27

Estoy en mi silla, golpeteando irritada el suelo con el pie.

Ryan se encuentra delante de la clase, leyendo su relato. Es bueno. Muy bueno. Habla de una de sus locas noches en una discoteca, donde una chica con la cabeza afeitada intentó llevárselo a la cama. Es tan bueno que me gustaría haberlo escrito yo. Por desgracia, no puedo prestarle toda mi atención. Todavía estoy dando vueltas a mi conversación con L’il y a la perfidia de Viktor Greene.

Aunque «perfidia» no es una palabra lo bastante fuerte. ¿Crueldad? ¿Insidia?

A veces no existen palabras para describir la traición de un hombre en una relación.

¿Qué demonios les pasa a los hombres? ¿Por qué no pueden parecerse a las mujeres? Algún día escribiré un libro titulado Un mundo sin hombres. No habrá ningún Viktor Greene. Y tampoco ningún Capote Duncan.

Intento concentrarme en Ryan, pero la ausencia de L’il llena la sala. Miro constantemente por encima de mi hombro, pensando que voy a verla, pero solo encuentro una mesa vacía. Viktor se ha instalado en el fondo del aula, de modo que no puedo estudiarle sin darme la vuelta descaradamente. Sí he llevado a cabo, no obstante, un pequeño reconocimiento antes de clase.

He llegado a la escuela con veinte minutos de antelación y he ido directa al despacho de Viktor Greene. Lo he encontrado junto a la ventana, regando una de esas estúpidas plantas colgantes que hacen furor en Nueva York, con la idea que proporcionan oxígeno complementario en esta ciudad privada de nutrientes.

—¿Sí? —ha dicho dándose la vuelta.

Si tenía previsto decirle algo, se ha quedado atascado en mi garganta. He abierto la boca y me he limitado a sonreír estúpidamente.

El bigote de Viktor había desaparecido. Waldo había sido completamente erradicado, como, no he podido evitar pensar, su hijo nonato.

He aguardado a ver qué harían sus manos ahora que Waldo no estaba.

Como era de esperar, han viajado directamente al labio superior para palpar la piel con pavor, como alguien que ha perdido una extremidad y no se percata de ello hasta que intenta utilizarla.

—Hum —masculla.

—Me estaba preguntando si ha leído ya mi obra de teatro —digo después de reponerme del susto.

—¿Eh? —Tras llegar a la conclusión de que Waldo, efectivamente, ya no estaba, las manos le han caído lánguidamente a ambos lados.

—Se la entregué, ya terminada, ayer —he dicho, disfrutando de su disgusto—, ¿recuerda?

—Todavía no he podido leerla.

—¿Cuándo cree que podrá? Hay un hombre interesado en hacer una lectura…

—Este fin de semana, supongo. —Ha asentido brevemente con la cabeza.

—Gracias. —Me he alejado por el pasillo convencida de que Viktor sabía que andaba tras él, sabía que yo sabía lo que había hecho.

La risa de Capote me devuelve al presente. Es como el arañazo de unas uñas sobre una pizarra, por todas las razones equivocadas. La verdad es que me gusta su risa. Es una de esas risas que te hacen querer decir algo divertido para poder oírla de nuevo.

El relato de Ryan es, al parecer, muy divertido. Afortunado él. Ryan es uno de esos tipos que siempre conseguirá que su talento eclipse sus defectos.

Viktor avanza sin prisa hasta el frente del aula. Contemplo los trozos de piel desnuda alrededor de su boca y me recorre un escalofrío.

Flores. Necesito flores para Samantha. Y papel higiénico. Y puede que una pancarta. «Bienvenida a casa». Me paseo por la zona de las flores de la Séptima Avenida sorteando charcos de agua sobre los que flotan pétalos ociosos. Recuerdo haber leído en algún lado acerca de las damas de la alta sociedad del Upper East Side que envían cada mañana a sus ayudantes a comprar flores frescas. Por un momento me digo que me gustaría ser una de esas damas, preocupada por detalles como flores frescas, pero supone demasiado esfuerzo. ¿Enviará Samantha a alguien a comprar flores cuando se case con Charlie? Él parece la clase de persona que esperaría algo así. Y de repente, toda la idea de las flores se me antoja tan tremendamente sosa que estoy tentada de abortar la búsqueda.

Pero Samantha sabrá apreciarlas. Regresa mañana y le harán sentir bien. ¿A quién no le gustan las flores? Pero ¿cuáles? ¿Rosas? No me parecen lo más adecuado. Entro en la tienda más pequeña, donde intento comprar un lirio. Cuesta cinco dólares.

—¿Cuánto quiere gastar? —me pregunta la dependienta.

—¿Dos dólares? ¿Tres?

—Con eso no le llega ni para el tallo. Pruebe en el deli del final de la calle.

En el deli me decido por un espantoso ramo de flores de tonos artificiales en rosa, morado y verde.

De nuevo en casa, coloco las flores en un jarrón alto y las dejo junto a la cama de Samantha. Quizá le gusten, pero yo no puedo quitarme de encima una sensación de temor. No logro dejar de pensar en L’il y en cómo Viktor Greene le ha destrozado la vida.

No tengo nada que hacer, de modo que contemplo las sábanas negras con recelo. Últimamente pocas cosas han ocurrido en ellas, pero exceptuando el consumo de queso y galletas saladas, debería lavarlas. Aunque la lavandería automática me pone los pelos de punta. Toda clase de crímenes tienen lugar entre las lavadoras y secadoras. Atracos y robos de ropa y puñetazos por la posesión de las máquinas. Así y todo, retiro las sábanas y las meto en una funda de almohada que me cuelgo del hombro.

La lavandería tiene una iluminación tenue, pero por suerte hay poca gente. Compro un paquete de detergente de una expendedora y lo abro. Las finas partículas de jabón me hacen estornudar. Meto las sábanas en la lavadora y me siento encima para marcar mi territorio.

¿Por qué son tan deprimentes las lavanderías?

¿Es porque tienes que exhibir literalmente tu ropa sucia ante desconocidos cuando te apresuras a meterla y sacarla de la máquina con la esperanza de que nadie repare en las bragas raídas y las sábanas de poliéster? ¿O es un signo de derrota? No te ha ido lo bastante bien para poder mudarte a un edificio con lavandería en el sótano.

Wendy tenía algo de razón con respecto a Nueva York, después de todo. Independientemente de lo que creas que puedes ser, cuando te ves obligada a pararte y observar en qué punto te encuentras realmente, resulta bastante deprimente.

A veces no es posible eludir la verdad.

Dos horas más tarde, cuando subo al apartamento con la colada limpia, descubro a Miranda llorando en el rellano sobre un ejemplar del New York Post.

Oh, no, otra no. ¿Qué está pasando estos dos últimos días? Dejo la bolsa en el suelo.

—¿Marty?

Asiente una vez y baja el periódico, avergonzada. En el suelo, a su lado, el morro de una botella de vodka asoma por una bolsa de papel.

—No he podido evitarlo. Tenía que hacerlo —dice refiriéndose al alcohol.

—Conmigo no tienes que disculparte —respondo al tiempo que abro la puerta—. Cabrón.

—No sabía adónde ir. —Se levanta y da un valiente paso antes de que su cara se contraiga de dolor—. Dios mío, cómo duele. ¿Por qué duele tanto, Carrie?

—No lo entiendo. Pensaba que todo iba sobre ruedas —digo encendiendo un cigarrillo mientras me dispongo a poner en marcha mi capacidad para analizar las relaciones.

—Pensaba que nos estábamos divirtiendo. —Miranda se atraganta con las lágrimas—. Era la primera vez que lo pasaba bien con un tío. Pero esta mañana, cuando nos hemos levantado, ha empezado a comportarse de forma extraña. Tenía una sonrisa desagradable en la cara mientras se afeitaba. Yo no quería ser una de esas chicas que siempre están preguntando «¿Qué te pasa?». Estaba intentando hacer las cosas bien por una vez.

—Estoy segura de ello.

Fuera suena un fuerte trueno.

Se seca la mejilla.

—Aunque no era del todo mi tipo, pensé que estaba progresando. Me dije que estaba rompiendo el patrón.

—Por lo menos lo intentaste —replico con dulzura—, sobre todo porque los tíos ni siquiera te gustan. Cuando te conocí no querías tener nada que ver con ellos, ¿recuerdas? Y era genial, porque, si lo piensas fríamente, los tíos en realidad son una gran pérdida de tiempo.

Miranda se sorbe la nariz.

—Puede que tengas razón. —Pero un segundo después otra ronda de lágrimas le empaña los ojos—. Yo antes era fuerte, pero me dejé llevar por… —Se esfuerza por encontrar las palabras—. Me traicionaron… mis propias creencias. Supongo que me creía más dura de lo que soy. Pensaba que podía reconocer a un cerdo a un kilómetro de distancia.

Un fuerte relámpago nos hace dar un respingo.

—Oh, cariño. —Suspiro—. Cuando un tío quiere llevarte a la cama te muestra su mejor cara. Por otro lado, Marty quería estar todo el tiempo contigo, por lo que debía de estar loco por ti.

—O puede que me quisiera por mi apartamento. Porque mi apartamento es más grande que el suyo, y no lo comparto con nadie. Él tiene un compañero de piso, Tyler. Decía que estaba siempre tirándose pedos y llamando «maricón» a todo el mundo.

—Lo que dices no tiene sentido. Si te quería por tu apartamento, ¿por qué iba a dejarte?

—¿Cómo voy a saberlo? —Se lleva las rodillas al pecho—. Anoche, en la cama, tendría que haberme percatado de que algo iba mal, porque fue un polvo muy… extraño. Agradable pero extraño. No paraba de acariciarme el pelo y de mirarme a los ojos con expresión triste. Y en un momento dado me dijo: «Quiero que sepas que me importas, Miranda Hobbes, me importas mucho».

—¿Te llamó por tu nombre completo? ¿Miranda Hobbes?

—En aquel momento me pareció romántico —gimotea—. Pero esta mañana, después de ducharse, ha salido del cuarto de baño con la cuchilla y la crema de afeitar en la mano y me ha preguntado si tenía una bolsa de plástico.

—¿Qué?

—Para sus cosas.

—Buf.

Asiente, aturdida.

—Le he preguntado que por qué. Me ha dicho que se había dado cuenta de que lo nuestro nunca funcionaría y que no deberíamos perder el tiempo el uno con el otro.

Se me cae la mandíbula.

—¿Sin más?

—Ha sido tan… cínico. Tan formal. Como si estuviéramos en un tribunal y me estuviera condenando a muerte. No sabía qué hacer, así que le he dado la maldita bolsa. Y era de Saks, de esas de color rojo tan caras.

Me siento de nuevo sobre mis talones.

—Siempre puedes conseguir otra bolsa, cariño…

—Pero no puedo conseguir otro Marty —aúlla—. El problema lo tengo yo, Carrie. Ahuyento a los tíos.

—Escúchame bien: esto no tiene nada que ver contigo. El problema lo tiene él. A lo mejor temía que fueras a dejarle y decidió adelantarse.

Levanta la cabeza.

—Carrie, eché a correr por la calle detrás de él. Gritando. Cuando me vio, empezó a correr también, hasta que se metió en el metro. ¿Puedes creerlo?

—Sí. —Teniendo en cuenta lo que le ha ocurrido a L’il, ahora mismo podría creer casi cualquier cosa.

Se suena estruendosamente con un trozo de papel higiénico.

—Puede que tengas razón. A lo mejor piensa que soy demasiado buena para él. —Y justo cuando estoy empezando a creer que he conseguido convencerla, una expresión de obstinación le nubla la mirada—. Si pudiera verle, hablar con él, quizá consiga hacerle volver.

—¡No! —grito—. Ya ha huido una vez. Aunque vuelva, lo hará de nuevo. Es su patrón.

Miranda baja el papel higiénico y me mira con desconfianza.

—¿Cómo lo sabes?

—Fíate de mí.

—Quizá pueda cambiarle. —Alarga una mano hacia el teléfono, pero tiro del cordón antes de que pueda alcanzarlo.

—Miranda. —Aprieto el teléfono contra mi pecho—. Si llamas a Marty, te perderé todo el respeto.

Me fulmina con la mirada.

—Si no me pasas ese teléfono, me costará mucho seguir considerándote mi amiga.

—Qué fuerte… —digo, pasándole el teléfono a regañadientes—. Poner a un tío por delante de tu amiga.

—No estoy poniendo a Marty por delante de ti. Estoy intentado averiguar qué ha ocurrido.

—Ya sabes qué ha ocurrido.

—Me debe una explicación como es debido.

Me rindo. Descuelga y frunce el entrecejo. Aprieta el conmutador varias veces y me mira acusadoramente.

—Lo has hecho a propósito. Este teléfono no funciona.

—¿En serio? —Sorprendida, le arrebato el teléfono y pruebo yo. Nada, ni siquiera aire—. Estoy prácticamente segura de que lo he utilizado esta mañana.

—A lo mejor no has pagado la factura.

—A lo mejor Samantha no ha pagado la factura. Está en Los Ángeles.

—Chissst. —Miranda alza un dedo, y sus ojos recorren la habitación—. ¿Qué oyes?

—Nada.

—Exacto, nada. —Se levanta de un salto y se pone a probar los interruptores—. El aire acondicionado no funciona. Ni las luces.

Corremos hasta la ventana. En la Séptima Avenida hay un tremendo atasco. Se oyen bocinazos cuando varias alarmas se disparan a la vez. La gente está saliendo de sus coches, agitando los brazos y señalando los semáforos.

Sigo sus gestos con la mirada. Los semáforos que se columpian sobre la avenida están apagados.

Miro hacia arriba. De un punto próximo al río, sale humo.

—¡¿Qué está ocurriendo?! —grito.

Miranda cruza los brazos y esboza una sonrisa triunfal.

—Es un apagón —declara.