La galería se encuentra en el SoHo, un barrio desierto y de aspecto abandonado, formado por calles adoquinadas y enormes edificios que en su tiempo fueron fábricas. Cuesta imaginar Manhattan como un centro industrial, pero por lo visto aquí se fabricaba de todo, desde ropa hasta bombillas y herramientas. A la galería se accede por una rampa de metal cuya baranda aparece adornada por gente chic y variopinta que fuma cigarrillos y habla de lo que hizo la noche anterior.
Me abro paso entre la multitud. El interior está abarrotado. Una masa de mecenas ha creado un atasco en la entrada, donde parece que todo el mundo se ha encontrado con alguien conocido. El aire está colmado de humo y del olor húmedo a sudor, pero posee esa excitación vibrante que indica que es el lugar donde hay que estar.
Busco refugio cerca de una pared, evitando el círculo de admiradores que rodea a un fornido individuo de párpados caídos y perilla, con un blusón negro y zapatillas bordadas. Deduzco que es el gran Barry Jessen, el pintor más importante de Nueva York y padre de Rainbow. En efecto, Rainbow está a su lado, y pese a lucir un vestido de flecos de un verde llamativo, por primera vez parece perdida y casi insignificante. Junto a Barry, pasándole una cabeza por lo menos, está Pican, la modelo.
Pican tiene la deliberada expresión natural de una mujer que se sabe excepcionalmente bella, que es consciente de que tú también lo sabes, pero que está decidida a que su belleza no constituya la principal atracción. Mantiene la cabeza ligeramente ladeada hacia su marido, como diciendo: «Sí, sé que soy bella, pero esta es su noche». Supongo que es la prueba máxima del verdadero amor.
Eso o es una gran actuación.
Como no veo aún a Ryan ni a Capote, finjo estar sumamente interesada en la exposición. Había imaginado que habría otras personas interesadas, pero los espacios frente a los cuadros están en su mayoría vacíos, como si las inauguraciones no fueran, en realidad, más que un motivo para hacer vida social.
Y, en cierto modo, es comprensible. No sé muy bien qué pensar de los cuadros. Están pintados en tonos negros y grises, con muñecos de palotes que están siendo víctimas o causantes de una violencia terrible. De todos sus ángulos caen espantosas gotas de sangre. Las figuras están atravesadas por cuchillos y agujas mientras unas zarpas les desgarran los tobillos. Son imágenes perturbadoras y bastante inolvidables, y quizá sea eso lo que pretenden.
—¿Qué te parecen? —me pregunta Rainbow acercándose por detrás. Me sorprende que se digne solicitar mi opinión, pero hasta el momento soy la única persona en la sala que se aproxima remotamente a su edad.
—Impactantes —digo.
—Yo los encuentro espeluznantes.
—¿Sí? —Su sinceridad me sorprende.
—No se lo digas a mi padre.
—Descuida.
—Ryan me dijo que te había invitado a la cena —dice retorciendo un fleco—. Me alegro. Lo habría hecho yo, pero no tenía tu número de teléfono.
—No te preocupes. Me alegro de estar aquí.
Sonríe y se marcha. Sigo mirando los cuadros. Puede que Nueva York no sea, después de todo, una ciudad tan complicada. Puede que para integrarte solo tengas que dejarte ver. Si la gente te ve lo suficiente, da por hecho que eres parte del grupo.
Finalmente llegan Ryan y Capote, algo entonados ya. Ryan se tambalea una pizca, y Capote está contento y saluda a todo el que se cruza en su camino como si fuera un viejo amigo.
—¡Carrie! —dice besándome en las dos mejillas, como si estuviera encantado de verme.
Una señal secreta vibra entre la multitud, y algunas personas se dirigen a la salida. Son, por lo visto, los elegidos; los elegidos para asistir a la cena, cuando menos.
—Vamos —dice Ryan señalando la salida. Seguimos al selecto grupo hasta la calle mientras Ryan se lleva las manos a la cabeza.
—¡Jesús, qué horror! —exclama—. No sé adónde iremos a parar si somos capaces de llamar a eso arte.
—Eres un cernícalo —le recrimina Capote.
—¿No me digas que te ha gustado esa mierda?
—A mí sí —intervengo—. Me parece inquietante.
—Desde luego, pero no en el buen sentido —replica Ryan.
Capote ríe.
—Podrás sacar al muchacho del pueblo, pero no al pueblo del muchacho.
—Tu comentario me ofende —dice Ryan.
—Yo soy de pueblo —advierto.
—Obvio —replica Capote con cierto desdén.
—¿Acaso el lugar del que tú vienes es mucho mejor? —le desafío.
—Capote pertenece a una vieja familia del sur, querida —explica Ryan imitando el acento de Capote—. Su abuela luchó contra los yanquis, lo que quiere decir que tiene unos ciento cincuenta años.
—Yo nunca he dicho que mi abuela luchara contra los yanquis. He dicho que me dijo que nunca me casara con una yanqui.
—Supongo que eso me deja fuera —comento, y Ryan ríe entre dientes.
La cena tiene lugar en el loft de los Jessen. Parece que hayan pasado diez años desde que L’il se rio de mí por pensar que los Jessen vivían en un edificio sin agua corriente, pero mi evaluación inicial no estaba tan desencaminada. Es un edificio algo tétrico. El ascensor de carga tiene una puerta que se descorre manualmente y una de esas rejas metálicas tan ruidosas. En el interior hay una manivela para poner en marcha el ascensor.
El funcionamiento de dicho aparato es fuente de consternación. Cuando entramos hay cinco personas hablando de la posibilidad de buscar la escalera.
—Detesto que la gente viva en estos sitios —se queja un hombre con el pelo amarillo.
—Es cutre —señala Ryan.
—Cutre no tiene por qué ser sinónimo de peligroso.
—¿Qué más da un poco de peligro si eres el pintor más importante de Nueva York? —interviene Capote con su arrogancia habitual.
—Oh, eres tan machote… —contesta el hombre.
La iluminación del ascensor es tenue, y cuando me doy la vuelta para examinarlo mejor descubro que el hombre que está hablando no es otro que Bobby. El Bobby del desfile de moda. El Bobby que me prometió una lectura en su espacio.
—¡Bobby! —casi grito.
Al principio no me reconoce.
—Eh, hola, me alegro de volver a verte —responde automáticamente.
—Soy yo —insisto—. ¿Carrie Bradshaw?
Hace memoria.
—¡Claro! Carrie Bradshaw, la dramaturga.
Capote suelta un bufido y, dado que nadie más parece capacitado o interesado, asume el manejo de la manivela. El ascensor despega con un bandazo escalofriante que lanza contra la pared a algunos de sus ocupantes.
—Me alegro de no haber comido nada hoy —comenta una mujer con un largo abrigo plateado.
Capote consigue detener el ascensor razonablemente cerca de la tercera planta, lo que quiere decir que las puertas se abren medio metro por encima del suelo. Caballero hasta la médula, baja de un salto y ofrece una mano a la dama del abrigo plateado. Ryan desciende por sus propios medios, seguido de Bobby, que da un salto y cae de rodillas. Cuando me llega el turno, Capote titubea con el brazo a media altura.
—Puedo sola —digo rechazando su ofrecimiento.
—Vamos, Carrie, no seas boba.
—En otras palabras, intenta comportarte como una dama —murmuro aceptando su mano.
—Por una vez en tu vida.
Me dispongo a continuar el rifirrafe cuando Bobby se interpone entre los dos y une su brazo al mío.
—Pidamos una copa y luego podrás hablarme de tu nueva obra —me propone.
El enorme espacio ha sido reconvertido en algo parecido a un apartamento mediante tabiques de yeso. La zona cercana a los ventanales es tan grande como una pista de patinaje; en un lado hay una mesa con un mantel blanco y espacio para unos sesenta comensales. Frente a los ventanales hay un conjunto de sofás y butacas envueltos en lona. La madera del suelo está gastada y marcada por los pies de cientos de obreros. En algunos lugares está incluso negra, como si alguien hubiera hecho un pequeño fuego, se lo hubiera pensado dos veces y hubiera apagado las llamas.
—Toma. —Bobby me tiende una taza de plástico llena de lo que resulta ser champán barato. Me coge la mano—. ¿A quién quieres que te presente? Conozco a todo el mundo.
Quiero recuperar mi mano, pero temo resultar brusca. Además, estoy segura de que Bobby solo pretende ser amable.
—¿Barry Jessen? —pregunto descaradamente.
—¿No le conoces? —Su asombro es tan genuino que me hace reír. No entiendo qué le ha llevado a pensar que conocía al gran Barry Jessen, pero al parecer da por hecho que me muevo mucho. Lo cual solo consigue reafirmar mi teoría: si te dejas ver lo suficiente, la gente acaba pensando que eres de los suyos.
Bobby me lleva directamente hasta Barry Jessen, que está charlando con varias personas a un mismo tiempo, y me introduce a empujones en el círculo. De pronto me siento fuera de lugar, pero a Bobby no parece que le afecten las miradas hostiles.
—Te presento a Carrie Bradshaw —anuncia a Barry—. Estaba deseando conocerte. Eres su pintor preferido.
Nada de eso es cierto, pero no me atrevo a contradecirle, sobre todo porque la expresión de Barry Jessen pasa de la irritación a un cierto interés. No es inmune a los halagos, más bien lo contrario. Los espera.
—¿De veras? —Sus ojos negros se clavan en los míos, y de repente tengo la sobrecogedora sensación de estar mirando al diablo.
—Me ha encantado su exposición —digo torpemente.
—¿Crees que a otras personas les encantará también? —pregunta.
Su intensidad me turba.
—Seguro que sí. Es muy impactante —suelto con la esperanza de que no siga interrogándome.
No lo hace. Habiendo recibido su elogio, se vuelve bruscamente para hablar con la mujer del abrigo plateado.
Por desgracia, Bobby no capta el mensaje.
—Oye, Barry —dice—, tenemos que hablar de Basil.
Aprovecho para escabullirme. El problema con la gente famosa, comprendo en ese momento, es que el simple hecho de conocerla no te convierte a ti también en alguien famoso.
Me escurro por un estrecho pasillo y paso por delante de una puerta cerrada de la que salen risas y susurros, luego por otra que imagino que corresponde al cuarto de baño, porque hay varias personas haciendo cola, y cruzo una puerta abierta que hay al fondo de todo.
La sorprendente decoración me frena en seco. No tiene nada que ver con el resto del loft. Hay alfombras orientales por el suelo, y una elaborada cama india antigua, cubierta de almohadones de seda, descansa en el centro.
Deduzco que me he metido en el dormitorio de los Jessen sin querer, pero es Rainbow la que yace sobre la cama hablando con un tío que lleva un gorro jamaicano encasquetado sobre una mata de rastas.
—Lo siento —farfullo cuando el chico levanta la vista, sorprendido. De facciones delicadas y hermosos ojos negros, es alucinantemente guapo.
Rainbow se vuelve sobresaltada, pero en cuanto me ve se relaja.
—Es solo Carrie —dice—. No hay peligro.
«Solo Carrie» osa dar otro paso al frente.
—¿Qué hacéis?
—Es Colin, mi hermano. —Rainbow señala al chico de las rastas.
—¿Quieres colocarte? —me pregunta Colin tendiéndome una pipa de marihuana.
—Vale. —Me digo que estar un poco colocada en esta fiesta no será un problema. La mitad de los invitados parece que ya ha tomado algo.
Rainbow me hace sitio en la cama.
—Me encanta tu cuarto —le digo admirando los lujosos muebles.
—¿Sí? —Le quita la pipa a Colin y se inclina hacia delante cuando este procede a encender la cazoleta con un mechero dorado.
—Es muy anti-Barry —dice Colin con un acento afectado—. Por eso es genial.
Doy una calada y le paso la pipa.
—¿Eres inglés? —Me pregunto cómo puede ser inglés cuando Rainbow parece tan americana.
Rainbow suelta una risita.
—Es amara, como mi madre.
—Entonces, ¿Barry no es tu padre?
—¡Dios mío, no! —exclama Colin.
Él y Rainbow intercambian una mirada enigmática.
—¿Hay alguien a quien le guste realmente su padre? —pregunta Rainbow.
—A mí —murmuro. Puede que sea la hierba, pero de repente siento ternura por mi viejo—. Es muy buena persona.
—Tienes suerte —dice Colin—. Yo no he visto a mi verdadero padre desde que tenía diez años.
Asiento como si lo entendiera, pero en realidad no lo entiendo. Mi padre no será perfecto, pero sé que me quiere. Si me pasara algo malo, haría lo que fuese por mí, o por lo menos lo intentaría.
—Eso me recuerda algo. —Colin se lleva una mano al bolsillo y saca un pequeño frasco de aspirinas que agita delante de las narices de Rainbow—. He encontrado esto en el alijo de Barry.
—Oh, Colin, no puedo creerlo —aúlla Rainbow.
Colin abre el tapón y deja caer tres pastillas redondas.
—Pues créetelo.
—¿Y si las echa en falta?
—No lo hará. Al final de la noche estará demasiado colocado para notar nada.
Rainbow coge una pastilla y se la traga con un sorbo de champán.
—¿Quieres una, Carrie? —me ofrece Colin.
No le pregunto qué es. No quiero saberlo. Ya tengo la impresión de que he averiguado más cosas de las que debo. Niego con la cabeza.
—Son muy divertidas —insiste, metiéndose una en la boca.
—Estoy bien —digo.
—Si cambias de opinión, ya sabes dónde estoy. Simplemente pídeme una aspirina. —Él y Rainbow estallan en carcajadas sobre los almohadones.
En la sala reina el típico delirio de gente parloteando y gritándose en la cara para hacerse oír por encima del barullo. El humo de tabaco y marihuana flota en el aire mientras Pican y algunas amigas modelos holgazanean en los sillones con los párpados entornados. Paso junto a ellas cuando me dirijo a una ventana abierta para respirar un poco de aire fresco.
Me recuerdo que lo estoy pasando bien.
Bobby me vislumbra y agita frenéticamente una mano. Está hablando con una mujer de mediana edad ataviada con un vestido ceñido a la piel que parece hecho de vendajes. Le saludo a mi vez y alzo mi taza para indicarle que me dirijo a la barra, pero no se rinde.
—¡Carrie! —grita—. Ven a conocer a Teensie Dyer.
Pongo mi mejor cara y me acerco.
Teensie parece una mujer que come niños pequeños para desayunar.
—Te presento a Carrie Bradshaw —cacarea Bobby—. Deberías ser su agente. ¿Sabías que ha escrito una obra de teatro?
—Hola —dice con una sonrisa breve.
Bobby me rodea los hombros con su brazo y trata de apretarme contra él al tiempo que yo opongo resistencia.
—Vamos a representar la obra de Carrie en mi espacio. Tienes que venir.
Teensie arroja la ceniza de su cigarrillo al suelo.
—¿De qué trata?
«Maldito Bobby», pienso, desgajándome de su abrazo. No tengo intención de hablarle de mi obra a una completa desconocida. Sobre todo porque ni yo misma sé muy bien de qué va.
—Carry no quiere contarlo. —Bobby me da unas palmaditas en el brazo y, acercándose a mi oído, añade—: Teensie es la agente más importante de la ciudad. Representa a todo el mundo, incluso a Bernard Singer.
Se me congela la sonrisa.
—Qué bien.
Probablemente algo en mi cara hace saltar una alarma, porque Teensie finalmente se digna mirarme a los ojos.
Desvío la mirada con la esperanza de cambiar el rumbo de la conversación. Algo me dice que a esta Teensie no le haría ninguna gracia descubrir que su mejor cliente está saliendo con una don nadie como yo. O estaba saliendo con una don nadie como yo.
La música para.
—¡A cenar! —grita Barry Jessen desde lo alto de una escalera de mano.