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Standford White —dice Capote—. Diseñó la estación de Pennsilvania original. Era uno de los edificios más bellos del mundo, pero en 1963 un imbécil vendió los derechos del aire y derribaron el edificio para construir esta monstruosidad.

—Qué triste —murmuro mientras bajo detrás de él por la escalera mecánica—. Me pregunto si entonces olía tan mal como ahora.

—¡¿Qué?! —grita por encima del barullo.

—Nada.

—Me habría encantado vivir en Nueva York a principios de siglo —dice Capote.

—Yo me alegro simplemente de haber vivido aquí.

—Creo que nunca seré capaz de abandonar Nueva York —añade, lo que me provoca otra punzada de desesperación.

Llevamos toda la mañana diciéndonos las cosas equivocadas, cuando alcanzamos a decir algo. Yo he estado esforzándome por sacar el futuro a la luz mientras Capote se ha estado esforzando por evitarlo.

De ahí la lección de historia sobre la estación de Pennsilvania.

—Oye —comienzo.

—Mira la hora —se apresura a decir señalando el reloj con la cabeza—. Vas a perder el tren.

Si no lo conociera, pensaría que está intentando deshacerse de mí.

—Ha estado bien, ¿verdad? —me aventuro mientras me sumo a la cola para comprar el billete.

—Ha estado muy bien. —Por un momento baja la guardia, y puedo ver al niño que hay en él.

—Podrías venir a verme a Providence.

—Claro —dice.

Sé, por la rapidez con que desvía la mirada, que no lo hará. Para entonces habrá conocido a otra chica. Pero si no tuviera que irme tal vez acabaría siendo la chica de su vida.

Algún día tiene que encontrarla, ¿no?

Adquiero mi billete. Capote me coge la maleta mientras compro The New York Times y The New York Post. Voy a pasar un buen tiempo sin hacer esto, pienso con pesar. Encontramos las escaleras mecánicas que conducen a mi andén. Mientras descendemos, me invade un vacío abrumador. «Ya está —pienso—. Este es el Fin».

—¡Todos los pasajeros arriba! —grita el revisor.

Coloco un pie en el escalón y me detengo. Cómo me gustaría que Capote se acercara corriendo, me agarrara del brazo y me apretara contra él. Cómo me gustaría que hubiera un apagón repentino. Cómo me gustaría que sucediera algo —lo que fuera— que me impidiera subir a este tren.

Me pongo de puntillas y diviso a Capote entre la multitud.

Se despide con la mano.

El trayecto hasta Hartford dura tres horas. Durante la primera hora, soy un pozo de amargura. No puedo creer que haya dejado Nueva York. No puedo creer que haya dejado a Capote. ¿Y si nunca vuelvo a verle?

No está bien. No debería ser así. Capote debería haberme declarado su amor eterno.

—«Debería» —me recuerdo de repente diciéndoles a Samantha y a Miranda— es la peor palabra que existe. La gente siempre piensa que las cosas «deberían» ser de una determinada manera y cuando no lo son se llevan una desilusión.

—¿Qué pasa contigo? —preguntó Samantha—. ¿Has tenido relaciones sexuales y ahora lo sabes todo?

—No solo tuve relaciones sexuales. Tuve un orgasmo —repuse, llena de orgullo.

—Bienvenida al club, cariño —exclamó Samantha, y dicho esto se volvió hacia Miranda—. No te preocupes, algún día tú también tendrás uno.

—¡¿Y tú cómo sabes que no he tenido ninguno?! —aulló Miranda furiosa.

Cierro los ojos y apoyo la cabeza en el respaldo de mi asiento. Probablemente esté todo bien con Capote. Que algo no dure para siempre no quiere decir que no haya sido valioso mientras duró. No quiere decir que no sea importante.

¿Y qué puede ser más importante que tu primer amante? Oye, podría haberme ido mucho peor.

Y de repente me siento libre.

Cojo mis diarios y abro The New York Post. Es entonces cuando veo mi nombre.

Frunzo el entrecejo. No puede ser. ¿Qué hace mi nombre en la página de sociedad? Entonces miro el titular: «Bodrio infumable».

Suelto el diario como si me hubiera mordido.

Cuando el tren entra en New Haven para hacer una parada de veinte minutos bajo como una flecha y corro hasta la cabina de teléfono más próxima. Pillo a Samantha en su oficina. Temblando y resoplando, consigo preguntarle si ha visto el Post.

—Lo he visto, Carrie, y pienso que es fantástico.

—¡¿Qué?! —grito.

—Tranquilízate. No puedes tomarte esas cosas tan a pecho. La mala publicidad no existe.

—Dicen que mi lectura es lo peor que han visto desde la función de Navidad del colegio.

—¿Y qué importa eso? —ronronea—. Seguro que la envidia los corroe. Te han mencionado por tu primera obra de teatro en Nueva York. ¿No estás contenta?

—Estoy horrorizada.

—Pues es una pena, porque Cholly Hammond ha llamado. Lleva días intentando hablar contigo. Quiere que le llames en cuanto puedas.

—¿Por qué?

—Oh, gorrioncillo —suspira—, ¿cómo quieres que lo sepa? Dijo que era importante, por eso. Debo dejarte, tengo a Harry Mills en mi despacho. —Y cuelga.

Miro el teléfono de hito en hito. ¿Cholly Hammond? ¿Qué puede querer?

Cuento las monedas. Normalmente, el coste de una conferencia desde una cabina me representaría un problema, pero da la casualidad de que ahora ando bien de dinero. Inspirada por Samantha, vendí mi bolso de Chanel sin estrenar al simpático hombre de la tienda vintage por doscientos cincuenta dólares. Sabía que era mucho menos de lo que costó, pero en Brown no iba a necesitarlo. Además, me alegré de deshacerme de él.

Trastos.

Introduzco varias monedas en la ranura. Responde una voz joven y alegre.

—¿Está Cholly? —pregunto. Doy mi nombre.

Cholly se pone enseguida.

—¡Pequeña! —exclama como si fuera una amiga a la que hace tiempo que no ve.

—¡Cholly! —contesto.

—Vi tu mención en el Post y la encontré fascinante —dice entusiasmado—, sobre todo porque llevaba varias semanas pensando en ti. Desde que nos sentamos juntos en casa de Barry Jessen.

El alma se me cae a los pies. Ya estamos. Otro vejete que quiere llevarme a la cama.

—No podía dejar de darle vueltas a nuestra divertidísima conversación. Tan aguda.

—¿En serio? —pregunto mientras me esfuerzo por recordar qué pude decir que fuera tan memorable.

—Y como yo siempre ando buscando cosas nuevas, pensé que sería interesante intentar captar lectores más jóvenes para The New Review. Y quién mejor que una chica joven para conseguirlo. Sería como una columna. Nueva York a través de los ojos de una ingenua.

—No creo que sea una buena idea después del fracaso de mi obra de teatro.

—¡Precisamente por eso! —exclama—. Si hubieras tenido un éxito arrollador, no te habría llamado. Porque la idea detrás de este proyecto es que Carrie Bradshaw nunca gana.

—¿Perdón? —Ahogo un grito.

—Carrie nunca gana. Esa es la gracia, ¿no lo ves? Es lo que la lleva a seguir intentándolo.

—¿Y en el terreno amoroso? ¿Gana alguna vez en el terreno amoroso?

—Sobre todo, nunca en el terreno amoroso.

Titubeo.

—Suena a maldición, Cholly.

Suelta una larga carcajada.

—Ya conoces el dicho: «La maldición de un hombre es la oportunidad de otro». ¿Qué me dices? ¿Podemos vernos a las tres en mi despacho?

—¿En Nueva York?

—¿Dónde si no?

«Yujuuu» pienso mientras avanzo a trompicones por el vagón de primera clase de un tren con destino a Nueva York. Los asientos son enormes y están forrados de terciopelo rojo, y hay una servilleta de papel en cada reposacabezas. Hasta tiene un compartimento especial para la maleta. Mucho más agradable que viajar en segunda.

«Viaja siempre en primera», oigo decir a Samantha dentro de mi cabeza.

—Pero solo si puedes pagarlo de tu propio bolsillo —contraataca Miranda.

Pues bien, lo he pagado de mi propio bolsillo. Via Bernard y su precioso bolso, pero ¿qué demonios? Me lo merezco.

Puede que, después de todo, no sea un fracaso.

Ignoro cuánto tiempo pasaré en Nueva York o qué hará mi padre cuando se lo cuente, pero ya me preocuparé de eso más tarde. Por el momento solo me importa una cosa: que vuelvo.

Me tambaleo por el pasillo, buscando un lugar donde sentarme y alguien agradable junto a quien sentarme. Paso por delante de un hombre semicalvo y de una señora que está tricotando. Finalmente vislumbro a una chica bonita, con una espesa melena, hojeando un ejemplar de la revista Brides.

«Novias». No puedo creerlo. Me siento a su lado.

—Ah, hola —dice animadamente, mientras retira su bolso. Sonrío. Es tan dulce como imaginaba por su preciosa melena—. Cómo me alegro de que seas mi compañera de asiento —susurra antes de mirar en derredor—. La última vez que cogí el tren a Nueva York se me sentó al lado un hombre asqueroso. De hecho, intentó ponerme la mano en la pierna. ¿Puedes creerlo? Tuve que cambiarme de asiento tres veces.

—Qué horror —digo.

—Lo sé. —Asiente con los ojos muy abiertos.

Sonrío.

—¿Vas a casarte? —pregunto señalando la revista.

Se ruboriza.

—No exactamente. Bueno, no todavía. Espero prometerme dentro de un par de años. Mi novio trabaja en Nueva York, en Wall Street. —Inclina la cabeza con delicadeza—. Por cierto, me llamo Charlotte.

—Carrie. —Le tiendo la mano.

—¿Qué haces? ¿Tienes novio?

Se me escapa una carcajada.

—¿Qué te hace tanta gracia? —pregunta, desconcertada—. Dicen que París es romántico, pero yo pienso que Nueva York también lo es. Y los hombres…

Río con más fuerza.

—Jesús —dice remilgadamente—. Si piensas pasarte todo el viaje riendo… No sé qué tiene de gracioso ir a Nueva York a buscar el amor.

Aúllo.

—¿Y bien? —pregunta.

Me seco las lágrimas. Me reclino en el asiento y cruzo los brazos.

—¿De veras quieres saber algo sobre el amor en Nueva York?

—Sí. —Su tono es de curiosidad y algo cauto.

El tren silba al tiempo que me inclino hacia delante.

—Cielo —digo con una sonrisa—, tengo una historia para ti.