silla eléctrica por matar a su marido.
—Estoy de acuerdo —manifestó Fletcher—, pero un jurado duro podría condenarla a noventa y nueve años y como la acusada solo tiene veinticinco, debo aceptar el hecho de que le convendría más aceptar los dieciocho meses; al menos de esa manera podría pasar el resto de su vida con la familia.
—Muy cierto —señaló Jimmy—. Sin embargo, ¿por qué el fiscal te ofrece tres años si cree que tiene un caso absolutamente sólido? No olvides que es una mujer negra, acusada de asesinar a un blanco, y que al menos dos miembros del jurado serán negros. Si juegas bien tus cartas, podrían ser tres, y entonces casi podrías garantizar un jurado dividido.
—Además del hecho de que mi cliente tiene buena reputación, es responsable en su trabajo y carece de antecedentes. Eso tendría que bastar para influir a cualquier jurado, con independencia del color de su piel.
—Yo no me fiaría mucho de eso —opinó Annie—. Tu cliente envenenó a su marido con una sobredosis de curare, que paraliza los músculos, y luego se sentó en la escalera a esperar que se muriera.
—Llevaba años dándole una paliza tras otra y también maltrataba a sus hijos —señaló Fletcher.
—¿Tienes alguna prueba de eso, letrado? —le preguntó Jimmy.
—No muchas, pero el día que aceptó contratarme, saqué varias fotos de los golpes que tenía por todo el cuerpo y de la quemadura en la palma de la mano que conservará durante el resto de sus días.
—¿Cómo se la hizo? —preguntó Annie.
—El malnacido del marido le aplastó la mano contra el fogón de la cocina y no la soltó hasta que ella perdió el conocimiento.
—Un tipo encantador —opinó Annie—. En ese caso, ¿qué te impide no aceptar el cargo de homicidio sin premeditación e insistir con las circunstancias atenuantes?
—Solo el miedo de perder el caso y que la señora Kirsten pase el resto de su vida en la cárcel.
—¿Cómo es que te pidió a ti que fueses su abogado defensor? —intervino Jimmy.
—No había nadie más que quisiera el trabajo —le contestó Fletcher—. Además, mis honorarios le parecieron irresistibles.
—Te enfrentas al fiscal general del estado.
—Cosa que también resulta un misterio, porque no acabo de entender por qué se molesta a representar al estado en un caso como este.
—La respuesta es muy sencilla —dijo Jimmy—. Una mujer negra mata a un hombre blanco en un estado donde solo un veinte por ciento de la población es negra, más de la mitad de ellos no se molestan en votar y, sorpresa, sorpresa, hay elecciones en mayo.
—¿Cuánto tiempo te ha dado Stamp para que le comuniques tu decisión? —le preguntó Annie.
—El juicio se reanuda el próximo lunes.
—¿Puedes permitirte el tiempo que te requeriría un juicio largo? —le interrogó Annie.
—No, pero no puedo convertir eso en una excusa para aceptar el trato de buenas a primeras.
—Por tanto, pasaremos las vacaciones en el juzgado número tres, ¿no es así? —Annie sonrió.
—Bien podría ser que nos tocara el número cuatro —contestó Fletcher y cogió a su esposa por la cintura.
—¿Se te ha ocurrido pedirle al profesor Abrahams que te aconseje sobre qué debería hacer tu cliente?
Jimmy y Fletcher la miraron, incrédulos.
—Él aconseja a presidentes y jefes de Estado —señaló Fletcher.
—Y quizá a algún gobernador —añadió Jimmy.
—Entonces quizá le ha llegado el momento de que comience a aconsejar a un alumno de segundo de derecho. Después de todo, para eso le pagan.
—No sabría ni por dónde empezar —protestó Fletcher.
—Podrías coger el teléfono y preguntarle si te puede recibir —dijo Annie—. Estoy segura de que se sentirá halagado.
Nat llegó a Mario’s quince minutos antes de la hora. Había escogido ese restaurante porque era sencillo: manteles a cuadros rojos y blancos, flores frescas en las mesas y fotos de Florencia en blanco y negro en las paredes. Tom le había dicho que la pasta era casera y que la cocinaba la esposa del dueño; esto le había recordado su viaje a Roma. Había seguido el consejo de Tom y se había vestido con una camisa azul, pantalones grises y un jersey azul marino. Nada de americana y corbata. Tom le había dado su aprobación.
Nat habló con Mario, quien le ofreció una mesa discreta al fondo del local. Leyó el menú varias veces y consultó su reloj otras tantas, cada vez más nervioso. Comprobó una docena de veces que llevaba dinero suficiente por si no aceptaban tarjetas de crédito. Quizá tendría que haber dado unas vueltas a la manzana antes de entrar.
En el momento que la vio, se dio cuenta de que había metido la pata. Su Ling vestía un impecable traje chaqueta azul, blusa de color crema y zapatos azules. Nat se levantó y la llamó con un gesto. Ella sonrió; una sonrisa que no había visto hasta entonces y que la hizo parecer todavía más seductora. Su Ling se acercó.
—Tengo que pedirte disculpas —dijo Nat, mientras le acercaba la silla.
—¿Por qué? —replicó ella, intrigada.
—Mi ropa. Confieso que dediqué mucho tiempo a pensar cómo me vestiría y veo que me equivoqué por completo.
—Yo también —admitió Su Ling—. Supuse que te presentarías con el uniforme cubierto de medallas. —Se quitó la chaqueta y la dejó en el respaldo de la silla.
Nat se echó a reír y les resultó imposible dejar de hacerlo durante las dos horas siguientes, hasta que él le preguntó si quería café.
—Sí, solo, por favor.
—Te he hablado de mi familia, ahora háblame de la tuya —dijo Nat—. ¿Tú también eres hija única?
—Sí, mi padre era brigada en Corea cuando conoció a mi madre. Se casaron solo unos pocos meses antes de que lo mataran en la batalla de Yudam-ni.
Nat sintió el deseo de cogerle la mano.
—Lo siento.
—Muchas gracias —respondió ella sencillamente—. Mamá decidió venir a Estados Unidos para que nos reuniéramos con mis abuelos. Pero nunca dimos con su paradero. —Esta vez sí le cogió la mano—. Yo era muy pequeña para saber lo que pasaba, pero mi madre no es de las que se rinden fácilmente. Encontró un empleo en la lavandería Storrs, cerca de la librería, y el propietario nos dejó ocupar las habitaciones de encima del local.
—Conozco la lavandería —afirmó Nat—. Mi padre lleva allí las camisas. Lo hacen muy bien y…
—… y ha sido desde que mi madre se hizo cargo, pero tuvo que sacrificarlo todo para darme una buena educación.
—Tu madre se parece mucho a la mía —señaló Nat en el momento en que Mario se acercaba a la mesa.
—¿Todo a su gusto, señor Cartwright?
—Una cena excelente, muchas gracias, Mario. Ya puede traer la cuenta.
—Desde luego, señor Cartwright, y permítame decirle que ha sido un honor para nosotros tenerle en nuestro restaurante.
—Muchas gracias —respondió Nat, que hizo todo lo posible por disimular la vergüenza.
—¿Cuánto le has dado de propina para que dijera eso? —le preguntó Su Ling.
—Diez dólares; siempre lo dice a la perfección.
—¿Sale a cuenta?
—Por supuesto. La mayoría de las chicas comienzan a desnudarse antes de que lleguemos al coche.
—O sea, ¿que siempre las traes aquí?
—No. Si creo que solo será cosa de una noche, las llevo al McDonald’s y luego a un motel; si es algo más serio, entonces vamos al hostal Altnaveigh.
—Así pues, ¿cuál es el grupo escogido para Mario’s? —preguntó Su Ling.
—Es una pregunta que no te puedo responder, porque nunca había traído a nadie a Mario’s hasta ahora.
—Me siento halagada —comentó Su Ling mientras él la ayudaba a ponerse la chaqueta. Cuando salieron del restaurante, la muchacha le cogió de la mano—. En realidad eres muy tímido, ¿no es así?
—Sí, supongo que sí —respondió Nat.
—A diferencia de tu enemigo número uno, Ralph Elliot. —Nat no dijo nada—. Me invitó a salir a los pocos minutos de conocernos.
—Si quieres saber la verdad, yo también lo hubiese hecho, pero te marchaste.
—Si no recuerdo mal, salí corriendo. —Nat sonrió—. Lo interesante de verdad es saber cuánto tiempo te llevó convertirte en un héroe nacional. —Nat se disponía a protestar cuando ella añadió—: Una media hora.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque te he estado investigando, capitán Cartwright, y para citar a Steinbeck, «estás navegando con falsos colores». Aprendí la cita hoy mismo —le aclaró—. No vayas a creer que soy muy leída. Cuando subiste al helicóptero, ni siquiera llevabas un arma. Eras un oficial de intendencia que nunca tendría que haber estado a bordo de aquel aparato. En realidad, ya fue bastante malo que subieras al helicóptero sin permiso, pero es que también te bajaste sin autorización. Por cierto, que si no lo hubieses hecho podrías haber acabado ante un consejo de guerra.
—Una verdad como un templo —afirmó Nat—. Por favor, no se lo digas a nadie más, o me quedaré sin mis habituales tres chicas por noche.
Su Ling se llevó la mano a la boca para disimular la risa.
—Pero seguí leyendo y vi que tu comportamiento después de que el helicóptero se estrellara en la selva fue el de un hombre de extraordinario coraje. Haber arrastrado a aquel pobre soldado en una camilla con una pierna casi destrozada tuvo que ser una auténtica proeza y luego saber que había muerto sin duda te ha dejado una cicatriz para toda la vida. —Nat permaneció callado—. Lo siento —añadió ella cuando ya entraban en el recinto universitario—. El último comentario ha estado fuera de lugar.
—Ha sido muy amable de tu parte buscar la verdad —manifestó Nat con la mirada puesta en sus hermosos ojos castaño oscuro—. Muy pocos se han tomado la molestia.