37

Abro un ojo y lo cierro. Vuelvo a abrirlo. ¿Dónde demonios estoy? Debe de ser una de esas pesadillas en que piensas que estás despierta pero en realidad sigues dormida.

Aunque no me siento dormida.

Además, estoy desnuda. Y noto un leve dolor ahí abajo.

Pero se debe a… Sonrío. Ha ocurrido. Oficialmente, he dejado de ser virgen.

Estoy en el apartamento de Capote Duncan. Estoy en su cama. La cama con las sábanas de cuadros escoceses que le compró su madre. Y las dos almohadas de espuma (¿por qué los tíos son tan cutres con las almohadas?), y la áspera manta del ejército que perteneció a su abuelo, el cual la heredó a su vez de su padre, que luchó en la Guerra de Secesión. Capote es un sentimental. Puedo oír a Patsy Cline todavía sonando bajito en el equipo de música. «I fall to pieces». A partir de hoy, cada vez que oiga esa canción pensaré en Capote y en la noche que hemos pasado juntos. La noche en que tuvo la amabilidad de quitarme la virginidad.

Supongo que soy afortunada, porque fue más o menos como siempre había imaginado que sería. Y mientras lo hacíamos, sinceramente sentí que estaba enamorada de él. No paraba de decirme lo bonita que era. Y que no debía tener miedo. Y lo feliz que le hacía estar conmigo. Y que había querido estar conmigo desde el primer momento, pero que pensaba que yo no lo soportaba. Y luego, cuando empecé a salir con Bernard, pensó que había perdido definitivamente su oportunidad. Y cuando conseguí escribir una obra de teatro, se dijo que yo iba a pensar que él no era lo «bastante bueno», porque no había conseguido escribir gran cosa.

Uau. Los tíos pueden ser tan inseguros…

Obviamente, le dije que se había equivocado del todo conmigo, aunque es cierto —esto no se lo dije— que al principio no me pareció demasiado atractivo.

Ahora, como es lógico, me parece la criatura más adorable de la tierra.

Lo contemplo. Todavía duerme, tendido boca arriba, con el rostro tan sereno y relajado que casi creo detectar una leve sonrisa en sus labios. Sin las gafas parece sorprendentemente vulnerable. Anoche, después de besarnos un rato y de que se quitara las gafas de esa forma tan sexy, nos miramos a los ojos durante una eternidad. Sentía que podía ver toda su historia en sus pupilas.

Podía saberlo todo de él de una forma que nunca antes me había pasado con nadie.

Fue un poco inquietante, pero también profundo.

Supongo que eso es lo que encontré más sorprendente sobre el sexo: que puedes comprender del todo a una persona y viceversa.

Me asomo al borde de la cama buscando mi ropa interior. Quiero largarme mientras Capote todavía duerme. Un trato es un trato, y le dije que me marcharía a primera hora de la mañana.

Me levanto muy despacio, resbalando por la cama para no agitar el colchón. El colchón, dejado aquí por los dueños originales, tiene unos cien años. Me pregunto cuánta gente ha hecho el amor en esta cama. Espero que mucha. Y espero que les gustara tanto como a mí.

Encuentro mi ropa desparramada por el sofá. El bolso Chanel está junto a la puerta, donde lo solté cuando Capote me cogió la cara y me apretó contra la pared besándome apasionadamente. Prácticamente le arranqué la ropa.

Pero nunca más volveré a verle, de modo que poco importa. Y ahora debo enfrentarme a mi futuro. A Brown.

Puede que, después de cuatro años de universidad, vuelva a intentarlo. Tomaré por asalto Ciudad Esmeralda y esta vez triunfaré.

Por el momento, no obstante, estoy demasiado cansada. Quién me iba a decir que los dieciocho eran tan agotadores.

Suspiro y me calzo las botas. No me puedo quejar. No niego que he tenido algunos tropiezos, pero he conseguido sobrevivir.

Regreso de puntillas al dormitorio para echar un último vistazo a Capote.

—Adiós, mi amante —murmuro.

Su boca se abre con un chasquido, y se despierta aporreando la almohada con desconcierto. Se sienta y me mira.

—¿Eh?

—Lo siento —susurro, al tiempo que cojo mi reloj—. Ya me… —Señalo la puerta.

—¿Por qué? —Se frota los ojos—. ¿No te gustó?

—Me encantó, pero…

—Entonces, ¿por qué te vas?

Me encojo de hombros.

Busca sus gafas, se las pone y parpadea tras los gruesos cristales.

—¿No me vas a conceder por lo menos el placer de darte de desayunar? Un caballero nunca deja que una señorita se marche sin alimentarla primero.

Me río.

—Soy perfectamente capaz de alimentarme sola. Además, hablas como si fuera un pájaro.

—¿Un pájaro? Yo diría más bien un tigre. —Ríe—. Ven aquí. —Abre los brazos. Gateo por la cama y me fundo en ellos.

Me acaricia el pelo. Está calentito y suave, y huele un poco. A hombre, supongo. El olor me resulta curiosamente familiar. Como el olor a pan tostado.

En torno a las dos de la tarde, conseguimos arrastrarnos hasta el Pin Tea Cup para desayunar. Llevo una camisa de Capote sobre el pantalón de goma, y comemos tortitas con beicon y sirope de arce auténtico y nos bebemos como dos litros de café y fumamos cigarrillos y hablamos tímida y ávidamente sobre nada en particular.

—Oye —dice cuando llega la cuenta—, ¿te apetece ir al zoo?

—¿Al zoo?

—Me han dicho que hay un oso polar nuevo.

Y de repente me apetece un montón ir al zoo con Capote. Durante mis dos meses en Nueva York, no he hecho nada el turista. No he visitado el Empire State Building, ni la Estatua de la Libertad, ni la Wollman Rink, ni el Metropolitan, ni la Biblioteca Pública.

He sido tremendamente negligente. No puedo irme de Nueva York sin subirme a la Circle Line.

—Tengo algo que hacer primero —digo.

Me levanto y voy al servicio. Hay un teléfono público junto a la puerta.

Miranda descuelga después del primer tono.

—¿Diga? —pregunta con apremio, como si esperara malas noticias. Siempre contesta así. Es una de las cosas que adoro de ella.

—¡Lo he hecho! —exclamo triunfalmente.

—¿Eres tú, Carrie? ¡Dios mío! ¿Qué pasó? ¿Cómo fue? ¿Te dolió? ¿Cómo estuvo Bernard?

—No lo hice con Bernard.

—¿Qué? —exclama—. ¿Con quién lo hiciste? No puedes ir por ahí y agarrar al primer extraño que se cruce en tu camino. Oh, no, Carrie, no puede ser. No me digas que ligaste con un tío en un bar…

—Lo hice con Capote —digo con orgullo.

—¿Con ese? —Puedo oír cómo se le cae la mandíbula—. Creía que lo detestabas.

Me vuelvo hacia Capote y lo veo arrojar desenfadadamente unos billetes sobre la mesa.

—Ya no.

—¿Y qué pasa con Bernard? —pregunta—. ¿No decías que era el hombre de tu vida?

Capote se levanta.

—Cambio de planes —respondo raudamente—. Bernard no podía hacerlo. Tuve que abortar la misión y buscar otro misil.

—Carrie, eso es asqueroso. ¿Te dijo Samantha que lo dijeras? Hablas como ella. Dios, esto es una locura. ¿Qué vas a hacer ahora?

—Voy a ver el oso polar. —Río. Cuelgo suavemente antes de que pueda hacerme más preguntas.

¿He estado enamorada alguna vez? ¿Enamorada de verdad? ¿Y por qué creo, con cada nuevo tío, que estoy más enamorada de él que del último? Pienso brevemente en Sebastian y sonrío. ¿Qué demonios hacía con él? ¿O con Bernard? Me acodo en el muro para ver mejor al oso polar. Pobre Bernard. Resulta que estaba aún más perdido que yo.

—¿De qué te ríes? —me pregunta Capote abrazándome por detrás.

No hemos sido capaces de dejar de tocarnos un solo instante, recostándonos el uno sobre el otro en el metro, caminando del brazo por la Quinta Avenida, besándonos en la entrada del zoo. El cuerpo se me ha vuelto de mantequilla. No puedo creer que perdiera todo el verano persiguiendo a Bernard en lugar de Capote.

Aunque puede que no le gustara tanto a Capote si lo hubiera hecho.

—Yo siempre río —digo.

—¿Por qué? —pregunta dulcemente.

—Porque la vida es divertida.

En el zoo compramos dos perritos calientes y dos gorras de béisbol con el dibujo del oso polar. Corremos por la Quinta Avenida y pasamos junto al anciano que vende lápices delante de Saks, lo que me recuerda al día que conocí a Miranda. Nos sumamos a la cola de turistas del Empire State Building y subimos en ascensor hasta el observatorio. Miramos por los visores y nos besuqueamos hasta quedarnos sin respiración. Regresamos en taxi a casa de Capote.

Volvemos a hacer el amor y no paramos hasta que nos damos cuenta de que estamos hambrientos. Vamos a Chinatown y comemos pato pequinés, plato que no había probado aún, paseamos por el SoHo y nos reímos de la pastilla que Teensie se tomó en casa de Barry Jessen y de las demás locuras que nos han ocurrido durante el verano. Es bastante tarde —más de medianoche—, por lo que me digo que pasaré una noche más con él y me iré a casa por la mañana.

Pero cuando la mañana llega seguimos sin poder despegarnos. Vamos a mi casa y hacemos el amor en la cama de Samantha. Me cambio de ropa, meto mi cepillo de dientes y una muda en mi bolsa de carpintero y salimos para hacer el turista otro rato. Cogemos la Circle Line y visitamos la Estatua de la Libertad, donde subimos a lo más alto y nos reímos de lo pequeña que parece cuando finalmente llegas a la corona, y volvemos a casa de Capote.

Comemos hamburguesas en el Corner Bistro y pizza en John’s. Tengo mi primer orgasmo.

Las horas pasan como en un sueño borroso mezclado con un hilo de desesperación. Lo nuestro no puede durar eternamente. Capote empezará a trabajar en una editorial después del Día del Trabajo, y yo tengo que ir a Brown.

—¿Estás segura? —murmura.

—No tengo elección. Confiaba en que ocurriera algo con mi obra de teatro y pudiera convencer a mi padre de que me dejara ir a la Universidad de Nueva York.

—¿Por qué no le dices que has cambiado de opinión?

—Necesitaría una buena excusa.

—¿Como que has conocido a un tío del que te has enamorado perdidamente y quieres estar con él?

—Le daría un ataque. No me educaron para basar mis decisiones en un tío.

—Parece un tipo duro.

—Qué va. Te gustaría. Es un genio, como tú.

Tres días con Capote me han enseñado que lo que yo veía como arrogancia no era más que una extensa cultura literaria. Como yo, abriga la firme creencia de que los libros son sagrados. Quizá no lo sean para otra gente, pero si sientes pasión por algo, te aferras a ello. Lo defiendes. No finges que no es importante por miedo a ofender a otros.

Y de repente es miércoles por la mañana. Hoy es nuestra última clase. La tristeza me tiene tan chafada que apenas puedo levantar el brazo para cepillarme los dientes. Me asusta enfrentarme a la clase. Pero, como casi todo en la vida, resulta que no hay razón para preocuparse.

A nadie le importa demasiado.

Ryan y Rainbow están charlando frente al edificio cuando Capote y yo llegamos juntos. Le suelto la mano pensando que no es una buena idea que la gente sepa lo nuestro, pero Capote no tiene tantos reparos. Me rescata la mano y se lleva mi brazo a los hombros.

—Oh, oh, ¿no me digáis que estáis juntos? —dice Ryan.

—No lo sé. —Miro a Capote en busca de confirmación.

Responde besándome en la boca.

—Qué asco —declara Rainbow.

—Me estaba preguntando cuánto ibais a tardar en enrollaros —señala Ryan.

—Van a inaugurar una discoteca en el Bowery —comenta Rainbow.

—Y en casa de Cholly Hammond habrá una lectura —añade Ryan—. He oído que sus fiestas son geniales.

—¿A alguien le apetece ir a Elaine’s el próximo fin de semana? —pregunta Capote.

Y siguen charlando sin mencionar en ningún momento que yo ya no estaré. Y sin mencionar mi obra de teatro. Probablemente la hayan olvidado.

O, como yo, no se atreven a mencionarla.

Ante la duda, siempre existe el plan C: si te sucede algo realmente horrible, ignóralo.

Sigo al grupo hasta la clase arrastrando los pies. ¿De qué me ha servido todo esto? He entablado amistad con personas a las que probablemente nunca volveré a ver, he salido con un hombre que ha resultado ser una completa calamidad, he encontrado un amor imposible de prolongar y me he pasado todo un verano escribiendo una obra de teatro que nadie verá jamás. Como diría mi padre, no he empleado mi tiempo de forma «constructiva».