15

Michael y Susan Cartwright se quedaron anonadados con su visita a la Casa Blanca para presenciar la ceremonia en la rosaleda durante la cual su único hijo recibió la medalla al honor. Después de la ceremonia, el presidente Johnson escuchó atentamente al padre de Nat, que le explicó los problemas a los que se enfrentarían los norteamericanos si todos vivían hasta los noventa sin contar con un seguro de vida. «Durante el siglo venidero, los norteamericanos vivirán jubilados el mismo tiempo que ahora dedican al trabajo», fueron las palabras que Lyndon B. Johnson repitió a los miembros de su gabinete a la mañana siguiente.

En el viaje de regreso a Cromwell, la madre de Nat le preguntó cuáles eran sus planes para el futuro.

—No estoy muy seguro, porque es algo que no depende de mí —le respondió él—. Tengo órdenes de presentarme el lunes en Fort Benning. Entonces sabré qué es lo que el coronel Tremlett me tiene preparado.

—Otro año desperdiciado —se lamentó su madre.

—Fortalecerá su carácter —manifestó el padre, rebosante de entusiasmo después de su larga charla con el presidente.

—No creo que a Nat le haga mucha falta —replicó la madre.

Nat sonrió mientras miraba a través de la ventanilla el paisaje de Connecticut. Durante los diecisiete días con sus correspondientes noches que había arrastrado la camilla casi sin comer ni dormir, se había preguntado si alguna vez vería de nuevo su tierra natal. Pensó en las palabras de su madre y estuvo de acuerdo con ella. Le enfurecía la idea de desperdiciar otro año sin hacer otra cosa que rellenar formularios y saludar a sus superiores mientras preparaba a su sustituto. Los jefes habían dejado claro que no le permitirían regresar a Vietnam y arriesgar así la vida de uno de los grandes héroes norteamericanos.

Aquella noche mientras cenaban su padre, después de repetir varias veces la conversación que había mantenido con el presidente, le pidió a Nat que les contara más cosas de Vietnam.

Nat dedicó más de una hora a describirles Saigón, el campo y sus pobladores, sin hacer casi ninguna referencia a su trabajo como oficial de intendencia.

—Los vietnamitas son personas amistosas y muy trabajadoras —les dijo a sus padres—. Parecen sinceros cuando dicen que les gusta tenernos allí, pero nadie, ni aquí ni allá, cree que podamos quedarnos para siempre. Mucho me temo que la historia considere todo el episodio como algo inútil y que en cuanto se acabe se borrará rápidamente de la memoria nacional. —Miró a su padre—. Al menos tu guerra tenía un sentido.

La madre asintió y Nat se sorprendió al ver que su padre no le respondía inmediatamente con una opinión contraria.

—¿Hay alguna cosa que te llamara especialmente la atención y que guardas en tus recuerdos? —le preguntó su madre, en la ilusión de que su hijo le hablaría de su experiencia en el frente.

—Sí. La desigualdad entre los hombres.

—Estamos haciendo todo lo posible para ayudar a los vietnamitas.

—No me refiero al pueblo vietnamita, papá. Hablo de aquello que Kennedy describió como «mis compañeros norteamericanos».

—¿Mis compañeros norteamericanos? —repitió la madre.

—Sí, porque lo que nunca olvidaré es el trato que damos a las minorías, sobre todo a los negros. La mayoría de los soldados en el campo de batalla son negros por la única y sencilla razón de que no pueden permitirse contratar a un buen abogado que les diga cómo librarse del reclutamiento.

—Tu mejor amigo…

—Lo sé —dijo Nat—, y me alegra que Tom pidiera una prórroga, porque bien podría haber corrido la misma suerte de Dick Tyler.

—O sea, que te arrepientes de tu decisión —afirmó su madre en voz baja.

Nat se tomó unos momentos antes de responder.

—No, pero muy a menudo pienso en Speck Foreman, en su esposa y sus tres hijos en Alabama; me pregunto para qué sirvió su muerte.

Nat se levantó temprano a la mañana siguiente para coger el primer tren con destino a Fort Benning. Miró la hora cuando el tren entró en la estación de Columbus. Todavía disponía de una hora antes de su cita con el coronel, así que decidió recorrer a pie los poco más de tres kilómetros que había hasta la academia. Mientras caminaba, el verse obligado a responder a los saludos de cualquiera por debajo del rango de capitán le recordó que se encontraba en una ciudad cuya vida se desarrollaba alrededor de la guarnición. Algunas personas le sonrieron al ver la medalla al honor, como si se hubiesen cruzado con una estrella deportiva.

Se presentó en la antesala del despacho del coronel Tremlett quince minutos antes de la hora convenida.

—Buenos días, capitán Cartwright —le saludó un ayudante de campo, todavía más joven que él—. El coronel me dijo que le hiciera pasar en cuanto llegara.

Nat entró en el despacho del coronel y se cuadró para saludarlo militarmente. Tremlett se levantó en el acto y se acercó para abrazarlo con grandes muestras de afecto. El ayudante de campo no disimuló su sorpresa porque hasta entonces había creído que solo los oficiales franceses se saludaban de esa guisa. El coronel le señaló una silla a Nat, y luego volvió a su asiento. Abrió un grueso expediente que estaba encima de la mesa y echó una ojeada a varias páginas.

—¿Tiene alguna idea de lo que quiere hacer durante el año que viene, Nat?

—No, señor, pero a la vista de que no se me permite que vuelva a Vietnam, estoy más que dispuesto a aceptar su oferta anterior y permanecer en la academia para ayudarle con los nuevos alumnos.

—Ese trabajo ha sido asignado a otro —dijo Tremlett—; ya no tengo muy claro de que a largo plazo fuese lo más conveniente para usted.

—¿Ha pensado en alguna otra cosa, señor?

—Ahora que lo menciona, así es —admitió el coronel—. En cuanto me confirmaron que regresaba a casa, llamé a los mejores abogados de la academia para que me aconsejaran. Por norma, desprecio a los abogados, unos tipejos que solo libran sus batallas en los juzgados, pero debo reconocer que en esta ocasión a uno de ellos se le ha ocurrido un plan verdaderamente genial. —Nat no hizo comentario alguno, porque quería saber cuanto antes qué se traía el coronel entre manos—. Las normas y los reglamentos se pueden interpretar de muchas maneras. ¿Cómo si no podrían los abogados conservar su trabajo? —comentó—. Hace un año, usted firmó el reclutamiento y después de recibir sus galones lo enviaron a Vietnam, donde, gracias a Dios, demostró que me había equivocado.

Nat quería decirle al coronel que dejara de andarse por las ramas, pero se contuvo.

—Por cierto, Nat, me he olvidado de preguntarle si le apetece un café.

—No, muchas gracias, señor —contestó Nat, que hizo todo lo posible por no mostrarse impaciente.

—Pues creo que yo me tomaré uno. —El coronel sonrió, mientras cogía el teléfono—. Prepáreme un café, Dan, y también un par de donuts. —Miró a Nat—. ¿Está seguro de que no cambiará de opinión?

—Se lo está pasando en grande, ¿no es así, coronel? —replicó Nat, con otra sonrisa.

—Para serle sincero, sí. Verá, me ha costado varias semanas conseguir que Washington aceptara mi propuesta y por tanto espero que me perdone si me divierto durante unos minutos más.

Nat mostró una expresión resignada y se acomodó en la silla.

—Por lo que se ve, hay muchas puertas abiertas a su disposición, aunque desde mi punto de vista casi todas ellas son una pérdida de tiempo. Podría, por ejemplo, solicitar la baja por las heridas en el campo de batalla. Si siguiésemos por ese camino, se le concedería una pequeña pensión y se podría marchar de aquí dentro de unos seis meses; después de sus servicios como oficial de intendencia no es necesario que le diga lo lento que es el papeleo. También podría, por supuesto, acabar su período de servicio aquí mismo, en la academia, pero la verdad sea dicha, ¿quiero a un lisiado a mi servicio? —preguntó el coronel, muy complacido consigo mismo, cuando el ayudante de campo entró en el despacho con una cafetera y dos tazas—. Por otro lado, podría aceptar un destino en un entorno mucho más agradable, pongamos Honolulú, aunque supongo que no necesita ir hasta allí para conseguirse a una bailarina. Sin embargo, por lo que se ve cualquier oferta solo serviría para que continúe dando taconazos durante otro año. Así que ahora me veo en la necesidad de formularle una pregunta, Nat. ¿Qué tiene planeado hacer, después de terminar los dos años de servicio?

—Volver a la universidad, señor, y continuar con mis estudios.

—Esa es exactamente la respuesta que esperaba —afirmó el coronel—, así que eso es justo lo que hará.

—El nuevo curso comienza la semana que viene —le recordó Nat—; usted mismo ha dicho que el papeleo tardará como…

—A menos que quiera firmar por otros seis años. Entonces verá cómo el papeleo se soluciona con una rapidez sorprendente.

—¿Firmar por otros seis años? —repitió Nat, dominado por la incredulidad más absoluta—. Confiaba en abandonar el ejército, no en quedarme.

—Se marchará —replicó el coronel—, pero solo si firma por otros seis años. Verá, con sus calificaciones, Nat —añadió mientras se levantaba para pasearse por el despacho—, puede solicitar inmediatamente el ingreso en cualquier clase de estudios superiores; lo que es más, el ejército se los pagará.

—Ya tengo una beca —le recordó Nat a su comandante.

—Soy muy consciente de ello, está todo aquí —dijo el coronel y le señaló el expediente abierto—. Pero la universidad no le ofrece además la paga de capitán.

—¿Me pagarán por ir a la universidad?

—Sí, recibirá la paga íntegra de capitán, además de una asignación por servicios en ultramar.

—¿Servicios en ultramar? No pienso solicitar una plaza en la universidad de Vietnam. Quiero ir a Connecticut y después a Yale.

—Es lo que hará, porque la reglamentación estipula que si, y solo si, ha servido en el extranjero, en una zona de combate, y, cito textualmente —el coronel buscó la página en el expediente—, «entonces la solicitud para cursar estudios superiores recibirá el mismo trato que el de su último destino». He decidido que los abogados son merecedores de mi estimación —añadió—, porque aunque no se lo crea, han dado con algo todavía mejor. —Tremlett bebió un trago de café mientras Nat permanecía en silencio—. No solo recibirá la paga completa de capitán y la asignación por servicios en el extranjero, sino que debido a su herida, al final de los seis años, pasará automáticamente a la reserva y estará en condiciones de solicitar la pensión de capitán.

—¿Cómo consiguieron colarle algo así al Congreso? —preguntó Nat.

—Supongo que nunca se les ocurrió pensar que alguien podría entrar en las cuatro categorías al mismo tiempo —contestó el coronel.

—En alguna parte tiene que estar la trampa.

—Sí, hay una —comentó el comandante con una expresión seria—, porque incluso el Congreso tiene que protegerse la retaguardia. —Nat esperó a que se la dijera—. En primer lugar, tendrá que presentarse en Fort Benning todos los años para dos semanas de entrenamiento intensivo.

—Eso es algo que me encanta —afirmó Nat.

—Luego, cuando pasen los seis años —continuó el coronel sin hacer caso de la interrupción—, permanecerá en la lista de servicio activo hasta que cumpla los cuarenta y cinco años, así que si hay alguna otra guerra, podrían llamarle a filas.

—¿Eso es todo? —preguntó Nat, incrédulo.

—Eso es todo —le confirmó el coronel.

—¿Qué tengo que hacer ahora?

—Firmar los seis documentos que han redactado los abogados; después le enviaremos de vuelta a la Universidad de Connecticut de aquí a una semana. Por cierto, ya he hablado con el secretario y me ha dicho que le esperan para las clases del lunes. Me pidió que le comunicara que la primera clase es a las nueve de la mañana. A mí me parece un poco tarde.

—Usted ya sabía cuál sería mi respuesta, ¿no es así, señor?

—Debo reconocer que me pareció que lo consideraría una alternativa mejor a la de tener que prepararme el café durante los próximos doce meses. ¿Está seguro de que no quiere acompañarme? —preguntó el coronel, mientras se servía una segunda taza.

—¿Aceptas a esta mujer como tu legítima esposa? —preguntó el obispo de Connecticut.

—Sí —respondió Jimmy.

—¿Aceptas a este hombre como tu legítimo esposo?

—Sí —contestó Joanna.

—¿Aceptas a esta mujer como tu legítima esposa? —repitió el obispo.

—Sí —respondió Fletcher.

—¿Aceptas a este hombre como tu legítimo esposo?

—Sí —contestó Annie.

Los casamientos dobles eran un acontecimiento muy poco frecuente en Hartford y el obispo declaró que eran los primeros que había oficiado.

El senador Gates ocupaba el primer lugar en la fila de la recepción y le dedicaba una sonrisa a cada uno de los invitados que llegaba. Los conocía a casi todos ellos. Después de todo, eran sus dos hijos quienes se casaban el mismo día.

—¿Quién hubiese dicho que Jimmy acabaría casándose con la chica más brillante de su clase? —comentaba Harry, con orgullo.

—¿Por qué no? —replicó Martha—. Tú lo hiciste y no te olvides de que, gracias a Joanna, consiguió acabar cum laude.

—Cortaremos la tarta en el momento en que todos estén sentados a la mesa —anunció el jefe del comedor—. Necesito que los recién casados se coloquen delante y los padres detrás de la tarta cuando se hagan las fotos.

—No tendrá que preocuparse de mi marido —le dijo Martha Gates—. En cuanto aparezca la primera cámara, Harry estará delante en menos que canta un gallo; es deformación profesional.

—Una verdad como un templo —admitió el senador. Se volvió hacia Ruth Davenport, quien miraba con expresión pensativa a su nuera.

—Hay momentos en los que me pregunto si ambos no son demasiado jóvenes.

—Tienen veinte años —afirmó el senador—. Martha y yo nos casamos cuando ella tenía la misma edad.

—Pero Annie aún no ha terminado la carrera.

—¿Importa mucho eso? Han estado juntos durante los últimos seis años. —El senador se volvió para saludar a un nuevo invitado.

—Algunas veces desearía… —comenzó Ruth.

—¿Qué es lo que algunas veces deseas? —le preguntó Robert, que se encontraba junto a su esposa.

Ruth se giró para que el senador no oyera su respuesta.

—Nadie quiere a Annie más que yo, pero algunas veces lamento que… —titubeó— no hubiesen salido más con otros chicos y chicas.

—Fletcher conoce a muchísimas chicas, pero sencillamente no ha querido salir con ninguna. —Robert se mantuvo callado mientras el camarero le llenaba de nuevo la copa de champán—. Por cierto, ¿cuántas veces he ido contigo de compras, para que después acabaras comprando el primer vestido que te habías probado?

—Eso es algo que no me impidió considerar a otros hombres antes de que me decidiera por ti —le recordó Ruth.

—Sí, pero aquello fue diferente, porque ninguno de ellos te quería.

—Robert Davenport, te diré que…

—Ruth, ¿has olvidado cuántas veces te pedí que te casaras conmigo antes de que me aceptaras? Incluso traté de dejarte embarazada.

—Nunca me lo dijiste —exclamó Ruth, con una mirada de sorpresa.

—Es evidente que has olvidado los años que pasaron antes de que naciera Fletcher.

Ruth volvió a mirar de nuevo a su nuera.

—Confiemos en que ella no tenga que enfrentarse al mismo problema.

—No hay ningún motivo para suponerlo. No es Fletcher quien dará a luz. Yo diría que Fletcher, como yo, nunca volverá a mirar a otra mujer durante el resto de su vida.

—¿Nunca has vuelto a mirar a otra mujer desde que nos casamos? —le preguntó Ruth después de estrechar las manos de otros dos invitados.

—No —contestó Robert antes de beber otro trago de champán—. Me he acostado con varias, pero nunca las miré.

—Robert, ¿cuánto has bebido?

—No he contado las copas —admitió Robert, mientras Jimmy se apartaba de la fila.

—¿De qué se ríen ustedes dos, señor Davenport?

—Le hablaba a Ruth de mis muchas conquistas, pero se niega a creerme. Dime una cosa, Jimmy, ¿a qué te dedicarás cuando te gradúes?

—Me uniré a Fletcher para estudiar derecho. Es probable que no me resulte algo sencillo, pero con su hijo para que me saque adelante durante el día y Joanna por la noche, quizá lo consiga. Seguramente están muy orgullosos de él.

Magna cum laude y representante del claustro de estudiantes —manifestó Robert—. Claro que lo estamos. —Levantó la copa vacía para que el camarero la volviera a llenar.

—Estás borracho —le reprochó Ruth, divertida.

—Como siempre, querida, tienes toda la razón, pero eso no impedirá que me sienta tremendamente orgulloso de mi único hijo.

—Pues nunca hubiese llegado a representante estudiantil sin la colaboración de Jimmy —afirmó Ruth rotundamente.

—Es muy amable de su parte decirlo, señora Davenport, pero no olvide que Fletcher obtuvo una victoria aplastante.

—Así es, pero solo después de que tú convencieras a Tom… como se llame, que debía retirarse y respaldar a Fletcher.

—Quizá fue una ayuda. Así y todo, Fletcher fue quien propuso los cambios que afectarán a las futuras generaciones de estudiantes de Yale —dijo Jimmy. Annie se reunió con ellos—. Hola, hermanita.

—Cuando sea presidenta de la General Motors, ¿continuarás llamándome de esa manera tan absurda?

—Claro que sí, y lo que es más, nunca volveré a conducir un Cadillac.

Annie estaba a punto de golpearlo, cuando el jefe de comedor les anunció que había llegado el momento de cortar la tarta.

Ruth cogió a su nuera por el talle.

—No hagas el más mínimo caso de tu hermano —le dijo—, porque en cuanto acabes la carrera, le habrás puesto en su lugar.

—No tengo nada que demostrarle a mi hermano —replicó Annie—. Es su hijo quien siempre ha marcado el paso.

—Creo que también podrás ganarle a él —afirmó Ruth.

—No estoy muy segura de querer hacerlo —opinó Annie—. Dice que quiere dedicarse a la política en cuanto sea abogado.

—Eso no tendría que impedirte acabar tus estudios universitarios.

—No, pero tampoco soy tan orgullosa como para no hacer los sacrificios que sean si con ello le ayudo a realizar sus ambiciones.

—Tienes todo el derecho a tener tu propia profesión —proclamó Ruth.

—¿Por qué? ¿Porque de pronto se ha puesto de moda? Quizá no soy como Joanna —señaló la joven mientras miraba a su cuñada—. Sé lo que quiero, Ruth, y haré todo lo que sea necesario para conseguirlo.

—¿Qué es lo que deseas? —le preguntó Ruth en voz baja.

—Apoyar al hombre que amo durante el resto de mi vida, criar a sus hijos, disfrutar con sus éxitos, y a la vista de todas las presiones de los setenta, eso puede resultar mucho más duro que obtener un magna cum laude de Vassar —dijo Annie mientras cogía el cuchillo de plata con el mango de marfil—. Sospecho que celebraremos muchas menos bodas de oro en el siglo veintiuno que en este.

—Eres un hombre afortunado, Fletcher —le comentó su madre en el momento que Annie empezaba a cortar la tarta.

—Lo sé incluso desde antes de que le quitaran el aparato de ortodoncia —afirmó Fletcher.

Annie le pasó el cuchillo a Joanna.

—Pide un deseo —le susurró Jimmy.

—Ya lo he hecho, pipiolo —replicó ella—, y lo que es más: se me ha concedido.

—Ah, ¿te refieres al privilegio de casarte conmigo?

—Dios bendito, no, es muchísimo más importante que eso.

—¿Qué puede haber que sea más importante?

—Vamos a tener un hijo.

Jimmy abrazó a su esposa.

—¿Cuándo sucedió?

—No sé el momento exacto, pero dejé de tomar la píldora en cuanto me convencí de que te licenciarías.

—Eso es maravilloso. Venga, vamos a compartir la noticia con nuestros invitados.

—Si les dices una sola palabra, te clavaré el cuchillo a ti en lugar de cortar la tarta. Siempre he sabido que sería un error casarme con un pipiolo pelirrojo.

—Estoy seguro de que el bebé será pelirrojo.

—No estés tan seguro, jovenzuelo, porque si se lo dices a alguien, declararé no saber quién es el padre.

—Damas y caballeros —gritó Jimmy, mientras su esposa levantaba el cuchillo—, quiero comunicarles algo. —El silencio se impuso en la sala—. Joanna y yo vamos a tener un bebé.

El silencio se prolongó una fracción de segundo y luego los quinientos invitados comenzaron a aplaudir con entusiasmo.

—Estás muerto, pipiolo —afirmó Joanna y clavó el cuchillo en la tarta.

—Lo supe desde el momento en que te conocí, señora Gates, pero creo que debemos tener por lo menos tres hijos antes de que me mates.

—Bueno, senador, está usted camino de convertirse en abuelo —comentó Ruth—. Le felicito. No veo la hora de ser abuela, aunque sospecho que pasará algún tiempo antes de que Annie tenga su primer hijo.

—Estoy seguro de que ni siquiera pensará en el tema hasta que acabe los estudios —respondió Harry Gates—, sobre todo cuando se enteren de lo que tengo pensado para Fletcher.

—¿No podría ocurrir que Fletcher no quiera seguir sus planes? —indicó Ruth.

—No mientras Jimmy y yo consigamos hacerle sentir desde el primer momento que ha sido idea suya.

—¿No cree que en estos momentos quizá ya sepa qué se trae usted entre manos?

—Ha sido capaz de hacerlo desde el día que le conocí en el partido de Hotchkiss contra Taft hace casi diez años. En aquel momento tuve claro que él sería capaz de poner el listón mucho más alto que yo. —El senador rodeó la cintura de Ruth con el brazo—. Sin embargo, hay un problema y quizá pueda necesitar su ayuda.

—¿De qué se trata?

—No creo que Fletcher haya decidido todavía si es demócrata o republicano, y sé la opinión de su marido…

—¿No es una noticia maravillosa que Joanna esté embarazada? —le dijo Fletcher a su suegra.

—Desde luego que sí —admitió Martha—. Harry ya está contando la renta de votos que tendrá en cuanto se convierta en abuelo.

—¿Por qué cree que ganará votos?

—Las personas de la tercera edad son el sector del electorado que más crece, así que puede representar un porcentaje de un punto el que vean a Harry pasear a su nieto en el cochecito.

—Si Annie y yo tenemos un hijo, ¿también representará un punto más?

—No, no, todo es cuestión del momento oportuno. Recuerda que Harry se presentará a la reelección dentro de dos años.

—¿No cree que podríamos planear el nacimiento de nuestro hijo para que coincida con la fecha de las elecciones?

—Te sorprendería saber cuántos políticos lo hacen —replicó Martha.

—Enhorabuena, Joanna —dijo el senador y abrazó a su nuera.

—¿Cree que su hijo será alguna vez capaz de guardar un secreto? —le susurró ella mientras sacaba el cuchillo de la tarta.

—No lo hará si así consigue hacer felices a sus amigos —admitió el senador—, pero si creyera que podría dañar a alguien que quiere, se llevaría el secreto a la tumba.