Más tarde, camino del centro, paso frente a una tienda de material médico. En el escaparate hay tres maniquíes. No esos maniquíes bonitos que se ven en Saks o Bergdorf’s hechos a partir del molde de mujeres reales, sino esos cutres y terroríficos que parecen muñecos gigantes de los años cincuenta. Los muñecos llevan puestos uniformes médicos, y de repente se me ocurre que sería el atuendo idóneo para Nueva York. Son baratos, lavables y superfrescos.
Y se venden pulcramente envueltos en celofán. Me compro tres uniformes de colores diferentes y recuerdo lo que Bernard me dijo sobre un bolso de viaje.
Lo único bueno de haber ido a ver a mi padre este fin de semana es que encontré el estuche de unos viejos prismáticos de mi madre y me lo traje para utilizarlo como bolso. Quizá existan otros artículos a los que pueda darles un uso diferente. Cuando paso frente a una elegante ferretería, vislumbro el bolso de viaje perfecto.
Es una bolsa de herramientas de carpintero de lona con un fondo de cuero auténtico, lo bastante grande para guardar unos zapatos, un manuscrito y un uniforme médico. Y solo cuesta seis dólares. Una ganga.
Compro la bolsa de herramientas y guardo en ella el bolso y los uniformes. Agarro la maleta y me dirijo al metro.
Estos últimos días han sido húmedos, y cuando entro en el apartamento de Samantha huelo a cerrado, como si todos los olores hubieran quedado atrapados en él. Inspiro hondo, en parte debido al alivio, en parte porque ese olor en particular siempre me recordará a Nueva York y a Samantha. Es una mezcla de perfume rancio, velas perfumadas, humo de cigarrillo y algo más que no alcanzo a identificar: una suerte de almizcle reconfortante.
Me pongo el uniforme azul, me preparo una taza de té y me siento frente a la máquina de escribir. Llevo todo el verano temiendo con horror el bloqueo del escritor. No obstante, quizá porque mi visita a Castlebury me hizo comprender que tengo cosas más importantes de qué preocuparme —como no llegar a donde aspiro y terminar como Wendy—, el caso es que me siento optimista. Tengo horas y horas por delante para escribir. Tenacidad, me recuerdo a mí misma. Voy a trabajar hasta que termine esta obra de teatro. Y no haré caso al teléfono. Para ayudarme a cumplir mi promesa, lo desconecto.
Escribo sin pausa durante cuatro horas, hasta que el hambre me obliga a salir a la calle en busca de comida. Entro distraídamente en la charcutería y mientras doy vueltas a los personajes en mi cabeza compro una lata de sopa, vuelvo a casa, la caliento y la coloco junto a mi máquina de escribir para poder trabajar mientras como. Sigo escribiendo durante un largo rato y, cuando finalmente siento que he acabado por hoy, decido visitar mi calle favorita.
Es una calle diminuta, con el suelo enladrillado, llamada Commerce, uno de esos lugares del West Village con los que no consigues dar si te pones a buscarlo. Has de llegar a ella siguiendo determinados puntos de referencia: la tienda de viejo de la calle Hudson, la sex shop de Barrow. Cerca de la tienda de animales hay una pequeña verja, y ahí la tienes, justo al otro lado.
Paseo lentamente por la acera tratando de memorizar cada detalle. Las estrechas y encantadoras casas adosadas, los cerezos, el diminuto bar donde, imagino, todos los clientes se conocen. Recorro varias veces la calle, deteniéndome en cada casa, imaginándome cómo debe de ser vivir en ella. Mientras contemplo las ventanitas de la buhardilla de una residencia de ladrillo rojo, me percato de que he cambiado. Antes me preocupaba que mi sueño de convertirme en escritora solo fuera eso, un sueño. No tenía ni idea de cómo proceder, por dónde empezar y cómo continuar. Últimamente, no obstante, estoy empezando a sentir que soy escritora. Yo soy esto. Escribir y rondar por el Village con mi uniforme médico.
Y mañana, si me salto la clase, podré tener otro día como este, entero para mí. De pronto me embarga la dicha. Regreso raudamente al apartamento y, cuando contemplo los folios de mi obra apilados sobre la mesa, no puedo creer lo feliz que soy.
Me siento a leerlos, haciendo anotaciones con un lápiz y subrayando los diálogos especialmente mordaces. Puedo hacerlo. ¿Qué importa lo que piense mi padre? De hecho, ¿qué importa lo que piense nadie? Todo lo que necesito está en mi cabeza, y eso nadie puede arrebatármelo.
A las ocho concilio uno de esos sueños profundos en que sientes el cuerpo tan pesado que te preguntas si algún día despertarás. Cuando finalmente logro arrancarme de la cama son las diez de la mañana.
Cuento las horas que he dormido: catorce. Debía de estar agotada, hasta tal punto que ni siquiera podía notarlo. Al principio estoy grogui de haber dormido tanto, pero una vez que espabilo me siento de maravilla. Me pongo el uniforme médico del día anterior y, sin molestarme en cepillarme los dientes, voy directa a la máquina de escribir.
Mi poder de concentración es sorprendente. Escribo sin pausa, sin percatarme del paso del tiempo, hasta que tecleo la palabra «FIN». Eufórica y algo atontada, miro el reloj. Poco más de las cuatro. Si me apuro puedo fotocopiar la obra y dejarla en el despacho de Viktor antes de las cinco.
Entro en la ducha con el corazón acelerado y triunfante. Me pongo un uniforme nuevo, cojo mi manuscrito y salgo.
La casa de fotocopias está en la Sexta Avenida, a menos de una manzana de la escuela. Por una vez tengo suerte: no hay cola. Mi obra abarca cuarenta folios y me sale caro fotocopiarla, pero no puedo arriesgarme a perderla. Quince minutos después, con una copia de mi obra pulcramente guardada en un sobre amarillo, galopo hasta The New School.
Viktor está en su despacho, desplomado sobre la mesa. Al principio creo que duerme, pero al ver que no se mueve me pregunto si está muerto. Doy unos golpecitos en la puerta. Nada.
—¿Viktor? —pregunto alarmada.
Levanta la cabeza muy lentamente, como si tuviera un bloque de cemento sobre la nuca. Tiene los ojos hinchados y los párpados inferiores girados hacia fuera, mostrando insolentemente su enrojecido interior. Tiene el bigote hecho jirones, como si lo hubieran desgarrado unos dedos desesperados. Apoya las mejillas en las manos. Abre la boca.
—¿Sí?
Lo lógico sería que le preguntara qué le ocurre, pero no le conozco lo suficiente y tampoco estoy segura de querer saberlo. Me acerco con el sobre amarillo en alto.
—He terminado mi obra de teatro.
—¿Estabas hoy en clase? —me pregunta con voz lastimera.
—No, estaba escribiendo. Quería terminar mi obra. —Deslizo el sobre por la superficie de la mesa—. Pensé que quizá podría leerla esta noche.
—Claro. —Me mira como si apenas recordara quién soy.
—Muy bien. Esto… gracias, señor Greene. —Me doy la vuelta para irme, pero me giro de nuevo, inquieta—. Entonces, ¿le veré mañana?
—Hummm —contesta.
«¿Qué diantre le pasa?», me pregunto mientras bajo las escaleras. Recorro varias manzanas con paso raudo, me compro un perrito caliente en un puesto de la calle y medito sobre qué hacer a continuación.
L’il. Hace siglos que no la veo. No como es debido, en cualquier caso. Es la única persona a la que puedo hablarle realmente de mi obra. La única que puede entenderme. ¿Y qué si Peggy está en el apartamento? Ya me ha echado una vez. ¿Qué más puede hacerme?
Camino por la Segunda Avenida disfrutando del ruido, de la gente que regresa a casa con prisas, como cucarachas. Podría vivir aquí toda mi vida. Incluso convertirme algún día en una auténtica neoyorquina.
Al ver mi antiguo edificio de la calle Cuarenta y siete me asaltan toda clase de recuerdos —las fotos de Peggy en cueros, su colección de osos y las minúsculas habitaciones con los atroces catres— y no entiendo cómo conseguí durar tres días siquiera. Pero en aquel entonces no sabía qué esperar y estaba dispuesta a aceptar lo que fuera.
He recorrido un largo camino.
Pulso el botón del interfono con firmeza, como si no estuviera para historias. Finalmente responde una vocecita.
—¿Sí? —No es la de Peggy y tampoco la de L’il, por lo que deduzco que es mi sustituta.
—¿Está L’il? —pregunto.
—¿Por qué?
—Soy Carrie Bradshaw —digo elevando el tono.
L’il, al parecer, está en casa, porque suena el timbre del interfono, y la cerradura chasquea.
Una vez arriba, la puerta del apartamento de Peggy se abre apenas una rendija, lo justo para que alguien pueda mirar sin retirar la cadena.
—¿Está L’il? —inquiero a la rendija.
—¿Por qué? —vuelve a preguntar la vocecita. Puede que solo conozca esa palabra.
—Soy una amiga.
—Ah.
—¿Puedo entrar?
—Supongo que sí —dice, nerviosa, la voz.
La puerta se abre lo justo para dejarme pasar.
Al otro lado, hay una joven poco agraciada, con un pelo desafortunado y vestigios de un acné adolescente.
—No podemos recibir visitas —susurra atemorizada.
—Lo sé —digo despreocupadamente—. He vivido aquí.
—¿En serio? —Los ojos de la chica son grandes como dos huevos.
Paso por su lado.
—No puedes dejar que Peggy controle tu vida. —Abro la puerta de los cuartitos—. ¿L’il?
—¿Qué haces? —gimotea, pisándome los talones—. L’il no está.
—Entonces le dejaré una nota. —Abro la puerta del dormitorio de L’il y me detengo en seco.
Está vacío. El catre no tiene sábanas. Tampoco está la fotografía de Sylvia Plath que L’il tenía sobre su mesa, ni la máquina de escribir, ni los folios, ni el resto de sus cosas.
—¿Se ha mudado? —pregunto, perpleja. ¿Por qué no me lo ha dicho?
La chica sale de la habitación y se sienta en su cama con los labios apretados.
—Ha vuelto a su casa.
—¿Qué? —No puede ser verdad.
Asiente con la cabeza.
—Se marchó el domingo. Su padre vino a buscarla en coche.
—¿Por qué?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Aunque Peggy estaba muy enfadada; L’il no se lo dijo hasta esa misma mañana.
Alarmada, elevo la voz.
—¿Piensa volver?
La chica se encoge de hombros.
—¿Dejó una dirección o algo?
—No. Solo dijo que tenía que irse a su casa.
—Está bien, gracias —digo, consciente de que no voy a poder sacarle nada más.
Salgo del apartamento y me pongo a andar a ciegas, tratando de dilucidar el motivo de la partida de L’il. Me esfuerzo por recordar todo lo que me ha contado de ella y de su lugar de origen. Su verdadero nombre es Elizabeth Reynolds Waters. Ya es un comienzo. Pero ¿dónde vive exactamente? Solo sé que es de Carolina del Norte y que ella y Capote se conocían de antes, porque L’il dijo en una ocasión «Todos los del sur nos conocemos». Si L’il se marchó el domingo, probablemente ya haya llegado a casa aunque viajara en coche.
Aguzo la mirada, decidida a dar con ella.