26

Sin saber muy bien adónde me dirijo, caigo en la cuenta de que me hallo en la calle de Capote. Reconozco su edificio al instante. Su apartamento está en la segunda planta, y las cortinas amarillas de anciana se ven claramente a través del cristal de la ventana.

Titubeo. Si llamo al timbre y está en casa, seguro que piensa que he venido a por más. Puede que hasta piense que su beso fue tan maravilloso que me he enamorado perdidamente de él. O puede que se moleste, porque sospeche que he venido a echarle la bronca por su indigno comportamiento.

¿Qué diantre? No voy a pasarme la vida preocupándome por lo que el idiota de Capote pueda pensar. Pulso el botón con fuerza.

Tras unos segundos, la ventana se abre, y Capote saca la cabeza.

—¿Quién es?

—Soy yo. —Agito una mano.

—Ah, Carrie. —No parece muy contento de verme—. ¿Qué quieres?

Abro los brazos con exasperación.

—¿Puedo subir?

—Solo tengo un minuto.

—Yo también tengo solo un minuto. —Jesús, menudo capullo.

Desaparece unos instantes y reaparece agitando un juego de llaves.

—El interfono no funciona —dice al tiempo que me arroja el llavero.

Probablemente lo haya agotado con todas sus visitas femeninas, pienso mientras subo.

Me espera en la entrada vestido con una camisa blanca con chorreras y un pantalón de esmoquin y manipulando torpemente una reluciente pajarita negra.

—¿Adónde vas? —le pregunto con una risita.

—¿A ti qué te parece? —Se hace a un lado para dejarme pasar. Si conserva algún recuerdo de nuestro beso, lo disimula muy bien.

—No esperaba verte vestido de etiqueta. Nunca imaginé que fueras de esos.

—¿Por qué? —pregunta algo ofendido.

—La punta derecha pasa por debajo de la izquierda —digo señalando la pajarita—. ¿Por qué no utilizas las de clip?

Previsiblemente, mi pregunta le irrita.

—No es lo apropiado. Un caballero nunca utiliza pajaritas de clip.

—Ya. —Deslizo insolentemente un dedo por la pila de libros que descansa sobre la mesita del café y me instalo cómodamente en el mullido sofá—. ¿Adónde vas?

—A una gala. —Observa mis acciones con expresión ceñuda.

—¿De qué? —Cojo un libro y me pongo a hojearlo.

—Por Etiopía. Es una causa muy importante.

—Qué bueno eres.

—No tienen comida, Carrie. Se mueren de hambre.

—Y tú asistes a una elegante cena por la gente que se muere de hambre. ¿Por qué, en lugar de eso, no les envías la comida?

Suficiente. Capote tira de los extremos de la pajarita y casi se estrangula con ella.

—¿Para qué has venido?

Me reclino sobre los cojines.

—¿Cómo se llama la ciudad donde vive L’il?

—¿Por qué?

Pongo los ojos en blanco y suspiro.

—Necesito saberlo. Quiero ponerme en contacto con ella. Se ha marchado de Nueva York, por si no lo sabías.

—Resulta que sí lo sé. Y tú también lo habrías sabido si te hubieras molestado en ir hoy a clase.

Ávida de información, me enderezo.

—¿Qué ha pasado?

—Viktor ha anunciado que L’il se había ido. Para dedicarse a otros intereses.

—¿No te parece extraño?

—¿Por qué?

—Porque el único interés de L’il es escribir. Jamás renunciaría a un curso de escritura.

—Puede que tenga problemas familiares.

—¿No sientes curiosidad?

—Oye, Carrie —espeta—, lo único que me preocupa ahora es no llegar tarde. Tengo que recoger a Rainbow…

—Solo quiero el nombre de la ciudad —insisto.

—No estoy seguro. Es o Montgomery o Macon.

—Creía que os conocíais —digo acusadoramente, aunque sospecho que mi desdén tiene que ver en realidad con Rainbow. Está visto que, efectivamente, salen juntos. Sé que no debería importarme, pero me importa.

Me levanto.

—Pásalo bien en la gala —añado con una sonrisa displicente.

De repente odio Nueva York. No, borra eso. No odio Nueva York. Odio a algunas personas de Nueva York.

En la guía de Montgomery County aparecen tres Waters, y en la de Macon, uno. Empiezo por Macon y me sale la tía de L’il al tercer tono. Es todo amabilidad y me da el número de L’il.

L’il se queda de piedra al oír mi voz y sospecho que no se alegra demasiado, aunque su falta de entusiasmo podría deberse a la vergüenza de haberse ido de Nueva York de ese modo.

—He pasado por tu casa —digo con voz preocupada—. La chica que ahora vive allí me ha dicho que habías vuelto a casa.

—Tuve que marcharme.

—¿Por qué? ¿Por Peggy? Podrías haberte venido conmigo. —No responde—. ¿No estarás enferma? —aúllo asustada.

Suspira.

—No en el sentido convencional.

—¿En qué sentido entonces?

—No quiero hablar de ello —susurra.

—Pero, L’il —insisto—, ¿y la escritura? No puedes dejar Nueva York así como así.

Un silencio. Luego replica fríamente:

—Nueva York no es para mí.

Oigo un sollozo ahogado, como si hubiera tapado el auricular con la mano.

—Tengo que dejarte, Carrie.

Y en ese momento ato cabos. No sé cómo no lo he visto antes, teniéndolo como lo tenía delante de las narices. Sencillamente, no podía imaginar que alguien pudiera sentir atracción por él.

Siento náuseas.

—Es por Viktor.

—¡No! —grita.

—Es por Viktor. ¿Por qué no me lo contaste? ¿Qué ha ocurrido? ¿Os estabais viendo?

—Me ha roto el corazón.

Me quedo helada. Todavía no puedo creer que L’il haya tenido una aventura con Viktor Greene y su ridículo bigote. ¿Cómo es posible que alguien pueda besar a ese tipo, con ese tupido Waldo de por medio? ¿Y que encima le rompa el corazón?

—Oh, L’il, qué horror. Viktor no puede obligarte a abandonar el curso. No eres la primera mujer que se lía con su profesor, y nunca sale bien. Pero a veces lo mejor es hacer como si no hubiera ocurrido —añado apresuradamente pensando en Capote y en cómo nos comportamos, como si nunca nos hubiéramos besado.

—No es solo eso, Carrie —dice con un tono que no presagia nada bueno.

—Por supuesto que no. Seguro que creías que estabas enamorada de él. Pero no vale la pena, L’il. Viktor no es más que un pringado que tuvo la inmensa suerte de ganar un premio literario —digo—. Y dentro de seis meses, cuando hayas publicado más poemas en The New Yorker y ganado tus propios premios, ni te acordarás de él.

—Por desgracia, sí me acordaré.

—¿Por qué? —pregunto, desconcertada.

—Estoy embarazada.

Me quedo muda.

—¿Sigues ahí? —pregunta.

—¿De Viktor? —Me tiembla la voz.

—¿De quién si no? —susurra.

—Oh, L’il —me derrumbo—. Lo siento mucho.

—Aborté —dice bruscamente.

—Oh. —Titubeo—. Seguro que ha sido lo mejor.

—Eso nunca lo sabré, ¿no te parece?

—Esas cosas ocurren —prosigo en un intento de calmarla.

—Él me obligó a abortar.

Cierro los ojos con fuerza, consciente de su sufrimiento.

—Ni siquiera me preguntó si quería tener el bebé. No lo hablamos. Simplemente dio por hecho que… —Se le quiebra la voz.

—L’il… —susurro.

—Sé lo que estás pensando, que solo tengo diecinueve años y no debería tener un hijo. Y probablemente no lo… hubiera tenido. Pero ni siquiera pude elegir.

—¿En serio te obligó a abortar?

—Prácticamente. Pidió hora en la clínica, me acompañó, pagó y aguardó en la sala de espera mientras me intervenían.

—Dios mío, L’il. ¿Por qué no saliste corriendo?

—Me faltó valor. Sabía que estaba haciendo lo más conveniente, pero…

—¿Te dolió? —pregunto.

—No. Eso fue lo más extraño de todo, que no me dolió, y después me encontraba bien, parecía la de siempre. Sentía un gran alivio. Más tarde, no obstante, empecé a pensar en lo ocurrido y comprendí lo horrible que había sido todo. No el aborto en sí, sino la forma en que Viktor se había comportado, como si no hubiera otro camino. Me di cuenta de que era imposible que me quisiera. ¿Cómo puede quererte un hombre si ni siquiera es capaz de plantearse tener un hijo contigo?

—No lo sé, L’il…

—No hay vuelta de hoja, Carrie —dice, elevando el tono—. Ni siquiera puedo fingir, y aunque pudiera siempre tendríamos ese peso entre nosotros. Saber que estaba embarazada de su hijo y que él no quiso tenerlo.

Me estremezco.

—Puede que dentro de un tiempo… podáis volver —digo con cautela.

—Oh, Carrie… —Suspira—. ¿Es que no lo entiendes? No puedo volver con él. Ni siquiera quiero conocer a gente como Viktor Greene. Ojalá no hubiera ido nunca a Nueva York. —Y con un desconsolado sollozo, cuelga.

Retuerzo el cordón del teléfono con desesperación. ¿Por qué L’il? No es la clase de chica a la que imaginaría ocurriéndole algo así. Pero, por otro lado, ¿quién es L’il? Sus acciones poseen una contundencia que asusta.

Apoyo la cabeza en las manos. Puede que L’il tenga razón en lo referente a Nueva York. Vino aquí para ganar, y la ciudad la ha derrotado. El pánico se adueña de mí. Si ha podido pasarle a ella, podría pasarle a cualquiera. Incluida yo.