¡Se acerca mi cumpleaños!
Falta muy poco, y no puedo dejar de recordárselo a todo el mundo. ¡Mi cumpleaños! En menos de dos semanas tendré dieciocho.
Soy de esas personas que adoran su cumpleaños. No sé por qué, pero es así. Me encanta la fecha: 13 de agosto. De hecho, yo nací un viernes trece, de modo que, aunque significa mala suerte para los demás, para mí es buena suerte.
Y este año será un gran día. Cumpliré dieciocho, perderé mi virginidad y leerán mi obra de teatro en el espacio de Bobby. No dejo de recordar a Miranda que será un acontecimiento doble: mi estreno y mi estreno.
—Mi estreno por partida doble, ¿lo pillas? —digo con una risita. Miranda, comprensiblemente, está harta de mi chistecito, y cada vez que lo digo se tapa los oídos y exclama que ojalá no me hubiera conocido nunca.
Me he vuelto, además, terriblemente paranoica con mis píldoras anticonceptivas. Me paso el día mirando el interior del envase de plástico para asegurarme de que me la he tomado y no he perdido ninguna. El día que fui a la clínica consideré la posibilidad de adquirir también un diafragma, pero cuando el médico me lo mostró me dije que era demasiado complicado. No podía dejar de imaginarme haciéndole dos cortes y convirtiéndolo en una gorra para gatos. Me pregunto si alguien lo ha hecho ya.
Lógicamente, la clínica me hizo pensar en L’il. Todavía me siento culpable por lo que le ocurrió. A veces me pregunto si es porque no me ocurrió a mí, porque yo sigo en Nueva York y van a leer mi obra y tengo un novio listo y famoso que no me ha destrozado la vida… todavía. Si no fuera por Viktor Greene, L’il aún estaría aquí, paseándose por las bulliciosas calles con sus vestidos de Laura Ashley y encontrando flores en el asfalto. Entonces me pregunto si la culpa es realmente toda de Viktor. Puede que L’il tenga razón y Nueva York, simplemente, no sea para ella. Y si Viktor no la hubiera empujado a irse, tal vez lo habría hecho otra cosa.
Y eso me hace pensar en lo que Capote me dijo durante el apagón. Que no tenía de qué preocuparme porque en otoño me iría a Brown. Otro tema que me inquieta, porque cada día que pasa me apetece menos ir. Echaría de menos a todos los amigos que tengo aquí. Y yo ya sé lo que quiero hacer con mi vida. ¿Por qué no puedo, sencillamente, continuar con ello?
Además, en Brown no podría, por ejemplo, conseguir ropa gratis.
Hace un par de días una vocecita en mi cabeza me dijo que hiciera una visita a aquella diseñadora, Jinx, a su tienda de la calle Ocho. No había nadie cuando entré, así que supuse que Jinx se encontraba en la parte de atrás sacando brillo a sus nudillos de acero. En efecto, cuando oyó el correr de perchas, salió de detrás de la cortina, me miró de arriba abajo y dijo:
—Ah, tú. De casa de Bobby.
—Sí.
—¿Has vuelto a verle?
—¿A Bobby? Voy a hacer una lectura de mi obra de teatro en su espacio —respondí con total naturalidad, como si tuviera lecturas de mis obras todos los días.
—Bobby es un tío raro —dijo torciendo la boca—. Un auténtico mamón.
—Ajá —convengo—. La verdad es que es un poco… sobón.
Eso la hace reír.
—Ja, ja, ja. Esa palabra le va muy bien. Sobón. Eso es exactamente lo que es. Sobón sin algodón.
Ignoraba de qué estaba hablando, pero reí con ella.
A la luz del día, Jinx parecía menos siniestra, más normal, me atrevería a decir. Podía ver que era de esas mujeres que se maquillaban mucho no para dar miedo, sino porque poseían un cutis malo. Y tenía el cabello muy seco debido a la henna negra. Y supuse que no provenía de un hogar demasiado agradable, que quizá tuviera un padre alcohólico y una madre chillona. Sabía, no obstante, que Jinx tenía talento, y sentí admiración por los esfuerzos que probablemente había tenido que hacer para llegar hasta aquí.
—O sea, que necesitas algo que ponerte para la lectura —dijo.
—Sí. —Lo cierto es que no me había parado a pensar en lo que iba a ponerme, pero ahora que lo mencionaba comprendí que tendría que haber sido mi máxima preocupación.
—Tengo justo lo que necesitas. —Entró en la habitación del fondo y regresó con un mono de vinilo blanco con ribetes negros en las mangas—. Tuve que hacerlo muy pequeño porque no tenía mucho dinero para la tela. Si te entra, es tuyo.
No esperaba semejante generosidad. Sobre todo cuando me vi saliendo de la tienda con los brazos llenos de ropa. Por lo visto, me hallo entre las pocas personas de Nueva York dispuestas a ponerse un mono de vinilo blanco o un vestido de plástico o un pantalón de goma rojo.
Fue como Cenicienta y el zapato de cristal.
Y en el momento justo. Estoy cansada de mi raída bata de seda azul, mi vestido de anfitriona y mis uniformes médicos. Ya lo dice Samantha: si la gente te ve siempre con la misma ropa, empieza a pensar que eres una persona sin porvernir.
Samantha, entretanto, ha vuelto a casa de Charlie. Dice que están discutiendo sobre diseños de vajilla y licoreras de cristal y los pros y contras de una barra de marisco en el banquete. No puede creer que su vida se haya reducido a eso, pero no ceso de recordarle que en octubre la boda habrá quedado atrás y nunca tendrá que volver a preocuparse por su vida. Eso la llevó a proponerme uno de sus célebres tratos: me ayudaría con la lista de invitados para la lectura de la obra si yo la acompañaba a buscar vestido de novia.
He ahí el problema con las bodas. Son contagiosas.
De hecho, son tan contagiosas que Donna LaDonna y su madre tienen intención de venir a Nueva York para participar en el ritual. Cuando Samantha me lo comentó, caí en la cuenta de que la vida neoyorquina me había atrapado hasta tal punto que había olvidado que Donna era prima de Samantha.
La idea de volver a ver a Donna me inquietaba, aunque no tanto como haberle pasado mi obra de teatro a Bernard.
Anoche hice acopio de valor y finalmente le entregué a Bernard el manuscrito. Se lo serví, literalmente, en una bandeja de plata. Estábamos en su apartamento y encontré una bandeja de plata en la que Margie no había reparado y la rodeé con una cinta roja y se la ofrecí mientras veía la MTV. Pensando, como es lógico, que la que tendría que estar en esa bandeja era yo.
Ahora lamento habérsela dado. La idea de que Bernard lea mi obra y no le guste me tiene muerta de preocupación. Llevo toda la mañana dando vueltas por el apartamento esperando su llamada, rezando para que llame antes de que salga para reunirme con Samantha y Donna LaDonna en Kleinfeld.
No he tenido noticias de Bernard, pero mantengo una comunicación constante con Samantha. No para de telefonearme para recordarme lo de la cita.
—A las doce en punto. Si no estamos allí a las doce en punto, perderemos la sala.
—¿Quién eres? ¿Cenicienta? ¿Se convertirá tu taxi en calabaza?
—No tiene gracia, Carrie. Se trata de mi boda.
Y ahora es casi la hora de reunirme con Samantha y Bernard todavía no ha llamado para decirme si le ha gustado o no mi obra.
Toda mi vida pende de un hilo de tul.
El teléfono suena. Debe de ser Bernard. A Samantha se le tienen que haber terminado las monedas.
—¿Carrie? —Samantha prácticamente aúlla sobre el auricular—. ¿Qué haces todavía en casa? Deberías de estar camino de Kleinfeld.
—Estoy saliendo. —Fulmino el teléfono con la mirada, me pongo deprisa y corriendo mi mono nuevo y bajo las escaleras disparada.
Kleinfeld está a varios kilómetros, en Brooklyn. Hay que coger como cinco metros, y en un cambio de tren me dejo vencer por mi paranoia y telefoneo a Bernard. No está en casa. No está en el teatro. En la siguiente estación vuelvo a probar. ¿Dónde demonios se ha metido? Cuando me bajo en Brooklyn, corro hasta la primera cabina. Dejo sonar el teléfono. Finalmente cuelgo, hecha polvo. Estoy segura de que Bernard está evitando mis llamadas. Probablemente ha leído mi obra, no le ha gustado nada y no se atreve a decírmelo.
Llego al templo del sagrado matrimonio despeinada y sudando de forma alarmante. Aunque sea blanco, el vinilo no es lo más adecuado para un húmedo día de agosto en Nueva York.
Por fuera Kleinfeld no llama la atención. Es uno de esos enormes edificios llenos de tizne y con ventanas que parecen ojos tristes e irregulares, pero por dentro es otra historia. La decoración es rosa, pomposa y sigilosa como los pétalos de una flor. Dependientas sin edad definida con sonrisas falsas y delicados modales se deslizan por la sala de espera. El grupo de Jones tiene su propia suite con vestidor, tarima y espejo de 360 grados. También dispone de jarra de agua, tetera y bandeja con galletas. Y, por suerte, teléfono.
Samantha, sin embargo, no está. En su lugar hay una mujer de mediana edad sentada muy tiesa en un sofá de terciopelo con las piernas recatadamente cruzadas a la altura de los tobillos y el cabello perfectamente peinado en forma de casco. Debe de ser Glenn, la madre de Charlie.
Sentada a su lado hay otra mujer, el polo opuesto de Glenn. De unos veinticinco años, lleva un traje de chaqueta azul marino lleno de bultos y ni una pincelada de maquillaje. No carece de atractivo, pero a juzgar por sus cabellos desarreglados y una expresión que indica que está acostumbrada a apañárselas con lo que tiene, sospecho que intenta deliberadamente dar una imagen de sencillez.
—Soy Glenn —dice la primera mujer, tendiéndome una mano larga y huesuda con un discreto reloj de platino en la muñeca.
Debe de ser zurda, porque la gente zurda siempre lleva el reloj en la muñeca derecha para que todo el mundo sepa que es zurza y, por tanto, puede que algo más interesante y especial que el resto. Señala a la joven que tiene al lado.
—Y esta es mi hija, Erica.
Erica me estrecha la mano con firmeza. Hay algo reconfortante en ella, como si fuera consciente de lo ridícula que es su madre y de lo estúpido que es todo este montaje.
—Hola —digo con un tono cálido antes de sentarme en el borde de una sillita decorativa.
Samantha me contó que Glenn se había estirado la cara, así que mientras ella se atusa el cabello y Erica come una galleta, me dedico a observarla con disimulo, buscando marcas de la operación. Glenn tiene la boca atirantada y apuntando hacia arriba, como la sonrisa del Joker, con la diferencia de que ella no está sonriendo. La estoy mirando tan fijamente que no puede evitar una sensación extraña. Se vuelve hacia mí y, con un pequeño aleteo de la mano, dice:
—Llevas un atuendo ciertamente curioso.
—Gracias —digo—. Lo he conseguido gratis.
—No me extraña.
No sé si está siendo maleducada a propósito o si es su conducta habitual. Cojo una galleta, algo deprimida. No logro comprender por qué Samantha ha insistido en mi presencia. Dudo mucho que tenga intención de incluirme en su viaje al futuro. No puedo imaginar dónde encajaría.
Glenn agita la muñeca y mira su reloj.
—¿Dónde está Samantha? —pregunta con un suspiro irritado.
—Puede que en medio de un atasco —sugiero.
—Es de malísima educación llegar tarde a la prueba de tu vestido de novia —dice Glenn con un tono bajo y cálido calculado para atenuar la dureza del comentario.
Llaman a la puerta y me levanto de un salto para ir abrir.
—Ya está aquí —digo con alegría, esperando a Samantha, pero tropiezo con Donna LaDonna y su madre.
Ni rastro de Samantha. De todos modos, me alegra tanto no estar a solas con Glenn y su hija que me paso.
—¡Donna! —grito.
Donna va muy exagerada, con un blusón caído con hombreras y unas mallas, y su madre luce una triste imitación del traje Chanel auténtico de Glenn. ¿Qué pensará Glenn de Donna y de su madre? Es evidente que no está demasiado impresionada conmigo. De pronto, me avergüenzo un poco de Castlebury.
Donna, obviamente, no nota nada.
—Hola, Carrie —dice como si me hubiera visto ayer.
Ella y su madre se acercan a Glenn, que les estrecha delicadamente la mano y finge estar encantada de conocerlas.
Mientras Donna y su madre elogian la sala, el traje de Glenn y los futuros planes de boda, me reclino en mi silla y observo. Siempre he tenido a Donna por una de las chicas más sofisticadas de nuestro colegio, pero ahora que la veo en Nueva York, en mi terreno, me pregunto qué era lo que me fascinaba tanto de ella. Es guapa, sin duda, pero no tanto como Samantha. Y ese atuendo a lo Flashdance lo es todo menos elegante. Ni siquiera es una mujer interesante. Me cuenta que ella y su madre se han hecho la manicura y presume de que han estado de compras en Macy’s. Jesús, hasta yo sé que solo los turistas compran en Macy’s.
E inopinadamente Donna me hace su gran anuncio. También ella va a casarse. Alarga una mano para mostrarme una sortija con un brillante minúsculo.
Me inclino para admirarlo, aunque casi necesitaría una lupa.
—¿Quién es el afortunado?
Esboza una breve sonrisa, como si le sorprendiera que no haya llegado a mis oídos.
—Tommy.
—¿Tommy? ¿Tommy Brewster? —¿El Tommy Brewster que me hizo la vida imposible simplemente porque tuve la mala suerte de sentarme a su lado en las asambleas de profesores y alumnos durante cuatro años de instituto? ¿El atleta enorme y tontorrón que salía formalmente con Cynthia Viande?
Al parecer, la pregunta se refleja en mi cara, porque Donna se apresura a explicar que Cynthia ha roto con él.
—Se iba a la Universidad de Boston y no quería llevarse a Tommy con ella. En realidad, creía que podía aspirar a algo mejor —dice con una sonrisita de suficiencia.
«¿Bromeas?», me entran ganas decir.
—Tommy ingresará en la academia militar. Quiere ser piloto —presume—. Tendrá que viajar mucho y será todo más fácil si estamos casados.
—Uau. —¿Donna LaDonna prometida con Tommy Brewster? ¿Cómo ha podido ocurrir? Si hubiera tenido que hacer apuestas en el instituto, habría apostado que Donna LaDonna era la destinada a hacer grandes cosas. En ningún momento se me pasó por la cabeza que sería la primera en convertirse en ama de casa.
Tras soltarme esa información, desvía la conversación al tema de los hijos.
—Yo siempre fui una madre muy práctica —explica Glenn asintiendo con la cabeza—. Di de mamar a Charlie durante casi un año. Eso, naturalmente, implicaba que apenas podía salir de casa, pero mereció la pena cada minuto. El olor de su cabecita…
—El olor de su pañal cagado —farfulla Erica.
Le lanzo una mirada de agradecimiento. Estaba tan callada que me había olvidado de su presencia.
—Creo que esa es una de las razones de que Charlie haya salido tan bien —continúa Glenn, ignorando a su hija y dirigiendo su comentario a Donna—. Sé que dar el pecho no es muy popular, pero yo lo considero sumamente gratificante.
—También he oído que puede hacer al niño más listo —comenta Donna.
Contemplo la bandeja de galletas mientras me pregunto qué pensaría Samantha de esta conversación. ¿Sabe que Glenn planea convertirla en una máquina de hacer bebés? Se me pone la piel de gallina. ¿Y si lo que Miranda dijo de la endometriosis es verdad y no puede quedarse embarazada enseguida… o nunca? ¿Y si se queda embarazada y el niño le crece en el intestino?
Además, ¿dónde demonios está Samantha?
Dios, estoy realmente incómoda. Tengo que salir de aquí.
—¿Puedo utilizar el teléfono? —pregunto, y sin esperar confirmación descuelgo el auricular y marco el número de Bernard. Sigue desaparecido. Echando humo, cuelgo y decido que le llamaré cada treinta minutos hasta dar con él.
Cuando me vuelvo hacia la sala, advierto que la conversación ha decaído. Tanto que Donna me pregunta cómo me va el verano.
Me ha llegado el turno de alardear.
—Habrá una lectura de mi obra de teatro la semana que viene.
—Oh —dice, poco impresionada—. ¿Qué es una lectura?
—Verás: he escrito una obra de teatro, a mi profesor le ha encantado y he conocido a un tipo llamado Bobby que tiene una especie de espacio interpretativo en su apartamento y tengo un novio dramaturgo de verdad, Bernard Singer, quizá hayas oído hablar de él, con eso no estoy diciendo que yo no sea una escritora de verdad, pero… —Mi voz se va reduciendo a una dolorosa nada.
Y a todo esto, ¿dónde se ha metido Samantha?
Glenn martillea con impaciencia su reloj.
—Oh, seguro que aparece —barbotea la señora LaDonna—. Los LaDonna siempre somos impuntuales —añade con orgullo, como si fuera una virtud.
La miro y meneo la cabeza. Su comentario no es de gran ayuda.
—Creo que lo de tu obra es genial —me dice Erica, cambiando discretamente de tema.
—Yo también lo creo —convengo mientras rezo por que Samantha llegue de una vez—. Estoy muy ilusionada, porque es mi primera obra de teatro.
—Siempre le he dicho a Erica que debería ser escritora —dice Glenn lanzando una mirada de desaprobación a su hija—. Si eres escritora puedes quedarte en casa con tus hijos. Si decides tener hijos.
—Madre, por favor… —espeta Erica como si hubiera tenido que aguantar esta conversación numerosas veces.
—En lugar de eso, Erica ha elegido hacerse defensora de oficio —exclama con pesar.
—Defensora de oficio —repite la señora LaDonna, fingiendo admiración.
—¿Qué es eso? —pregunta Donna examinándose la manicura.
—Es una especie de abogada —respondo, preguntándome cómo es posible que Donna no sepa eso.
—Es una cuestión de elección, madre —declara Erica con firmeza—. Y yo elijo no ser elegida.
Glenn esboza una sonrisita tensa. Probablemente el estiramiento de cara le impide mover demasiado los músculos.
—A mí me parece muy triste.
—No tiene nada de triste —replica Erica sin alterarse—. Es liberador.
—Yo no creo en las elecciones —anuncia Glenn a toda la sala—. Yo creo en el destino. Y cuanto antes aceptes tu destino, mejor. A mí me parece que las jóvenes perdéis mucho tiempo intentando elegir y al final acabáis no teniendo nada.
Erica sonríe. Volviéndose hacia mí, explica:
—Mi madre lleva años intentando casar a Charlie. Le ha presentado a todas las debutantes del Blue Book, pero a él, como es lógico, no le ha gustado ninguna. Charlie no es tan tonto.
La señora LaDonna ahoga una exclamación, y yo miro a mi alrededor, atónita. Parece que Donna y su madre también se hayan estirado la cara. La tienen tan congelada como Glenn.
El teléfono suena y descuelgo automáticamente, preguntándome si es Bernard, que de algún modo ha averiguado que estoy en Kleinfeld.
A veces puedo ser muy burra. Es Samantha.
—¿Dónde te has metido? —susurro con impaciencia—. Están todas aquí. Glenn, Erica…
—Carrie —me interrumpe—. No puedo ir.
—¿Qué?
—Ha surgido un imprevisto, una reunión que no puedo saltarme. Si no te importa decírselo a Glenn…
La verdad es que sí me importa. De pronto estoy harta de hacerle el trabajo sucio.
—Creo que deberías decírselo tú. —Le paso el teléfono a Glenn.
Mientras Glenn habla con Samantha, una dependienta entra en la habitación con una gran sonrisa, tirando de un enorme perchero con vestidos de novia. El ambiente estalla cuando Donna y su madre corren hacia ellos y empiezan a manosearlos y acariciarlos como si fueran creaciones de azúcar.
He tenido suficiente. Me sumerjo en el perchero de vestidos de novia y salgo por el otro lado.
Las bodas son como un tren. Una vez que te subes no puedes bajarte.
Como en el metro.
El tren se ha detenido una vez más en las oscuras catacumbas entre la Cuarenta y dos y la Cuarenta y nueve. Lleva veinte minutos parado, y los nativos se están impacientando.
Incluida yo. Abro la puerta entre dos vagones, salgo a la diminuta plataforma y saco la cabeza para intentar descubrir la causa del parón. Es inútil, naturalmente. Siempre lo es. Solo diviso las paredes del túnel hasta que se pierden en la oscuridad.
El tren da un bandazo y casi me caigo. Me agarro al mango de la puerta justo a tiempo y me digo que debo tener más cuidado. Aunque es difícil tener cuidado cuando te sientes indestructible.
El corazón me aporrea el pecho, como ocurre siempre que me adelanto al futuro.
Bernard ha leído mi obra.
En cuanto he escapado de Kleinfeld, he corrido hasta una cabina y finalmente he dado con él. Ha dicho que tenía un casting. He advertido, por el tono de su voz, que no quería que pasara a verle, pero he insistido tanto que al final ha cedido. Tal vez me ha notado en la voz que me hallaba en uno de esos estados de nada-conseguirá-detenerme.
Ni siquiera el metro.
El tren frena con un chirrido justo en la entrada de la estación Cincuenta y nueve. Cruzo los vagones como una flecha hasta llegar al primero, vuelvo a hacer esa cosa peligrosa y salto del tren al andén. Subo corriendo las escaleras mecánicas y llego a Sutton Place sudando como una loca dentro del vinilo blanco.
Pillo a Bernard frente a su edificio, parando un taxi. Aparezco por detrás.
—Llegas tarde —dice agitando las llaves—. Y ahora yo también.
—Te acompaño al teatro. Así podrás decirme lo mucho que te ha gustado mi obra.
—No es el mejor momento, Carrie. Tengo la mente en otra parte. —Es todo profesionalidad. Detesto cuando se pone así.
—Llevo todo el día esperando —suplico—. Me estoy volviendo loca. Tienes que decirme qué te ha parecido.
No sé por qué estoy tan alterada. Quizá sea porque vengo de Kleinfeld. Quizá sea porque Samantha no ha hecho acto de presencia. O quizá sea porque no quiero tener que casarme algún día con un hombre como Charlie y tener una suegra como Glenn. Lo que quiere decir que debo triunfar en otra cosa.
Bernard hace una mueca.
—Oh, Dios, no te ha gustado. —Noto que me empiezan a flaquearme las rodillas.
—Tranquilízate, criatura —dice, instándome a entrar en el taxi.
Me instalo a su lado como un pájaro a punto de levantar el vuelo. Juro que veo una expresión de lástima en su rostro, pero enseguida desaparece y me digo que debo de haberla imaginado.
Sonríe y me da unas palmaditas en la pierna.
—Es buena, Carrie.
—¿Buena o muy buena?
Se remueve en su asiento.
—Muy buena.
—¿Lo dices en serio? ¿No me estás tomando el pelo?
—He dicho que es muy buena, ¿no?
—Vuelve a decirlo. Por favor.
—Es muy buena. —Sonríe.
—¡Yupiii! —grito.
—Y ahora, ¿puedo irme a mi casting? —pregunta sacando el manuscrito de su cartera y tendiéndomelo.
Me doy cuenta de que le estoy estrujando el brazo como consecuencia del miedo.
—Ve, eres libre.
—Bien. —Se inclina para darme un beso fugaz, pero le cojo la cara entre las manos y le beso apasionadamente.
—Porque te haya gustado mi obra de teatro.
—Ya veo que tendrán que gustarme tus obras más a menudo —bromea cuando baja del taxi.
—Oh, te gustarán —digo desde la ventanilla.
Bernard entra en el teatro, y yo recuesto la cabeza en el asiento, presa de un gran alivio. Me pregunto por qué estaba tan nerviosa. Y de pronto lo entiendo: si a Bernard no le gustara mi obra, si no le gustara cómo escribo, ¿me seguiría gustando él a mí?
Por suerte, es una pregunta que no necesito responder.