El profesor Karl Abrahams entró en el aula cuando el reloj marcaba las nueve en punto. El profesor daba ocho conferencias por semestre y se decía que nunca había faltado a ninguna en treinta y siete años. Muchos otros comentarios referentes a Karl Abrahams no tenían ningún fundamento, así que él los descartaba como rumores y, por tanto, inadmisibles.
Sin embargo, dichos comentarios habían persistido hasta convertirse en parte de la leyenda del personaje. No había ninguna duda de que poseía un ingenio sardónico, como bien podían testimoniar los alumnos que habían sido sus víctimas. Si era verdad que tres presidentes lo habían invitado a formar parte del Tribunal Supremo solo los tres dirigentes lo sabían. No obstante, había constancia de que al responder a una pregunta sobre este tema, Abrahams había manifestado que el mejor servicio que podía dar a la nación era formar a la siguiente generación de abogados y conseguir que fuesen honrados y sinceros, más que ocuparse de arreglar los desaguisados cometidos por tantos malos letrados.
El Washington Post, en una nota biográfica no autorizada, señalaba que Abrahams había sido profesor de dos jueces del actual Tribunal Supremo, veintidós jueces federales y varios de los decanos de las principales facultades de derecho.
Cuando Fletcher y Jimmy asistieron a la primera de las ocho conferencias de Abrahams, no se habían llevado a engaño respecto al duro trabajo que tenían por delante. Así y todo, Fletcher creía que durante su último año de estudios había dedicado horas más que suficientes, y en muchas ocasiones se había ido a dormir bien pasada la medianoche. Al profesor Abrahams le llevó alrededor de una semana habituarle a trabajar en las horas que antes dedicaba al sueño.
El profesor Abrahams recordaba constantemente a sus alumnos de primero que no todos asistirían a su última conferencia dirigida a los licenciados en derecho al final del curso. Jimmy agachó la cabeza. Fletcher comenzó a dedicar tantas horas al trabajo de documentación que Annie casi nunca lo veía antes de que las puertas de la biblioteca estuvieran cerradas a cal y canto. Jimmy a veces se marchaba un poco antes para estar con Joanna, pero casi nunca lo hacía sin cargar con varios libros. Fletcher le comentó a Annie que nunca había visto a su cuñado trabajar tanto.
—No lo tendrá nada fácil cuando nazca el bebé —le recordó Annie a su marido uno de los días en que fue a buscarlo a la biblioteca.
—Joanna lo ha organizado de manera que el bebé nazca durante las vacaciones y así volver al trabajo cuando comience el curso.
—No quiero que nuestro hijo crezca de esa manera —le comentó Annie—. Quiero criar a mis hijos en nuestra casa; que tengan una madre dedicada exclusivamente a ellos y un padre que regrese del trabajo lo bastante temprano como para leerles un cuento antes de que se vayan a la cama.
—Por mí de acuerdo —dijo Fletcher—. Pero si cambias de opinión y decides llegar a dirigir la General Motors, no tendré el menor inconveniente en cambiarles los pañales.
Lo primero que sorprendió a Nat cuando regresó a la universidad fue lo inmaduros que parecían sus antiguos compañeros. Tenía créditos suficientes para pasar a segundo curso, pero los estudiantes que había frecuentado antes de alistarse seguían interesados por los grupos musicales o las estrellas de cine que estaban de moda; él ni siquiera había escuchado a los Doors. Hasta que no asistió a la primera clase no comprendió del todo lo mucho que la experiencia de Vietnam había cambiado su vida.
También se dio cuenta de que sus compañeros no lo trataban como si fuese uno de ellos y que algunos de los profesores se mostraban un tanto impresionados. Nat disfrutaba del respeto que le otorgaban, pero descubrió muy pronto que no siempre lo miraban con buenos ojos. Discutió el tema con Tom durante las vacaciones de Navidad y su amigo le dijo que era hasta cierto punto lógico que algunos le vieran con cierto recelo: después de todo, creían que él había matado por lo menos a un centenar de soldados del Vietcong.
—¿Por lo menos un centenar? —repitió Nat.
—Mientras que otros han leído artículos sobre el trato que las mujeres vietnamitas les dispensan a nuestros soldados.
—Pues no he sido yo uno de los afortunados; de no haber sido por Mollie, me hubiese mantenido célibe.
—Mi consejo es que no les saques del error —afirmó Tom—, porque no dudo que los hombres te envidian y las mujeres se sienten intrigadas. Lo que menos te interesa es que descubran que eres un ciudadano respetuoso de las leyes como cualquier otro.
—Algunas veces me gustaría que recordaran que yo también tengo diecinueve años —replicó Nat.
—El problema es que el capitán Cartwright, distinguido con la medalla al honor, no da la impresión de tener diecinueve años; además, mucho me temo que la cojera es un recuerdo permanente.
Nat siguió el consejo de su amigo y decidió consumir sus energías en el aula, el gimnasio y las carreras campo a través. Los médicos le habían advertido que tardaría por lo menos un año en estar en condiciones de correr, si es que llegaba a poder hacerlo. Después de tan pesimista pronóstico, nunca dedicó menos de una hora al día a ejercitarse en el gimnasio: trepaba por las cuerdas, hacía pesas y de cuando en cuando jugaba un partido de paddle. Para finales del primer semestre ya podía recorrer la pista a buen paso, aunque tardaba una hora y veinte minutos en cubrir los nueve kilómetros. Miró su viejo horario de entrenamiento y vio que su marca cuando estaba en primero aún se mantenía en treinta y cuatro minutos dieciocho segundos. Se prometió a sí mismo que la batiría antes de acabar el segundo curso.
Otro problema al que se enfrentó Nat fue la respuesta que escuchaba cada vez que quería salir con una chica. Algunas solo pretendían acostarse con él en el acto, mientras que otras lo rechazaban de mala manera. Tom le había advertido que llevárselo a la cama era algo así como un trofeo que se disputaban muchas estudiantes y Nat no tardó mucho en descubrir que había algunas que se jactaban falsamente de haberlo conseguido.
—La fama tiene sus desventajas —comentó Nat.
—Si quieres cambiamos —le replicó Tom.
La única excepción resultó ser Rebecca, quien dejó claro desde el día que Nat regresó al campus que deseaba una segunda oportunidad. Nat se mostró algo escéptico en el tema de reavivar la vieja llama y llegó a la conclusión de que si querían reanudar la relación, tendría que ser poco a poco. Rebecca, en cambio, tenía otros planes.
Después de la segunda cita, lo invitó a su habitación para tomar un café e intentó desnudarlo apenas cerró la puerta. Nat se apartó y lo único que se le ocurrió dar como excusa fue que al día siguiente tenía programada una carrera. Rebecca no se dio por vencida y cuando reapareció unos minutos más tarde con dos tazas de café, llevaba como única prenda un camisón casi transparente. Nat comprendió de pronto que no sentía nada por ella, así que se bebió el café de un trago y volvió a decirle que necesitaba irse a dormir temprano.
—En el pasado los entrenamientos no te preocupaban en lo más mínimo —se burló Rebecca.
—Entonces tenía un buen par de piernas —le replicó Nat.
—Quizá lo que ocurre es que ya no estoy a tu altura —señaló Rebecca—, ahora que todo el mundo te considera un héroe.
—No tiene nada que ver con eso. Solo…
—Solo es que Ralph acertó contigo desde el primer momento.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Nat vivamente.
—Que sencillamente eres inferior a él. —Rebecca guardó silencio un momento—. Dentro o fuera de la cama.
Nat iba a responderle, pero decidió que no valía la pena. Se marchó sin decir palabra. Más tarde, mientras estaba en la cama, se dio cuenta de que Rebecca, como muchas otras cosas, formaba parte de su pasado.
Uno de los descubrimientos más sorprendentes que hizo Nat a su regreso a la universidad fue ver el número de condiscípulos que le presionaban para que fuese el rival de Elliot en las elecciones para representante del claustro de estudiantes. Pero Nat dejó bien claro que no tenía el menor interés en presentarse a unas elecciones cuando todavía necesitaba hacer grandes esfuerzos para recuperar el tiempo perdido.
Cuando regresó a casa al final de su segundo curso, Nat le comentó a su padre que estaba tan satisfecho con que su tiempo en la carrera de campo a través hubiera bajado de una hora como por haber terminado el curso entre los seis primeros de la clase.
Nat y Tom viajaron a Europa durante el verano. Nat descubrió que una de las muchas ventajas del sueldo de capitán era que le permitía acompañar a su amigo íntimo sin tener la sensación de que no podía permitirse ese lujo.
La primera escala fue Londres, donde presenciaron el desfile de la guardia por Whitehall. Nat se dijo a sí mismo que hubiesen sido una fuerza formidable en Vietnam. En París, pasearon por los Campos Elíseos y lamentaron tener que recurrir al diccionario cada vez que veían a una mujer hermosa. Luego viajaron a Roma, donde en los pequeños restaurantes de callejuelas perdidas descubrieron el verdadero sabor de la pasta; juraron que nunca más volverían a comer en un McDonald’s.
Pero hasta que no llegaron a Venecia Nat no cayó rendido del todo; en un santiamén se convirtió en un joven promiscuo y sus gustos iban desde los desnudos a las vírgenes. Todo comenzó con Da Vinci, seguido por Bellini y luego Luini. Tal era la intensidad de su emoción que Tom estuvo de acuerdo en que pasarían algunos días más en Italia y que añadirían Florencia a su itinerario. En cada esquina se encontraba con una nueva amante: Miguel Ángel, Caravaggio, Canaletto, Tintoretto. Prácticamente cualquiera con una o al final del apellido era digno de figurar en el harén de Nat.
El profesor Karl Abrahams llegó puntualmente para dar su quinta clase del semestre y miró a los alumnos que llenaban el aula.
Comenzó la clase sin un libro, una carpeta o siquiera una nota delante, mientras les explicaba el caso de Carter contra Amalgamated Steel, que hizo historia.
—El señor Carter —comenzó el profesor— perdió un brazo en un accidente laboral en mil novecientos veintitrés y fue despedido sin recibir ni un céntimo como indemnización. Estaba incapacitado para buscar un nuevo empleo en su ramo, dado que ninguna otra siderúrgica le hubiera dado trabajo a un hombre manco, y cuando no le aceptaron para trabajar como portero en un hotel local, comprendió que no volvería a trabajar nunca más. La ley de indemnizaciones laborales no se aprobó hasta mil novecientos veintisiete, así que el señor Carter decidió dar el paso nada habitual y casi desconocido en aquel entonces de demandar a sus patronos. No podía permitirse contratar a un abogado, eso es algo que no ha cambiado con los años, pero un joven estudiante de derecho, que consideraba que el señor Carter no había recibido la indemnización que se merecía, se ofreció voluntario para representarlo en el juzgado. Ganó el caso y Carter fue indemnizado con cien dólares, una cantidad que seguramente ustedes considerarán como mínimo exigua para la lesión sufrida. No obstante, la actuación de estos dos hombres fue la responsable de que se modificara la ley. Confiemos en que alguno de ustedes pueda hacer en algún momento futuro que se modifique una ley para reparar una injusticia. Un inciso: el joven abogado se llamaba Theo Rampleiri. Se libró por los pelos de que no le echaran de la facultad por dedicar tanto tiempo al caso Carter. Más tarde, años después, fue designado como miembro del Tribunal Supremo.
Abrahams se calló un momento y frunció el entrecejo.
—El año pasado la General Motors le pagó al señor Cameron cinco millones de dólares por la pérdida de una pierna. Esto a pesar de que la empresa demostró que la lesión se había debido a la negligencia del señor Cameron. —Abrahams les explicó paso a paso el juicio, antes de añadir—: La ley es muy a menudo, como el señor Charles Dickens deseaba hacernos creer, una bestia, y quizá todavía más importante, indiscriminadamente imperfecta. No tengo palabras para el abogado que solo busca la manera de saltarse las leyes, sobre todo cuando saben exactamente qué pretendían el Senado y el Congreso cuando las aprobaron. Habrá aquellos entre vosotros que olvidarán estas palabras en cuanto entren en alguna ilustre firma de abogados, cuyo único interés es ganar como sea. Pero habrá otros, quizá no muchos, que recordarán las palabras de Lincoln: «Que se haga justicia».
Fletcher dejó de tomar apuntes por un momento y miró a su profesor.
—Para la clase siguiente —dijo Abrahams—, espero que hayan buscado los cinco casos que siguieron al de Carter contra Amalgamated Steel, hasta Demetri contra Demetri, todos los cuales dieron pie a modificaciones en la ley. Podrán trabajar en parejas, pero las parejas no se podrán consultar entre ellas. Espero que haya quedado claro. —El reloj marcó las once—. Buenos días, damas y caballeros.
Fletcher y Jimmy compartieron el trabajo de buscar documentación de los casos y para el final de la semana, habían encontrado tres que eran relevantes. Joanna recordó por casualidad un cuarto que había oído mencionar en Ohio durante la infancia, aunque rehusó darles cualquier otra pista.
—¿Qué hay de aquello de obedecerás, honrarás y respetarás? —le recriminó Jimmy.
—Nunca prometí obedecerte, jovenzuelo —se limitó a decir ella—. Por cierto, si Elizabeth se despierta durante la noche te toca a ti cambiarle el pañal.
—Sumner contra Sumner —exclamó Jimmy con tono triunfal cuando se acostó pasada la medianoche.
—No está mal, pipiolo, pero aún tienes que encontrar el quinto para las diez de la mañana del lunes si confías en arrancarle una sonrisa al profesor Abrahams.
—Creo que necesitaremos bastante más que eso para mover los labios de ese bloque de piedra —replicó Jimmy.
Nat la vio correr delante de él mientras subía la colina y calculó que la adelantaría en la pendiente de bajada. Controló el tiempo cuando llegó a la mitad del recorrido. Diecisiete minutos y nueve segundos. Estaba seguro de que superaría su mejor marca personal y que volvería a formar parte del equipo en los primeros juegos de la temporada.
Se sentía pletórico de energía cuando superó la cima de la colina y entonces maldijo en voz alta. Aquella estúpida mujer había tomado por el camino erróneo. Tenía que ser una estudiante de primero. Comenzó a gritarle, pero no le respondió. Volvió a maldecir, cambió de dirección y fue tras ella. En el momento que bajaba la pendiente, la muchacha se volvió súbitamente y pareció sorprenderse.
—Vas en la dirección equivocada —le gritó Nat, dispuesto a dar media vuelta para seguir con el recorrido cuanto antes, pero entonces decidió acercarse para verla mejor. Corrió hasta llegar junto a ella y se mantuvo en movimiento para no enfriarse.
—Muchas gracias. Es la segunda vez que recorro el circuito y no recordaba cuál era el camino correcto en la cima de la colina.
—Tienes que seguir el sendero más angosto. —Nat le sonrió—. El más ancho te lleva directamente al bosque.
—Muchas gracias —repitió ella, y echó a correr ladera arriba sin añadir nada más.
Nat la persiguió y en cuanto le dio alcance, corrió a su lado hasta que llegaron a la cima. Se despidió de ella después de asegurarse de que esta vez seguía el camino correcto.
—Nos veremos más tarde —le dijo, pero si ella respondió a la despedida, Nat no la escuchó.
Volvió a controlar el tiempo cuando cruzó la línea de meta. Cuarenta y tres minutos cincuenta y un segundos. Maldijo una vez más mientras calculaba cuánto tiempo había perdido en acompañar a la muchacha. No le importaba. Comenzó con los ejercicios de enfriamiento y les dedicó más tiempo del habitual, mientras esperaba la llegada de la muchacha.
La joven no tardó mucho en aparecer en la cima y bajó la ladera hacia la línea de meta, sin darse mucha prisa.
—Lo has conseguido —comentó Nat con una sonrisa mientras se acercaba sin dejar de correr. Ella no le devolvió la sonrisa—. Soy Nat Cartwright.
—Sé quién eres —replicó la muchacha secamente.
—¿Nos conocemos?
—No. Solo te conozco por tu reputación.
Acto seguido, la joven se alejó corriendo hacia el vestuario de mujeres sin darle más explicaciones.
—De pie todos aquellos que han encontrado los cinco casos.
Fletcher y Jimmy se levantaron con sendas expresiones de triunfo, algo que les duró muy poco cuando vieron que por lo menos un setenta por ciento de la clase se había levantado también.
—¿Cuatro? —preguntó el profesor que procuró no parecer demasiado desdeñoso. La mayoría de los que habían permanecido sentados se levantaron y solo quedó un diez por ciento sin moverse de sus asientos. Fletcher se preguntó cuántos de ellos acabarían el curso—. Pueden sentarse —dijo Abrahams—. Comenzaremos con el caso de Maxwell River Gas contra Pennstone. ¿Cuáles fueron los cambios que se introdujeron en la ley a partir de este caso en particular? —Señaló a un alumno de la tercera fila.
—En mil novecientos treinta y dos se convirtió en responsabilidad de las empresas asegurar que la maquinaria cumpliera con las normas de seguridad y que los empleados aprendieran los procedimientos de emergencia.
El profesor señaló a otro alumno.
—Se dispuso que se colocarían instrucciones escritas para que todos los trabajadores pudieran leerlas.
—¿Cuándo se convirtió en redundante dicha disposición?
El dedo se movió y respondió otra voz.
—Reynolds contra McDermond Timber.
—Correcto. —Otro alumno—. ¿Por qué?
—Reynolds sufrió la amputación de tres dedos mientras aserraba un tronco. Su defensa demostró que no sabía leer y que no le habían dado ninguna instrucción oral referente al manejo de la máquina.
—¿Cuál fue el fundamento de la nueva ley? —El dedo se movió de nuevo.
—La ley laboral de mil novecientos treinta y cuatro, cuando se convirtió en responsabilidad del patrono enseñar a todo el personal, oralmente y por escrito, cómo utilizar las máquinas.
—¿Cuándo fue necesario introducir nuevas modificaciones? —El profesor señaló a otro alumno.
—Rush contra el gobierno.
—Correcto. Pero ¿por qué el gobierno ganó el caso a pesar de ser culpable? —Otra selección.
—No lo sé, señor.
El dedo se desvió despectivamente y buscó a algún otro que sí lo supiera.
—El gobierno defendió su posición cuando se demostró que Rush había firmado una declaración donde se decía… —El dedo se movió.
—… que había recibido todas las instrucciones estipuladas por la ley.
El dedo se movió otra vez.
—Además, había continuado en su trabajo una vez transcurrido el período de tres años.
El dedo siguió moviéndose.
—… pero el gobierno demostró que no era una empresa en el sentido literal de la palabra, dado que la ley había sido mal redactada por los políticos.
—No culpen a los políticos —les advirtió Abrahams—. Son los abogados quienes redactan las leyes, así que deben asumir la responsabilidad. Los políticos no fueron los culpables en esta ocasión y, por tanto, después de que el tribunal aceptara que el gobierno no estaba obligado a cumplir su propia legislación, ¿cuál fue la causa de que se volviera a modificar la ley? —Señaló a otro alumno aterrorizado.
—Demetri contra Demetri —respondió el alumno.
—¿Cuál fue la diferencia con las leyes anteriores? —El dedo señaló a Fletcher.
—Fue la primera vez que un miembro de una familia demandó a otro por negligencia mientras aún estaban casados, además de ser propietarios al cincuenta por ciento de la empresa en cuestión.
—¿Por qué no prosperó la demanda? —preguntó Abrahams, sin desviar la mirada.
—Porque la señora Demetri se negó a testificar contra su marido.
El dedo señaló a Jimmy.
—¿Por qué se negó? —quiso saber Abrahams.
—Porque era estúpida.
—¿Por qué era estúpida? —preguntó el profesor.
—Porque probablemente el marido se acostó con ella la noche anterior o le dio una paliza, o las dos cosas a la vez, y la mujer decidió cerrar el pico.
Se escucharon algunas risas.
—¿Fue usted testigo del acto amoroso, señor Gates, o de la paliza? —preguntó Abrahams, y las risas sonaron más con más fuerza.
—No, señor, pero estoy seguro de que ocurrió algo parecido.
—Puede que tenga usted razón, señor Gates, pero no hubiese podido probar lo que tuvo lugar aquella noche en el dormitorio a menos de que dispusiera de un testigo ocular. De haber hecho una declaración de ese calibre en el juicio, el abogado de la otra parte habría protestado, el juez habría admitido la protesta y el jurado le habría tomado por un tonto, señor Gates. Pero todavía más importante es que le hubiese fallado a su cliente. Nunca confíe en lo que quizá pasó, por muy probable que parezca, a menos que pueda demostrarlo. Si no puede, guarde silencio.
—Pero… —comenzó Fletcher.
Varios alumnos se apresuraron a agachar la cabeza, otros contuvieron la respiración, mientras que los restantes miraban a Fletcher, estupefactos.
—¿Nombre?
—Davenport, señor.
—¿Por casualidad está usted en condiciones de explicarnos qué ha querido decir con ese «pero», señor Davenport?
—La señora Demetri fue informada por su abogado de que si ganaba el caso, dado que ninguno de los dos era el socio mayoritario, la empresa cesaría su actividad económica. La ley Kendall de mil novecientos cuarenta y uno. Entonces ella puso a la venta sus acciones, que fueron adquiridas por el principal competidor de su marido, un tal señor Canelli, por cien mil dólares. No puedo probar que el señor Canelli se estuviera, o no, acostando con la señora Demetri, pero sí sé que la empresa se declaró en quiebra un año más tarde; entonces ella recompró las acciones a diez centavos cada una, por un monto de siete mil trescientos dólares, y a continuación formó una nueva sociedad con su marido.
—¿El señor Canelli pudo demostrar que los Demetri habían actuado en complicidad?
Fletcher pensó la respuesta a fondo. ¿Abrahams le estaba tendiendo una trampa?
—¿Por qué vacila? —le preguntó Abrahams.
—No constituye una prueba, profesor.
—No importa. ¿Qué es lo que quiere decirnos?
—La señora Demetri tuvo su segundo hijo un año más tarde y en la partida de nacimiento consta como padre el señor Demetri.
—Tiene usted razón, no es una prueba. Entonces, ¿cuál fue la acusación?
—Ninguna. La verdad es que la nueva empresa fue todo un éxito.
—Si fue así, ¿cómo fue que contribuyeron a la modificación de la ley?
—El juez puso el caso en manos del fiscal general de aquel estado para que lo estudiara.
—¿Qué estado?
—El estado de Ohio y la consecuencia fue que aprobaron la ley de sociedades matrimoniales.
—¿En qué año?
—En mil novecientos cuarenta y nueve.
—¿Cuáles fueron los cambios relevantes?
—Los cónyuges no pueden recomprar las acciones vendidas de una antigua sociedad de la que fueron socios, si eso les beneficia directamente como individuos.
—Muchas gracias, señor Davenport —dijo el profesor, en el momento en que el reloj marcaba las once—. Su «pero» ha estado bien explicado. —Se escucharon algunos aplausos—. Pero no hasta ese extremo —añadió Abrahams mientras abandonaba el aula.
Nat se sentó a la sombra delante del edificio del comedor y esperó pacientemente. Después de haber visto salir del comedor a unas quinientas chicas, llegó a la conclusión de que la delgadez extrema de la muchacha se debía pura y simplemente al hecho de que no comía. Entonces la vio salir a la carrera por la puerta giratoria. El joven había tenido tiempo más que suficiente para ensayar sus palabras, pero le dominaron los nervios cuando la alcanzó.
—Hola, soy Nat. —Ella lo miró sin sonreír—. Nos conocimos el otro día.
Ella siguió sin responder.
—En la cumbre de la colina.
—Sí, lo recuerdo.
—No me dijiste tu nombre.
—No, no te lo dije.
—¿He hecho algo que te ha enfadado?
—No.
—Entonces, ¿puedo preguntarte qué querías decir con «tu reputación»?
—Cartwright, quizá te sorprenda saber que en esta universidad hay algunas mujeres a las que no les parece correcto que te creas con el derecho automático a reclamar su virginidad solo porque hayas ganado la medalla al honor.
—Nunca he creído tal cosa.
—Pues en ese caso deberías saber que la mitad de las mujeres del campus afirman haberse acostado contigo.
—Pueden decir lo que quieran —replicó Nat—. La verdad es que solo hay dos que pueden demostrarlo.
—Todo el mundo sabe la cantidad de chicas que te persiguen.
—Pues si lo hacen, no parecen capaces de alcanzarme, como estoy seguro de que recordarás. —Se echó a reír, pero ella no le secundó—. ¿Por qué no puede gustarme una chica como a todos los demás?
—Porque no eres como los demás —respondió ella en voz baja—. Eres un héroe de guerra que cobras la paga de capitán y como tal esperas que los demás te obedezcan.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Alguien que te conoce desde el instituto.
—¿Me equivoco si digo que se trata de Ralph Elliot?
—No, no te equivocas. El mismo a quien intentaste robarle el cargo de representante del claustro de estudiantes en Taft…
—¿Que yo hice qué? —exclamó Nat.
—… y después copiaste su trabajo para presentarlo en Yale —acabó ella, sin hacer caso de la interrupción.
—¿Es eso lo que te dijo?
—Sí —contestó la muchacha tranquilamente.
—En ese caso, quizá tendrías que preguntarle cómo es que no está en Yale.
—Me explicó que tú le acusaste a él de lo mismo, así que rechazaron su solicitud. —Nat ya iba a estallar de nuevo, cuando ella añadió—: Ahora pretendes ser el representante del claustro de estudiantes y al parecer tu única estrategia consiste en conseguir los votos que necesitas en la cama.
Nat hizo lo imposible por dominarse.
—En primer lugar, no quiero presentarme como candidato a representante estudiantil, y segundo, solo me he acostado con tres mujeres en mi vida: una estudiante de aquí que conocí en el instituto, una secretaria en Vietnam y una cita de una noche que ahora lamento. Si te enteras de alguna más, por favor, preséntamela porque me gustaría conocerla. —La muchacha se detuvo y miró a Nat por primera vez—. La que sea —repitió él—. ¿Ahora puedo saber cuál es tu nombre?
—Su Ling —contestó ella con voz muy suave.
—Su Ling, si te prometo que no intentaré seducirte hasta después de haber pedido tu mano en matrimonio, conseguir el permiso de tus padres, comprar la alianza, reservar la iglesia y publicar los edictos, ¿aceptarás que te invite a cenar?
Su Ling se echó a reír.
—Me lo pensaré. Perdona que me marche, pero es que llego tarde a clase.
—¿Cómo haré para dar contigo? —le preguntó Nat, desesperado.
—Si pudiste dar con el Vietcong, capitán Cartwright, ¿crees que te resultará muy difícil dar conmigo?