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¿Quién es exactamente ese capullo? —pregunta Samantha mientras rasga un bolsita rosa de Sweet’N Low y vierte los polvos químicos en su café.

—Es una especie de tratante de arte, el tipo del espacio al que fui para ver aquel desfile de moda. —Recojo los trocitos de papel rosa del centro de la mesa, los doblo cuidadosamente y los envuelvo con mi servilleta. No puedo evitarlo. Esos condenados restos de bolsas de azúcar de mentira me sacan de quicio. Sobre todo porque te los encuentras cada dos metros.

—El tío del espacio —dice pensativamente.

—Bobby. ¿Le conoces? —pregunto, pensando que Samantha conoce a todo el mundo.

Estamos en el Pick Tea Cup, el famoso restaurante del West Village. Es de color rosa, con cursis sillas de hierro forjado y manteles antiguos con dibujos de rosas. Abren veinticuatro horas pero solamente sirven desayunos, así que si calculas bien el tiempo puedes ver a Joey Ramone comiendo panqueques a las cinco de la tarde.

Samantha ha salido pronto del trabajo alegando que todavía sufre dolores por la operación. Pero no debe de dolerle mucho si ha podido salir del apartamento.

—¿Es bajo? —pregunta.

—Tuvo que ponerse de puntillas cuando intentó besarme. —El recuerdo del fallido asalto de Bobby me provoca un nuevo ataque de rabia y vierto demasiado azúcar en mi taza.

—Bobby Nevil. —Asiente—. Todo el mundo le conoce. Es tristemente famoso.

—¿Por abalanzarse sobre jovencitas?

Samantha tuerce el gesto.

—Eso no le reportaría mala reputación. —Levanta la taza y prueba el café—. Intentó atacar el David de Miguel Ángel.

—¿La escultura? —Vaya suerte la mía—. ¿Es un delincuente?

—Más bien un revolucionario del arte. Estaba intentando hacer una proclama artística.

—¿Queriendo decir qué? ¿Que el arte apesta?

—¿Quién apesta? —Miranda llega a la mesa con su mochila y una bolsa negra de Saks colgada del hombro. Agarra un puñado de servilletas de la caja y se seca la frente—. Fuera estamos a treinta y dos grados. —Hace señas a la camarera y pide un vaso con hielo—. ¿Estamos hablando otra vez de sexo? —Mira acusadoramente a Samantha—. Espero no haber venido hasta aquí para tener otra conversación sobre los ejercicios Kegel. Que probé, por cierto. Me hicieron sentir como una mona.

—¿Las monas hacen los ejercicios Kegel? —pregunto con cara de asombro.

Samantha menea la cabeza.

—No tenéis remedio, ninguna de las dos.

Suspiro. Me había marchado de casa de Bobby pensando que podría superar su turbio comportamiento, pero cuanto más pensaba en él más me indignaba. ¿Cometía un error al creer que cuando finalmente tuviera mi oportunidad se debería a mis propios méritos y no a la calentura aleatoria de un viejo idiota?

—Bobby intentó tirárseme encima —informo a Miranda.

—¿Ese retaco? —No parece impresionada—. Pensaba que era gay…

—Es de esos tíos a los que nadie quiere en su equipo. Gay o hetero —dice Samantha.

—¿Es un hecho? —pregunta Miranda.

—Los llaman «los chicos de orientación sexual perdida» —digo—. Ya está bien, chicas, el asunto es serio.

—En mi colegio había un profesor del que se sabía que si te acostabas con él te ponía un sobresaliente —explica Miranda.

La fulmino con la mirada.

—No me estás ayudando.

—Vamos, Carrie, no es nada nuevo. Todos los bares donde he trabajado tienen la regla tácita de que si te acuestas con el director consigues los mejores turnos —cuenta Samantha—. Y en todas las oficinas donde he trabajado, lo mismo. Siempre hay algún tío que se te insinúa, y la mayoría están casados.

Suelto un gemido.

—¿Y tú te…?

—¿Me he acostado con ellos? ¿Tú qué crees, gorrioncillo? —pregunta con aspereza—. No necesito acostarme con nadie para prosperar. Por otro lado, no me avergüenzo de nada de lo que he hecho. La vergüenza es una emoción inútil.

La cara de Miranda se contrae, lo que significa que está a punto de soltar algo inapropiado.

—Si eso es cierto, ¿por qué no le cuentas a Charlie lo de tu endometriosis? Si no te avergüenza, ¿por qué no puedes ser sincera con él?

Los labios de Samantha se curvan en una sonrisa condescendiente.

—Mi relación con Charlie no es asunto tuyo.

—Entonces, ¿por qué estás siempre hablando de ella? —pregunta Miranda, decidida a no bajar del burro.

Apoyo la cabeza en las manos y me pregunto por qué estamos tan exaltadas. Debe de ser el calor. Te derrite el cerebro.

—Entonces, ¿debería hacer la lectura en casa de Bobby o no? —pregunto.

—Por supuesto que sí —asegura Samantha—. No debes permitir que el estúpido pasado de Bobby te haga dudar de tu talento. Si lo permites, habrá ganado.

A Miranda no le queda más remedio que estar de acuerdo.

—¿Por qué deberías dejar que ese taponcillo determine quién eres o lo que puedes hacer?

Sé que tienen razón, pero por un momento me siento vencida. Por la vida y por la lucha interminable para sacarle provecho. ¿Por qué no pueden las cosas ser más fáciles?

—¿Has leído mi obra? —pregunto a Miranda.

Se sonroja y con una voz excesivamente aguda, dice:

—Quería, pero no he tenido un minuto libre. Te prometo que la leeré esta noche.

—Imposible —replico secamente—. Necesito que me la devuelvas. Tengo que pasársela a Bobby mañana a primera hora.

—No te piques.

—No me pico.

—La tengo aquí. —Abre su mochila y hurga dentro. Mira en su interior con extrañeza, luego coge la bolsa de Saks y vuelca el contenido sobre la mesa—. Ha debido de mezclarse con mis panfletos.

—¿Te has llevado mi obra de teatro a Saks? —pregunto incrédula mientras Miranda busca frenéticamente entre sus papeles.

—Pensaba leerla cuando la cosa se calmara. Toma —dice aliviada, sosteniendo en alto algunas páginas.

Las hojeo a toda prisa.

—¿Y el resto? Esto es solo una tercera parte.

—Tiene que estar aquí —murmura mientras la ayudo a pasar los panfletos uno a uno—. Dios mío. —Se hunde en su silla—. Carrie, lo siento. Un tío se ha puesto agresivo conmigo, ha agarrado un montón de panfletos y ha echado a correr. El resto de tu obra debía de estar mezclada con ellos…

Dejo de respirar. Tengo el terrible presentimiento de que mi vida está a punto de zozobrar.

—Seguro que tienes una copia —dice Samantha con un tono tranquilizador.

—La tiene mi profesor.

—Genial, entonces —trina Miranda, como si todo estuviera arreglado.

Cojo mi bolso.

—¡Tengo que irme! —chillo justo antes de que se me seque la boca por completo.

Maldita sea. ¡Mierda! Y demás palabrotas que me vienen a la cabeza.

Si no tengo obra de teatro, no tengo nada. Ni lectura ni vida.

Pero seguro que Viktor tiene la otra copia. Recuerdo perfectamente el día que se la di. ¿Y qué clase de profesor tiraría el trabajo de sus alumnos?

Sorteo el tráfico y casi derribo a varios transeúntes, y atravieso el Village como una flecha hasta The New School. Subo los escalones de dos en dos, resoplando, y me abalanzo sobre la puerta de Viktor.

Está cerrada con llave.

Frenética, giro sobre mis talones, bajo disparada y corro hasta casa de Samantha.

Está tumbada en la cama con un montón de revistas alrededor.

—¿Carrie? ¿A que no imaginas qué me ha dicho Miranda de Charlie? Me ha parecido una auténtica grosería viniendo de…

—Ya —digo mientras busco las páginas blancas en la cocina.

—¿Has encontrado tu obra de teatro?

—¡No! —grito al tiempo que paso las páginas.

Me palpo el corazón para tranquilizarme. Aquí está: Viktor Greene. Con una dirección en The Mews.

—¿Carrie? —pregunta Samantha cuando me dispongo a salir de nuevo—. ¿Puedes traerme algo de comer? Chino. O una pizza. Con pepperoni. Y que no se pasen con el queso. Asegúrate de que no me pongan doble ración…

¡Aaargh!

Corro hasta The Mews con todos los músculos aullando de dolor por el esfuerzo. Me recorro la calle adoquinada dos veces antes de vislumbrar la casa de Viktor, encajada detrás de un rastrillo y oculta por la hiedra. Aporreo la puerta y, como nadie me abre, me derrumbo en el escalón.

¿Dónde demonios está? Viktor siempre anda por aquí. No tiene vida, aparte del colegio y el idilio de turno con una de sus estudiantes. El muy cabrón. Me levanto y asesto una patada a la puerta, y como sigo sin obtener respuesta miro por la ventana.

La casita-cochera está a oscuras. Inspiro hondo, convencida de que percibo un tufillo a descomposición.

No me extraña. Viktor es un cerdo.

Entonces reparo en tres días de diarios tirados junto a la puerta. ¿Y si ha salido de la ciudad? Pero ¿adónde podría ir? Miro de nuevo por la ventana, preguntándome si el tufillo se debe a que está muerto. A lo mejor ha sufrido un ataque al corazón y, como no tiene amigos, nadie le ha echado de menos.

Aporreo inútilmente la ventana. Miro en derredor buscando algo con que romperla y arranco uno de los adoquines del borde. Lo levanto sobre mi cabeza, preparándome para el lanzamiento.

—¿Busca a Viktor? —dice una voz a mi espalda.

Bajo el ladrillo y me doy la vuelta.

La voz pertenece a un anciana con un gato atado a una correa. Se acerca despacio y se inclina trabajosamente para recoger los diarios.

—Viktor está fuera —me informa—. Le dije que le guardaría los periódicos. Hay mucho gamberro por aquí.

Suelto discretamente el ladrillo.

—¿Cuándo volverá?

Afila la mirada.

—El viernes. Su madre, la pobrecilla, ha muerto. Se ha marchado al Medio Oeste para enterrarla.

—¿El viernes? —Doy un paso al frente y casi tropiezo con el ladrillo. Me agarro a la enredadera para no caer.

—Eso dijo, el viernes. —La mujer asiente.

La realidad de mi situación me golpea como un camión cargado de cemento.

—¡Es demasiado tarde! —chillo al tiempo que suelto la enredadera y, desesperada, caigo al suelo.

—¿Gorrioncillo? —pregunta Samantha cuando entra en la sala—. ¿Qué haces?

—¿Eh?

—Llevas más de una hora ahí sentada con la boca abierta. No queda muy elegante que digamos —me regaña. Al ver que no respondo, se acerca y me da unos golpecitos en la cabeza—. ¿Hola? ¿Hay alguien en casa?

Aparto los ojos de un punto de la pared y me vuelvo para mirarla.

Agita un puñado de hojas de periódico frente a mi cara.

—He pensado que podríamos hacer algo divertido, como redactar el anuncio de mi compromiso para The New York Times. Eres escritora, será coser y cantar para ti.

—No soy escritora, ya no —respondo débilmente.

—No digas tonterías. Has sufrido un pequeño contratiempo, eso es todo. —Se instala a mi lado con la pila de periódicos en el regazo—. Llevo reuniéndolos desde mayo. Son los anuncios de compromiso y boda de The New York Times, también conocidos como las «páginas deportivas de las mujeres».

—¿A quién le importan? —Levanto la cabeza.

—A toda la que es alguien en Nueva York —explica como si estuviera hablándole a una niña—. Y es especialmente importante porque el Times no acepta cualquier anuncio. El hombre ha de pertenecer a la Ivy League, y ambas partes han de ser de buena familia. El dinero viejo es preferible, pero también vale el dinero nuevo. O la fama. Si, por ejemplo, la novia tiene un padre célebre, como un actor o un escultor o un compositor, entra seguro.

—¿Por qué no te limitas a casarte y punto? —Me froto las mejillas. Tengo la piel fría, como si no me circulara la sangre.

—¿Qué gracia tendría eso? —pregunta Samantha—. ¿Qué sentido tiene casarse en Nueva York si vas a ser una don nadie? Para eso mejor quedarse en casa. Una boda en Nueva York significa ocupar el debido puesto en la sociedad. Por eso nos casamos en el Century Club. Si te casas ahí es como una constatación.

—¿De qué?

Me da unas palmaditas en la pierna.

—De que ese es tu lugar, gorrioncillo.

—Pero ¿y si no lo es?

—Por Dios, gorrioncillo, pues actúas como si lo fuera. ¿Qué demonios te pasa? ¿Has olvidado todo lo que te he enseñado?

Antes de que pueda replicarle, camina hasta la máquina de escribir, ensarta un folio y señala la silla.

—Tú escribes, yo dicto.

Hundo los hombros, pero acato su orden y coloco las manos sobre las teclas, más por costumbre que por un acto consciente.

Samantha selecciona una página y examina los anuncios.

—Aquí hay uno que está bien. «La señorita Barbara Halters de Newport, Rhode Island, conocida por sus amigos como Horsie…»

No logro decidir si está bromeando o no.

—Pensaba que eras de Weehawken.

—¿Quién quiere ser de Weehawken? Pon «Short Hills». Short Hills es aceptable.

—¿Y si alguien lo comprueba?

—Nadie lo comprobará. ¿Podemos seguir? La señorita Samantha Jones…

—¿Qué tal «srta.»?

—Vale. La srta. Samantha Jones, de Short Hills, Nueva Jersey, estudió en… —Se interrupe—. ¿Qué universidad hay cerca de Short Hills?

—No lo sé.

—Entonces pon «Princeton». Está cerca. Princeton —continúa, satisfecha con su elección—. Y me licencié en… Literatura Inglesa.

—Nadie se lo va a tragar —replico, empezando a resucitar—. Jamás te he visto leer otra cosa aparte de libros de autoayuda.

—Vale, quita lo de la licenciatura. De todos modos, tampoco tiene importancia —dice agitando desdeñosamente la mano—. La parte peliaguda son mis padres. Diremos que mi madre era ama de casa, eso queda neutro, y mi padre un hombre de negocios internacionales. Eso explicará por qué no estaba nunca en casa.

Levanto las manos del teclado y las cruzo sobre el regazo.

—No puedo hacerlo.

—¿Por qué no?

—No puedo mentir a The New York Times.

—No eres tú la que miente, sino yo.

—¿Por qué tienes que mentir?

—Carrie —se impacienta—, todo el mundo miente.

—No es cierto.

—Tú mientes. ¿No le mentiste a Bernard sobre tu edad?

—Eso es diferente. Yo no voy a casarme con Bernard.

Me dedica una sonrisa fría, como si no pudiera creer que la esté poniendo en entredicho.

—Muy bien, yo lo escribiré.

—Todo tuyo. —Me levanto y Samantha se sienta delante de mi máquina de escribir.

La aporrea durante unos minutos mientras yo miro. Finalmente reviento.

—¿Por qué no puedes decir la verdad?

—Porque la verdad no es lo bastante buena.

—Es lo mismo que decir que tú no eres lo bastante buena.

Deja de teclear. Se reclina y cruza los brazos.

—Soy lo bastante buena, nunca he tenido la más mínima duda…

—Entonces, ¿por qué no eres tú misma?

—¿Por qué no lo eres tú? —Se levanta de un salto—. ¿Estás preocupada por mí? Mírate a ti. Lloriqueando por el apartamento porque has perdido la mitad de tu obra. Si eres tan buena escritora, ¿por qué no escribes otra?

—¡No es tan fácil! —me desgañito—. Tardé un mes entero en escribir esa obra. No puedes sentarte y escribir una obra en tres días. Tienes que meditarla. Tienes que…

—Está bien, si quieres tirar la toalla, allá tú. —Echa a andar hacia su habitación, se detiene y gira sobre sus talones—. Pero si vas a comportarte como una perdedora, no te atrevas a criticarme —brama antes de dar un portazo.

Hundo la cabeza en las manos. Tiene razón. Estoy harta de mí y de mi fracaso. Será mejor que haga la maleta y vuelva a casa.

Como L’il. Y los millones de jóvenes que vienen a Nueva York para triunfar y fracasan.

De pronto me enfurezco. Corro hasta la habitación de Samantha y aporreo la puerta.

—¡¿Qué?! —grita cuando abro.

—¿Por qué no empiezas de cero? —vocifero sin una razón lógica.

—¿Por qué no empiezas tú de cero?

—Lo haré.

—Bien.

Cierro con un portazo.

Como si me hallara en estado de trance, voy hasta mi máquina de escribir y me siento. Arranco el falso anuncio de Samantha, hago una pelota con él y lo lanzo a la otra punta de la sala. Inserto un folio nuevo en el carro. Miro mi reloj. Dispongo de setenta y cuatro horas y veintitrés minutos hasta la lectura del jueves. Y voy a conseguirlo. Voy a escribir otra obra de teatro aunque me cueste la vida.

La cinta de mi máquina de escribir se rompe el jueves por la mañana. Contemplo los envoltorios de golosinas vacíos, las bolsitas de té resecas y las cortezas grasientas de pizza.

Hoy es mi cumpleaños. Al fin tengo dieciocho.