31

Y tuvo el valor de decirle a Samantha que soy una egocéntrica.

—Ya… —dice despacio Miranda.

—Que tengo un ego del tamaño de una pelota de baloncesto —continúo mientras me inclino hacia el espejo para seguir pintándome los labios—. Y ella entretanto va a casarse con ese deportista idiota…

—¿Por qué te molesta tanto? —me pregunta Miranda—. No estás obligada a volver a verlas.

—Lo sé, pero ¿no podrían haberse mostrado un poco impresionadas? Estoy haciendo con mi vida mucho más de lo que ellas harán jamás.

Estoy hablando, naturalmente, de Donna LaDonna y de su madre. Después de faltar a la cita en Kleinfeld, Samantha llevó a las LaDonna a Benihana como premio de consolación. Cuando le pregunté a Samantha si Donna me había mencionado, me dijo que le había comentado que me había vuelto engreída y odiosa. Lo cual me cabreó mucho.

—¿Ha encontrado Samantha vestido? —pregunta Miranda ahuecándose el pelo.

—No se presentó. Tenía una reunión importante de la que no podía zafarse. Pero esa no es la cuestión. Lo que me molesta es que esa chica, que se lo tenía tan creído en el instituto… —Me interrumpo y me pregunto si me he convertido en un monstruo—. ¿Crees que soy egocéntrica?

—Y yo qué sé, Carrie.

Lo que quiere decir que sí.

—Aunque así sea, me trae sin cuidado —insisto en un esfuerzo por justificar mi actitud—. Vale, puede que tenga un poco de ego, ¿y qué? ¿Sabes el tiempo que he tardado en conseguir tener un ego siquiera? Y todavía no estoy segura de haberlo desarrollado del todo.

—Ajá. —Miranda me mira con expresión dudosa.

—Además, todos los hombres tienen un ego enorme y nadie los llama engreídos. Y ahora que he conseguido un poquito de autoestima no tengo intención de dejarla escapar.

—Bien —dice—. No lo hagas.

Paso por su lado en dirección al dormitorio, donde deslizo las piernas por unas medias de red y me meto por la cabeza el vestido de plástico blanco con recortes de plástico transparente. Me pongo las botas Fiorucci azules y examino mi imagen en el espejo de cuerpo entero.

—Vuelve a decirme quién es esa gente. —Miranda me está mirando con cara de preocupación.

—La agente de Bernard, Teensie Dyer, y su marido.

—¿Y crees que eso es lo que deberías llevar a los Hamptons?

—Es lo que voy a llevar a los Hamptons.

Fiel a su palabra, Bernard va a cumplir su promesa de presentarme a Teensie. De hecho, ha ido mucho más lejos y me ha invitado a la casa que Teensie y su marido tienen en los Hamptons. Solo la noche del sábado, pero ¿qué importa? ¡Son los Hamptons! Llevo todo el verano deseando ir. No solo para averiguar por qué son tan célebres, sino para poder decir «He estado en los Hamptons» a gente como Capote.

—¿De verdad te parece adecuado llevar un vestido de plástico? —insiste Miranda—. ¿Y si piensan que es una bolsa de basura?

—Querrá decir que son idiotas.

De acuerdo, soy una engreída.

Guardo en mi bolsa de carpintero un bañador, la bata china, mi nuevo pantalón de goma rojo y el vestido de anfitriona. La bolsa me trae a la memoria lo que me dijo Bernard de hacerme con un bolso de viaje, y eso me lleva a preguntarme si Bernard piensa pedirme finalmente que consumamos el acto sexual. Llevo días tomando la píldora, por lo que supongo que no hay razón para no hacerlo, pero estoy decidida a esperar al día de mi cumpleaños. Quiero que el acontecimiento sea especial y memorable, algo que recuerde el resto de mi vida.

Como es lógico, la idea de hacerlo al fin me inquieta un poco.

Miranda ha debido de notarlo, porque me mira con curiosidad.

—¿Te has acostado ya con él?

—No.

—¿Cómo puedes irte de fin de semana con él y no acostarte con él?

—Me respeta.

—No te ofendas, pero me parece muy raro. ¿Estás segura de que no es gay?

—¡Bernard no es gay! —casi grito.

Entro en la sala de estar y cojo mi obra de teatro, preguntándome si debería llevarla conmigo por si se me presenta la oportunidad de pasársela a Teensie. Pero parecería demasiado descarado. Se me ocurre una idea mejor.

—Oye —digo sosteniendo en alto el manuscrito—. Deberías leer mi obra.

—¿Yo? —pregunta Miranda sorprendida.

—¿Por qué no?

—¿No la ha leído ya Bernard? Pensaba que le había gustado. Él es el experto.

—Pero tú eres el público. Y eres inteligente. Si te gusta, significa que también les gustará a otras personas.

—Oh, Carrie. —Se pellizca el labio—. Yo no sé nada de teatro.

—¿No quieres leerla?

—Voy a escuchar tu lectura el jueves en casa de Bobby.

—Pero yo quiero que la leas primero.

—¿Por qué? —Me mira con dureza, pero finalmente transige. A lo mejor ha visto que, pese a mis bravuconadas, soy un manojo de nervios. Alarga una mano hacia el manuscrito—. Si es lo que quieres…

—Es lo que quiero —contesto con firmeza—. Puedes leerla este fin de semana y devolvérmela el lunes. Y otra cosa, cariño. Si no te gusta, ¿puedes fingir lo contrario?

Bernard se marchó a los Hamptons el viernes, de modo que cojo el Jitney yo sola.

No me importa. Me imagino el Jitney como una especie de tranvía antiguo, pero resulta ser un autobús corriente.

Resopla por una transitada autopista hasta que, en un momento dado, sale y procede a atravesar pequeños pueblos de playa. Los primeros son horteras, con bares y marisquerías y concesionarios de coches, pero luego todo se vuelve más verde y pantanoso, y tras cruzar un puente y pasar junto a una cabaña de troncos con tótems en la entrada y un letrero que reza CARTÓN DE CIGARRILLOS 2 $, el paisaje cambia por completo. Flanquean la calle robles centenarios y cuidados setos, detrás de los cuales vislumbro enormes mansiones de madera.

El autobús zigzaguea por un pueblo de postal. Tiendas impecablemente pintadas de blanco y con toldos verdes pueblan las calles. Hay una librería, un estanco, una tienda de Lilly Pulitzer, una joyería y un viejo cine donde se detiene el autobús.

—Southhampton —anuncia el conductor.

Cojo mi bolsa de carpintero y bajo.

Bernard me está esperando apoyado en el capó de un pequeño Mercedes de color bronce con sus suaves pies sumergidos en unos mocasines Gucci. Miranda tenía razón: el vestido de plástico y las botas Fiorucci que me parecían tan idóneas para la ciudad no pegan en este pintoresco pueblo. Pero a Bernard le trae sin cuidado. Me coge la bolsa y se detiene para darme un beso. Su boca me resulta maravillosamente familiar. Me encanta la forma en que noto uno de sus incisivos bajo su labio superior.

—¿Qué tal el viaje? —me pregunta mientras me acaricia el pelo.

—Genial —digo casi sin aliento, pensando en lo bien que lo vamos a pasar.

Me abre la puerta y me deslizo en el asiento del copiloto. El coche es viejo, de los años sesenta, con un lustroso volante de madera y relucientes esferas niqueladas.

—¿Es tuyo el coche? —pregunto en broma.

—De Peter.

—¿Peter?

—El marido de Teensie. —Le da al contacto, pone primera y se aleja del bordillo con un bandazo.

—Perdón —dice riendo—, estoy una pizca alterado. No te lo tomes a mal, pero Teensie ha insistido en alojarte en otro cuarto.

—¿Por qué? —frunzo el entrecejo, molesta, aunque en el fondo siento cierto alivio.

—No hacía más que preguntarme qué edad tienes. Le dije que no era asunto suyo, y eso despertó sus sospechas. Tienes más de dieciocho, ¿verdad? —me pregunta medio en broma.

Suspiro, como si la pregunta fuera ridícula.

—Ya te he dicho que estoy en segundo de carrera.

—Solo quería asegurarme, pichoncita —replica con un guiño—. Y no te dejes intimidar por Teensie. A veces es un poco insolente, pero tiene un corazón enorme.

En otras palabras, una auténtica bruja.

Dobla por un largo camino de gravilla y se detiene delante de una casa de madera. No es tan grande como la había imaginado, dadas las gigantescas residencias que he visto por el camino, pero es grande. Se trata de una casa de tamaño normal unida a una estructura que semeja un granero.

—Bonita, ¿eh? —dice Bernard contemplando la casa a través del parabrisas—. Aquí escribí mi primera obra de teatro.

—¿En serio? —pregunto mientras bajo del coche.

—Reescribí, mejor dicho. Había escrito el primer bosquejo durante el día mientras, de noche, trabajaba en una embotelladora.

—Qué romántico.

—Entonces no pensaba lo mismo, pero ahora, cuando miro atrás, sí me lo parece.

—Y un pelín cliché —añado para pincharle.

—Una noche que fui a Manhattan con mis colegas —continúa mientras abre el maletero— conocí a Teensie en una discoteca. Me contó que era agente e insistió en que le enviara mi obra. En aquel entonces ni siquiera sabía qué era un agente. Aun así, le envié el manuscrito y poco después me invitó a pasar el verano en su casa. Para que pudiera escribir sin ser molestado.

—¿Y lo conseguiste? —pregunté, procurando que no se me notara la aprensión en la voz—. ¿Que no te molestaran?

Ríe.

—Las veces que me molestaron no fueron desagradables.

Mierda. ¿Significa eso que se acostaba con Teensie? Si es así, ¿por qué no me lo ha contado? Podría haberme avisado, por lo menos. Espero no descubrir más datos desagradables este fin de semana.

—No sé dónde estaría ahora sin Teensie. —Me rodea los hombros con su brazo.

Casi hemos llegado a la puerta de entrada cuando Teensie aparece caminando con paso presto por un sendero de piedra. Viste un conjunto de tenis blanco, y no sé su corazón, pero sus senos son enormes. Forcejean con la tela del polo como dos rocas luchando por emerger de un volcán.

—¡Ya estáis aquí! —exclama animadamente, protegiéndose los ojos del sol.

Se planta justo delante de mí y barbotea:

—Te estrecharía la mano, pero estoy sudando. Peter está dentro, pero si quieres beber algo pídeselo a Alice. —Se da la vuelta y regresa a la pista agitando los dedos.

—Parece simpática —comento en un esfuerzo por que me caiga bien—. Y tiene unas tetas enormes —añado, preguntándome si Bernard se las ha visto.

Rompe a reír.

—Son falsas.

—¿Falsas?

—De silicona.

O sea, que se las ha visto. ¿Cómo si no podría saber que son falsas?

—¿Qué más se ha operado?

—La nariz, por supuesto. Le gusta creer que se parece a Brenda en Complicidad sexual. Yo siempre le digo que se parece más a la señora Robinson que a la señorita Patimkin.

—¿Qué piensa su marido?

Bernard sonríe.

—Básicamente lo que ella le dice.

—Me refiero a la silicona.

—Ah. Ni idea. Se pasa la mayor parte del tiempo dando saltos.

—¿Como un conejo?

—Como el Conejo Blanco. Solo le falta el reloj de bolsillo. —Bernard abre la puerta y llama—: ¡Alice! —Como si fuera su casa.

Claro que, teniendo en cuenta su historia con Teensie, imagino que lo es.

Hemos entrado por la parte de la casa que corresponde al granero, el cual ha sido transformado en una gigantesca sala de estar repleta de sillones y butacas. En ella hay una chimenea de piedra y varias puertas que dan a pasillos ocultos. Una de las puertas se abre bruscamente, y por ella asoma un hombre menudo con el pelo algo largo y una cara afeminada que en otros tiempos debió de ser bonita. Se dirige hacia otra puerta cuando de pronto repara en nosotros y se acerca.

—¿Alguien ha visto a mi esposa? —pregunta con acento inglés.

—Está jugando al tenis —le informo.

—Ah, sí. —Se golpea la frente—. Muy observadora. Sí, sí, muy observadora. Juego infernal. —Habla atropelladamente—. Poneos cómodos. Ya conoces el dicho, Bernard, «mi casa es tu casa», todo muy informal. Esta noche viene a cenar el presidente de Bolivia, por eso he decidido refrescar mi español.

Gracias —digo.

—Oh, hablas español —exclama—. Fantástico. Le diré a Teensie que en la cena te siente al lado del presidente. —Y antes de que pueda protestar, se marcha, y un segundo después reaparece Teensie.

—Bernard, cariño, ¿te importaría ser un caballero y subir la maleta de Cathy a su habitación?

—¿Cathy? —pregunta Bernard. Mira a su alrededor—. ¿Quién es Cathy?

Teensie contrae la cara, irritada.

—¿No me dijiste que se llamaba Cathy?

Niego con la cabeza.

—Me llamo Carrie. Carrie Bradshaw.

—Es imposible no perderse —dice con un gesto de impotencia, implicando con ello que Bernard ha tenido tal cantidad de novias que se hace un lío con los nombres.

Subimos con ella por una escalera que pertenece a la parte original de la casa y cruzamos un breve pasillo.

—El cuarto de baño está aquí —dice Teensie abriendo una puerta para mostrar un lavamanos celeste y una ducha estrecha con cristalera—. Y Carrie duerme aquí. —Abre otra puerta para mostrar un cuarto pequeño con una cama individual, una colcha de patchwork y un estante con trofeos—. El cuarto de mi hija —añade con petulancia—. Está justo encima de la cocina, pero a Chinita le gusta porque goza de privacidad.

—¿Dónde está su hija? —Me pregunto si Teensie ha decidido echar a su hija de su propia habitación por el bien del decoro.

—En un campamento de tenis. El año que viene terminará el instituto y esperamos que se matricule en Harvard. Estamos muy orgullosos de ella.

O sea, que esa Chinita tiene prácticamente mi edad.

—¿En qué universidad estudias? —me pregunta.

—En Brown. —Miro a Bernard de soslayo—. Estoy en segundo año.

—Qué interesante —responde Teensie con un tono que me hace preguntarme si se ha percatado de que miento—. Debería decirle a Chinita que te llame. Seguro que le encantará que le hables de Brown. Es su segunda opción.

Paso por alto el insulto y se la devuelvo.

—Será un placer, señora Dyer.

—Llámame Teensie —dice, algo rabiosa. Se vuelve hacia Bernard y, decidida a no dejar que le gane la batalla, añade—: ¿Por qué no dejamos sola a tu amiga para que deshaga su equipaje?

Un rato después, estoy sentada en el borde de la cama, preguntándome dónde está el teléfono y si debería llamar a Samantha para pedirle consejo sobre cómo tratar a Teensie, cuando recuerdo a Teensie tirada en el suelo de casa de los Jessen y sonrío. ¿Qué importa que me deteste? ¡Estoy en los Hamptons! Me levanto de un salto, cuelgo mi ropa y me pongo el biquini. El aire de la habitación está un poco cargado, de modo que abro la ventana y contemplo las vistas. El radiante césped termina en un cuidado seto detrás del cual se extienden kilómetros de campos rebosantes de plantas de follaje corto. Patatas, me ha explicado Bernard en el coche. Inhalo un aire dulce y húmedo, lo que significa que el mar no puede estar lejos.

Por encima del tenue sonido del oleaje, me llegan unas voces. Saco la cabeza por la ventana y descubro a Teensie y a otra mujer sentadas a una mesa de metal en un pequeño patio, dando sorbos a lo que parecen Bloody Marys. Puedo oír su conversación con la misma claridad que si estuviera sentada con ellas.

—Es prácticamente de la edad de Chinita —exclama Teensie—. Es vergonzoso.

—¿Cuántos años tiene?

—Quién sabe. Parece recién salida del instituto.

—Pobre Bernard —dice la otra mujer.

—Es de patético manual —añade Teensie.

—Bueno, después de aquel terrible verano con Margie… Por cierto, ¿no se casaron aquí?

—Sí —suspira Teensie—. Esperaba que tuviera el juicio suficiente para no traer a esa mocosa…

Ahogo una exclamación y, llevada por el malsano deseo de no perderme ni una palabra, cierro raudamente la boca.

—Es psicológico —opina la otra mujer—. Quiere asegurarse de que no vuelvan a hacerle daño, de modo que elige a una chica joven e ingenua que le adora y nunca le dejará. Él controla la relación. No como con Margie.

—Pero ¿cuánto puede durar una relación así? —gime Teensie—. ¿Qué pueden tener en común? ¿De qué hablan?

—A lo mejor no hablan —señala la otra mujer.

—¿Es que esa chica no tiene padres? ¿Qué clase de padres dejan que su hija salga con un hombre que le lleva por lo menos diez años, puede que quince?

—Son los ochenta —suspira conciliadoramente la otra mujer—. Ahora las chicas son diferentes. Mucho más atrevidas.

Teensie se levanta para entrar en la cocina. Saco prácticamente el cuerpo por la ventana, esperando oír el resto de la conversación, pero no lo consigo.

Temblando de vergüenza, me dejo caer en la cama. Si lo que dicen es cierto, eso significa que no soy más que un títere en la obra de Bernard. La obra que está representando en su vida real para ayudarse a olvidar a Margie.

Margie. Su nombre me pone los pelos de punta.

¿Cómo he podido creer que podía competir con ella por el afecto de Bernard? Está visto que no puedo. Por lo menos, según Teensie.

Enfurecida, estampo la almohada contra la pared. ¿Por qué he venido? ¿Por qué me ha metido Bernard en esto? Probablemente Teensie tenga razón. Bernard me está utilizando. Puede que él no sea consciente de ello, pero para el resto de la gente es más que evidente.

Solo hay una cosa que puedo hacer para conservar la dignidad. Marcharme. Le pediré a Bernard que me acompañe a la parada de autobús. Le diré adiós y no volveré a verle. Y luego, cuando haya tenido mi lectura y triunfe, se dará cuenta del error que ha cometido.

Estoy devolviendo mi ropa a la bolsa de carpintero cuando oigo su voz.

—¿Teensie? —llama.

Me asomo a la ventana. Está cruzando el césped con cara de preocupación y algo molesto.

—¿Teensie? —llama de nuevo, y Teensie aparece en el patio.

—¿Sí, querido?

—¿Has visto a Carrie? —pregunta.

Detecto en Teensie un ligero gesto de decepción.

—No.

—¿Dónde se ha metido? —Bernard mira en derredor.

Teensie lanza las manos al aire.

—No soy su niñera.

Entran en la casa, y me muerdo triunfalmente el labio. Teensie se equivoca. Sí le importo a Bernard. Ella lo sabe y se muere de celos.

«Pobre Bernard», pienso. Es mi deber salvarle de las Teensie de este mundo.

Cojo rápidamente un libro y me tumbo en la cama. Cómo no, un minuto después Bernard llama a mi puerta.

—¡Adelante!

—¿Carrie? —Abre—. ¿Qué haces? Hace rato que te espero en la piscina. Vamos a comer.

Cierro el libro y sonrío.

—Lo siento. No lo sabía.

—Boba. —Se acerca a mí y me besa en la coronilla. Se tumba a mi lado—. Me encanta tu biquini —murmura.

Retozamos frenéticamente hasta que Teensie grita nuestros nombres. Estallo en carcajadas y Bernard se contagia. Y es entonces cuando decido faltar a mi norma. Tendré a Bernard esta noche. Me colaré en su habitación y finalmente lo haremos. Justo delante de las narices de Teensie.