20

No colará —dice Samantha sacudiendo la cabeza.

—Es una maleta. —También yo estoy fulminando con la mirada la ofensiva maleta. Es fea, pero verla me provoca una envidia malsana. Yo me voy al tedioso Castlebury mientras que Samantha se larga a Los Ángeles.

¡Los Ángeles! Se trata de un asunto importante, y no se enteró hasta ayer. Tiene que rodar un anuncio y se alojará en el hotel Beverly Hills, frecuentado por todas las estrellas de cine. Se ha comprado unas gafas de sol gigantescas, un gran sombrero de paja y un bañador de Norma Kamali que se lleva debajo de una camiseta blanca. Para celebrar el acontecimiento busqué una palmera en la tienda de artículos para fiestas, pero solo tenían unas hojas verdes de papel que me he puesto alrededor de la cabeza.

Hay ropa y zapatos por todas partes. La inmensa maleta Samsonite de plástico verde de Samantha yace abierta sobre el suelo de la sala.

—No es una maleta, es un maletón —protesta.

—¿Quién esperas que se fije?

—Todo el mundo. Volamos en primera clase. Habrá mozos y botones. ¿Qué van a pensar los botones cuando descubran que Samantha Jones viaja con Samsonite?

Me encanta cuando Samantha hace eso tan gracioso de hablar de sí misma en tercera persona. Yo lo probé una vez y no me salió.

—¿Realmente crees que los botones van a estar más interesados en Samsonite que en Samantha Jones?

—Precisamente por eso. Esperarán que mi equipaje también sea glamouroso.

—Apuesto a que el capullo de Harry Mills lleva American Tourister. Oye —digo bajando las piernas del respaldo del sofá—, ¿alguna vez pensaste que algún día viajarías con un hombre al que apenas conoces? ¿No es un poco extraño? ¿Y si tu maleta se abre sin querer y ve tus paños menores?

—No es mi lencería lo que me preocupa, sino mi imagen. Nunca pensé que llevaría esta vida cuando compré esa cosa. —Mira el maletón con expresión ceñuda.

—¿Y en qué pensabas? —No sé nada del pasado de Samantha, salvo que es de Nueva Jersey y que parece odiar a su madre. Nunca menciona a su padre, de modo que los pequeños detalles sobre su vida anterior siempre me resultan fascinantes.

—En largarme muy, muy lejos.

—Nueva Jersey está al otro lado del río.

—Físicamente sí. Metafóricamente no. Además, Nueva York no fue mi primera parada.

—Ah, ¿no? —Ahora siento verdadera curiosidad. No puedo imaginarme a Samantha viviendo en un lugar que no sea Nueva York.

—Cuando tenía dieciocho años me recorrí el mundo entero.

Casi me caigo del sofá.

—¿Cómo?

Sonríe.

—Yo era fan de un cantante de rock muy famoso. Estaba en uno de sus conciertos cuando me eligió entre la multitud. Me preguntó si quería viajar con él, y yo cometí la estupidez de pensar que era su novia. Luego descubrí que tenía una esposa oculta en la campiña inglesa. Ese maletón ha viajado por todo el mundo.

Me pregunto si el odio que siente Samantha hacia su maleta no se debe, en realidad, a una desagradable asociación con el pasado.

—¿Qué ocurrió después?

Se encoge de hombros mientras coge ropa interior de una pila y la dobla en pequeños cuadraditos.

—Me dejó. En Moscú. Su esposa decidió inesperadamente acompañarle en su gira. Esa tarde se despertó y me dijo: «Cariño, me temo que lo nuestro ha terminado. Estás despedida».

—¿Así, sin más?

—Era inglés. —Coloca los cuadraditos en el fondo de la maleta—. Así funcionan los ingleses. Cuando algo ha terminado, ha terminado. Ni llamadas telefónicas, ni cartas, y aún menos lágrimas.

—¿Lloraste? —No puedo imaginármela llorando.

—¿Tú qué crees? De pronto me encontré sola en Moscú, sin otra cosa que esta estúpida maleta y un billete de avión a Nueva York. Estaba dando saltos de alegría.

No sé si bromea o no.

—En otras palabras, es tu maleta de las huidas —señalo—. Y ahora que ya no necesitas huir, necesitas algo mejor. Algo permanente.

—Hummm —responde enigmáticamente.

—¿Qué sientes cuando pasas por una tienda de discos y ves la cara de ese cantante en un póster? ¿Se te hace extraño pensar que pasaste todo ese tiempo con él?

—Me siento agradecida. —Coge un zapato y busca su pareja con la mirada—. A veces pienso que de no ser por él no habría venido a parar a Nueva York.

—¿Siempre quisiste venir aquí?

Se encoge de hombros.

—Yo era una niña alocada que no sabía lo que quería. Lo único que sabía era que no quería terminar de camarera y embarazada a los diecinueve. Como Shirley.

—Oh.

—Mi madre —aclara.

No me sorprende. Samantha posee una determinación que tiene que provenir de algún lado.

—Eres afortunada. —Encuentra la pareja del zapato y la hunde en un recodo de la maleta—. Por lo menos tú tienes unos padres que te pagarán la universidad.

—Sí —digo vagamente. Pese a las confesiones de Samantha sobre su pasado, no estoy preparada para hablarle del mío—. Pensaba que habías ido a la universidad.

—Oh, gorrioncillo. —Suspira—. Asistí a un par de cursos nocturnos cuando llegué a Nueva York y conseguí un empleo a través de una agencia de trabajo temporal. La primera firma a la que me enviaron fue Slovey, Dinall. Empecé como secretaria. En aquel entonces aún no las llamaban «ayudantes». Pero no quiero aburrirte.

No me aburre. El hecho de que haya llegado tan lejos desde cero hace que mis luchas parezcan una nimiedad.

—Supongo que no fue fácil.

—No, no lo fue. —Aplasta la tapa de la maleta. Ha metido casi todo su ropero, por lo que se niega a cerrarse. Me arrodillo sobre una esquina mientras Samantha ajusta las hebillas.

El teléfono suena en el momento en que estamos arrastrando el maletón hacia la puerta. Samantha desoye el insistente timbre, por lo que alargo un brazo hacia el teléfono.

—No contestes —dice, pero ya he descolgado.

—¿Diga?

—¿Sigue Samantha ahí?

Samantha me dice que no con la cabeza.

—¿Charlie? —pregunto.

—Ajá. —No parece muy contento. Me pregunto si finalmente ha descubierto que la cocinera era yo.

Le tiendo el auricular a Samantha, que lo acepta con los ojos en blanco.

—Hola, cariño. Estoy saliendo por la puerta. —Hay un atisbo de irritación en su voz—. Sí, lo sé, pero no puedo. —Hace una pausa y baja la voz—. Ya te he dicho que no tengo más remedio que ir —añade en un tono de resignación—. La vida está llena de inconvenientes. —Y cuelga. Cierra brevemente los ojos, inspira y se obliga a sonreír—. Hombres.

—¿Charlie? —pregunto con perplejidad—. Pensaba que erais felices.

—Demasiado felices. Cuando le dije que tenía que viajar inesperadamente a Los Ángeles casi le da un ataque. Dijo que había quedado para que cenáramos con su madre esta noche, algo que, no sé por qué, olvidó comunicarme, como si yo no tuviera vida propia.

—Tal vez no puedas tener las dos cosas. Su vida y tu vida. En cualquier caso, ¿es posible encajar dos vidas?

Agarra su maleta mientras me mira fijamente.

—Deséame suerte en Hollywood, gorrioncillo. Puede que alguien me descubra.

—¿Y qué pasa con Charlie? —pregunto desde la puerta mientras la maleta de Samantha rebota contra los escalones. Menos mal que es una Samsonite. No muchas maletas soportarían semejante maltrato.

—¿Qué pasa con Charlie? —replica.

Caray, debe de estar muy enfadada.

Corro hasta la ventana y me acodo en el antepecho para mirar la calle. Una enorme limusina aguarda junto al bordillo con un chófer uniformado apostado frente a la puerta del pasajero. Samantha sale del edificio y el chófer se apresura a cogerle la maleta.

La puerta del pasajero se abre y del coche baja Harry Mills. Él y Samantha cruzan unas palabras mientras él se enciende un puro. Samantha pasa por su lado y entra en el coche. Harry da una larga calada al puro, mira a un lado y otro de la calle y sube. La puerta se cierra, y la limusina arranca con una bocanada de humo escapando por la ventanilla.

Detras de mí suena el teléfono. Me acerco con aprensión, pero la curiosidad me puede y descuelgo.

—¿Está Samantha? —Charlie otra vez.

—Acaba de irse —digo educadamente.

—¡Mierda! —grita antes de colgar.

«Mierda para ti también», pienso cuando devuelvo el auricular a su sitio.

Saco mi maleta Hartmann de debajo de la cama de Samantha. El teléfono suena varias veces, pero lo ignoro.

Al rato se cansa. Poco después suena el timbre de abajo.

—¿Sí? —pregunto secamente por el telefonillo.

—Soy Ryan —es la respuesta.

Abro la puerta. Ryan. Estoy preparándome para echarle la bronca por lo de Maggie cuando aparece en el rellano con una rosa en la mano. El tallo renquea y me pregunto si la ha arrancado de la calle.

—Llegas tarde —le digo con un tono acusador—. Maggie se marchó anoche.

—Porras. Sabía que la había cagado.

Probablemente debería echarle, pero no he terminado.

—¿Quién huye de una cafetería mientras su cita está en el servicio?

—Estaba cansado —contesta con un gesto de impotencia, como si eso fuera una excusa aceptable.

—Me tomas el pelo, ¿verdad?

Me mira con expresión abatida.

—No sabía cómo despedirme. Estaba agotado. Yo no soy Superman. Intento serlo, pero tengo la impresión de que en algún momento tropecé con criptonita.

Sonrío a mi pesar. Ryan es de esos tíos que siempre consiguen salir airosos de las situaciones riéndose de sí mismos. Yo sé que él lo sabe, y aunque sé que es desleal, no puedo seguir enfadada con él. Después de todo, no fue a mí a quien dejó plantada.

—Maggie estaba muy, muy dolida —le reprendo.

—Lo imaginaba. Por eso he venido, para resarcirla.

—¿Con esa rosa?

—Un poco triste, ¿no?

—Patético. Sobre todo porque descargó su rabia contra mí.

—¿Contra ti? —se sorprende—. ¿Y por qué? Tú no tienes la culpa.

—No, pero por la razón que sea me metió en el mismo saco y nos peleamos.

—¿Hubo tirones de pelo?

—No, no los hubo —replico indignada—. Por Dios, Ryan…

—Lo siento. —Sonríe—. A los tíos nos encantan las peleas entre tías. ¿Qué puedo decir?

—¿Por qué no reconoces simplemente que eres un capullo?

—Porque eso sería demasiado fácil. Capote es un capullo. Yo soy un cabrón.

—Bonita manera de hablar de tu mejor amigo.

—Que seamos amigos no significa que tenga que mentir sobre su personalidad —dice.

—Supongo que tienes razón —convengo a regañadientes, preguntándome por qué las mujeres somos tan exigentes unas con otras. Por qué no podemos decir: «Es un poco borde, pero la quiero de todos modos».

—He venido para invitar a Maggie a la inauguración de una exposición de pintura del padre de Rainbow. Es esta noche. Después hay una cena. Estará bien.

—Puedo ir yo —me ofrezco al tiempo que me pregunto por qué nadie me invita a esas fiestas glamourosas.

—¿Tú? —Ryan no parece muy convencido.

—¿Por qué no? ¿No te parezco lo bastante buena?

—Por supuesto —recula—. Pero Maggie me dijo que estabas obsesionada con Bernard Singer.

—No tengo que ver a Bernard cada noche. —Me resisto a admitir que probablemente lo nuestro haya terminado.

—De acuerdo —cede al fin—. A las ocho en la galería.

«¡Yupi!», pienso cuando Ryan se ha ido. Llevaba semanas oyendo hablar de esa inauguración y preguntándome si Rainbow me invitaría y, de no hacerlo, cómo podría lograr una invitación. Me decía que era una fiesta estúpida, pero, en el fondo, sabía que no quería perdérmela.

Y dado que Bernard no ha llamado, ¿por qué no? No pienso mantener mi vida en suspenso por él.