19

En torno a las siete, cuando Miranda y yo ya hemos dado varios tragos a la botella de vodka y bailado-interpretado a Blondie, los Ramones, The Police y Elvis Costello, llega Maggie.

—¡Magwitch! —exclamo abrazándome a su cuello, decidida a olvidar y perdonar.

Repara en Miranda, que ha agarrado una vela y está cantando con ella como si fuera un micrófono.

—¿Quién es esa?

—¡Miranda! —grito—. Esta es Maggie, mi mejor amiga del instituto.

—Hola. —Miranda agita la vela.

Maggie vislumbra la botella de vodka, se abalanza sobre ella y procede a volcar la mitad del contenido por su garganta.

—Tranquila —espeta al verme la cara—, puedo comprar más. Tengo dieciocho, ¿recuerdas?

—¿Y? —digo, preguntándome a qué viene ese comentario.

Fulmina a Miranda con la mirada y se deja caer en el futón.

—Ryan me ha dejado plantada —gruñe.

—¿Qué? —No entiendo nada—. ¿No has pasado con él las últimas veinticuatro horas?

—Sí, pero en cuanto me he dado la vuelta ha desaparecido.

No puedo evitarlo. Me echo a reír.

—No tiene gracia. Estábamos en una cafetería, desayunando a las seis de la tarde. He ido al lavabo y cuando he vuelto ya no estaba.

—¿Ha huido?

—Tiene toda la pinta, ¿no crees?

—Oh, Mags. —Me esfuerzo por solidarizarme con ella, pero no acabo de conseguirlo. Es todo demasiado absurdo. Y no demasiado sorprendente.

—¡¿Te importaría apagar eso?! —grita Maggie a Miranda—. Me van a estallar los oídos.

—Lo siento —digo tanto a Maggie como a Miranda antes de cruzar la sala para bajar el volumen de la música.

—¿Qué le pasa? —me pregunta Miranda. Suena molesta, aunque sé que no lo pretende. Simplemente está borracha.

—Ryan ha huido de la cafetería mientras ella estaba en el lavabo.

—Ah. —Sonríe.

—¿Mags? —Me acerco a ella con cautela—. A Miranda le encantan los problemas de tíos, básicamente porque odia a todos los hombres. —Confío en que esa introducción haga que Maggie y Miranda congenien. Después de todo, los problemas de tíos, junto con la ropa y las partes del cuerpo, son lo que más une a las mujeres.

Pero Maggie no cae en la trampa.

—¿Por qué no me dijiste que era un cabrón?

Eso no es justo.

—Creí haberlo hecho. Sabías que estaba prometido.

—¿Estás saliendo con un tío que está prometido? —le pregunta Miranda con cara de desaprobación.

—En realidad no está prometido, solo lo dice. Ella le obligó a prometerse para poder controlarlo. —Maggie bebe otro trago de vodka—. O por lo menos esa es mi opinión.

—Me alegro de que se largara —digo—. Por lo menos ahora ya conoces su verdadera naturaleza.

—Exacto, exacto —conviene Miranda.

—¿Sabes? Miranda tiene un novio nuevo —explico a Maggie.

—Felicidades. —Maggie frunce el entrecejo, muy poco impresionada.

—Maggie tiene dos novios —le cuento a Miranda, como si fuera algo digno de admirar.

—Nunca he podido entender eso —dice Miranda—. ¿Cómo lo aguantas? La gente siempre dice que deberías salir con dos o tres hombres a la vez, pero yo no le veo la gracia.

—Es divertido —replica Maggie.

—El rasero debería ser el mismo para las dos partes, ¿no? —contraataca Miranda—. Odiamos a los tíos que salen con dos mujeres a la vez. Siempre he creído que lo que resulta inaceptable en un sexo debería, por definición, ser inaceptable en el otro.

—¿Perdona? —dice Maggie con tono desafiante—. Espero que no me estés llamando zorra.

—¡Por supuesto que no! —salto—. Miranda solo está hablando de feminismo.

—Entonces no deberías ver con malos ojos que las mujeres se acuesten con los hombres que les apetezcan —puntualiza Maggie—. Para mí eso es feminismo.

—Puedes hacer lo que quieras, cariño —la tranquilizo—. Nadie te está juzgando.

—Lo único que estoy diciendo es que los hombres y las mujeres son iguales. Deberían ser medidos por el mismo rasero —insiste Miranda.

—No estoy nada de acuerdo. Los hombres y las mujeres son completamente diferentes —se empeña en contestar Maggie.

—Yo detesto cuando la gente dice que los hombres y las mujeres son diferentes —intervengo—. Parece una justificación, como cuando la gente dice: «Los chicos son así». Me dan ganas de gritar.

—A mí me dan ganas de pegar a alguien —añade Miranda.

Maggie se levanta.

—Lo único que puedo decir es que sois tal para cual. —Y mientras la miramos con cara de pasmo, entra corriendo en el cuarto de baño y se encierra con un portazo.

—¿Es por algo que he dicho? —me pregunta Miranda.

—No eres tú, soy yo. Está enfadada conmigo por algo, aunque soy yo la que debería estarlo.

Llamo a la puerta del cuarto de baño.

—Mags, ¿estás bien? Solo estábamos charlando. No estábamos diciendo nada malo de ti.

—¡Me estoy duchando! —grita.

Miranda recoge sus cosas.

—Mejor me largo.

—Como quieras —digo, temiendo quedarme a solas con Maggie. Los enfados pueden durarle varios días.

—Además, Marty ha quedado en pasar por mi casa cuanto termine de estudiar. —Me dice adiós con la mano y echa a correr escaleras abajo.

Afortunada ella.

La ducha sigue corriendo. Ordeno mi mesa mientras confío en que lo peor no esté por llegar.

Maggie sale finalmente del cuarto de baño con una toalla en la cabeza. Se pone a recoger sus cosas y a meter la ropa en su bolsa.

—¿Te vas?

—Creo que es lo mejor —refunfuña.

—Vamos, cariño, lo siento. Miranda es muy categórica en sus opiniones. No tiene nada contra ti. Ni siquiera te conoce.

—En eso te doy la razón.

—Ya que no estás con Ryan podríamos ir al cine.

—No dan nada que me apetezca ver. —Mira a su alrededor—. ¿Dónde está el teléfono?

Está debajo de la silla. Lo cojo y se lo paso a regañadientes.

—Oye, Mags —digo con un tono cordial—, si no te importa, ¿podrías no llamar a Carolina del Sur? He de pagar las conferencias y no tengo mucho dinero.

—¿Es eso lo único que ahora te importa? ¿El dinero?

—No…

—En realidad iba a llamar a la estación de autobuses.

—No tienes que irte —digo, ansiando hacer las paces. No quiero que su visita termine con una pelea.

Maggie me ignora y mira su reloj al tiempo que asiente al auricular.

—Gracias. —Cuelga—. Hay un autobús que sale para Filadelfia dentro de tres cuartos de hora. ¿Crees que me da tiempo de cogerlo?

—Sí, pero Maggie… —Se me quiebra la voz. Realmente no sé qué más decir.

—Has cambiado, Carrie —dice cerrando bruscamente la cremallera de su bolsa.

—Todavía no sé por qué estás tan enfadada. Si he hecho algo que te ha molestado, lo siento.

—Estás diferente, ya no te reconozco. —Sacude la cabeza para dar énfasis a sus palabras.

Suspiro. Es probable que este enfrentamiento haya estado gestándose desde el instante en que entró en el apartamento y lo calificó de chabola.

—En lo único que he cambiado es en que ahora estoy en Nueva York.

—Lo sé, no has parado de recordármelo durante dos días.

—Vivo aquí.

—¿Sabes una cosa? —Coge su bolsa—. La gente de esta ciudad está pirada. Tu compañera de piso, Samantha, está pirada. Bernard pone los pelos de punta, y Miranda es una fanática. Y Ryan es un capullo. —Hace una pausa y me encojo, imaginando lo que viene a continuación—. Y ahora tú eres como ellos. También estás pirada.

La miro atónita.

—Muchas gracias.

—De nada. —Se dirige a la puerta—. Y no te molestes en acompañarme a la estación de autobuses. Sé ir sola.

—Como quieras. —Me encojo de hombros.

Se marcha con un portazo. Durante unos instantes estoy demasiado conmocionada para reaccionar. ¿Cómo se atreve a atacarme de ese modo? ¿Y por qué todo gira siempre a su alrededor? En todo el tiempo que ha estado aquí apenas ha tenido el detalle de preguntarme cómo me van las cosas. Podría haber intentado comprender mi situación en lugar de criticarlo todo.

Respiro hondo, abro la puerta y voy tras ella.

—¡Maggie!

Ya está en la calle, sobre el bordillo, con un brazo en alto para detener un taxi. Corro hacia ella en el instante en que un taxi para y Maggie abre la portezuela.

—¡Maggie!

Se da la vuelta con la mano en el picaporte.

—¿Qué?

—No te marches así. Lo siento.

Tiene la expresión dura.

—Bien. —Entra en el asiento de atrás y cierra la puerta.

Me derrumbo mientras observo cómo el taxi sortea el tráfico. Echo la cabeza hacia atrás para dejar que la llovizna alivie mis sentimientos heridos.

—¿Por qué? —pregunto en voz alta.

Entro en el edificio. Maldito Ryan. Es un capullo. Si no hubiera dejado plantada a Maggie, ella y yo no nos habríamos peleado y todavía seríamos amigas. Estaría un poco picada con ella por haberse acostado con Ryan, pero lo habría superado. Por el bien de nuestra amistad.

¿Por qué no puede ella tener la misma consideración conmigo?

Paso un rato dando vueltas por el apartamento, indignada por la desastrosa visita de Maggie. Dudo y finalmente descuelgo el teléfono para llamar a Walt.

Mientras suena, recuerdo lo mucho que he descuidado a Walt durante todo el verano y me digo que probablemente también él esté enfadado conmigo. Tiemblo al pensar en lo mala amiga que he sido. Ni siquiera sé si Walt sigue en su casa. Cuando su madre contesta, digo:

—Soy Carrie. —Con un tono de voz superdulce—. ¿Está Walt?

—Hola, Carrie —me saluda la madre de Walt—. ¿Sigues en Nueva York?

—Sí.

—Seguro que Walt se lleva una alegría cuando te oiga —añade, metiendo el dedo en la llaga—. ¡Walt! —llama—. Es Carrie.

Oigo a Walt entrar en la cocina. Visualizo la mesa de formica roja rodeada de sillas. El cuenco del perro rebosando agua. El horno-tostadora donde la madre de Walt guarda el azúcar para que no se lo coman las hormigas. Y la cara de Walt, sin duda de desconcierto. Preguntándose por qué he decidido llamarle precisamente ahora, cuando llevo semanas pasando de él.

—¿Diga? —pregunta.

—¡Walt! —exclamo.

—¿Estoy hablando con Carrie Bradshaw?

—Eso creo.

—Qué sorpresa, pensaba que habías muerto.

—Oh, Walt. —Suelto una risita nerviosa, consciente de que me merezco una reprimenda.

Walt parece dispuesto a perdonarme, porque lo siguiente que me pregunta es:

—Bueno, ¿qué pasa? ¿Qué hay de nuevo?

—Todo va bien, muy bien. ¿Cómo estás tú? —Bajo la voz—. ¿Sigues con Randy?

Mais oui! —exclama—. De hecho, mi padre ha decidido mirar hacia otro lado, gracias a la afición de Randy por el fútbol.

—Es genial. O sea, que tienes una relación de verdad.

—Para mi gran asombro, eso parece.

—Tienes suerte, Walt.

—¿Y tú qué? ¿Hay alguien especial? —pregunta dando un énfasis sarcástico a «especial».

—No lo sé. Estoy saliendo con un tío, pero es mayor que yo. Maggie lo ha conocido —añado, entrando en la razón subyacente de mi llamada—. Y no le ha gustado nada.

Walt ríe.

—No me sorprende. Maggie detesta a todo el mundo últimamente.

—¿Por qué?

—Porque no tiene ni idea de qué hacer con su vida y no soporta a la gente que sí la tiene.

Media hora después, ya le he relatado toda la visita de Maggie, que le ha parecido de lo más entretenida.

—¿Por qué no venís a verme? —le pregunto ahora que ya me siento mejor—. Tú y Randy. Podéis dormir en la cama.

—Una cama es demasiado para Randy —bromea Walt—. Él es capaz de dormir en el suelo. De hecho, es capaz de dormir en cualquier parte. Si lo llevas a una tienda, se te quedará dormido de pie.

Sonrío.

—Hablo en serio.

—¿Cuándo piensas volver?

—No lo sé.

—Ya sabes lo de tu padre, supongo —dice con suavidad.

—No.

—Glups.

—¿Qué? —pregunto—. ¿Qué ocurre?

—¿No te lo ha contado nadie? Tu padre tiene novia.

Incrédula, aprieto con fuerza el auricular. Ahora entiendo por qué lo notaba tan extraño últimamente.

—Lo siento, pensaba que lo sabías —continúa Walt—. Yo lo sé únicamente porque me lo ha contado mi madre. Va a ser la nueva bibliotecaria del instituto. Tiene veinticinco años o por ahí.

—¿Mi padre está saliendo con una chica de veinticinco años? —aúllo.

—Pensé que querrías saberlo.

—Pensaste bien —respondo furiosa—. Supongo que, después de todo, iré a casa este fin de semana.

—Genial —dice Walt—. No nos iría mal un poco de animación por aquí.