—¿Qué ocurrirá contigo y con Capote? —pregunta Miranda—. ¿De verdad crees que tendréis una relación a distancia? Parece un caso de inconsciente deliberado…
—Si es deliberado, ¿cómo puede ser inconsciente?
—Ya sabes lo que quiero decir. Eliges el final del verano para enamorarte de ese tipo, porque, en el fondo, no quieres que dure.
Doblo el mono de vinilo blanco y lo guardo en la maleta.
—Dudo que mi inconsciente pueda ser tan maquinador.
—Pues lo es —asegura Miranda—. Tu inconsciente es capaz de empujarte a hacer toda clase de cosas. Por ejemplo, ¿por qué llevas todavía su camisa?
Bajo la vista y contemplo la camisa azul claro que le cogí a Capote después de nuestra primera noche.
—Olvidé que la llevaba puesta.
—¿Lo ves? —dice triunfalmente Miranda—. Por eso es tan importante hacer psicoanálisis.
—¿Cómo explicas entonces lo de Marty?
—Otra vez el inconsciente. —Sacude los hombros—. Finalmente me di cuenta de que no era para mí. Aunque mi consciente estaba intentando romper el patrón, mi inconsciente sabía que no funcionaría. Además, no pude ir al baño durante todo el tiempo que estuve con él.
—Yo diría que el problema lo tenían tus intestinos, no tu inconsciente. —Abro un cajón y saco tres pares de calcetines. Que no había vuelto a ver desde que los guardé ahí hace dos meses. ¡Calcetines! ¿En qué estaba pensando? Los echo también en la maleta.
—Aceptémoslo, Carrie —suspira Miranda—. No hay nada que hacer.
¿Con los hombres o con el hecho de tener que irme de Nueva York?
—A eso llamo yo ser optimista.
—Soy realista. Que hayas tenido relaciones sexuales con un tío una vez no significa que tengas que enamorarte —farfulla—. Y nunca pensé que Samantha y tú acabaríais siendo de esas tontorronas que se pasan el día pensando en vestidos de novia y en cómo huele la camisa de su hombre.
—En primer lugar, Samantha ni siquiera se presentó a la prueba de su vestido de novia. Y en segundo lugar… —Me interrumpo—. ¿Crees que vendrás a verme a Providence?
—¿Qué se me ha perdido allí? ¿Qué tienen en Providence que no tengamos en Nueva York?
—¿A mí? —pregunto con voz lastimera.
—Puedes venir a mi casa cuando quieras —replica con firmeza—. Si no te importan los muelles, puedes dormir en el sofá.
—Ya me conoces. Nada me importa.
—Oh, Carrie… —dice Miranda con tono triste.
—Lo sé.
—¿Hay algo de comer en esta casa? Estoy hambrienta.
—Tal vez queden galletas de mantequilla de cacahuete del día del apagón.
Miranda entra en la cocina y regresa con los restos de la comida del día del apagón.
—¿Recuerdas aquella noche? —pregunta desgarrando el paquete.
—¿Cómo iba a olvidarla? —Ojalá hubiera sabido entonces lo que sé ahora. Habría podido empezar a salir con Capote. Habríamos podido disfrutar de dos semanas juntos.
—¿Qué piensa hacer Samantha con este apartamento ahora que tú te vas y ella se casa?
—No lo sé, supongo que buscar a alguien como yo para alquilárselo.
—Es una pena —dice Miranda. No sé si se refiere a mi partida o al hecho de que Samantha quiera conservar su apartamento pese a tener un lugar mucho mejor donde vivir. Mordisquea pensativamente una galleta mientras yo sigo haciendo la maleta—. Oye —añade al fin—, ¿te he hablado del curso que voy a hacer? «Ritos patriarcales en la vida contemporánea».
—Suena interesante —digo sin demasiado entusiasmo.
—Lo es. Estudiamos bodas y cosas así. ¿Sabías que todo lo que antecede a una boda (la fiesta de la prometida, el registro y la elección del horrible vestido de novia) se creó únicamente para tener entretenidas a las mujeres en los tiempos en que no trabajaban? ¿Y para convencerlas de que también ellas debían casarse?
—La verdad es que no lo sabía, pero tiene sentido.
—¿Qué piensas hacer en Brown?
—No lo sé. Estudiaré para ser científica, supongo.
—Creía que querías convertirte en una gran escritora.
—Ya ves lo bien que me ha ido.
—La obra no era tan mala —contesta Miranda limpiándose unas migas de los labios—. ¿Te has dado cuenta de que desde que perdiste la virginidad te comportas como si alguien hubiera muerto?
—Cuando mi carrera de escritora pereció, yo perecí con ella.
—Tonterías —declara Miranda.
—¿Por qué no pruebas a aguantar delante de una sala llena de gente mientras se ríen de ti?
—¿Por qué no dejas de actuar como si fueras lo mejor que ha pasado desde el pan de molde?
Ahogo un grito.
—Está bien —dice Miranda—. Si no eres capaz de aceptar una crítica constructiva…
—¿Yo? ¿Y tú qué? Las más de las veces tu «realismo» no es más que pura amargura…
—Por lo menos yo no soy la eterna optimista.
—No, porque eso implicaría que algo bueno podría ocurrir.
—No sé por qué crees que todo debería serte concedido.
—Estás celosa —espeto.
—¿Por lo de Capote Duncan? —Afila la mirada—. Eso es indigno incluso de ti, Carrie Bradshaw.
Suena el teléfono.
—Será mejor que contestes —dice fríamente—. Seguro que es él deseando declararte su amor eterno. —Se mete en el cuarto de baño con un portazo.
Respiro hondo.
—¿Diga?
—¡¿Dónde demonios estabas?! —aúlla Samantha.
Esto es totalmente impropio de ella. Me separo el auricular de la oreja.
—¿Estabas preocupada? Tengo algo que contarte que te hará sentir muy orgullosa de mí. He perdido mi virginidad.
—Me alegro por ti —dice secamente. No es la reacción que esperaba—. Me encantaría celebrarlo, pero, por desgracia, me hallo en medio de una crisis. Necesito que vengas a casa de Charlie inmediatamente.
—Pero…
—Simplemente ven, ¿vale? No hagas preguntas. Y tráete a Miranda. Necesito toda la ayuda que pueda reunir. ¿Y podrías comprar una caja de bolsas de basura? Asegúrate de que sean de las grandes. Como esas que la gente patética de los barrios residenciales utiliza para las hojas.
—Disfrutadlo —dice Samantha cuando abre la puerta del apartamento de Charlie señalándose la cara—. Es la única vez que me vais a ver llorar.
—¿Es una promesa? —pregunta Miranda con aspereza.
Todavía estamos tensas por nuestra «casipelea». De no ser por la llamada de socorro de Samantha, probablemente nos habríamos saltado a la yugular.
—Mirad. —Samantha se pasa un dedo por el ojo y nos lo tiende para que lo examinemos—. Es una lágrima de verdad.
—Casi me engañas —digo.
Miranda mira a su alrededor con cara de alucinada.
—Uau, este apartamento es una pasada.
—Disfruta de las vistas —dice Samantha—. Esta es la última vez que yo también voy a disfrutarlas. Me marcho.
—¿Qué?
—Lo que oís. —Se dirige al salón hundido. Hay unas vistas impresionantes sobre Central Park. Prácticamente puedes ver el fondo del estanque de patos—. La boda se ha cancelado —declara—. Charlie y yo hemos roto.
Miro a Miranda y pongo los ojos en blanco.
—Se os pasará —murmuro, acercándome a la ventana para admirar las vistas.
—Carrie, hablo en serio. —Samantha camina hasta un carrito de cristal, coge una licorera y se sirve una buena dosis de whisky—. Y debo agradecértelo a ti. —Bebe un largo trago y se vuelve hacia nosotras—. De hecho, debo agradecéroslo a las dos.
—¿A mí? —pregunta Miranda—. Si apenas conozco a ese tío.
—Pero fuiste tú la que me dijo que se lo contara.
—¿Contarle qué? —Miranda la mira sin comprender.
—Mi enfermedad.
—¿Qué enfermedad?
—Ya sabes, eso —susurra Samantha—. El revestimiento…
—¿La endometriosis? —pregunto.
Samantha lanza las manos al aire.
—No quiero volver a oír esa palabra nunca más.
—La endometriosis no es una enfermedad —señala Miranda.
—Intenta decirle eso a la madre de Charlie.
—Uf… —Me doy cuenta de que a mí tampoco me iría mal una copa. Y un cigarrillo.
—No lo entiendo. —Miranda se acerca a la urna de plexiglás que contiene la colección de objetos de béisbol de Charlie. Se inclina un poco más—. ¿Eso de ahí es una pelota de béisbol de verdad?
—¿Tú qué crees? Y sí, esa es la firma de Joe DiMaggio —espeta Samantha.
—Pensaba que estabais eligiendo la vajilla —dice Miranda.
Samantha la mira con severidad y desaparece por el pasillo.
—Oye, se me acaba de ocurrir algo. Samantha siempre cuenta que Charlie quería ser jugador de béisbol pero su madre no le dejó —digo—. A lo mejor Charlie cree en su fuero interno que él es Joe DiMaggio y Samantha Marilyn Monroe.
—Exacto. Y recuerda que a Joe DiMaggio no le hacía ninguna gracia lo sexy que era Marilyn e intentó convertirla en ama de casa. Es casi de manual.
Samantha regresa con una pila de ropa en los brazos que deja caer sobre el sofá de finísimo ante al tiempo que me fulmina con la mirada.
—Tú tienes tanta culpa como Miranda. Fuiste la que me aconsejó que fuera un poco más auténtica.
—Pero no lo decía en serio. Nunca pensé…
—Pues ahora ya sabes lo que consigues siendo auténtica en Nueva York. —Regresa al dormitorio y vuelve con otra pila que deja caer a nuestros pies. Luego coge el paquete de bolsas de basura, abre una y empieza a llenarla de ropa como una posesa—. Esto consigues —repite, elevando la voz—. Una patada en los dientes y cincuenta céntimos para el metro.
—Uau. ¿Hablas en serio? —pregunto.
Hace una pausa y extiende un brazo.
—¿Veis esto? —Señala un gran Rolex de oro con brillantes incrustados.
—¿Es de verdad? —exclama Miranda.
—Un momento —intervengo—. ¿Por qué alguien que rompe contigo te regala un enorme Rolex?
—Probablemente podrías hasta comprar un pequeño país con él —añade Miranda.
Samantha se columpia sobre los talones.
—Por lo visto es una tradición. Cuando rompes un compromiso, le regalas a tu ex prometida un reloj.
—Deberías prometerte más a menudo.
En un arrebato de furia, Samanta se arranca el reloj y lo lanza contra la urna de plexiglás, donde rebota de manera inofensiva. Algunas cosas son sencillamente indestructibles.
—¿Cómo ha podido ocurrirme? Lo tenía todo calculado. Tenía Nueva York cogido por los huevos. Todo estaba yendo sobre ruedas. Y se me estaba dando muy bien ser otra persona.
Ojalá pudiéramos todos guardar nuestro corazón en una urna de plexiglás, pienso mientras me arrodillo a su lado.
—No se te dio tan bien presentarte en Kleinfeld —digo con dulzura.
—Eso fue una excepción, un descuido. Y lo compensé diciéndole a Glenn que estaría encantada de utilizar a su interiorista para reformar el apartamento. Aunque eso significara vivir rodeada de chintz. ¿Qué importan unas cuantas flores? Y hasta puedo tolerar rosas si no queda más remedio… —Y de pronto rompe a llorar. Solo que esta vez es de verdad—. ¿Es que no lo entendéis? —solloza—. He sido rechazada por tener unas trompas de Falopio defectuosas.
En los anales de las citas, ser rechazada por tus trompas de Falopio tendría que aparecer al lado de… no sé, dilo tú. Pero puede que, como siempre dice Samantha, cuando sales con alguien en Nueva York todo cuenta, incluso las cosas que no puedes ver.
Y las que puedes ver ya suelen ser bastante malas.
Cuento en silencio el número de bolsas de basura desparramadas por el apartamento de Charlie. Catorce. He tenido que salir a comprar otra caja. Dos años de relación dan para acumular muchas cosas.
—Trastos —dice Samantha, apartando una de las bolsas de un puntapié—. Todo trastos.
—¡Oye! —exclamo—. Que en esa hay zapatos Gucci.
—Halston, Gucci, Fiorucci. ¿A quién le importa? —Lanza los brazos al aire—. ¿Qué más da eso cuando te han destrozado la vida?
—Encontrarás a otro hombre —dice Miranda con desenfado—. Siempre lo encuentras.
—Pero no uno que esté dispuesto a casarse conmigo. Todo el mundo sabe que la única razón de que en Nueva York un hombre diga «sí» es que quiere tener hijos.
—Pero tú no sabes que no puedes tener hijos —señala Miranda—. El médico dijo…
—¿A quién le importa lo que dijo? Siempre se repetirá la misma historia.
—Eso no lo sabes —insisto. Agarro una bolsa y la arrastro hasta la puerta—. Además, ¿realmente quieres pasarte la vida haciéndote pasar por quien no eres? —Respiro hondo y señalo los muebles de plexiglás—. ¿Rodeada de plástico?
—Los hombres son todos unos gilipollas, pero eso ya lo sabías. —Miranda recoge el reloj de debajo de la mesita del café—. Creo que ya no queda nada —dice, tendiéndole el Rolex—. ¿No querrás dejarte esto?
Samanta sopesa cuidadosamente el reloj en la palma de su mano. El rostro se le contrae de dolor. Hace una inhalación profunda.
—Sí, quiero.
Deja el reloj sobre la mesa. Miranda y yo nos miramos atónitas.
—¿Dónde está la bolsa con los zapatos Gucci? —dice.
—¿Allí? —digo mientras me pregunto qué le ha dado.
La abre y saca dos pares de mocasines.
—¿Y dónde está el traje Chanel?
—Creo que aquí dentro —dice Miranda con cautela, empujando una bolsa hacia el centro de la estancia.
—¿Qué estás haciendo? —pregunto, nerviosa, cuando Samantha saca el traje Chanel y lo deja sobre la mesa, junto al reloj.
—¿Tú qué crees?
—No tengo ni idea. —Miro a Miranda, pero ella está tan perpleja como yo.
Samantha encuentra un traje de tenis y lo levanta, riendo.
—¿Os conté que Charlie quería que me dieran clases de tenis para que pudiera jugar con Glenn en Southampton? Como si tuviera algo de divertido golpear pelotas con esa momia. Tiene sesenta y cinco años y dice que tiene cincuenta. Como si alguien fuera a creérselo.
—Bien… —Lanzo otra mirada furtiva a Miranda, que menea estupefacta la cabeza.
—¿Lo quieres, gorrioncillo? —Samantha me arroja el traje de tenis.
—Claro —titubeo.
Me estoy preguntando qué voy a hacer con él cuando Samantha cambia repentinamente de parecer y me lo arranca de las manos.
—¡Ahora que lo pienso, mejor no! —grita, y lo arroja a la pila—. No lo aceptes. No cometas el mismo error que yo.
Prosigue en esta línea, desgarrando las bolsas y sacando todas las prendas de su vida con Charlie. El montón va creciendo en tanto Miranda y yo contemplamos la escena con preocupación.
—¿De verdad vas a dejar todo eso?
—Son trastos. Y aunque no sea la persona más auténtica del mundo, te diré una cosa sobre Samantha Jones. No se la puede comprar. A ningún precio.
—¿Recuerdas el día que me mudé a este apartamento y me hiciste vaciar la botella de leche en el fregadero porque decías que el olor te revolvía el estómago? —pregunto reacomodándome en el futón.
Son las dos de la madrugada y finalmente estamos de vuelta en el apartamento de Samantha. Tanto embalar y desembalar me ha dejado rota.
—¿Eso hizo? —pregunta Miranda.
—Lo que oyes. —Asiento con la cabeza.
—Los adultos no deberían beber leche. —Samantha echa la cabeza hacia atrás con una exhalación de alivio—. Menos mal que todo ha terminado. Si mis trompas de Falopio pudieran hablar…
—Por suerte, no pueden. —Me levanto y voy hasta el dormitorio. Contemplo mis escasas pertenencias y abro la maleta con un suspiro.
—¿Gorrioncillo? —me llama Samantha—. ¿Qué haces?
—La maleta —digo—. Me voy mañana, ¿recuerdas? —Me detengo en el marco de la puerta—. Y después de este verano creo que ya no soy un gorrioncillo. ¿No me he licenciado ya?
—Desde luego que sí —conviene—. A partir de este momento eres una paloma. El pájaro oficial de Nueva York.
—El único pájaro de Nueva York —dice Miranda riendo—. Oye, mejor eso que ser una rata. ¿Sabíais que en China la rata da buena suerte?
—Adoro a los chinos. —Samantha sonríe—. ¿Sabíais que fueron ellos los que inventaron la pornografía?