La madre de Nat parecía ser una de las pocas personas que no lamentaba que a su hijo no le hubiesen elegido representante estudiantil. Creía que a partir de entonces dispondría de más tiempo para concentrarse en su trabajo. Si Susan Cartwright hubiese tenido la oportunidad de ver la cantidad de horas que Nathaniel dedicaba a sus estudios, sus preocupaciones se hubieran esfumado en el acto. Incluso a Tom le resultaba difícil apartar a Nat de los libros durante más de unos minutos, a menos que se tratara de su carrera diaria de ocho kilómetros. Ni siquiera cuando batió el récord de la escuela en la carrera a campo través se permitió más de un par de horas para celebrarlo.
La Nochebuena, la Navidad y el Año Nuevo pasaron sin apenas celebraciones. Nat permaneció encerrado en su habitación, con la cabeza metida en los libros. Su madre solo podía confiar en que cuando se marchara a pasar un fin de semana largo en Simsbury con Tom, se tomara un descanso de verdad. Así fue. Nat redujo las horas de estudio a dos por la mañana y otras dos por la tarde. Tom agradeció que su amigo le obligara a mantener la misma rutina, si bien declinó la invitación de acompañarle en el entrenamiento. A Nat le divertía el hecho de que podía correr los ocho kilómetros sin salir de la finca de Tom.
—¿Alguna de tus muchas conquistas? —le preguntó Nat a su amigo durante el desayuno cuando le vio abrir una carta.
—Ojalá —respondió Tom—. No, es del señor Thompson. Pregunta si me interesaría interpretar uno de los personajes de Noche de Reyes.
—¿Te interesa?
—No. Es más tu mundo que el mío. Soy un productor nato, no un intérprete.
—Yo no tendría ningún inconveniente en apuntarme para un papel si estuviese seguro de mi solicitud de ingreso en Yale, pero ni siquiera he acabado de redactar el trabajo obligatorio.
—Pues yo ni siquiera he empezado el mío —confesó Tom.
—¿Cuál de los cinco temas has escogido?
—El control del bajo Mississippi durante la guerra civil —contestó Tom—. ¿Y tú?
—Clarence Darrow y su influencia en el movimiento sindicalista.
—Sí, tuve en cuenta al señor Darrow, pero no me vi capaz de escribir cinco mil palabras sobre el tema. Seguramente tú ya habrás escrito unas diez mil.
—No, pero ya casi tengo terminado el primer borrador y espero tener la redacción definitiva para cuando volvamos en enero.
—El plazo límite para Yale es en febrero; bien podrías considerar la posibilidad de intervenir en la obra. Al menos podrías ir a la prueba. Después de todo, no tiene por qué ser el papel principal.
Nat pensó en el consejo de su amigo mientras untaba una buena cantidad de mantequilla en una tostada. Tom tenía razón, por supuesto, pero Nat creía que aquello podría distraerlo de su principal objetivo: conseguir una beca para Yale. Contempló a través de la ventana la amplia extensión de terreno de la finca y se preguntó cómo sería tener a unos padres para quienes no fueran motivo de preocupación pagar las mensualidades de la escuela, darle dinero para sus gastos o si su hijo podría conseguir un empleo durante las vacaciones de verano.
—¿Te interesa leer la parte de algún personaje en particular, Nat? —preguntó el señor Thompson mientras miraba al muchacho de un metro ochenta y cinco de estatura, abundante cabellera negra y cuyos pantalones siempre parecían quedarle cortos.
—Antonio, o posiblemente Orsino —contestó Nat.
—Orsino es perfecto para ti —opinó el señor Thompson—, pero había pensado en tu amigo, Tom Russell, para ese personaje.
—Difícilmente podría hacer de Malvolio —señaló Nat, y se echó a reír.
—No, Elliot sería mi candidato para Malvolio —afirmó el señor Thompson con una sonrisa desabrida. El señor Thompson, como muchos otros en Taft, había deseado que Nat fuera el representante de los estudiantes—. Lamentablemente no estaba disponible, mientras que a ti, en realidad, lo que mejor te va es el personaje de Sebastián.
Nat quiso protestar, aunque en su primera lectura de la obra había visto que la interpretación del personaje sería todo un desafío. Sin embargo, la longitud de los parlamentos le exigiría horas de estudio, por no mencionar el tiempo dedicado a los ensayos. El señor Thompson percibió la reticencia del alumno.
—Creo que es el momento de apelar al soborno, Nat.
—¿Soborno, señor?
—Sí, muchacho. Verás, el director de admisiones en Yale es uno de mis más viejos amigos. Estudiamos juntos humanidades en Princeton y todos los años pasa un fin de semana conmigo. Creo que este año lo invitaré a que venga el fin de semana que representaremos la obra. —Hizo una pausa—. Eso, claro está, contando con que estés dispuesto a interpretar a Sebastián. —Nat no respondió—. Ah, veo que el soborno no es suficiente con alguien con unos muy elevados principios morales, así que me veré obligado a rebajarme a la corrupción.
—¿La corrupción, señor?
—Sí, Nat, la corrupción. Habrás visto que hay tres personajes femeninos en la obra: la hermosa Olivia, su hermana gemela Viola y la gruñona María, aparte de las secundarias, y no olvidemos que todas se enamoran de Sebastián. —Nat se mantuvo en silencio—. Y mi colega en la escuela Miss Porter —añadió el señor Thompson, que enseñó su carta de triunfo— me ha propuesto que vaya allí el sábado con un chico para que lea las partes masculinas mientras nosotros decidimos quiénes participarán en la selección de los personajes femeninos. —Hizo otra pausa—. Ah, veo que finalmente he conseguido captar tu atención.
—¿Crees que es posible amar a una misma persona durante toda tu vida? —preguntó Annie.
—Si eres lo bastante afortunado como para encontrar a la persona adecuada, ¿por qué no? —replicó Fletcher.
—Sospecho que cuando te marches a Yale en el otoño te verás rodeado de tantas mujeres inteligentes y hermosas, que te olvidarás de mí.
—Ni hablar —dijo Fletcher. Se sentó a su lado en el sofá y le rodeó los hombros con el brazo—. En cualquier caso, no tardarán mucho en descubrir que estoy enamorado de otra; cuando tú vayas a Vassar, sabrán el motivo.
—Pero para eso todavía falta un año —protestó Annie—, y para entonces…
—Calla. ¿No te has dado cuenta de que todos los hombres que te conocen inmediatamente tienen celos de mí?
—No, no me he dado cuenta —respondió ella sinceramente.
Fletcher miró a la chica de la que se había enamorado cuando ella tenía el pecho plano y un aparato en los dientes. Incluso entonces había sido incapaz de resistirse al encanto de su sonrisa, los cabellos negros, heredados de una abuela irlandesa, y los ojos azul acero de la rama sueca de la familia. En la actualidad, cuatro años más tarde, el tiempo había añadido una grácil silueta y unas piernas que hacían que Fletcher agradeciera la nueva moda de las minifaldas. Annie apoyó una mano en el muslo de Fletcher.
—¿Estás enterado de que la mitad de las chicas de mi curso ya no son vírgenes?
—Eso me ha dicho Jimmy.
—Es el más indicado para saberlo. —Annie guardó silencio un momento—. Cumpliré los diecisiete el mes que viene y tú nunca has hablado…
—Lo he pensado infinidad de veces, claro que sí —afirmó Fletcher mientras ella movía el cuerpo de forma tal que su mano le tocara los pechos—, pero cuando ocurra, quiero que sea fantástico para los dos y no un motivo de arrepentimiento.
Annie apoyó la cabeza en su hombro.
—Para mí nunca será un motivo de arrepentimiento.
Ella subió un poco más la mano y Fletcher la abrazó.
—¿A qué hora regresarán tus padres?
—Alrededor de la medianoche. Están en una de esas recepciones interminables que tanto les gustan a los políticos.
Fletcher no se movió mientras Annie comenzaba a desabrocharse la blusa. Cuando llegó al último botón, la deslizó por los hombros y dejó que cayera al suelo.
—Creo que es tu turno —le dijo Annie.
Fletcher se desabrochó rápidamente la camisa y se la quitó. Annie se puso de pie y lo miró, encantada al descubrir el súbito poder que parecía ejercer sobre él. Se bajó la cremallera sin prisas como había visto hacer a Julie Christie en Darling. Como la señorita Christie, no se había preocupado en ponerse una enagua.
—Creo que es tu turno —repitió Annie.
«Oh, Dios mío —pensó Fletcher—. No me atrevo a quitarme los pantalones». Se quitó los zapatos y los calcetines.
—Eso es hacer trampas —exclamó Annie, que ya se había quitado los zapatos incluso antes de que Fletcher supiera lo que se traía entre manos.
Él se quitó los pantalones y la muchacha se echó a reír. Fletcher se ruborizó cuando miró hacia abajo.
—Es muy agradable saber que puedo hacer eso por ti —añadió Annie.
—¿Sería posible que te concentraras en el diálogo, Nat? —preguntó el señor Thompson, sin preocuparse en disimular el sarcasmo—. Comienza por «Pero aquí llega la dama».
Rebecca, incluso vestida con el uniforme escolar, destacaba entre todas las chicas que el señor Thompson había reunido para la prueba. La alta y delgada joven con una larga cabellera rubia que le caía sobre los hombros mostraba una confianza en sí misma que cautivó a Nat y una sonrisa que provocó una respuesta instantánea. Cuando ella le devolvió la sonrisa, el muchacho desvió la mirada, avergonzado de haberse extralimitado. Todo lo que sabía de ella era su nombre.
—«¿Qué hay en un nombre?» —dijo.
—Te equivocas de obra, Nat. Inténtalo de nuevo.
Rebecca Armitage esperó mientras Nat se liaba con las palabras.
—«Pero aquí llega la dama…».
Rebecca estaba sorprendida porque cuando le había escuchado antes desde el fondo de la sala, él había parecido muy seguro de sí mismo. Miró su texto y leyó:
—«No me culpes por mis prisas. Si me quieres bien, ven ahora conmigo y este hombre santo a la capilla: allí, ante él y debajo del techo consagrado, júrame toda la seguridad de tu fe; que mi muy celosa y muy desconfiada alma podrá vivir en paz. Él la ocultará mientras tú estés dispuesto a que se vea, cuál será la hora de nuestra celebración de acuerdo con mi nacimiento. ¿Qué dices?».
Nat no dijo nada.
—Nat, ¿has pensado en intervenir? —preguntó el señor Thompson—. ¿No crees que deberías darle la oportunidad a Rebecca de por lo menos leer algunas líneas más? Admito que la mirada de adoración es perfecta y que algunos creerían que eso es actuar, pero en este caso lo nuestro no es una obra para mimos. Quizá haya una o dos personas entre el público que incluso asistan con la intención de escuchar las conocidas palabras del señor Shakespeare.
—Sí, señor, lo siento, señor —respondió Nat y volvió a mirar el texto—. «Seguiré a este hombre santo e iré contigo, y después de jurar la verdad, siempre será la verdad».
—«Entonces enséñanos el camino, mi buen padre; y que el cielo resplandezca, para que ellos tomen buena nota de mis actos».
—Muchas gracias, señorita Armitage, no creo que necesite escuchar nada más.
—Pero si ha estado maravillosa —protestó Nat.
—Ah, veo que puedes decir una frase entera sin pausas —dijo el señor Thompson—. Es muy satisfactorio descubrirlo a estas alturas; claro que no tenía idea de que quisieras ser el director además de interpretar al personaje central. Sin embargo, Nat, creo que ya he decidido quién interpretará a la hermosa Olivia.
Nat observó a Rebecca que abandonaba el escenario a toda prisa.
—¿Qué le parece como Viola? —insistió el muchacho.
—No, si he comprendido la trama correctamente, Nat, Viola es tu hermana melliza y afortunada o desafortunadamente, Rebecca no se parece en nada a ti.
—Entonces María. Podría ser una María maravillosa.
—No lo dudo, pero Rebecca es demasiado alta para interpretar a María.
—¿Ha pensado en representar a Festo como una mujer? —preguntó Nat.
—No, Nat, sinceramente no lo he pensado, en parte porque no tengo tiempo de reescribir todo el texto.
Nat no advirtió que Rebecca se había ocultado detrás de una columna, en un intento por disimular su vergüenza mientras él continuaba insistiendo.
—¿Qué le parece como la doncella en la casa de Olivia?
—¿Qué pasa con ella?
—Rebecca podría ser una doncella fantástica.
—Estoy seguro, pero no puede interpretar a Olivia y ser su doncella al mismo tiempo. Alguno de los espectadores podría darse cuenta. —Nat abrió la boca pero no dijo nada—. Ah, al fin un poco de silencio, aunque tengo plena confianza en que esta noche reescribirás toda la obra para asegurarte de que Olivia tenga varias escenas nuevas con Sebastián que el señor Shakespeare ni siquiera se planteó. —Nat oyó una risita detrás de la columna—. ¿Tienes alguna otra propuesta para la doncella, Nat, o puedo continuar con la selección de los actores?
—Lo siento, señor —dijo Nat—. Lo siento.
El señor Thompson subió al escenario, le sonrió a Nat y luego le susurró:
—Si pensabas hacerte el duro, Nat, debo decirte que la has fastidiado. Te has mostrado más dispuesto que una prostituta en un casino de Las Vegas. Te interesará saber que la obra escogida para el año que viene es La fierecilla domada, cuya historia me parece más adecuada para tu caso. Cuán diferente hubiese sido tu vida de haber nacido un año más tarde… Así y todo, buena suerte con la señorita Armitage.
—El chico debe ser expulsado —manifestó el señor Fleming—. No hay ningún otro castigo más apropiado.
—Señor, Pearson solo tiene quince años —alegó Fletcher— y se disculpó con la señora Appleyard inmediatamente.
—Era lo mínimo que podía hacer —señaló el capellán, quien hasta el momento no había dado su opinión.
—En cualquier caso —añadió el director, mientras se levantaba—, ¿te imaginas el efecto en la disciplina de la escuela si se llegara a saber que puedes insultar a la esposa de un maestro y salir bien librado?
—¿Es posible que decir «condenada tía» condicione todo el futuro del chico?
—Esa es la consecuencia de los malos modales —replicó el director—; así al menos estaremos seguros de que aprenderá la lección.
—¿Qué es lo que aprenderá? —preguntó Fletcher—. ¿Que en la vida se cometen errores o que nunca se debe insultar a nadie?
—¿Por qué lo defiendes con tanta vehemencia?
—En la primera lección que le oí dar, señor, nos dijo que no levantarse y protestar cuando se cometía una injusticia era un acto de cobardía.
El señor Fleming miró al capellán, quien no hizo comentario alguno. Recordaba la clase muy bien. Después de todo, repetía invariablemente el mismo texto todos los años.
—¿Puedo hacerle una pregunta impertinente? —le preguntó Fletcher al capellán.
—Sí —respondió el doctor Wade, un poco a la defensiva.
—¿No ha sentido usted nunca el deseo de maldecir a la señora Appleyard? Porque yo sí, varias veces.
—Esa es la cuestión, Fletcher, tú has sabido contenerte. Pearson no lo hizo y por tanto debe ser castigado.
—Si el castigo tiene que ser la expulsión, señor, entonces me veo en la obligación de dimitir como representante de los estudiantes, porque la Biblia nos dice que el pensamiento es tan malo como el hecho.
Los dos hombres lo miraron, incrédulos.
—¿Por qué, Fletcher? Sin duda eres consciente de que si dimites podrías poner en peligro tus posibilidades de ingreso en Yale.
—La clase de persona capaz de permitir que algo así le influya no se merece ocupar una plaza en Yale.
La afirmación los dejó tan pasmados que tardaron unos momentos en reaccionar.
—¿No te parece una actitud un tanto radical? —quiso saber el capellán.
—No lo es para el chico en cuestión, doctor Wade, y no estoy dispuesto a quedarme de brazos cruzados mientras sacrifican a ese alumno en aras de una mujer a quien le divierte mortificar a los chicos más pequeños.
—¿Estás dispuesto a dimitir de tu cargo de representante estudiantil solo para demostrar que tienes razón? —le preguntó el director.
—No hacerlo, señor, sería casi repetir lo que hizo su generación en los años de McCarthy.
Otro largo silencio siguió a estas palabras; de nuevo fue el capellán quien lo rompió.
—¿El chico se disculpó personalmente con la señora Appleyard?
—Sí, señor, y después le envió una carta en el mismo sentido.
—Entonces quizá estar a prueba durante el resto del semestre podría ser más adecuado —dictaminó el director con una mirada al capellán.
—Junto con la pérdida de todos los privilegios, incluidos los permisos de fin de semana, hasta nuevo aviso —añadió el doctor Wade.
—¿Consideras que es un acuerdo justo, Fletcher? —El director lo miró con las cejas enarcadas.
Esta vez le tocó a Fletcher permanecer en silencio.
—Tendrás que aprender a negociar en la vida, Fletcher —intervino el capellán—, si esperas ser un político de éxito.
Fletcher no respondió inmediatamente, sino que se tomó un momento de reflexión.
—Acepto su juicio, doctor Wade —manifestó. Después miró al director y añadió—: Muchas gracias por su indulgencia, señor.
—Gracias a ti, Fletcher —respondió el señor Fleming cuando el representante de los estudiantes se levantó para abandonar el despacho.
—Sabiduría, coraje y convicción son virtudes poco habituales en un adulto —comentó el director en voz baja cuando se cerró la puerta—, pero verlas todas en un muchacho…
—¿Cuál es su explicación, señor Cartwright? —preguntó el decano de la junta de admisiones de Yale.
—No tengo ninguna, señor —admitió Nat—. Tiene que tratarse de una coincidencia.
—Es demasiada coincidencia —señaló el decano de temas académicos— que gran parte de su trabajo sobre Clarence Darrow sea idéntico palabra por palabra con el de otro alumno de su clase.
—¿Cuál es su explicación?
—Dado que presentó su trabajo una semana antes que el suyo y que estaba manuscrito mientras que el suyo estaba mecanografiado, no hemos considerado necesario pedirle una explicación.
—¿Por casualidad su nombre no será Ralph Elliot? —preguntó Nat.
Ninguno de los miembros de la junta respondió a la pregunta.
—¿Cómo consiguió hacerlo? —le preguntó Tom cuando Nat regresó a Taft a última hora de la tarde.
—Tuvo que copiar mi trabajo mientras yo estaba en los ensayos de Noche de Reyes en Miss Porter.
—Así y todo, necesitaría sacar el trabajo de tu habitación.
—Algo que no debió de ser muy difícil —opinó Nat—. Si no lo cogió de la mesa, lo sacó del archivador. Estaba guardado en una carpeta con el nombre de Yale.
—Lo que tú quieras, pero se arriesgó mucho si entró en tu habitación mientras estabas ausente.
—No, si eres el representante de los estudiantes. No olvides que está a cargo del lugar, nadie le pregunta lo que hace. Tuvo tiempo más que sobrado para copiar el texto y devolver el original a mi habitación sin que nadie lo advirtiera.
—¿Qué ha decidido la junta?
—Gracias a que el director me brindó todo su apoyo y más, Yale ha decidido aplazar mi solicitud para el año que viene.
—O sea, que Elliot se ha salido con la suya una vez más.
—No, te equivocas —replicó Nat, con voz firme—. El director dedujo lo que tuvo que ocurrir, porque Yale también le ha negado la plaza a Elliot.
—Eso solo posterga el problema para el año que viene —opinó Tom.
—Afortunadamente no es así —manifestó Nat, que sonrió por primera vez—. El señor Thompson también decidió tomar cartas en el asunto y llamó al jefe de admisiones, con el resultado de que Yale no le volverá a ofrecer a Elliot la oportunidad de inscribirse.
—El bueno de Thomo —exclamó Tom—. ¿Qué piensas hacer con el año que tienes por delante? ¿Te unirás al Cuerpo de Paz?
—No, tengo la intención de pasarlo en la Universidad de Connecticut.
—¿Qué se te ha perdido allí? —preguntó Tom—. Podrías…
—Es la primera opción de Rebecca.