14

En la puerta de su pequeño despacho en el cuartel general del MACV[2] habían puesto el rótulo «teniente Nat cartwright» incluso antes de que llegara a Saigón. Nat no tardó mucho en darse cuenta de que estaría atado a su mesa durante todo el período de servicios y que ni siquiera le permitirían saber dónde estaba el frente. Cuando se presentó, no le enviaron con su regimiento que estaba en el frente, sino que lo destinaron al servicio de intendencia. Los despachos del coronel Tremlett habían llegado a Saigón mucho antes que él.

Nat aparecía en el boletín como intendente, cosa que permitía a los de arriba pasarle todo el papeleo y a los de abajo tomarse su tiempo para cumplir sus órdenes. Todos parecían estar compinchados en una conjura, con el resultado de que se pasaba las horas de servicio rellenando formularios para material diverso que iba desde los botes de alubias a helicópteros Chinook. Todas las semanas llegaban por vía aérea a la capital setecientas veintidós toneladas de suministros y la obligación de Nat era ocuparse de que llegaran al frente. En un mes podía enviar más de nueve mil artículos. Todos y cada uno de ellos conseguían llegar allí menos él. Incluso probó a acostarse con la secretaria del comandante, pero no tardó en descubrir que Mollie no tenía ninguna influencia sobre su jefe, aunque sí demostró ser una experta en el combate cuerpo a cuerpo.

Nat se marchaba del despacho cada día más tarde, e incluso comenzó a preguntarse si de verdad estaba en un país extranjero. Cuando comías un Big Mac y una Coca-Cola cenabas Kentucky Fried Chiken con una Budweiser y volvías a la residencia de oficiales para ver el ABC News y reposiciones de 77 Sunset Strip, ¿qué pruebas tenías de que te habías marchado de casa?

Hizo algunos intentos subrepticios para unirse a su regimiento en el frente, pero acabó comprendiendo que la influencia del coronel Tremlett llegaba a todas partes; sus solicitudes reaparecían sobre su mesa al cabo de un mes, con un sello que decía: «Rechazada; puede presentarla de nuevo dentro de un mes».

Cada vez que Nat solicitaba una entrevista para discutir el tema con algún oficial de campo, nunca conseguía pasar más allá de este o aquel comandante. En cada ocasión, un oficial diferente dedicaba media hora a intentar convencerlo de que hacía un muy valioso y digno trabajo en la intendencia. Su hoja de servicios era la más delgada de todo Saigón.

Comenzó a comprender que su alistamiento por «cuestión de principios» no había servido de nada. Al cabo de un mes, Tom comenzaría su segundo curso en Yale y él no tenía nada para demostrar sus esfuerzos salvo la cabeza rapada y la información certera de la cantidad de clips mensuales que necesitaba el ejército en Vietnam.

Se encontraba en su oficina, ocupado en disponer los alojamientos para una compañía de reemplazos que llegaría el lunes siguiente, cuando todo aquello cambió.

Las diligencias de alojamiento, vestuarios y documentos de viaje lo habían tenido ocupado todo el día y hasta bien entrado el anochecer. Varios de los documentos llevaban el sello de URGENTE, porque el comandante en jefe siempre quería estar bien informado de los antecedentes de las compañías de reemplazo antes de que aterrizaran en Saigón. Nat no se había dado cuenta de lo tarde que era, así que cuando acabó con el último formulario, decidió dejarlos en el despacho del adjunto antes de ir a comer un bocado en el comedor de oficiales.

Al pasar por delante de la sala de operaciones, le dominó la furia; todo el entrenamiento que había recibido en Fort Dix y Fort Benning había sido una absoluta pérdida de tiempo y dinero. Aunque eran casi las ocho, aún quedaban una docena o más de operadores, algunos de los cuales conocía, que atendían los teléfonos y actualizaban el enorme mapa de Vietnam del Norte.

Al volver del despacho del adjunto, Nat entró en la sala de operaciones para ver si había alguien libre para acompañarle a cenar y se encontró escuchando los movimientos de tropas del segundo batallón del 503 regimiento de infantería paracaidista. De no haber sido porque se trataba de su regimiento, no habría vacilado en marcharse al comedor solo. El segundo batallón estaba soportando un duro ataque de morteros del Vietcong y se había atrincherado en el lado peligroso del río Dyng, para protegerse de una matanza. El teléfono rojo sobre la mesa delante de Nat comenzó a sonar con insistencia. Nat no movió ni un músculo.

—No se quede ahí sin hacer nada, teniente. Coja el teléfono y averigüe lo que quieren —le ordenó el jefe de operaciones.

Nat se apresuró a atender la llamada.

—Llamando a la base, situación crítica, soy el capitán Tyler, ¿me recibe?

—Sí, capitán, soy el teniente Cartwright. ¿Cómo puedo ayudarle, señor?

—Victor Charlie[3] ha tendido una emboscada a mi pelotón un poco más arriba del río Dyng, coordenadas SE42 NNE71. Necesito una formación de Hueys con equipo médico. Tengo noventa y seis hombres, once bajas, tres muertos y ocho heridos.

—¿Cómo me pongo en contacto con el equipo de rescate de emergencia? —le preguntó Nat a un sargento que acababa de colgar el teléfono.

—Llame a la base Blackbird en el campamento Eisenhower. Coja el teléfono blanco y comuníquele las coordenadas al oficial de guardia.

Nat cogió el teléfono blanco y una voz somnolienta atendió la llamada.

—Soy el teniente Cartwright. Tenemos una emergencia. Dos pelotones atrapados en el lado norte del río Dyng, coordenadas SE42 NNE71: han caído en una emboscada y requieren asistencia inmediata.

—Dígales que estaremos en vuelo dentro de cinco minutos —le informó la voz ya absolutamente alerta.

—¿Puedo ir con ustedes? —preguntó Nat que se tapó la boca con la mano mientras se preparaba para la inevitable negativa.

—¿Está autorizado para volar en misiones de rescate con helicópteros?

—Lo estoy —mintió Nat.

—¿Experiencia con paracaídas?

—Hice el curso de entrenamiento en Fort Benning. Dieciséis saltos desde doscientos metros en S-123 en cualquier caso, se trata de mi regimiento.

—Entonces si consigue llegar a tiempo, queda invitado.

Nat colgó el teléfono blanco y cogió de nuevo el rojo.

—Están de camino, capitán —le comunicó, y colgó.

Nat salió corriendo de la sala de operaciones y fue hasta el aparcamiento. Un cabo dormitaba sentado al volante de un jeep. Saltó al asiento del acompañante, hizo sonar la bocina y le ordenó:

—Lléveme a la base Blackbird en cinco minutos.

—Pero si está a ocho kilómetros de aquí, señor —replicó el conductor.

—Razón de más para que no pierda un segundo, cabo —le gritó Nat.

El cabo arrancó el motor y se puso en marcha, con los faros encendidos, con una mano en el volante y la otra en la bocina.

—Deprisa, deprisa —repitió Nat, mientras aquellos que todavía estaban en las calles de Saigón después del toque de queda se apartaban corriendo junto con varias gallinas espantadas.

Tres minutos más tarde, Nat vio a una docena de helicópteros Huey aparcados en la pista. Los rotores de uno de ellos ya estaban en marcha.

—Pise a fondo —insistió Nat.

—Ya toca el suelo, señor —replicó el cabo cuando apareció a la vista la entrada del campo.

Nat volvió a contar: en esos momentos eran siete los aparatos con los rotores en marcha.

—¡Maldición! —gritó al ver que despegaba uno de los helicópteros.

El jeep frenó en seco delante de la garita de la guardia. Un policía militar les pidió las tarjetas de identificación.

—Me queda un minuto para subir a uno de esos helicópteros —vociferó Nat al tiempo que le daba su tarjeta—. ¿No puede darse prisa?

—Solo hago mi trabajo, señor —le respondió el policía militar.

En cuanto le devolvieron las tarjetas y levantaron la barrera, Nat señaló al único helicóptero que aún tenía los rotores parados y el cabo volvió a acelerar. Se detuvo con gran estrépito de los frenos a un paso de la cabina cuando los rotores comenzaron a girar. El piloto sonrió al ver a Nat.

—Justo por los pelos, teniente. Suba. —El aparato despegó antes incluso de que Nat pudiera abrocharse el arnés de seguridad—. ¿Quiere escuchar las malas noticias o las peores? —le preguntó el piloto.

—Lo que usted quiera.

—La regla en cualquier emergencia es siempre la misma. El último que despega es el primero que aterriza en territorio enemigo.

—¿Cuál es la mala noticia?

—¿Te casarás conmigo? —preguntó Jimmy.

Joanna se volvió para mirar al hombre que en el último año la había hecho más feliz de lo que hubiese podido imaginar.

—Si todavía quieres hacerme la misma pregunta cuando acabes los estudios, pipiolo, mi respuesta será que sí, pero hoy la respuesta sigue siendo que no.

—¿Por qué? ¿Qué podría cambiar en un año o dos?

—Serás algo mayor y con un poco de suerte incluso una pizca más sabio —replicó Joanna, con una sonrisa—. Tengo veinticinco años y tú no has cumplido los veinte.

—¿Qué importancia puede tener si queremos pasar el resto de nuestra vida juntos?

—Pues quizá que tú no creas lo mismo cuando yo tenga cincuenta y tú cuarenta y cinco.

—Estás en el más completo error —afirmó Jimmy—. A los cincuenta estarás en tu plenitud y yo seré un libertino en las últimas, así que más te valdrá que me pilles cuando todavía me quede algo de fuerza.

Joanna se echó a reír al escuchar el comentario.

—Procura no olvidar, jovencito, que todo lo que hemos pasado durante las últimas semanas puede estar afectando a tu razonamiento.

—No estoy de acuerdo. Creo que la experiencia solo puede haber fortalecido nuestra relación.

—Es posible —admitió Joanna—, pero siempre es mejor no tomar una decisión irreversible a caballo de una buena o mala noticia, porque es posible que uno de los dos pueda ver las cosas de otra manera cuando todo esto se acabe.

—¿Tú lo ves de otra manera? —preguntó Jimmy en voz baja.

—No, yo no —respondió Joanna sin vacilar. Le acarició la mejilla—. Mis padres llevan casados casi treinta años y mis abuelos han celebrado sus bodas de oro, así que cuando me case quiero que sea para toda la vida.

—Razón de más para que nos casemos cuanto antes —afirmó Jimmy—. Después de todo, tendré que vivir hasta los setenta si esperamos celebrar nuestras bodas de oro.

Joanna se echó a reír.

—Estoy segura de que tu amigo Fletcher estará de acuerdo conmigo.

—No lo niego, pero no vas a casarte con Fletcher. De todas maneras, creo que él y mi hermana estarán juntos como mínimo durante cincuenta años.

—Jimmy, no podría amarte más aunque quisiera, pero recuerda que el otoño que viene estaré en Columbia y tú continuarás en Yale.

—Bien podrías cambiar de parecer respecto a lo de aceptar el empleo en Columbia.

—No, la junta revocó su decisión solo por la presión de la opinión pública. Si hubieses visto la expresión de sus rostros cuando dieron a conocer la resolución, te hubieses dado cuenta de que no veían la hora de que me largara. Ya hemos dejado bien sentados nuestros principios, así que a mi juicio lo mejor para todos será que me marche.

—No para todos —manifestó Jimmy en voz baja.

—Tienes que entenderlo. En cuanto no esté por aquí para tocarles las narices, les resultará mucho más sencillo cambiar las normas —dijo Joanna, sin hacer caso del comentario—. Dentro de veinte años, los estudiantes no se podrán creer que existiera alguna vez una norma así de ridícula.

—Pues entonces tendré que sacarme un abono de tren para Nueva York, porque no pienso perderte de vista.

—Estaré esperándote siempre en la estación, pipiolo, pero mientras esté lejos, espero que salgas con otras chicas. Entonces, si todavía sientes lo mismo cuando acabes la carrera, me sentiré muy feliz de casarme contigo —añadió Joanna cuando sonó el despertador.

—¡Demonios! —exclamó Jimmy, y se levantó en el acto—. ¿Te importa si utilizo el baño primero? Tengo una clase a las nueve y ni siquiera sé cuál es el tema de hoy.

—Napoleón y su influencia en el desarrollo de las leyes estadounidenses —contestó Joanna.

—Pensaba que nos habías dicho que nuestras leyes habían estado influidas más por el derecho romano y el inglés que por cualquier otra nación.

—No está mal, pipiolo, pero así y todo tendrás que asistir a mi clase de las nueve si esperas saber la razón. Por cierto, ¿crees que podrías hacer dos cosas por mí?

—¿Solo dos? —replicó Jimmy, camino de la ducha.

—¿Podrías dejar de poner cara de cordero degollado cada vez que doy una clase?

Jimmy asomó la cabeza por la puerta del baño.

—No —contestó mientras miraba cómo Joanna se quitaba el camisón—. ¿Cuál es la segunda?

—La segunda es que por lo menos podrías mostrar algo de interés en lo que digo y tomar apuntes de vez en cuando.

—¿Por qué voy a molestarme en tomar apuntes cuando tú eres quien pone las notas a mis trabajos?

—Porque no te gustará nada ver la nota que te he puesto en el último —replicó Joanna y se metió con él en la ducha.

—Vaya, y yo que esperaba haber sacado un sobresaliente con mi obra maestra. —Jimmy comenzó a enjabonarle los pechos.

—Solo por curiosidad, ¿recuerdas a quién mencionaste como la persona con más influencia sobre Napoleón?

—Josefina —afirmó Jimmy sin vacilar.

—Esa incluso podría haber sido la respuesta correcta, pero no fue lo que escribiste en el trabajo.

Jimmy salió de la ducha y cogió la toalla.

—¿Qué escribí? —preguntó mientras la miraba embelesado.

—Joanna.

En cuestión de minutos, los doce helicópteros volaban en una formación en V. Nat miró a los dos artilleros a popa que observaban atentamente en la oscuridad de la noche sin una nube en el cielo. Se puso los auriculares y escuchó al teniente de vuelo.

—Blackbird Uno al grupo, saldremos del espacio aéreo aliado dentro de cuatro minutos. Espero un informe de la situación a las veintiuna horas.

Nat se sentó muy erguido en cuanto escuchó las palabras del joven piloto. Contempló a través de la ventanilla las estrellas que eran invisibles en el continente americano. Sentía los efectos de la adrenalina que le corría por las venas mientras volaban cada vez más cerca de las líneas enemigas. Por fin se sentía partícipe de esa condenada guerra. La única sorpresa era que no tenía miedo. Quizá aparecería después.

—Entramos en territorio enemigo —anunció el piloto como quien cruza una carretera con mucho tráfico—. ¿Me recibe, líder tierra?

Se oyó una descarga de estática antes de la respuesta.

—Le recibo, Blackbird Uno. ¿Cuál es su posición?

Nat reconoció el acento sureño del capitán Dick Tyler.

—Nos encontramos aproximadamente a unos ochenta kilómetros.

—Copiado. Les espero dentro de quince minutos.

—Roger. No nos verá hasta el último momento, porque volamos con todas las luces de posición apagadas.

—Copiado.

—¿Han escogido la zona de aterrizaje?

—Hay un pequeño sector protegido en una cresta un poco más abajo de donde estoy —le informó Tyler—, pero solo hay sitio para un helicóptero a la vez y debido a la lluvia, por no hablar del fango, el aterrizaje será algo infernal.

—¿Cuál es su actual posición?

—Continúo en las mismas coordenadas un poco al norte del río Dyng. —Tyler guardó silencio unos instantes—. Creo que el VC[4] ha comenzado a cruzar el río.

—¿Cuántos hombres tiene?

—Setenta y ocho.

Nat sabía que el número total de dos pelotones era de noventa y seis.

—¿Cuántos cadáveres? —preguntó el piloto, como si le preguntara al capitán cuántos huevos quería para desayunar.

—Dieciocho.

—Bien. Prepárese para cargar seis hombres y dos cadáveres en cada helicóptero; asegúrese de que podrá subir a bordo en cuanto me vea.

—Estaremos preparados —respondió el capitán—. ¿Qué hora tiene?

—Las veinte y treinta y tres —dijo el piloto.

—Entonces, a las veinte y cuarenta y ocho, encenderé una bengala roja.

—A las veinte y cuarenta y ocho, una bengala roja —repitió el piloto—. Roger.

Nat estaba impresionado por la aparente tranquilidad del piloto, cuando él, su copiloto y los dos artilleros de popa podían estar muertos al cabo de veinte minutos. No obstante, como el coronel Tremlett había repetido hasta el cansancio, los hombres tranquilos salvaban muchas más vidas que los impacientes. Nadie dijo ni una palabra durante el siguiente cuarto de hora. Nat tuvo tiempo para pensar en la decisión que había tomado; ¿él también estaría muerto al cabo de veinte minutos?

Vivió el cuarto de hora más largo de su vida, entretenido en observar la extensión de la selva alumbrada por la media luna mientras mantenían escrupulosamente el silencio radiofónico. Echó un vistazo a los artilleros de popa mientras el helicóptero volaba casi a ras de las copas de los árboles. Habían comprobado el funcionamiento de las armas y desde entonces permanecían concentrados con el dedo en el gatillo, alertas a cualquier peligro. Nat miraba por la ventanilla lateral cuando súbitamente vio que una bengala roja brillaba en el cielo. Pensó que en ese mismo momento hubiese estado tomando café en el comedor de oficiales.

—Blackbird Uno a formación —llamó el piloto—. No encendáis los focos de abajo hasta que estemos a treinta segundos del encuentro y recordad que yo voy primero.

Una ráfaga de balas trazadoras color verde pasó por delante del aparato y los artilleros contestaron al fuego inmediatamente.

—El VC nos acaba de identificar —informó el piloto, impávido.

Inclinó el aparato hacia la derecha y Nat vio al enemigo por primera vez. Los soldados avanzaban colina arriba, a pocos centenares de metros del terreno donde el helicóptero intentaría aterrizar.

Fletcher leyó el artículo en el Washington Post. Había sido un acto de heroísmo que había captado la atención del público norteamericano hacia una guerra de la que nadie quería saber nada. Un grupo de setenta y ocho soldados de infantería paracaidista, cercados en la selva de Vietnam del Norte, superados ampliamente en número por el Vietcong, había sido rescatado por una escuadrilla de helicópteros que había volado por una zona de grandes peligros, sin poder aterrizar en medio del fuego enemigo. Fletcher observó con atención el detallado esquema de la página opuesta. El teniente de vuelo Chuck Philips había sido el primero en descender para rescatar a media docena de los hombres atrapados. Se había mantenido a medio metro del suelo mientras se realizaba la operación. No se había dado cuenta de que otro oficial, el teniente Cartwright, había saltado del aparato en el preciso momento que se elevaba para dar paso al segundo helicóptero.

Entre los cadáveres cargados en el tercer helicóptero estaba el del oficial al mando, el capitán Dick Tyler. El teniente Cartwright había tomado el mando para dirigir el contraataque al tiempo que coordinaba el rescate de los soldados restantes. Había sido el último en abandonar el campo de batalla y en subir al último helicóptero de rescate. Los doce aparatos emprendieron el vuelo de regreso a Saigón, pero solo once aterrizaron en la base Eisenhower.

El general de brigada Hayward envió sin demora un equipo de rescate y los mismos once pilotos y sus tripulaciones se ofrecieron voluntarios para buscar el Huey desaparecido, pero a pesar de los repetidos vuelos por territorio enemigo, no encontraron ninguna señal del Blackbird Doce. En rueda de prensa, Hayward describió a Nat Cartwright —un recluta, que había dejado la Universidad de Connecticut donde cursaba el primer año para alistarse— como un ejemplo para todos sus compatriotas de alguien que, en palabras de Lincoln, había dado «el más completo testimonio de patriotismo». «Vivo o muerto, lo encontraremos», prometió Hayward.

Fletcher buscó en todos los periódicos los artículos que mencionaban a Nat Cartwright después de leer una nota biográfica donde se recogía que había nacido el mismo día, en la misma ciudad y el mismo hospital que él.

Nat saltó del primer helicóptero en cuanto el aparato llegó a un metro del suelo. Ayudó al capitán Tyler a enviar al primer grupo a bordo del Huey, sin preocuparse de las bombas de mortero y las ráfagas de las ametralladoras.

—Hágase cargo de esta parte de la operación —le ordenó Tyler—, mientras me ocupo de organizar a mis hombres. Se los enviaré de seis en seis.

—Adelante —gritó Nat en el momento en que el primer helicóptero se inclinaba hacia la izquierda hasta remontar el vuelo.

En cuanto apareció el segundo, a pesar del incesante fuego enemigo, Nat organizó con serenidad al segundo grupo para que subieran al aparato. Miró por un instante colina abajo donde Dick Tyler dirigía a sus hombres en la defensa de la retaguardia al tiempo que enviaba al siguiente grupo para que se reuniera con Nat. Cuando Nat se volvió, el tercer helicóptero ya estaba en posición sobre el pequeño cuadrado de suelo fangoso. Un cabo primero y cinco soldados se acercaron a la carrera dispuestos a subir.

—¡Maldita sea! —gritó el cabo primero al mirar atrás—. Le han dado al capitán.

Nat vio a Tyler tumbado boca abajo en el fango y a los dos soldados que lo levantaban. Sin perder ni un segundo llevaron el cadáver hasta el helicóptero.

—Le cedo el mando, primero —dijo Nat.

Echó a correr hacia el risco. Cogió el M60 del capitán, buscó una posición y comenzó a disparar contra el enemigo. Sin saber cómo, se las arregló para enviar a otros seis hombres que corrieran colina arriba para montarse en el cuarto helicóptero. Solo estuvo en aquel risco durante unos veinte minutos, dedicado a repeler a las oleadas de vietcongs, mientras su propio grupo de apoyo se iba reduciendo cada vez más porque no dejaba de enviar a sus soldados en busca del refugio de los siguientes helicópteros.

Los últimos seis defensores no abandonaron sus puestos hasta no ver que aparecía el Blackbird Doce. Nat se volvió y echó a correr con todas sus fuerzas cuando una bala le alcanzó en una pierna. Era consciente de que debía de sentir dolor, pero no por eso dejó de correr como nunca lo había hecho antes. Cuando llegó a la escotilla abierta del helicóptero, sin dejar de disparar la ametralladora, escuchó al cabo primero que le gritaba:

—¡Por Dios, señor, suba de una puñetera vez!

El cabo le ayudó a subir y el helicóptero se elevó bruscamente, escorado a estribor, lo que hizo que Nat rodara por el suelo.

—¿Está bien? —le preguntó el piloto.

—Eso creo —jadeó Nat, tumbado sobre el cadáver de un soldado raso.

—Típico del ejército —comentó el piloto—, ni siquiera saben si están vivos. Con un poco de suerte y viento de popa —añadió—, estaremos de regreso a tiempo para el desayuno.

Nat miró el cuerpo del soldado, que unos minutos antes había estado a su lado. La familia podría asistir a su funeral, en lugar de tener que conformarse con la escueta información de que el enemigo se había encargado de enterrarlo sin ninguna ceremonia.

—Maldita sea —oyó que gritaba el piloto.

—¿Algún problema?

—Ya lo puede decir. Estamos perdiendo combustible muy rápidamente; los muy cabrones le han dado al depósito.

—Creía que estos aparatos tenían dos depósitos.

—¿Cuál cree que utilicé para venir hasta aquí, soldado?

El piloto dio unos golpecitos en el medidor de combustible y después comprobó el odómetro. El parpadeo de una luz roja le indicó que podría recorrer unos cincuenta kilómetros antes de verse forzado a aterrizar. Volvió la cabeza y miró a Nat, que continuaba tumbado sobre el soldado muerto.

—Tendré que buscar algún lugar donde aterrizar.

Nat miró a través de la escotilla abierta, pero lo único que se veía era la extensión de la selva.

El piloto encendió los reflectores, atento a la aparición de algún claro entre los árboles; entonces Nat sintió las sacudidas del aparato.

—Voy a bajar —anunció el piloto con la misma serenidad que había demostrado a lo largo de toda la operación—. Supongo que tendremos que postergar el desayuno.

—A la derecha —gritó Nat al ver un claro en la selva.

—Ya lo veo. —El piloto intentó que el helicóptero pusiera rumbo al claro, pero los mandos no le respondieron—. Bajamos, nos guste o no.

Los rotores giraron cada vez más lentamente hasta que se detuvieron del todo; Nat tuvo la sensación de que planeaban. Pensó en su madre y le dolió no haber respondido a su última carta y luego en su padre, quien sin duda se sentiría muy orgulloso, en Tom y su triunfo como delegado de los alumnos de primero en el consejo de Yale; ¿llegaría a ser el representante? Pensó también en Rebecca, a quien todavía amaba y seguramente continuaría amando. Mientras se aferraba a los enganches en el suelo, Nat se sintió de pronto muy joven; después de todo, solo tenía diecinueve años. Más tarde se enteraría de que el piloto, al que conocía como Blackbird Doce, solo era un año mayor que él.

En el momento en que los rotores dejaron de girar y el helicóptero planeó silenciosamente hacia los árboles, el cabo primero le dijo:

—Por si no volvemos a vernos, señor, mi nombre es Speck Foreman. Ha sido un placer conocerlo.

Se dieron las manos, como se hace al final de cualquier encuentro.

Fletcher miró la foto de Nat en la primera página del New York Times debajo del titular a toda plana: UN HÉROE AMERICANO. Un hombre que en cuanto había recibido la carta de reclutamiento la había firmado, aunque podría haber alegado tres razones diferentes para solicitar una exención. Había ascendido a teniente y más tarde, como oficial de intendencia, había tomado el mando de una operación para rescatar a un pelotón cercado en el lado peligroso del río Dyng. Nadie parecía tener una explicación referente a qué podía estar haciendo un oficial de intendencia en un helicóptero durante una operación de combate.

Fletcher era consciente de que se pasaría el resto de su vida preguntándose cuál hubiese sido su decisión en el caso de haber recibido la carta de reclutamiento, una pregunta que solo podían responder correctamente aquellos que habían pasado por la prueba. Incluso Jimmy había reconocido que el teniente Cartwright debía de ser un hombre extraordinario.

—Si esto hubiese ocurrido una semana antes de las elecciones —le dijo a Fletcher—, quizá hubieses podido derrotar a Tom Russell; todo se reduce al momento oportuno.

—No hubiese ganado —afirmó Fletcher.

—¿Por qué no?

—Eso es lo más extraño de todo —replicó Fletcher—. Resulta ser que es el mejor amigo de Tom.

Una formación de once helicópteros se había dedicado a buscar a los hombres desaparecidos, pero lo único que encontraron después de una semana fueron los restos de un aparato que seguramente había estallado en el momento de estrellarse contra los árboles. Habían identificado a tres cadáveres, uno de ellos el del teniente aviador Carl Mould, pero a pesar de la búsqueda en una amplia zona selvática, no encontraron ni un solo rastro del teniente Cartwright y del cabo primero Speck Foreman.

Henry Kissinger, el consejero de Seguridad Nacional, pidió a la nación que honrara la memoria de unos hombres que ejemplificaban el coraje de los soldados en el frente de batalla.

—No tendría que haber dicho que honraran la memoria —comentó Fletcher.

—¿Por qué no? —quiso saber Jimmy.

—Porque Cartwright todavía está vivo.

—¿Cómo puedes saberlo con tanta certeza?

—No me preguntes cómo lo sé —replicó Fletcher—, pero te aseguro que todavía está vivo.

Nat no recordaba el choque contra los árboles ni que saliera despedido del helicóptero. Cuando recuperó el conocimiento, el sol ardiente le abrasaba el rostro ensangrentado. Permaneció tumbado y se preguntó dónde estaba; luego, el recuerdo de lo ocurrido reapareció en toda su fiereza.

Durante unos momentos el hombre que ni siquiera estaba seguro de la existencia de Dios, rezó con todas sus fuerzas. Después levantó el brazo derecho. Se movió como debía moverse un brazo, así que abrió y cerró los dedos, los cinco. Bajó el brazo derecho y levantó el izquierdo. Este también obedeció la orden de su cerebro, así que movió los dedos y, una vez más, todos respondieron. Bajó el brazo y esperó. Levantó lentamente la pierna derecha y realizó el mismo ejercicio con los dedos del pie. Bajó la pierna antes de levantar la otra y entonces sintió el dolor.

Movió la cabeza a un lado y a otro y a continuación apoyó las palmas de las manos en el suelo. Rezó una vez más y luego hizo fuerza para incorporarse; se mareó en el acto. Esperó durante unos momentos hasta que los árboles dejaran de dar vueltas a su alrededor y después intentó levantarse. En cuanto lo consiguió, adelantó un pie con mucho cuidado, de la misma manera que haría un niño que comienza a caminar, y cuando no se desplomó, probó a mover el otro pie en la misma dirección. Sí, sí, sí, gracias a Dios, sí, y entonces de nuevo sintió el dolor, casi como si hasta aquel momento hubiese estado bajo los efectos de la anestesia.

Se dejó caer de rodillas y se miró la pantorrilla. El proyectil la había atravesado limpiamente. Las hormigas entraban y salían del orificio, sin preocuparse de que ese ser humano aún se consideraba vivo. Nat tardó unos minutos en quitarlas una a una, antes de vendarse la herida con la manga de la camisa. Vio que el sol comenzaba a desaparecer detrás de las colinas. Disponía de muy poco tiempo para averiguar si alguno de sus compañeros había sobrevivido.

Se levantó de nuevo y realizó una vuelta completa; solo se detuvo cuando vio una columna de humo que se elevaba entre los árboles. Caminó a la pata coja en aquella dirección y le fue imposible contener el vómito cuando se encontró con el cadáver carbonizado del joven piloto, cuyo nombre desconocía, con la casaca del uniforme colgada de una rama. Solo las barras de teniente en la solapa indicaban quién había sido. Nat se ocuparía más tarde de su sepultura, pero en esos momentos tenía que correr contra el sol. Entonces escuchó un gemido.

—¿Dónde está? —gritó. El gemido se repitió un poco más fuerte. Nat se volvió. El corpachón del cabo primero Foreman estaba enganchado en unas ramas, a poco más de un metro por encima de los restos del helicóptero. Cuando tendió las manos para sujetar al herido, los gemidos subieron de volumen—. ¿Puede escucharme? —El hombre abrió y cerró los ojos mientras Nat lo bajaba hasta el suelo—. No se preocupe, lo llevaré de regreso a casa —se oyó decir a sí mismo como un héroe de tebeo.

Nat cogió la brújula del cinto del cabo Foreman, miró la posición del sol y fue entonces cuando vio un objeto en un árbol. Sería fantástico si encontraba la manera de recuperarlo. Caminó lentamente hasta el árbol. Comenzó a saltar con la pierna sana hasta que consiguió sujetar la rama y la sacudió con la intención de que se desprendiera de su carga. Ya estaba a punto de renunciar al esfuerzo cuando se movió unos centímetros. Sacudió la rama con renovados bríos; se movió un poco más y súbitamente, sin previo aviso, cayó sin más. Hubiese caído directamente sobre la cabeza de Nat de no haberse él apartado con presteza, a la vista de que no podía saltar.

Nat descansó unos momentos; luego, movió poco a poco al cabo Foreman y lo colocó en la camilla. Después se sentó en el suelo y contempló cómo el sol desaparecía detrás del árbol más alto, tras completar su tarea del día en aquella zona del planeta.

Había leído en alguna parte sobre una madre que consiguió mantener vivo a su hijo después de un accidente de tráfico, gracias a que estuvo hablándole toda la noche. Nat le habló al cabo Foreman durante toda la noche.

Fletcher leyó, dominado por la incredulidad más absoluta, cómo con la ayuda de los campesinos, el teniente Nat Cartwright había transportado la camilla de aldea en aldea en un recorrido de trescientos treinta y siete kilómetros y había visto salir y ponerse el sol diecisiete veces antes de llegar a las afueras de la ciudad de Saigón, donde los dos hombres fueron trasladados al hospital de campaña más cercano.

El cabo primero Speck Foreman murió tres días más tarde, sin llegar a saber el nombre del teniente que lo había rescatado y que entonces luchaba por salvar su propia vida.

Fletcher buscó todas las noticias que mencionaban al teniente Cartwright, con la más absoluta seguridad de que viviría.

Una semana más tarde trasladaron a Nat por vía aérea al campamento Zama en Japón, donde fue sometido a una intervención quirúrgica que le salvó la pierna. Al mes lo trasladaron al centro médico Walter Reed en la ciudad de Washington para completar la recuperación.

La siguiente vez que Fletcher vio a Nat Cartwright fue en la primera plana del New York Times. Aparecía estrechando la mano del presidente Johnson en la rosaleda de la Casa Blanca.

Le habían otorgado la medalla al honor.