36

Estoy intentando emborracharme, pero no hay manera.

Soy un completo fracaso. Ni siquiera consigo llevarme una embriaguez.

—Carrie —me advierte Bernard.

—¿Qué? —Me llevo a los labios una botella de champán robada. La he sacado de la fiesta oculta en mi bolsa de carpintero. Sabía que la bolsa me sería muy útil algún día.

—Podrías hacerte daño. —Me arrebata la botella—. El taxi podría frenar en seco y tú te llevarías un fuerte golpe en los dientes.

Recupero la botella y la abrazo con fuerza.

—Es mi cumpleaños.

—Lo sé.

—¿No piensas decirme feliz cumpleaños?

—Ya lo he hecho. Varias veces. Puede que no me hayas oído.

—¿Tienes un regalo para mí?

—Sí. Oye —dice, poniéndose serio—, creo que debería dejarte en tu apartamento. No hay razón para hacer esto esta noche.

—¡Quiero mi regalo! —aúllo—. Y es mi cumpleaños. Debe entregarse el día mismo o ya no vale.

—Técnicamente ya no es tu cumpleaños. Son más de las dos.

—Técnicamente mi cumpleaños no comenzó hasta pasadas las dos de anoche, así que todavía cuenta.

—Todo irá bien, pequeña —me dice dándome unas palmaditas en la pierna.

—No te gustó, ¿verdad? —Bebo otro sorbo de champán y miro por la ventanilla abierta, sintiendo el hediondo aire estival en la cara.

—¿Qué? —pregunta.

Jesús. ¿De qué cree que estoy hablando? ¿Es posible que sea tan corto? ¿Es posible que todo el mundo sea corto y no me haya dado cuenta hasta ahora?

—Mi obra. Dijiste que te gustó, pero no es cierto.

—Has dicho que habías vuelto a escribirla entera.

—Porque no me quedó más remedio. Si Miranda…

—Vamos, pequeña —dice con un tono tranquilizador—, son cosas que pasan.

—A mí. Solo a mí. A ti no te pasan, ni al resto de la gente.

Parece que Bernard se ha hartado de mi histrionismo. Cruza los brazos.

El gesto consigue despertar cierta cordura en mí. No puedo perderle a él también. Esta noche no.

—Te lo ruego —digo—, no discutamos.

—No sabía que estuviéramos discutiendo.

—No estamos discutiendo. —Dejo la botella y me pego a él como una lapa.

—Aaah, pequeña. —Me acaricia la mejilla—. Sé que has tenido una noche espantosa, pero es lo que ocurre cuando te expones.

—¿Sí? —sollozo.

—Tienes que reescribir tu obra, eso es todo. La revisarás y te quedará genial, ya lo verás.

—Odio reescribir —refunfuño—. ¿Por qué el mundo no puede salir bien a la primera?

—¿Qué gracia tendría eso?

—Oh, Bernard. —Suspiro—. Te quiero.

—Y yo a ti, gatita.

—¿En serio? ¿A las dos de la mañana? ¿En la avenida Madison? ¿Me quieres?

Sonríe.

—¿Qué me has comprado? —susurro

—Si te lo dijera no sería un regalo, ¿no te parece?

—Yo también tengo un regalo para ti —digo arrastrando las palabras.

—No tienes que regalarme nada.

—Pero quiero hacerlo —insisto con aire misterioso.

Aunque mi obra haya sido un desastre, la pérdida de mi virginidad podría salvar la noche.

—¡Toma! —Bernard me tiende con gesto triunfal una caja perfectamente envuelta con un papel negro y brillante y un gran lazo también negro.

—Dios mío. —Caigo de rodillas sobre la moqueta de su sala de estar—. ¿Es lo que creo que es?

—Eso espero —dice, nervioso.

—Ya lo adoro. —Le miro con ojos chispeantes.

—No sabes qué es.

—¡Ah, sí lo sé! —Grito de emoción mientras arranco el papel y paso los dedos por las letras blancas en relieve de la caja. CHANEL.

Bernard parece algo incómodo ante mis muestras de júbilo.

—Teensie pensó que te gustaría.

—¿Teensie? ¿Le preguntaste a Teensie qué podías comprarme? Pensaba que me odiaba.

—Dijo que necesitabas algo bonito.

—Oh, Bernard. —Levanto la tapa y retiro suavemente el papel de seda. Y ahí está: mi primer bolso Chanel.

Lo saco y lo acuno en mis brazos.

—¿Te gusta? —me pregunta.

—Me encanta —digo con solemnidad. Lo sostengo unos segundos más, disfrutando de la suave piel y, con dulce renuencia, lo devuelvo a su bolsa de algodón y lo guardo de nuevo en la caja.

—¿No quieres usarlo? —pregunta Bernard, sorprendido por mi reacción.

—Quiero reservarlo.

—¿Por qué?

—Porque quiero que siempre sea… perfecto. —Porque nada lo es—. Gracias, Bernard. —Me pregunto si voy a llorar.

—Eh, pichoncita, es solo un bolso.

—Lo sé, pero… —Me levanto, me acurruco junto a él en el sofá y le acaricio el cuello.

—Eres como una hormiguita. —Me besa y le beso, y cuando la cosa empieza a animarse me coge de la mano y me lleva a la habitación.

Ha llegado el momento. Y de repente no estoy segura de estar preparada.

Me recuerdo que no debería darle tanta importancia. Lo hemos hecho todo menos eso. Hemos pasado juntos docenas de noches. No obstante, ser consciente de lo que está a punto de ocurrir hace que lo sienta de manera diferente. Hasta besarle se me hace extraño, como si apenas nos conociéramos.

—Necesito beber —digo.

—¿No has bebido ya suficiente? —Bernard parece preocupado.

—Me refería a beber agua —miento.

Me pongo una de sus camisas y corro hasta la cocina. Hay una botella de vodka sobre la encimera. Cierro los ojos y le pego un trago. Me enjuago rápidamente la boca con agua.

—Muy bien, estoy lista —anuncio desde el marco de la puerta.

Vuelvo a sentirme perdida. Estoy intentando ponerme sexy, pero no sé hacerlo. Todo se me antoja falso y artificial, incluida yo. O puede que sea algo con lo que naces. Como Samantha. Ella es sexy por naturaleza. Yo, en cambio, ahora mismo estaría más cómoda en la piel de un fontanero.

—Ven aquí —dice Bernard riendo, dando palmaditas al colchón—. Y no sueñes con robarme la camisa. Margie siempre se quedaba con mis camisas.

—¿Margie?

—No hablemos de ella, ¿vale?

Empezamos a besuquearnos otra vez, pero ahora tengo la sensación de que Margie está con nosotros en la habitación. Intento ahuyentarla diciéndome que Bernard es ahora mío, pero eso me hace sentir más poca cosa todavía. Puede que cuando hayamos terminado me sienta mejor.

—Hagámoslo —digo.

Levanta la cabeza.

—¿No te gusta esto?

—Me encanta, pero quiero hacerlo.

—No puedo así como así…

—Por favor, Bernard.

Miranda tenía razón. Es horrible. ¿Por qué no acabé con ello hace tiempo? Por lo menos ahora sabría qué esperar.

—De acuerdo —murmura. Se tumba encima de mí. Se remueve un poco. Luego se remueve un poco más.

—¿Ha ocurrido ya? —Estoy desconcertada. Caray, Miranda tenía razón. No siento nada.

—No. Yo… —Se interrumpe—. Oye, voy a necesitar que me ayudes un poco.

¿Ayudarle? ¿De qué está hablando? Nadie me dijo que «ayudar» formara parte del plan.

¿Por qué no puede hacerlo él solo?

Y ahí estamos, desnudos. Desnudos físicamente, pero, sobre todo, emocionalmente. No me he preparado para esto. Para la intimidad pura y dura.

—¿Podrías…? —pregunta.

—Claro —digo.

Me esmero, pero no es suficiente. Luego lo intenta él. Cuando parece que por fin está listo, se pone encima de mí. «Muy bien, vamos allá, chavalote», pienso. Hace unas cuantas embestidas suaves. Baja la mano para ayudarse.

—¿Es así como se hace? —pregunto.

—¿Tú qué crees? —dice.

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes?

—Es la primera vez que lo hago.

—¿Qué? —Se retira, conmocionado.

—No te enfades conmigo. —Me agarro a su pierna cuando salta de la cama—. No he conocido al hombre adecuado. Tiene que haber una primera vez para todo el mundo, ¿no?

—No será conmigo. —Se pasea por la habitación recogiendo mis cosas.

—¿Qué haces?

—Tienes que vestirte.

—¿Por qué?

Se tira del pelo.

—Carrie, no puedes quedarte aquí. No podemos hacerlo. Yo no soy el hombre adecuado.

—¿Por qué no? —Noto que mi obstinación se convierte en pánico.

—Porque no. —Frena, respira y se tranquiliza—. Soy un adulto, y tú eres una chiquilla…

—No soy una chiquilla. Tengo dieciocho.

—Pensaba que estabas en segundo año de facultad. —Más terror.

—¡Uy! —digo, intentando bromear.

Me mira boquiabierto.

—¿Estás loca?

—No, creo que no. Vaya, la última vez que lo comprobé estaba bastante cuerda. —Entonces exploto—. Es por mí, ¿verdad? No me deseas, por eso no podías. No se te ha levantado porque… —En cuanto las palabras salen de mi boca, me doy cuenta de que eso es prácticamente lo peor que le puedes decir a un tío. Porque puedo asegurar que no parece nada contento.

—¡No puedo con esto! —aúlla, más para sí que para mí—. No puedo con esto. ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué le ha pasado a mi vida?

Intento recodar todo lo que he leído sobre impotencia.

—Quizá yo podría ayudarte —balbuceo—. Podríamos trabajar en ello…

—¡No quiero tener que trabajar en mi vida sexual! —brama—. ¿Es que no lo entiendes? No quiero tener que trabajar en mi matrimonio. No quiero tener que trabajar en mis relaciones. Quiero que ocurran sin más, sin esfuerzo. Y si no te comportaras como una gilipollas todo el tiempo, tal vez lo entenderías.

«¿Qué?» Durante unos instantes estoy demasiado dolida para reaccionar. Luego dejo salir mi indignación. ¿Soy una gilipollas? ¿Pueden las mujeres ser gilipollas? Debo de ser ciertamente horrible para que un hombre me llame gilipollas.

Cierro la boca. Cojo mi pantalón de la cama, donde Bernard lo ha arrojado.

—Carrie —dice.

—¿Qué?

—Será mejor que te vayas.

—No me digas…

—Y… probablemente no deberíamos volver a vernos.

—Bien.

—Pero quiero que te quedes el bolso —añade en un intento de suavizar las cosas.

—No lo quiero. —En realidad es una gran mentira. Sí lo quiero. Desesperadamente. Quiero sacar algo positivo de este desastre de cumpleaños.

—Cógelo, por favor —insiste.

—Regálaselo a Teensie. Sois tal para cual. —Quiero abofetearle. Es como uno de esos sueños en que intentas golpear a un tío pero siempre fallas.

—No seas tonta. —Estamos vestidos y en la puerta—. Cógelo, maldita sea. Sabes que lo quieres.

—Eso es repugnante, Bernard.

—Toma. —Intenta plantarme el bolso en las manos, pero abro bruscamente la puerta, pulso el botón del ascensor y cruzo los brazos.

Bernard baja conmigo.

—Carrie —dice, procurando no dar el espectáculo delante del ascensorista.

—No. —Sacudo la cabeza.

Me sigue hasta la calle y levanta la mano para parar un taxi. ¿Por qué cuando no quieres un taxi aparece uno al instante? Una parte de mí todavía abriga la esperanza de que esto no esté ocurriendo y se produzca un milagro y todo vuelva a ser como antes. Pero Bernard está dando mi dirección y diez dólares al taxista para que me lleve a casa.

Subo al asiento de atrás echando humo.

—Toma —dice, ofreciéndome de nuevo el bolso.

—¡Te he dicho que no lo quiero! —grito.

Y en el momento en que el taxi se aleja del bordillo, Bernard abre inopinadamente la portezuela y arroja el bolso dentro.

El bolso aterriza a mis pies. Durante un instante barajo la posibilidad de lanzarlo por la ventanilla, pero no lo hago. Porque ahora estoy llorando desconsoladamente. Sollozos largos y agitados que parece que vayan a desgarrarme por dentro.

—Oiga —dice el taxista—, ¿está llorando? ¿Está llorando en mi taxi? ¿Quiere una buena razón para llorar, señorita? Yo le daré una buena razón. ¿Qué me dice de los Yankees, eh? ¿Qué me dice de la maldita huelga de béisbol?

¿Eh?

El taxi se detiene delante del edificio de Samantha. Me quedo mirándolo impotente, sin poder dejar de llorar.

—Oiga, señorita —gruñe el taxista—, ¿piensa bajarse algún día? No tengo toda la noche.

Me seco los ojos mientras tomo una de esas decisiones impetuosas y temerarias contra las que todo el mundo te previene.

—Lléveme a la calle Greenwich.

—Pero…

—A la calle Greenwich.

Me bajo delante de la cabina de la esquina. Me tiemblan los dedos cuando busco una moneda y la introduzco en la ranura. El teléfono suena varias veces. Una voz somnolienta dice:

—¿Sí?

—¿Capote?

—¿Sí? —Bosteza.

—Soy yo, Carrie Bradshaw.

—Sí, Carrie. Conozco tu apellido.

—¿Puedo subir?

—Son las cuatro de la mañana.

—Por favor.

—Está bien. —Su ventana se ilumina. Su sombra va de un lado a otro, de un lado a otro. La ventana se abre y me tira las llaves.

Aterrizan justo en la palma de mi mano.