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En la cena, Peter, el marido de Teensie, cumple su amenaza y me sienta al lado del presidente de Bolivia. Es un matón con la cara picada de viruela y un porte pesado y arrogante que me asusta un poco. No sé nada de Bolivia ni de su política, pero estoy decidida a no meter la pata. Tengo la sensación de que si lo hago podría eliminarme.

Por suerte, el presidente, como le llama Peter, no tiene el más mínimo interés en mí. Apenas hemos desplegado nuestras respectivas servilletas sobre el regazo cuando me mira de arriba abajo, decide que soy intrascendente y se vuelve hacia la mujer que tiene a su izquierda. Teensie, que se halla en la otra punta de la mesa, ha colocado a Bernard a su derecha. Estoy demasiado lejos para poder oír su conversación, pero ella, que está riendo y gesticulando, mantiene a su pequeño grupo bien entretenido. Desde que han empezado a llegar los primeros invitados, Teensie parece otra mujer. No queda nada de la sutil y calculada maldad que ha mostrado esta tarde.

Decidida a que no se me note que estoy cada vez más aburrida, me llevo un trozo de pescado a la boca. Lo único que me mantiene animada es saber que Bernard y yo podremos estar juntos más tarde.

Para pasar el rato, me pregunto si Peter, el marido de Teensie, sabe lo de su mujer con Bernard. Bebo un sorbo de vino y suspiro quedamente. Pincho otro trozo de pescado y contemplo el tenedor preguntándome si merece la pena arriesgarme a dar otro bocado. El pescado está seco e insípido, como si alguien hubiera decidido que la comida ha de ser un castigo y no un placer.

—¿No te gusta el pescado? —suena la voz de Peter a mi izquierda.

—La verdad es que no. —Agradeciendo que alguien me dirija la palabra, sonrío.

—Tremendo, ¿eh? —Arrastra su propio pescado hasta el borde del plato—. Es por esa moderna dieta que mi esposa está haciendo. Ni mantequilla, ni sal, ni pellejo, ni grasa, ni especias. Forma parte del insensato intento de vivir eternamente.

Me río.

—No estoy segura de que vivir eternamente sea una buena idea.

—¿No estás segura? —dice Peter—. Es una idea atroz. Pero dime, ¿cómo has acabado mezclada con esta pandilla?

—Conocí a Bernard y…

—Me refiero a qué haces en Nueva York.

—Ah. Soy escritora —respondo sin más. Me enderezo y añado—: Estoy estudiando en The New School, pero tendré una lectura de mi primera obra de teatro la semana que viene.

—Buen trabajo. —Parece impresionado—. ¿Has hablado con mi esposa?

Bajo la vista hacia mi plato.

—No creo que tu esposa esté interesada en mí o en mi escritura. —Miro a Teensie. Ha estado bebiendo vino tinto, y sus labios exhiben un repugnante tono morado—. Además, no necesito la aprobación de tu mujer para triunfar.

Ese es mi ego emergiendo a la superficie.

—Eres una joven muy segura de ti misma —señala Peter. Luego, como si quisiera dejar claro que he ido demasiado lejos, me obsequia con una de esas sonrisas abrumadoramente corteses que podrían poner en su sitio a la mismísima reina de Inglaterra.

Estoy muerta de vergüenza. ¿Por qué no he podido mantener el pico cerrado? Peter solo estaba intentando ser amable, y yo voy e insulto a su esposa. Además de cometer el supuesto pecado de la arrogancia. Es aceptable en un hombre, pero no en una mujer. O por lo menos, no en este ambiente.

Le doy unos golpecitos en el brazo.

—¿Sí? —Peter se da la vuelta. No hay severidad en su tono, solo un desinterés demoledor.

Me dispongo a preguntarle si me juzgaría tan severamente si fuera un hombre cuando la expresión de su cara me frena en seco.

—¿Podrías pasarme la sal? —pregunto, y, en un susurro, añado—: Por favor.

Consigo sobrevivir el resto de la cena fingiendo interés por una larga historia sobre el golf en Escocia con la que Peter agasaja a nuestro extremo de la mesa. Una vez retirados los platos, confío en que Bernard y yo podamos escapar, pero en lugar de eso somos conducidos a la terraza para los postres y el café. A esto sigue una partida de ajedrez en el salón. Bernard juega con Peter mientras yo, sentada en el borde de la silla de Bernard, me hago la tonta. Lo cierto es que cualquier persona a la que se le den medianamente bien las matemáticas puede jugar al ajedrez, y después de soportar varios movimientos atroces por parte de Bernard, empiezo a darle discretos consejos. Bernard comienza a ganar, y un pequeño grupo se congrega a nuestro alrededor para presenciar el espectáculo.

Bernard me atribuye todo el mérito y por fin puedo ver mi estima elevarse ligeramente ante los ojos de todos. Puede que sea una buena contendiente, después de todo.

—¿Dónde aprendiste a jugar al ajedrez? —me pregunta mientras prepara otra ronda de bebidas sobre un carrito de mimbre que hay en un rincón.

—He jugado al ajedrez toda mi vida. Mi padre me enseñó.

Bernard me mira desconcertado.

—Me acabas de hacer ver que no sé nada de ti.

—Eso es porque te has olvidado de preguntar —replico juguetonamente, recuperando mi equilibrio. Miro a mi alrededor—. ¿No piensan irse nunca a la cama?

—¿Estás cansada?

—Estaba pensando…

—Ya habrá tiempo de sobra para eso más tarde. —Me roza la coronilla con los labios.

—Eh, tortolitos —dice Teensie desde el sofá—. Venid y uníos a la conversación.

Suspiro. Aunque Bernard quiera poner fin a la velada, Teensie está decidida a mantenernos aquí abajo.

Soporto otra hora de discusión política. Finalmente los ojos de Peter se cierran y, cuando se duerme en la butaca, Teensie murmura que quizá deberíamos acostarnos todos.

Lanzo una mirada cómplice a Bernard y salgo disparada a mi cuarto. Ahora que ha llegado el momento, estoy muerta de miedo. Me tiembla todo. ¿Cómo será? ¿Gritaré? ¿Y si sangro?

Me pongo mi negligé y me cepillo el pelo cien veces. Cuando ha transcurrido media hora y la casa está en silencio, salgo, cruzo el salón con sigilo y subo por la escalera que conduce a la habitación de Bernard. Está al final de un largo pasillo, convenientemente situada junto a la de Teensie y Peter, pero, como todas las habitaciones de la nueva ala, tiene cuarto de baño en suite.

En suite. Caray, la de cosas que he aprendido este fin de semana. Se me escapa una risita mientras giro el pomo de la puerta de Bernard.

Está en la cama, leyendo. Bajo la tenue luz de la lámpara parece elegante y misterioso, como sacado de una novela victoriana. Se lleva un dedo a los labios al tiempo que levanta la sábana. Caigo silenciosamente en sus brazos, cierro los ojos y rezo por que la cosa sea un éxito.

Apaga la luz y se reacomoda bajo la sábana.

—Buenas noches, gatita.

Me siento, atónita.

—¿Buenas noches?

Enciendo la luz.

Me coge la mano.

—¿Qué haces?

—¿Quieres dormir?

—¿Tú no?

Hago un mohín.

—Pensaba que íbamos a…

Sonríe.

—¿Aquí?

—¿Por qué no?

Apaga la luz.

—Sería de mala educación.

Vuelvo a encenderla.

—¿«De mala educación»?

—Teensie y Peter duermen en la habitación de al lado. —Vuelve a apagar la luz.

—¿Y? —digo en la oscuridad.

—No quiero que nos oigan. Podría… incomodarles.

Frunzo el entrecejo y cruzo los brazos sobre el pecho.

—¿No crees que es hora de que Teensie acepte el hecho de que te has liberado de ella y de Margie?

—Oh, Carrie… —Suelta un suspiro.

—Hablo en serio. Teensie tiene que aceptar que estás saliendo con otras mujeres. Que estás saliendo conmigo…

—Y lo acepta —dice dulcemente—, pero no hace falta restregárselo en la cara.

—Yo creo que sí —replico.

—Vamos a dormir. Seguiremos hablando mañana.

Este es el momento justo en que debería salir indignada de la habitación. Pero me digo que por esta noche ya he dado suficientes muestras de arrogancia. Sin pronunciar otra palabra, me tumbo y reproduzco cada escena, cada conversación, mientras combato las lágrimas, dolorosamente consciente de que no he salido demasiado airosa de este fin de semana, después de todo.