—Ah —dice Dorrit, mi hermana pequeña, levantando la mirada de una revista—. Estás en casa.
—Lo estoy —digo confirmando lo evidente. Suelto mi maleta y abro la nevera, más por una cuestión de hábito que de hambre. Dentro hay una botella de leche en las últimas y un paquete de queso mohoso. Saco la botella de leche y la sostengo en alto—. ¿Es que nadie en esta casa se molesta en ir a comprar?
—No —responde Dorrit con sequedad. Sus ojos viajan hasta mi padre, que no parece reparar en su descontento.
—¡Tengo a todas mis chicas en casa! —exclama él emocionado.
Hete aquí algo de mi padre que no ha cambiado: su exagerado sentimentalismo. Me alegro de que quede algún vestigio de mi antiguo progenitor, porque de lo contrario pensaría que lo ha invadido un alien.
Para empezar, viste vaqueros. Mi padre jamás ha llevado vaqueros. Mi madre no le dejaba. Y lleva unas Ray-Ban de sol. Pero lo más desconcertante de todo es la cazadora. De Members Only, color naranja. Cuando he bajado del tren casi no lo he reconocido.
Debe de estar pasando por la crisis de la madurez.
—¿Dónde está Missy? —le pregunto ahora, tratando de ignorar su desconcertante indumentaria.
—En el conservatorio. Ha aprendido a tocar el violín —explica mi padre con orgullo—. Está componiendo una sinfonía para toda una orquesta.
—¿Ha aprendido a tocar el violín en un mes? —pregunto atónita.
—Tiene mucho talento —responde mi padre.
«¿Y yo no?».
—Vale, papá —dice Dorrit.
—Tú también —le replica mi padre.
—Vamos, Dorrit. —Cojo mi maleta—. Ayúdame a deshacer la maleta.
—Estoy ocupada.
—¡Dorrit! —insisto con una fugaz ojeada a mi padre.
Suspira, cierra la revista y me sigue escaleras arriba.
Mi habitación se halla exactamente como la dejé. Por un momento me invaden los recuerdos. Me acerco a los estantes y acaricio los viejos libros que mi madre me regalaba de niña. Abro el armario. Quizá me equivoque, pero tengo la impresión de que ha desaparecido la mitad de mi ropa. Me vuelvo bruscamente hacia Dorrit y la fulmino con la mirada.
—¿Dónde está mi ropa?
Se encoge de hombros.
—He cogido algunas cosas. Missy también. Pensamos que si estabas en Nueva York no las necesitarías.
—¿Y si las necesito?
Vuelve a encogerse de hombros.
Lo dejo estar. Llevo demasiado poco tiempo en casa para enzarzarme en una pelea con Dorrit, aunque dada su actitud huraña seguro que tenemos un altercado antes de que me marche el lunes. Entretanto, necesito sacarle información sobre mi padre y esa supuesta novia.
—¿Qué le ocurre a papá?
Me siento en la cama con las piernas cruzadas. Es individual, y de repente la encuentro increíblemente pequeña. No puedo creer que haya dormido en ella tantos años.
—Está claro que se ha vuelto loco —dice Dorrit.
—¿Por qué lleva vaqueros? ¿Y una cazadora de Members Only? Es horrible. Mamá nunca le dejaba vestirse así.
—Se la regaló Wendy.
—¿Wendy?
—Su novia.
—Entonces, ¿lo de la novia es cierto?
—Supongo.
Suspiro. Dorrit es tan displicente… Es imposible comunicarse con ella. Solo espero que haya dejado su afición al hurto.
—¿Te la ha presentado?
—Sí —responde con cautela.
—¿Y? —casi grito.
—¿Y?
—¿La odias? —Es una pregunta absurda. Dorrit odia a todo el mundo.
—Intento actuar como si no existiera.
—¿Y qué piensa de eso papá?
—No lo nota. Da asco. Cuando Wendy está, solo le hace caso a ella.
—¿Es guapa?
—A mí no me lo parece. De todos modos, tendrás la oportunidad de comprobarlo tú misma. Papá quiere que salgamos a cenar con ella esta noche.
—Buf.
—Y tiene moto.
—¡¿Qué?! —Esta vez grito de verdad.
—¿No te lo ha contado? Papá se ha comprado una moto.
—No me ha contado nada. Ni siquiera me ha hablado de esa Wendy.
—Por miedo, seguramente —dice Dorrit—. Desde que la conoce está hecho un calzonazos.
«Genial —pienso mientras procedo a deshacer la maleta—. Me espera un fin de semana inolvidable.»
Al rato encuentro a mi padre en el garaje, ordenando sus herramientas. Inmediatamente sospecho que Dorrit está en lo cierto: mi padre me está evitando. Llevo en casa menos de una hora y ya me estoy preguntando para qué he venido. No parece que a nadie le interese lo más mínimo cómo estoy o cómo me va. Dorrit ha huido a casa de una amiga, mi padre tiene una moto, y Missy está ocupada con su composición. Tendría que haberme quedado en Nueva York.
Me he pasado el trayecto en tren dando vueltas a la noche previa. El beso de Capote fue un terrible error, y me horroriza pensar que respondiera a él aunque solo fuera durante unos segundos. Pero ¿qué significa eso? ¿Es posible que en el fondo me guste Capote? No. Probablemente sea uno de esos tipos «ama a la chica con la que estés», esto es, de esos tíos que automáticamente van a por la mujer con la que se encuentran en el momento en que están calientes. Pero había muchas mujeres en la fiesta, entre ellas Rainbow. ¿Por qué me eligió a mí?
Cansada y resacosa, compré aspirinas y me bebí un refresco de cola. No podía dejar de torturarme con todos los asuntos inacabados que estaba dejando a mi espalda, Bernard entre ellos. Hasta se me pasó por la cabeza bajarme del tren en New Haven y tomar el primer tren de vuelta a Nueva York, pero cuando pensé en la decepción que se llevaría mi familia no me vi capaz.
Ahora lo lamento.
—¡Papá! —exclamo molesta.
Se vuelve sobresaltado con una llave inglesa en la mano.
—Estaba despejando mi mesa de trabajo.
—Ya lo veo. —Miro a mi alrededor buscando la famosa moto y la vislumbro junto a la pared, parcialmente oculta detrás del coche de mi padre—. Dorrit me ha contado que te has comprado una moto —digo maliciosamente.
—Así es.
—¿Por qué?
—Porque me apetecía.
—Pero ¿por qué? —Hablo como una chica desconsolada a la que acaban de dejar. Y mi padre se está comportando como un niño estúpido carente de respuestas.
—¿Quieres verla? —me pregunta al fin, incapaz de disimular su entusiasmo.
La saca de detrás del coche. Es, en efecto, una moto. Y no una moto cualquiera. Una Harley. Con un manillar enorme y un cuerpo negro con calcomanías de llamas. La moto preferida de los Ángeles del Infierno.
¿Mi padre en una Harley?
En parte estoy impresionada. No es una moto para pusilánimes, de eso no hay duda.
—¿Qué te parece? —me pregunta con orgullo.
—Me gusta.
Parece complacido.
—Se la compré a un chaval del pueblo que necesitaba desesperadamente el dinero. Solo me costó mil pavos.
—Uau. —Meneo la cabeza. Todo esto tiene tan poco que ver con mi padre (desde su manera de hablar hasta la moto en sí) que por un momento no sé qué decir—. ¿Cómo encontraste a ese… chaval? —pregunto.
—Es el hijo del primo de Wendy.
Los ojos se me salen de las órbitas. No doy crédito al desenfado con que la ha mencionado. Sigo su juego.
—¿Quién es Wendy?
Acaricia el asiento de la moto.
—Una amiga nueva.
De modo que así es como piensa jugar.
—¿Qué clase de amiga?
—Muy simpática —dice evitando mi mirada.
—¿Por qué no me has hablado antes de ella?
—Oh, Carrie… —suspira.
—Todos dicen que es tu novia. Dorrit y Missy, e incluso Walt.
—¿Walt lo sabe? —pregunta sorprendido.
—Todo el mundo lo sabe, papá —replico con aspereza—. ¿Por qué no me lo contaste?
Se sienta en la moto y juega con las palancas.
—¿Podrías tratar de no ser tan dura?
—¡Papá!
—Todo esto es muy nuevo para mí.
Me muerdo el labio. Durante unos instantes, mi corazón se enternece. En los últimos cinco años, mi padre no ha mostrado el más mínimo interés por ninguna mujer. Ahora parece que ha conocido a una que le gusta, señal de que está saliendo adelante. Debería alegrarme por él. Por desgracia, solo consigo pensar en mi madre y en cómo la está traicionando. Me pregunto si estará en el cielo, viendo en lo que se ha convertido mi padre. Si es así, seguro que está horrorizada.
—¿Conocía mamá a esta Wendy?
Niega con la cabeza mientras finge que estudia el salpicadero.
—No. —Hace una pausa—. O por lo menos no lo creo. Es un poco más joven.
—¿Cuánto? —pregunto.
Le he presionado más de la cuenta, porque me mira con expresión desafiante.
—No lo sé, Carrie. Tiene veintilargos. Me han dicho que es de mala educación preguntarle la edad a una mujer.
Asiento.
—¿Y cuántos años piensa ella que tienes tú?
—Sabe que tengo una hija que ingresará este otoño en Brown.
Percibo una dureza en su tono que no había oído desde que era una niña. Significa «Aquí mando yo. No te pases».
—Vale. —Me doy la vuelta para irme.
—Por cierto —añade—, esta noche cenaremos con ella. Me llevaré una gran decepción si la tratas mal.
—Ya veremos —farfullo entre dientes.
Entro en casa con la certeza de que me han sido confirmados mis peores temores. Ya detesto a la tal Wendy. Tiene un pariente que es un Ángel del Infierno. Y miente sobre su edad. Me digo que si una mujer es capaz de mentir sobre su fecha de nacimiento es capaz de mentir prácticamente sobre cualquier cosa.
Procedo a despejar la nevera, tirando un experimento científico detrás de otro. Es entonces cuando recuerdo que yo también he mentido sobre mi edad. A Bernard. Echo el poso de leche agria por el desagüe mientras me pregunto qué va a pasar con mi familia.
—Estás que te sales —bromea Walt—, aunque demasiado arreglada para Castlebury.
—¿Qué te pones para ir a un restaurante en Castlebury?
—Un vestido de noche desde luego no.
—Walt —rezongo—, no es un vestido de noche. Es un vestido de anfitriona de los sesenta.
Lo encontré en mi tienda vintage y hace días que prácticamente no visto otra cosa. Es ideal para cuando aprieta el calor, porque no cubre los brazos ni las piernas. Y hasta el momento nadie ha hecho comentarios sobre mi inusual vestimenta salvo para alabarla. En Nueva York se espera que vistas de forma extravagante. Aquí está visto que no.
—No pienso cambiar mi estilo por Wendy. ¿Sabías que tiene un primo que pertenece a los Ángeles del Infierno?
Walt y yo estamos sentados en el porche, bebiendo cócteles y esperando a que llegue la famosa Wendy. Le he rogado a Walt que cene con nosotros pero ha rechazado la invitación alegando que ya había quedado con Randy. Sí ha aceptado, no obstante, a pasarse para tomar una copa y así ver a Wendy en persona.
—Puede que esa sea la clave, que es totalmente diferente —dice ahora.
—Pero el hecho de que mi padre esté interesado en alguien como Wendy pone en tela de juicio su matrimonio con mi madre.
—Creo que estás llevando las cosas demasiado lejos —responde Walt, actuando como la voz de la razón—. Puede que el tío solo se esté divirtiendo.
—Es mi padre —protesto—. No tiene permitido divertirse.
—Estás siendo cruel, Carrie.
—Lo sé. —Contemplo el descuidado jardín a través de la mosquitera—. ¿Has hablado con Maggie?
—Ajá —responde con aire enigmático.
—¿Qué te ha dicho? Sobre Nueva York.
—Que se lo pasó muy bien.
—¿Qué te ha dicho sobre mí?
—Nada. Solo me habló de un tío que le presentaste.
—Ryan. Al que se tiró nada más conocerle.
—Esa es nuestra Maggie —dice Walt con un encogimiento de hombros.
—Se ha convertido en una adicta al sexo.
—¿Y qué? Es joven, ya se le pasará. Además, ¿qué más te da?
—Me importan mis amigos. —Bajo mis botas Fiorucci de la mesa para dar énfasis a mis palabras—. Ojalá yo les importara a ellos.
Walt me mira sin comprender.
—Ni siquiera mi familia me ha preguntado sobre mi vida en Nueva York. Y te aseguro que es mucho más interesante que todo lo que pueda ocurrirles a ellos. Van a producirme una obra de teatro. Y anoche estuve en una fiesta en el loft que Barry Jessen tiene en el SoHo…
—¿Quién es Barry Jessen?
—Vamos, Walt, ahora mismo es el pintor más famoso de Estados Unidos.
—Lo dicho, estás que te sales —se burla.
Cruzo los brazos, consciente de que estoy hablando como una capulla.
—¿Es que no le importo a nadie?
—¿Con esa cabezota? —bromea Walt—. Ten cuidado, podría explotarte.
—¡Walt! —Le lanzo una mirada dolida, pero la frustración puede más—. Algún día me convertiré en una escritora famosa, viviré en un gran apartamento de dos dormitorios en Sutton Place y escribiré obras de teatro para Broadway. Y todo el mundo querrá venir a verme.
—Ja, ja, ja —dice Walt.
Contemplo los cubitos de hielo de mi vaso.
—Oye, Carrie, estás pasando un verano en Nueva York, y eso es genial. Pero no es tu vida, y en septiembre irás a Brown.
—No estés tan seguro —digo de repente.
Walt sonríe, convencido de que no hablo en serio.
—¿Está tu padre al corriente de tu cambio de planes?
—Lo acabo de decidir en este preciso instante. —Lo cual es cierto. La idea ha estado rondando por los confines de mi conciencia durante semanas, pero mi regreso a Castlebury me ha hecho ver que ir a Brown sería más de lo mismo. La misma clase de personas con exactamente las mismas actitudes, solo que en un lugar diferente.
Walt sonríe.
—No olvides que yo también estaré. La escuela de diseño de Rhode Island.
—Lo sé —digo con un suspiro. Sueno tan arrogante como Capote—. Será divertido —añado esperanzada.
—¡Walt! —exclama mi padre cuando se une a nosotros en el porche.
—Señor Bradshaw. —Walt se levanta, y mi padre le da un abrazo, lo que me hace sentir, una vez más, excluida.
—¿Cómo te va, chaval? Llevas el pelo más largo. Casi no te reconozco.
—Walt siempre se está cambiando el pelo, papá. —Me vuelvo hacia Walt—. Lo que mi padre quiere decir es que lo más seguro es que tú no lo has reconocido a él. Está intentando parecer más joven —añado con un tono lo bastante animado para que mi comentario no suene desagradable.
—¿Qué tiene de malo parecer más joven? —pregunta alegremente mi padre.
Se marcha a la cocina para preparar unos cócteles, pero tarda lo suyo porque no para de mirar por la ventana como una quinceañera que espera a su enamorado. Es ridículo. Cuando, cinco minutos después, Wendy aparece al fin, sale disparado de la casa para recibirla.
—¿Te lo puedes creer? —le pregunto a Walt horrorizada ante la ridícula conducta de mi padre.
—Es un hombre. ¿Qué puedo decir?
—Es mi padre —replico.
—Sigue siendo un hombre.
Estoy a punto de decir «Sí, pero mi padre no debería actuar como los demás hombres» cuando él y Wendy suben por el camino de entrada cogidos de la mano.
Me entran ganas de vomitar. Por lo visto la relación es más seria de lo que pensaba.
Wendy no está mal si te gustan las mujeres con el pelo teñido de rubio y sombra azul alrededor de los ojos, como un mapache.
—Sé amable con ella —me advierte Walt.
—Oh, seré amabilísima, aunque me cueste la vida. —Sonrío.
—¿Pido una ambulancia ahora o más tarde?
Mi padre abre enseguida la puerta mosquitera e invita a Wendy a entrar en el porche. Ella esboza una sonrisa amplia y descaradamente falsa.
—¡Tú debes de ser Carrie! —exclama, al tiempo que me envuelve en un abrazo como si ya fuéramos íntimas.
—¿Cómo lo has sabido? —Me separo con suavidad.
Wendy mira encantada a mi padre.
—Tu padre me lo ha contado todo sobre ti. Habla de ti sin parar. Está muy orgulloso.
Algo en esa supuesta intimidad me irrita.
—Te presento a Walt —digo para que deje de hablar de mí. Además, ¿qué sabrá ella?
—Hola, Walt —saluda con excesivo entusiasmo—. ¿Carrie y tú sois…?
—¿Novios? —interviene Walt—. Qué va. —Nos reímos.
Wendy ladea la cabeza como si no supiera cómo continuar.
—¿No es maravilloso que hoy día un hombre y una mujer puedan ser amigos?
—Depende de lo que entiendas por «amigos» —farfullo, recordándome que debo ser amable.
—¿Estamos listos? —pregunta mi padre.
—Iremos a Boyles, un restaurante nuevo donde se come muy bien. ¿Has oído hablar de él? —me pregunta Wendy.
—No. —E incapaz de contenerme, rezongo—: No sabía que en Castlebury hubiera restaurantes. Nosotros solo íbamos al Hamburger Shack.
—Tu padre y yo salimos a cenar al menos dos veces por semana —prosigue ella, imperturbable.
Mi padre asiente con la cabeza.
—Fuimos a un restaurante japonés en Hartford.
—¿No me digas? —replico, poco impresionada—. En Nueva York hay restaurantes japoneses a montones.
—Pero seguro que no son tan buenos como el de Hartford —bromea Walt.
Mi padre le lanza una mirada de agradecimiento.
—Este restaurante es muy especial.
—Vale —digo por decir.
Bajamos por el camino en fila india. Walt sube a su coche y se despide con la mano.
—Chao, chicos. Pasadlo bien.
Le veo marcharse y envidio su libertad.
—¡Bien! —dice alegremente Wendy una vez dentro del coche—. ¿Y cuándo empiezas en Brown?
Me encojo de hombros.
—Supongo que estarás deseando largarte de Nueva York. Qué ciudad tan sucia y ruidosa. —Posa una mano en el brazo de mi padre y sonríe.
Boyles es un restaurante enano situado en una parcela húmeda próxima a la calle mayor, donde nuestro célebre Roaring Brook corre por debajo de la carretera. Es muy sofisticado para Castlebury: llaman «pasta» a los platos principales, en lugar de «espaguetis», tienen servilletas de tela y un jarroncito con una rosa en cada mesa.
—Muy romántico —dice mi padre con aprobación mientras le retira la silla a Wendy.
—Tu padre es todo un caballero —me dice.
—¿En serio? —No puedo evitarlo. Él y Wendy me están poniendo de los nervios. Me pregunto si tienen relaciones sexuales. Espero que no. Mi padre es demasiado mayor para andar magreándose.
Mi padre ignora mi comentario y coge la carta.
—Hoy también tienen pescado —le dice a Wendy. Y a mí—: A Wendy le encanta el pescado.
—Viví cinco años en Los Ángeles. Allí la gente cuida mucho más de su salud —explica Wendy.
—Mi compañera de piso está en Los Ángeles ahora mismo —les cuento, en parte para desviar la conversación de Wendy—. Se aloja en el hotel Beberly Hills.
—Yo comí allí en una ocasión —responde Wendy con su inalterable beatitud—. Fue emocionante. Estábamos sentados al lado de Tom Selleck.
—¿No me digas? —responde mi padre, como si la momentánea proximidad de Wendy con un actor de televisión la elevara un poco más ante sus ojos.
—Yo he conocido a Margie Shephard —intervengo.
—¿Quién es Margie Shephard? —pregunta mi padre con expresión ceñuda.
Wendy me guiña un ojo, como si ella y yo estuviéramos íntimamente al tanto de la falta de cultura popular de mi padre.
—Es una actriz con mucho futuro. Todo el mundo la encuentra muy guapa, aunque a mí no me lo parece. La encuentro sosa.
—Es muy guapa en persona —contraataco—. Tiene un brillo especial.
—Como tú, Carrie —suelta Wendy de repente.
Su cumplido me deja tan pasmada que por un momento soy incapaz de proseguir con mi sutil ataque.
—¿Qué hacías en Los Ángeles? —le pregunto al tiempo que abro la carta.
—Wendy pertenecía a un… —Mi padre la mira en busca de ayuda.
—Grupo de impro. Hacíamos teatro de improvisación.
—Wendy es muy creativa. —Mi padre esboza una sonrisa de oreja a oreja.
—¿No es una de esas cosas en que haces mimo, como Marcel Marceau? —pregunto inocentemente, aunque sé que no lo es—. ¿Llevabas guantes y la cara pintada de blanco?
Wendy suelta una risita, divertida por mi ignorancia.
—Estudié mimo, pero hacíamos sobre todo comedia.
Ahora mi pasmo es total. ¿Wendy actriz y, para colmo, de comedia? No parece muy divertida que digamos.
—Wendy salió en un anuncio de patatas fritas —explica mi padre.
—No deberías contarle eso a la gente —le reprende ella cariñosamente—. Solo era un anuncio local, para patatas fritas State Line, y de eso hace siete años. Mi gran oportunidad. —Pone los ojos en blanco con la debida dosis de ironía.
Por lo visto, Wendy no se toma demasiado en serio después de todo. Un aspecto que añadir a la columna de pros. Por otro lado, puede que esté fingiendo para caerme bien.
—Debe de ser un palo para ti vivir en Castlebury después de haber vivido en Los Ángeles.
Menea la cabeza.
—Yo soy una chica de pueblo. Me crie en Scarborough. —El pueblo de al lado—. Además, me encanta mi nuevo trabajo.
—Y eso no es todo. —Mi padre le da un codazo—. Wendy va a enseñar arte dramático.
De pronto veo claramente la historia de Wendy y me recorre un escalofrío: chica intenta triunfar, fracasa y regresa cabizbaja al pueblo para dedicarse a la enseñanza. El peor de mis temores.
—Tu padre dice que quieres ser escritora —continúa risueña—. A lo mejor podrías escribir para el Castlebury Citizen.
Se me hiela la sangre. El Castlebury Citizen es nuestro pequeño periódico local y se compone, básicamente, de las actas de las reuniones de la junta del distrito y de fotografías de los equipos de béisbol de Pee Wee. Hiervo de indignación.
—¿Crees que no soy lo bastante buena para triunfar en Nueva York?
Wendy frunce el entrecejo, desconcertada.
—Es muy difícil vivir en Nueva York, ¿no crees? Por ejemplo, ¿no tienes que lavar tu ropa en el sótano? Una amiga mía vivió en Nueva York y me contó que…
—Mi edificio no tiene cuarto de lavadoras. —Desvío la mirada en un esfuerzo por contener la frustración. ¿Cómo se atreve Wendy o su amiga a especular sobre Nueva York?—. Llevo mi ropa sucia a una lavandería automática. —Lo cual no es del todo cierto. La mayoría de las veces dejo que se amontone en un rincón del dormitorio.
—Carrie, nadie está poniendo en duda tu talento… —comienza mi padre, pero he llegado al límite de mi paciencia.
—Es cierto —replico con despecho—, porque nadie parece estar interesado en mí lo más mínimo. —Y dicho esto, me levanto con la cara roja y sorteo las mesas del restaurante buscando el servicio.
Estoy furiosa. Con mi padre y con Wendy por ponerme en esta situación, pero sobre todo conmigo misma por perder los nervios. Ahora Wendy quedará como una mujer amable y razonable, y yo, como una celosa inmadura. Eso solo consigue inflamar aún más mi ira, lo que me lleva a recordar todo lo que siempre he detestado de mi vida y mi familia pero me negaba a reconocerlo.
Entro en el cubículo y me siento en el retrete para meditar. Lo que más me molesta es que mi padre nunca se haya tomado en serio mi deseo de escribir. Jamás me ha dirigido una palabra de ánimo, jamás me ha dicho que tengo talento, jamás ha tenido un elogio para mí. De no ser por mis compañeros de The New School, probablemente me habría pasado la vida sin reparar en ello. Es evidente que Ryan, Capote, L’il e incluso Rainbow han crecido con unos padres alabadores y alentadores. No estoy diciendo que quiera ser como ellos, pero no me haría ningún daño que mi propio padre creyera que poseo algo especial.
Me seco los ojos con papel higiénico y me recuerdo que debo regresar a la mesa. He de concebir una excusa para explicar mi patética conducta.
Solo tengo una salida. Fingir que mi arrebato no ha tenido lugar. Es lo que haría Samantha.
Alzo bien el mentón y salgo.
Cuando regreso a la mesa, compruebo que Missy y Dorrit ya han llegado, junto con una botella de Chianti sobre una cestita de mimbre. La clase de vino que me daría vergüenza beber en Nueva York.
Presa de una desagradable punzada en el estómago, me doy cuenta de lo mediocre que es todo. Mi padre, el viudo de mediana edad que viste como un jovencito y se halla en plena crisis de la madurez, saliendo con una mujer más joven que él y algo desesperada, la cual, contra el insulso telón de fondo de Castlebury, probablemente le parezca interesante, diferente y estimulante. Y mis dos hermanas, una punki y la otra repelente. Parece una serie televisiva barata.
Si ellos son tan corrientes, ¿significa eso que yo también lo soy? ¿Podré alguna vez escapar de mi pasado?
Ojalá pudiera cambiar de canal.
—¡Carrie! —grita Missy—. ¿Estás bien?
—¿Yo? —pregunto con fingido asombro—. Pues claro. —Ocupo mi silla al lado de Wendy—. Mi padre dice que le ayudaste a encontrar su Harley. Me parece interesante que te gusten las motos.
—Mi padre es policía estatal —responde Wendy, agradeciendo, sin duda, mi recuperación.
Me vuelvo hacia Dorrit.
—¿Has oído eso, Dorrit? El padre de Wendy es policía estatal. Más te vale ir con cuidado…
—Carrie. —Mi padre me mira momentáneamente consternado—. No hay necesidad de airear nuestros trapos sucios.
—No, aunque no les iría mal una lavada.
Nadie capta mi chiste. Cojo mi copa y suspiro. Tenía previsto regresar a Nueva York el lunes, pero es imposible que pueda aguantar tanto. Mañana me largo en el primer tren.