35

Me tiemblan las manos cuando entro en la ducha.

El bote de champú se me resbala y logro atraparlo justo antes de que estalle contra las baldosas. Respiro hondo y alzo la cabeza hacia el chorro.

Lo he conseguido. Es cierto, lo he conseguido.

Pero el agua no puede borrar cómo me siento en realidad: débil, temblorosa y con los ojos rojos.

Nunca sabré qué habría pasado si Miranda no hubiera perdido mi obra de teatro y yo no hubiera tenido que volver a escribirla. Ignoro si es bueno o malo. Ignoro si me aclamarán o me abuchearán. Pero lo he conseguido, me recuerdo. Lo he intentado.

Salgo de la ducha y me seco con la toalla. Me miro al espejo. Tengo la cara blanca y chupada, porque apenas he dormido en tres días. No esperaba hacer así mi debut, pero lo acepto. No tengo elección.

Me pongo el pantalón de goma rojo, la bata china y las viejas botas Fiorucci de Samantha. Puede que algún día sea como Samantha y pueda comprarme mis propios zapatos.

Samantha. Se marchó a trabajar el martes por la mañana y no he vuelto a saber de ella desde entonces. Igual que de Miranda, que tampoco ha llamado. Probablemente tiene miedo de que nunca la perdone.

Pero la perdonaré. Y espero que Samantha pueda perdonarme a mí.

—Aquí estás —dice alegremente Bobby—. Justo a tiempo.

—Si te contara… —farfullo.

—¿Ilusionada? —Brinca sobre las puntas de los pies.

—Nerviosa. —Sonrío débilmente—. ¿Es verdad que atacaste el David?

Frunce el entrecejo.

—¿Quién te lo ha contado?

Me encojo de hombros.

—No es bueno hurgar en el pasado. Bebamos champán.

Le sigo hasta la cocina con la bolsa de carpintero interpuesta entre los dos para que no pueda intentar otro de sus asaltos. Si lo hace, juro que esta vez le pego.

Aunque no tenía por qué preocuparme porque los invitados empiezan a llegar y Bobby corre hasta la puerta para recibirlos.

Me quedo en la cocina bebiendo champán. A la porra con todo, me digo, y apuro la copa. Me sirvo otra.

«Esta noche es mi gran noche», pienso con tristeza. Mi lectura y Bernard.

Entorno los párpados. Más le vale estar dispuesto a hacerlo esta vez. Más le vale no venirse con excusas esta noche.

Sacudo la cabeza. ¿Qué actitud ante la pérdida de la virginidad es esa? No está bien, nada bien.

Estoy a punto de servirme más champán cuando oigo:

—¿Carrie?

Casi se me cae la botella cuando me doy la vuelta y veo a Miranda.

—Por favor, no te enfades —me suplica.

El cuerpo se me comba de puro alivio. Ahora que Miranda está aquí, puede que todo vaya bien.

Tras la llegada de Miranda, no puedo describir muy bien la fiesta, porque estoy en todas partes al mismo tiempo: recibiendo a invitados en la puerta, preocupándome sobre cuándo colocar las sillas, esquivando a Bobby e intentando impresionar con alguna ocurrencia a Charlie, que ha aparecido, inesperadamente, con Samantha.

Si Samantha está enfadada conmigo por lo de la otra noche, está haciendo cuanto está en su mano por disimularlo. Me alaba el pantalón mientras se aferra al brazo de Charlie como si fuera su dueña. Es un hombre grande, casi guapo, y ligeramente desgarbado, como si no supiera qué hacer con sus extremidades. Enseguida se pone a hablar de béisbol, y cuando otras personas se suman a la conversación me escabullo para buscar a Bernard.

Está en un rincón con Teensie. No puedo creer que la haya traído después del desastroso fin de semana. Una de dos, o no le importa o Teensie nunca se ha molestado en hablarle mal de mí. Quizá se deba a que es mi noche, pero el caso es que Teensie es todo sonrisas, al menos por fuera.

—Cuando Bernard me habló de este acontecimiento no podía creerlo —dice inclinándose hacia mi oído para susurrarme en alto—. Le dije que tenía que verlo con mis propios ojos.

—Gracias —respondo modestamente, y obsequio a Bernard con una sonrisa—. Me alegro mucho que de hayáis podido venir.

Capote y Ryan se acercan seguidos de Rainbow. Hablamos de la clase y de la desaparición de Viktor y de que no podemos creer que el verano esté tocando a su fin. Sigo bebiendo y charlando, y me siento como una joya, dando vueltas en el centro de toda la atención, recordando mi primera noche en Nueva York con Samantha y lo lejos que he llegado.

—Hola, pequeña. —Es Cholly Hammond con su habitual uniforme de capitán de barco—. ¿Has conocido a Winnie Dieke? —Señala a una mujer joven de cara angulosa—. Es de The New York Post. Si te muestras amable con ella, tal vez escriba sobre el acontecimiento.

—En ese caso, seré muy amable. Hola, Winnie —digo dulcemente, tendiéndole una mano.

A las diez y media el lugar está a reventar. El espacio de Bobby es una parada regular para los juerguistas de fuera de la ciudad. Tiene alcohol gratis, camareros sin camisa y un batiburrillo de personajes excéntricos para dar color al ambiente. Como la anciana con patines y el vagabundo llamado Norman que a veces vive en el armario de Bobby. O el conde austríaco y los gemelos que aseguran ser Du Pont. La modelo que se acuesta con todo el mundo. La joven con una cuchara colgada del cuello. Y, en medio de este loco carnaval, mi pequeña persona poniéndose de puntillas en un esfuerzo por hacerse oír.

Transcurrida otra media hora, le recuerdo a Bobby que hay, de hecho, un espectáculo, y Bobby intenta dirigir a la gente hacia los asientos. Se sube a una silla, la cual se viene abajo con su peso. Capote baja la música mientras Bobby logra enderezarse y, subiéndose esta vez a dos sillas, pide silencio a la gente.

—Esta noche tenemos el estreno mundial de una obra de teatro escrita por la encantadora y joven escritora Carrie Bradshaw. La obra se titula… eh… en realidad no lo sé, pero tampoco importa.

—¡Cabrones ingratos! —grita Miranda.

—Eso, Cabrones ingratos… El mundo está lleno —grazna Bobby—. Y ahora, sin más pre…

Respiro hondo. Parece que mi corazón haya emigrado al estómago. Hay una débil ronda de aplausos cuando ocupo mi lugar en la tarima.

Me recuerdo que es lo mismo que leer delante de la clase y comienzo.

Dicen que la gente que se halla en una situación estresante puede perder la noción del tiempo, y eso es justamente lo que me sucede. De hecho, se diría que pierdo todos los sentidos, porque al principio no oigo ni veo nada. Luego me percato de algunas risitas en la primera fila, compuesta por Bernard, Miranda, Samantha y Charlie, Rainbow, Capote y Ryan. Luego noto gente que se levanta y abandona su asiento. Luego me doy cuenta de que la risa no la genera mi obra, sino algo gracioso que alguien ha dicho desde el fondo de la sala. Luego alguien sube la música.

Intento ignorarlo, pero la cara me arde y la voz se me quiebra. Me estoy muriendo aquí arriba. En el fondo de la sala, la gente está bailando. Quedo reducida a un murmullo, un susurro.

¿Terminará esto alguna vez?

Milagrosamente, termina. Bernard se levanta de un salto prorrumpiendo en aplausos. Miranda y Samantha me vitorean. Pero eso es todo. Ni siquiera Bobby me presta atención. Está junto a la barra, adulando a Teensie.

«¿Ya está? —pienso, aturdida—. ¿Se ha acabado? ¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha pasado?».

Pensaba que habría ovaciones.

Pensaba que habría aplausos.

¿He hecho todo este trabajo para nada?

De pronto se hace la luz. Aunque «luz» no es la palabra más adecuada. Luz implica algo agradable. Esperanza. Un día mejor. Un nuevo comienzo. Esto no es un comienzo. Es un final. Una ignominia. Una vergüenza.

Soy mala.

Capote, mi padre y todos los demás tienen razón: carezco de talento. He estado persiguiendo un sueño que creé en mi cabeza. Y ahora ha terminado.

Estoy temblando. ¿Qué hago? Miro a mi alrededor e imagino que la gente se convierte en hojas, rojas al principio, luego marrones, que finalmente se deshacen en el suelo. ¿Cómo puedo… qué puedo…?

—Me ha parecido muy buena. —Bernard se acerca a mí con una sonrisa como la del payaso en las cajas de sorpresas—. Diferente.

—Genial —añade Miranda, dándome un abrazo—. No sé cómo has conseguido mantener el tipo delante de tanta gente. Yo hubiera estado aterrorizada.

Miro a Samantha, que asiente.

—Ha sido muy divertida, gorrioncillo.

Esta es una de esas situaciones en que nadie puede ayudarte. Tu necesidad es tan grande que es como un agujero negro que succiona la vida de todos los que te rodean. Doy un traspié.

—Bebamos algo. —Bernard me coge de la mano.

—Eso, bebamos algo —conviene Samantha.

Esto es demasiado. Hasta Samantha, mi principal animadora, sabe que mi obra es un desastre.

Soy como Typhoid Mary. Nadie quiere tenerme cerca.

Bernard corre hasta el bar y, como si se despojara de un virus, me deja al lado de Teensie, nada menos, que ahora está hablando con Capote.

Sonrío incómoda.

—Bueno, bueno —dice Teensie con un suspiro exagerado.

—Seguro que la has retocado —dice Capote—. Me ha parecido mejor que lo que leíste en clase.

—He tenido que volver a escribirla entera en tres días. —Y de repente caigo en la cuenta de que Capote tenía razón cuando, en la cena en casa de los Jessen, me dijo que Bobby era un payaso y que una lectura en su espacio no era una buena manera de dar a conocer mi trabajo. ¿Por qué no le hice caso? El verano se acerca a su fin, y lo único que he conseguido es hacer el ridículo más absoluto.

Pierdo el color.

Capote ha debido de percibir mi angustia, porque me da unas palmaditas en el hombro y dice:

—Está bien correr riesgos, ¿recuerdas?

Y cuando se aleja, Teensie se me acerca para el golpe de gracia.

—La he encontrado divertida, muy divertida —ronronea—. Pero mírate, querida. Tienes un aspecto horrible. Pareces agotada, y estás demasiado flaca. Seguro que tus padres están muy preocupados por ti. —Hace una pausa y con una sonrisa radiante, pregunta—: ¿No crees que ha llegado el momento de volver a casa?