El rector de Yale miró al millar de nuevos alumnos. En el plazo de un año, algunos de ellos descubrirían que los estudios eran demasiado arduos y se trasladarían a otras universidades; otros sencillamente renunciarían a sus carreras. Fletcher Davenport y Jimmy Gates estaban en la sala y escuchaban con atención todas y cada una de las palabras que les dirigía el rector Waterman.
—No desperdiciéis ni un solo momento de vuestro tiempo mientras estéis en Yale, o lamentaréis durante el resto de vuestras vidas no haber aprovechado todas las ventajas que os ofrece esta universidad. Los tontos se marchan de Yale solo con un título debajo del brazo, el hombre sabio lo hará con los conocimientos necesarios para enfrentarse a cualquier obstáculo que le presente la vida. Aprovechad todas las oportunidades que se os ofrecen. No tengáis miedo a ningún desafío y si fracasáis, no hay ninguna razón para sentirse avergonzado. Aprenderéis mucho más de vuestros errores que de vuestros triunfos. No tengáis miedo de vuestro destino. No tengáis miedo a nada. Poned en cuestión cualquier autoridad y no dejéis que se diga de vosotros: «Caminé por un sendero pero nunca dejé ninguna huella».
El rector de Yale volvió a su asiento después de casi una hora de discurso y todos los alumnos se pusieron de pie para dedicarle una estruendosa ovación. Trent Waterman, que no era partidario de tales efusiones, abandonó el estrado inmediatamente.
—Creía que tú no te sumarías a la ovación —le comentó Fletcher a su amigo mientras salían de la sala—. Si no recuerdo mal tus palabras fueron: «Solo porque todo el mundo lo ha hecho durante los últimos diez años, eso no quiere decir que deba sumarme a la tropa».
—Lo admito. Estaba en un error —respondió Jimmy—. Fue incluso más impresionante de lo que mi padre dijo que sería.
—Estoy seguro de que tu respaldo le quitará un peso de encima al señor Waterman —le dijo Fletcher.
Jimmy apenas le escuchó, atento como estaba a la presencia de una joven cargada con un montón de libros que caminaba unos pocos pasos por delante de ellos.
—Aprovecha todas las oportunidades —le susurró Jimmy al oído.
Fletcher se preguntó si debía evitar que su amigo hiciera el ridículo más total, o dejarlo abandonado a su suerte.
—Hola, soy Jimmy Gates. ¿Me permites que te ayude con los libros?
—¿Qué tiene pensado, señor Gates? ¿Llevarlos o leérmelos? —le contestó la mujer sin detenerse.
—Para empezar pensaba en llevarlos y después ¿por qué no dejamos que las cosas sigan su curso?
—Señor Gates, tengo dos normas que cumplo a rajatabla: no salir con un nuevo estudiante ni con un pelirrojo.
—¿No crees que ha llegado el momento de saltarte las dos? Después de todo, el rector acaba de decirnos que nunca debemos tener miedo a un nuevo desafío.
—Jimmy —intervino Fletcher—, creo…
—Ah, sí, este es mi amigo Fletcher Davenport. Es un tipo muy listo, así que él podría ayudarte con la lectura.
—No lo creo, Jimmy.
—Como puedes ver, también es muy modesto.
—Un problema que a usted no le afecta, señor Gates.
—Desde luego que no. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Joanna Palmer.
—Es evidente que tú no eres una de las nuevas alumnas, Joanna.
—No, no lo soy.
—Entonces eres la persona ideal para ayudarme y socorrerme.
—¿Qué tiene pensado? —preguntó la señorita Palmer, mientras subían las escalinatas de Sudler Hall.
—¿Qué te parece invitarme a cenar esta noche? Así me pones al corriente de todo lo que debo saber de Yale —propuso Jimmy, cuando se detuvieron delante de la puerta del anfiteatro—. Eh. —Se volvió hacia Fletcher—. ¿No es aquí donde teníamos que venir?
—Así es. Intenté advertirte.
—¿Advertirme? ¿De qué? —preguntó Jimmy, mientras abría la puerta para que entrara la señorita Palmer.
La siguió sin perder un segundo con la intención de sentarse a su lado. El súbito silencio de los alumnos que ya se encontraban en el recinto sorprendió a Jimmy.
—Le pido disculpas en nombre de mi amigo, señorita Palmer —susurró Fletcher—. Le aseguro que tiene un corazón de oro.
—Y por lo que se ve, empuje no le falta —replicó Joanna—. Por cierto, no se lo diga, pero me halagó muchísimo que me confundiera con una alumna.
Joanna Palmer dejó la pila de libros en la mesa y se volvió para mirar el abarrotado anfiteatro.
—La Revolución francesa marca el inicio de la historia moderna europea —comenzó mientras los alumnos la miraban embelesados—. Estados Unidos ya había destronado a un monarca —hizo una pausa—, sin tener que cortarle la cabeza… —Su mirada recorrió los bancos mientras los alumnos se reían, hasta que dio con Jimmy Gates. Él le guiñó un ojo.
Cruzaron el campus para asistir a su primera clase, cogidos de la mano. Se habían hecho amigos durante los ensayos de la obra, inseparables en la semana de representaciones y ambos perdieron juntos la virginidad en las vacaciones de primavera. Cuando Nat le dijo a su amante que no iría a Yale, sino que estaría con ella en la Universidad de Connecticut, Rebecca se sintió culpable por la felicidad que le produjo la noticia.
A Susan y Michael Cartwright les gustó Rebecca desde el momento que la vieron y su desilusión ante el hecho de que Nat tendría que esperar un año para ser admitido en Yale se aminoró al ver a su hijo tan tranquilo por primera vez en su vida.
La primera clase en Buckley Hall era de literatura norteamericana y la daba el profesor Hayman. Durante las vacaciones de verano, Nat y Rebecca habían leído a todos los autores citados en la lista: James, Faulkner, Hemingway, Fitzgerald y Bellow, y después hablaron ampliamente de Washington Square, Las uvas de la ira, Por quién doblan las campanas, El gran Gatsby y Herzog. Por tanto, el martes por la mañana, cuando ocuparon sus asientos en el aula, estaban seguros de estar bien preparados. En cuanto el profesor Hayman comenzó sus explicaciones, ambos comprendieron que solo habían leído los textos y poco más. No habían tenido en cuenta las diferentes influencias que el nacimiento, la crianza, la educación, la religión y las puras circunstancias habían ejercido en sus obras, ni tampoco habían pensado para nada en el hecho de que el don de la narración no era algo reservado a ninguna clase social, raza o credo particular.
—Tomemos, por ejemplo, a Scott Fitzgerald —continuó el profesor—, en el cuento «Bernice se corta los cabellos»…
Nat apartó un momento la mirada de sus apuntes y vio la nuca. Le entraron náuseas. Dejó de escuchar las opiniones del profesor Hayman referentes a Fitzgerald y continuó mirando durante algún tiempo antes de que el alumno se volviera para hablar con su vecino. Los peores temores de Nat se vieron confirmados. Ralph Elliot no solamente se encontraba en la misma universidad, sino que incluso asistía al mismo curso. Casi como si hubiese tenido el presentimiento de que le observaban, Elliot se volvió súbitamente. No hizo ningún caso de Nat, porque toda su atención parecía concentrada en Rebecca. Nat la miró, pero ella estaba demasiado atenta a las notas que tomaba referentes a los graves problemas con la bebida que había tenido Fitzgerald durante su estancia en Hollywood como para darse cuenta del muy claro interés de Elliot.
Nat esperó a que Elliot abandonara el aula antes de recoger sus libros y levantarse.
—¿Quién era ese que no dejaba de volverse para mirarte? —le preguntó Rebecca cuando se dirigían al comedor.
—Se llama Ralph Elliot. Estábamos en el mismo curso en Taft y creo que te miraba a ti, no a mí.
—Es muy guapo —opinó Rebecca con una amplia sonrisa—. Me recuerda un poco a Jay Gatsby. ¿Es él el chico que según el señor Thompson hubiese sido un buen Malvolio?
—A su medida, creo que fueron las palabras exactas de Thomo.
Durante la comida, Rebecca insistió para que Nat le contara más cosas de Elliot, pero él le contestó que no había gran cosa que decir e intentó inútilmente cambiar de tema.
Si disfrutar de la compañía de Rebecca significaba estar en la misma universidad con Ralph Elliot, entonces tendría que aprender a soportarlo.
Elliot no asistió a la clase de la tarde sobre la influencia española en las colonias y cuando llegó la hora de acompañar a Rebecca hasta su habitación, Nat prácticamente se había olvidado de la desagradable presencia de su viejo rival.
Los dormitorios de las chicas estaban en el campus sur y el consejero de los estudiantes de primero le había advertido a Nat que iba contra las normas la presencia de los varones en los dormitorios después del anochecer.
—El tipo que redactó las normas —comentó Nat, mientras yacía junto a Rebecca en la cama individual— debía de creer que los estudiantes solo podían disfrutar del sexo en la oscuridad.
Rebecca soltó una carcajada y se puso el jersey.
—Eso significa que durante el semestre de primavera no tendrás que volver a tu habitación hasta las nueve —señaló la muchacha.
—Quizá las normas me permitirán quedarme contigo después del semestre de verano —dijo Nat, sin dar más explicaciones.
Durante el primer semestre, Nat apenas tuvo ningún contacto con Ralph Elliot. Resultó un alivio comprobar que su rival no tenía ningún interés por las carreras a campo través, el teatro o la música. Por tanto, se sorprendió cuando lo vio conversando con Rebecca delante de la capilla el último domingo del semestre. Elliot se alejó rápidamente en cuanto vio que Nat se aproximaba.
—¿Qué quería? —preguntó Nat a la defensiva.
—Solo me hablaba de sus ideas para mejorar el claustro de estudiantes. Se presentará para delegado de los estudiantes de primero y quería saber si tú tenías la intención de presentarte.
—No, no pienso hacerlo —contestó Nat muy decidido—. Ya he tenido más que suficiente con una campaña.
—Creo que es una lástima —señaló Rebecca; apretó la mano de Nat—. Sé de muchos de nuestro curso que confían en que te presentarás.
—No mientras él concurra a las elecciones.
—¿Por qué le odias tanto? —le preguntó Rebecca—. ¿Solo porque te derrotó en aquellas ridículas elecciones en la secundaria? —Nat miró a Elliot, que mantenía una conversación muy animada con un grupo de alumnos, con la misma sonrisa falsa de siempre y sin duda haciendo las mismas imposibles promesas—. ¿No crees posible que quizá haya cambiado?
Nat no se molestó en responderle.
—Muy bien —anunció Jimmy—, las primeras elecciones en las que te puedes presentar serán para elegir a los delegados estudiantiles, en el claustro de Yale.
—Esperaba no tener que participar en ninguna campaña durante mi primer curso —protestó Fletcher— y concentrarme en los estudios.
—Es algo que no te puedes permitir —declaró Jimmy.
—¿Se puede saber por qué no?
—Porque las estadísticas demuestran que todo aquel que es elegido para formar parte del claustro en su primer curso tiene casi todas las probabilidades de convertirse en representante tres años más tarde.
—Quizá no quiera ser el representante del claustro —manifestó Fletcher, con una amplia sonrisa.
—Quizá Marilyn Monroe no quería ganar un Oscar —replicó Jimmy, y sacó un libro de su cartera.
—¿Qué es eso?
—Las fotos de los alumnos de primero; los mil veintiuno que hay.
—Ya veo que una vez más has comenzado la campaña sin consultar con el candidato.
—Tenía que hacerlo, porque no me puedo permitir esperar cruzado de brazos a que tú acabes de decidirte. He estado haciendo algunas averiguaciones y he descubierto que casi no tienes ninguna posibilidad de ser considerado como candidato al claustro si no eres uno de los oradores en el debate de los alumnos de primero que tiene lugar en la sexta semana.
—¿Cómo es eso?
—Porque es la única ocasión en que todos los alumnos de primero se reúnen en una misma sala y tienen la oportunidad de escuchar a los posibles candidatos.
—¿Qué hay que hacer para que te seleccionen como orador en el debate?
—Depende del lado de la moción que quieras apoyar.
—Sí, muy bien. ¿Cuál es la moción?
—Me complace ver que por fin comienza a interesarte el desafío, porque ahí tenemos el segundo problema. —Jimmy sacó una octavilla de uno de los bolsillos interiores de la americana y leyó el tema del debate: Estados Unidos debería retirarse de la guerra de Vietnam.
—No veo cuál es el problema —opinó Fletcher—. Estoy más que dispuesto a oponerme a esa moción.
—Ese es el problema —exclamó Jimmy—. Cualquiera que se oponga es historia, incluso si tiene la pinta de Kennedy y la labia de Churchill.
—Si soy capaz de presentar un buen alegato, quizá consideren que soy la persona adecuada para representarlos en el consejo.
—Por muy persuasivo que seas, Fletcher, seguirá siendo un suicidio, porque casi todos los estudiantes están contra la guerra. ¿Por qué no dejar que lo haga algún loco que nunca quiso que lo eligieran?
—Eso me recuerda a mí mismo —replicó Fletcher— y en cualquier caso, quizá crea…
—No me importa lo que creas —le interrumpió Jimmy—. Mi único interés es que salgas elegido.
—Jimmy, ¿careces de escrúpulos morales?
—¿Cómo podría tenerlos? —respondió Jimmy en el acto—. Mi padre es un político y mi madre agente de la propiedad inmobiliaria.
—A pesar de tu pragmatismo, no me veo capaz de hablar en favor de esa moción.
—Entonces estás condenado a una vida de incesantes estudios y tener a mi hermana de la manita.
—No me parece nada mal, sobre todo cuando tú pareces del todo incapaz de mantener una relación seria con una mujer durante más de veinticuatro horas.
—Esa no es la opinión de Joanna Palmer —afirmó Jimmy, para gran diversión de su compañero.
—¿Qué hay de tu otra amiga, Audrey Hepburn? Hace tiempo que no la veo por el campus.
—Yo tampoco, pero solo es cuestión de tiempo que acabe conquistando el corazón de la señorita Palmer.
—Solo en tus sueños, Jimmy.
—A su debido momento vendrás a pedirme perdón de rodillas, hombre de poca fe, y te aviso que será antes de tu desastrosa aportación al debate de los alumnos de primero.
—No me harás cambiar de opinión, Jimmy, porque si tomo parte en el debate, me opondré a la moción.
—Te gusta ponerme las cosas difíciles, ¿no es así, Fletcher? Por lo menos, hay una cosa clara: los organizadores agradecerán tu participación.
—¿Cómo es eso?
—Porque no han encontrado a nadie con aspiraciones a candidato dispuesto a hablar en contra de la retirada.
—¿Estás segura? —preguntó Nat, en voz baja.
—Sí, del todo —contestó Rebecca.
—Entonces tendremos que casarnos lo antes posible.
—¿Por qué? Estamos en los sesenta, la era de los Beatles, la marihuana y el amor libre. Por tanto, ¿por qué no puedo abortar?
—¿Es eso lo que quieres? —replicó Nat, incrédulo.
—No sé lo que quiero —admitió Rebecca—. Acabo de enterarme esta mañana. Necesito un poco más de tiempo para pensarlo.
—Me casaré contigo hoy mismo si me aceptas. —Nat le cogió una mano.
—Sé que lo harías —dijo Rebecca, y le apretó la mano—, pero debemos enfrentarnos al hecho de que esta decisión afectará al resto de nuestras vidas. No es algo que debamos decidir a la ligera.
—Tengo una responsabilidad moral contigo y con el bebé.
—Pues yo tengo que pensar en mi futuro —replicó Rebecca.
—Quizá tendríamos que contárselo a nuestros padres y ver cómo reaccionan.
—Eso es lo último que se me ocurriría hacer. Tu madre querría que nos casáramos esta misma tarde y mi padre se presentaría en el campus con una escopeta debajo del brazo. No, quiero que me prometas que no le dirás a nadie que estoy embarazada y mucho menos a nuestros padres.
—¿Por qué? —quiso saber Nat.
—Porque hay otro problema.
—¿Qué tal va el discurso?
—Acabo de terminar el tercer borrador —respondió Fletcher alegremente— y te hará muy feliz saber que probablemente me convertirá en el estudiante más impopular del campus.
—Está visto que te gusta complicarme la faena.
—Imposible es mi objetivo final —admitió Fletcher—. Por cierto, ¿contra quién nos enfrentamos?
—Un tipo llamado Tom Russell.
—¿Qué has averiguado de él?
—Fue a Taft.
—Eso significa que tenemos una ventaja —manifestó Fletcher, con una sonrisa.
—No, me temo que no. Lo conocí anoche en Mory’s y te puedo decir que es brillante y popular. Le cae bien a todo el mundo.
—¿Tenemos algo que nos pueda ayudar?
—Sí, confesó que no le entusiasma el debate. Preferiría dar su apoyo a otro candidato, si aparece alguno adecuado. Se ve más a él mismo como director de campaña que como líder.
—Entonces quizá tendríamos que pedirle a Tom que se una a nuestro equipo —opinó Fletcher—. Todavía estoy buscando un director de campaña.
—Por divertido que te resulte, me ofrecía a mí el trabajo.
Fletcher miró a su amigo.
—¿Hizo tal cosa?
—Sí.
—Por lo que se ve, tendré que tomármelo en serio, ¿no? —Fletcher guardó silencio unos instantes—. Quizá tendríamos que comenzar con un repaso de mi discurso esta misma noche y luego tú me dirás si…
—Esta noche, imposible —le interrumpió Jimmy—. Joanna me ha invitado a cenar en su casa.
—Ah, sí, eso me recuerda que yo tampoco puedo. Jackie Kennedy me ha pedido que la acompañe esta noche al Met[1].
—Ahora que lo mencionas, Joanna quiere saber si tú y Annie querríais venir a tomar una copa con nosotros el próximo jueves. Le dije que mi hermana vendría desde New Haven para asistir al debate.
—¿Hablas en serio?
—Si decides venir, por favor, dile a Annie que no se enrolle demasiado, porque a Joanna y a mí nos gusta estar en la cama a las diez.
Nat encontró la nota manuscrita que Rebecca había pasado por debajo de la puerta de su habitación y sin perder ni un segundo, cruzó el campus a la carrera, mientras se preguntaba cuál sería el motivo de la urgencia.
Cuando entró en su habitación, ella se apartó para impedir que la besara y sin dar ninguna explicación cerró la puerta con llave. Nat se sentó junto a la ventana y Rebecca en los pies de la cama.
—Nat, tengo que decirte algo que he estado evitando durante los últimos días. —Nat solo asintió, al ver lo mucho que le costaba hablar a Rebecca. Siguió un silencio que se le hizo interminable—. Nat, sé que me odiarás por esto…
—Soy incapaz de odiarte —afirmó Nat y la miró directamente a los ojos.
Ella le sostuvo la mirada, pero luego agachó la cabeza.
—No estoy segura de que tú seas el padre.
Nat se sujetó a los bordes de la silla con tanta fuerza que se le agarrotaron las manos.
—¿Cómo es posible? —acabó por preguntar.
—Aquel fin de semana que fuiste a Pensilvania para participar en la carrera, acabé en una fiesta y creo que bebí demasiado. —La joven hizo otra pausa—. Ralph Elliot apareció en la fiesta y no recuerdo gran cosa después de aquello, excepto que me desperté por la mañana y me lo encontré durmiendo a mi lado.
Esta vez le tocó a Nat no hablar durante unos minutos.
—¿Le has dicho que estás embarazada?
—No. ¿Para qué? Apenas me ha dirigido la palabra desde entonces.
—Mataré a ese cabrón —exclamó Nat y se levantó de la silla.
—No creo que eso sea de mucha ayuda —opinó Rebecca, en voz baja.
—En cualquier caso, lo sucedido no cambia nada —afirmó Nat, que se acercó para abrazarla—, porque todavía quiero casarme contigo. Piensa que es mucho más probable que sea hijo mío.
—Nunca estarás seguro.
—Eso no representa ningún problema para mí.
—Pero sí lo es para mí —replicó Rebecca—, porque hay algo más que no te he dicho.
Nada más entrar en Woolsy Hall, que estaba lleno hasta los topes, Fletcher lamentó no haber hecho caso del consejo de Jimmy. Ocupó su lugar en la silla opuesta a la de Tom, quien lo saludó con una afectuosa sonrisa, mientras un millar de estudiantes comenzaba a cantar: «Eh, eh, L. B. J., ¿a cuántos chicos has matado hoy?».
Fletcher miró a su oponente cuando Russell se levantó para abrir el debate. Tom fue saludado con una estruendosa ovación incluso antes de que abriera la boca. Para su gran sorpresa parecía estar tan nervioso como él; las gotas de sudor perlaban su frente.
La multitud guardó silencio en el momento que Tom comenzó su discurso, pero no había dicho más de dos palabras cuando estallaron los gritos de protesta.
—Lyndon Johnson… —esperó—. Lyndon Johnson nos ha dicho que es el deber de Estados Unidos derrotar a los norvietnamitas y salvar al mundo del avance comunista. Yo digo que es el deber del presidente no sacrificar la vida de ni un solo norteamericano en aras de una doctrina que, con el tiempo, acabará por derrotarse a sí misma.
Una vez más la multitud estalló, esta vez en una sonora ovación, y Tom tuvo que esperar casi un minuto antes de poder continuar. En realidad el resto de su discurso se vio interrumpido tantas veces por las ovaciones que no había llegado ni a la mitad cuando se le acabó el tiempo asignado.
Los aplausos dieron paso a la rechifla en el momento que Fletcher se levantó de la silla. Ya había decidido que ese sería el primer y último discurso en público. Esperó en vano a que se hiciera el silencio y cuando alguien le gritó: «Venga, comienza de una vez», pronunció las primeras palabras.
—Griegos, romanos e ingleses… todos asumieron, cuando fue su momento, la responsabilidad del liderazgo mundial.
—¡Ese no es motivo para que lo hagamos nosotros! —gritó alguien desde el fondo de la sala.
—Después de la descomposición del Imperio británico al finalizar la Segunda Guerra Mundial —continuó Fletcher—, dicha responsabilidad pasó a Estados Unidos. La más grande de las naciones sobre la tierra. —Se escuchó una salva de aplausos—. Por supuesto, podemos echarnos atrás y reconocer que no somos dignos de tal responsabilidad, o podemos ser los líderes para millones de personas en todo el mundo que admiran nuestro ideal de libertad y desean emular nuestra manera de vida. También podríamos abandonar la lucha y dejar que esos mismos millones se vean sometidos al yugo del comunismo a medida que se engulle al mundo libre, o darles nuestro apoyo mientras ellos también intentan vivir en democracia. Solo quedará la historia para registrar la decisión que tomamos, y la historia no debe dejar constancia de que no estuvimos a la altura.
Jimmy se sorprendió al ver que los estudiantes habían escuchado hasta el momento casi sin ninguna interrupción; también le sorprendió el respetuoso aplauso que recibió Fletcher cuando volvió a sentarse veinte minutos más tarde. Al final del debate, todos admitieron que Fletcher había sido el verdadero ganador, aunque fue Tom quien ganó la moción con más de doscientos votos.
Jimmy consiguió mantener una expresión animada después de que anunciaran el resultado a una multitud delirante.
—Es casi un milagro —opinó.
—Vaya milagro —protestó Fletcher—. ¿No has visto que hemos perdido por doscientos veintiocho votos?
—Pues yo esperaba que nos barrieran del mapa y por tanto considero que doscientos veintiocho votos es todo un milagro. Nos quedan cinco días para cambiar la opinión de ciento catorce votantes, porque la mayoría de los chicos aceptan que tú eres el candidato ideal para representarlos en el consejo de estudiantes —comentó Jimmy mientras salían de Woolsey Hall.
Fueron varios los estudiantes que al pasar le susurraron a Fletcher: «¡Bien hecho!» y «Buena suerte».
—Creo que Tom Russell habló muy bien —declaró Fletcher—, y lo que es más importante, representa sus puntos de vista.
—Él no hará más que mantener la silla caliente para ti.
—No estés tan seguro. A Tom bien podría gustarle la idea de ser el representante de los estudiantes.
—No tendrá ninguna posibilidad con el plan que he puesto en práctica.
—¿Puedo saber qué te traes entre manos?
—Tengo a alguien de nuestro equipo presente cada vez que da un discurso. Durante la campaña ha hecho cuarenta y tres promesas, la mayoría de las cuales no podrá mantener. Nuestro hombre se las recuerda veinte veces al día. No creo que su nombre aparezca en las papeletas de las elecciones para representante estudiantil.
—Jimmy, ¿has leído El príncipe de Maquiavelo?
—No. ¿Crees que debería leerlo?
—No, no te preocupes, no puede enseñarte nada. ¿Qué cenaremos esta noche? —le preguntó Fletcher, al ver que se acercaba Annie.
Los jóvenes se abrazaron.
—Tu discurso ha sido brillante. Has estado muy bien —afirmó Annie.
—Es una pena que doscientos chicos no hayan estado de acuerdo contigo.
—Lo estuvieron, pero la mayoría de ellos ya habían decidido el voto mucho antes de entrar en la sala.
—Eso es precisamente lo que he estado intentando decirle. —Jimmy se volvió hacia Fletcher—. Mi hermanita tiene razón y lo que es más…
—Jimmy, cumpliré los dieciocho en menos de un mes —le interrumpió Annie, enfadada—, por si acaso no te has dado cuenta.
—Me he dado cuenta; algunos de mis amigos incluso me dicen que no eres fea, algo que sigo sin ver.
Fletcher se echó a reír.
—¿Vendréis con nosotros a Dino’s?
—No. Ya veo que has olvidado que Joanna y yo os invitamos a cenar en su casa.
—No lo había olvidado y me muero de impaciencia por conocer a la mujer que ha conseguido retener a mi hermano durante más de una semana.
—No he mirado a otra mujer desde el día que la conocí —afirmó Jimmy en voz baja.
—Así y todo, sigo queriendo casarme contigo —dijo Nat, sin soltarla.
—¿Aunque no puedas estar seguro de quién es el padre?
—Esa es la razón más importante para que nos casemos, así no tendrás ninguna duda de mi compromiso.
—Nunca lo he puesto en duda —replicó Rebecca—; sé bien que eres un hombre bueno y sincero, pero ¿no has considerado la posibilidad de que no te ame hasta el punto de querer pasar el resto de mi vida contigo? —Nat apartó los brazos y la miró a los ojos—. Le pregunté a Ralph qué haría si resultaba ser su hijo y estuvo de acuerdo conmigo en que debería abortar. —Rebecca apoyó una mano en la mejilla de Nat—. No abundan las personas lo bastante dignas para vivir con Sebastián y desde luego yo no soy Olivia. —Apartó la mano y salió rápidamente de la habitación sin decir palabra.
Nat se tendió en la cama sin darse cuenta de que anochecía. Le resultaba imposible no pensar en su amor por Rebecca y el odio que le profesaba a Elliot. Se quedó dormido y solo se despertó cuando sonó el teléfono.
Nat escuchó la voz de su viejo amigo y lo felicitó cuando se enteró de la noticia.