17

¿Por dónde empezamos? —pregunta Samantha con una palmada alentadora.

La miro como si no hablara en serio.

—Deberíamos empezar por comprar los ingredientes —digo con el tono con el que hablaría a una niña de párvulos.

—¿Dónde?

Se me cae la mandíbula.

—¿En un supermercado? —Cuando Samantha dijo que no sabía nada de cocina ni por un momento imaginé que se estuviera refiriendo a nada en absoluto, incluido el hecho de que una comida se hace con «productos» que hay que comprar en un «supermercado».

—¿Y dónde está el supermercado?

Quiero gritarle. En lugar de eso, me limito a observarla.

Está sentada en su despacho, detrás de su mesa, con un jersey escotado, hombros de jugador de rugby, collar de perlas y minifalda. Tiene un aspecto sexy, moderno y relajado. Yo, en cambio, parezco una desharrapada, sobre todo porque llevo la enagua de alguna anciana que me he ceñido con un cinturón de vaquero. Otro gran hallazgo de la tienda vintage.

—¿Has considerado la posibilidad de comprar comida preparada? —pregunto astutamente.

Deja ir su risa cantarina.

—Charlie cree que sé cocinar. No quiero sacarlo de su error.

—¿Y por qué lo cree, si puede saberse?

—Porque se lo he dicho yo —responde algo molesta. Se levanta y se lleva las manos a las caderas—. ¿Nunca has oído la expresión «finge hasta hacerlo realidad»? Pues yo soy la primera que la puso en práctica.

—Vale. —Levanto las manos en señal de derrota—. Primero necesito ver la cocina de Charlie, con qué cacharros puedo contar.

—Desde luego. Tiene un apartamento espectacular. Iremos ahora. —Coge un bolso Kelly enorme que no le he visto antes.

—¿Es nuevo? —le pregunto con una mezcla de envidia y admiración.

Acaricia el suave cuero antes de colgárselo al hombro.

—¿A que es bonito? Me lo ha regalado Charlie.

—Qué vida tienen algunos…

—Juega bien tus cartas y tú también la tendrás, gorrioncillo.

—¿Cómo piensas llevar a cabo tu gran plan? —pregunto—. ¿Y si Charlie descubre que…?

Agita una mano desdeñosa.

—No lo descubrirá. Los únicos momentos que Charlie pasa en la cocina son cuando hacemos el amor sobre la encimera.

Hago una mueca de asco.

—¿Y esperas que prepare una comida sobre esa encimera?

—Está limpia, Carrie. ¿Has oído alguna vez la palabra «criada»?

—En mi universo no.

Nuestra conversación se ve interrumpida por la aparición de un hombre de estatura baja y pelo castaño claro que me recuerda muchísimo al muñeco Ken.

—¿Te marchas? —pregunta a Samantha con aire severo.

Un atisbo de irritación atraviesa el rostro de Samantha, pero enseguida recupera la compostura.

—Una urgencia familiar —dice.

—¿Y la cuenta Smirnoff?

—El vodka lleva en el mercado más de doscientos años, Harry. Seguro que mañana sigue ahí. En cambio mi hermana —me señala— puede que no.

El bochorno se apodera de mi cuerpo, y me pongo roja.

Harry, sin embargo, no se lo traga. Me observa detenidamente. Está claro que necesita gafas, pero es demasiado presumido para ponérselas.

—¿Tu hermana? —pregunta—. ¿Desde cuándo tienes una hermana?

—Hay que ver, Harry… —Samantha menea la cabeza.

Harry se hace a un lado para dejarnos pasar y nos sigue por el pasillo.

—¿Volverás más tarde?

Samantha detiene sus pasos y gira lentamente sobre sus talones. En sus labios se dibuja una sonrisa.

—Jesús, Harry, hablas igual que mi padre.

Eso funciona. La cara de Harry pasa por quince tonos de verde. No es mucho mayor que Samantha, y estoy segura de que lo último que esperaba era que lo comparara con un viejo.

—¿Quién era ese? —pregunto cuando salimos a la calle.

—¿Harry? —dice despreocupadamente—. Mi nuevo jefe.

—¿Le hablas así a tu nuevo jefe?

—No me queda más remedio dada la forma en que él me habla a mí.

—¿Por qué lo dices?

—Veamos. —Se detiene en el semáforo—. En su primer día de trabajo entra en mi despacho y me dice: «He oído que eres muy competente con todo lo que te propones». Suena como un cumplido, ¿verdad? Pero luego va y añade: «Tanto dentro como fuera de la oficina».

—¿Puede decir esas cosas y quedarse tan fresco?

—Ya lo creo. —Samantha se encoge de hombros—. Nunca has trabajado en una oficina, por lo que no tienes ni idea, pero al final siempre sale a relucir el sexo. Y cuando eso ocurre, yo siempre la devuelvo.

—¿No deberías contárselo a alguien?

—¿A quién? ¿A su jefe? ¿A Recursos Humanos? Dirán que él bromeaba o que yo me insinué. ¿Y si me despiden? No tengo intención de pasarme el día en casa escupiendo bebés y haciendo galletas.

—No sé nada de tus habilidades maternales, pero si se parecen a tus habilidades culinarias, no creo que sea una buena idea.

—Gracias —responde, viendo que la he entendido.

Samantha habrá mentido a Charlie sobre sus conocimientos de cocina, pero no mentía con respecto al apartamento. El edificio se encuentra en Park Avenue, en pleno Midtown, y es de oro. No de oro de verdad, lógicamente, sino de un metal que brilla como el oro. Y si pensaba que los porteros del edificio de Bernard eran elegantes, los del edificio de Charlie lo son aún más. No solo llevan guantes blancos, sino una gorra con trenza dorada. Hasta los uniformes tienen trenzas doradas colgando de los hombros. Es todo bastante hortera, pero impresiona.

—¿En serio vives aquí? —susurro mientras cruzamos el vestíbulo. Es de mármol y resuena.

—Claro. —Samantha saluda a un portero que nos aguarda cortésmente en el ascensor—. Es como yo, ¿no crees? Glamouroso pero con clase.

—Es una manera de verlo, supongo —murmuro, contemplando las paredes de espejo ahumado que forran el interior del ascensor.

Como cabía esperar, el apartamento de Charlie es enorme. Situado en la planta cuarenta y cinco, tiene ventanas que van desde el suelo hasta el techo, una sala de estar hundida, una pared de espejos ahumados y una gran urna de plexiglás llena de reliquias relacionadas con el béisbol. Estoy segura de que tiene varios dormitorios y cuartos de baño, pero no llego a verlos porque Samantha me lleva directamente a la cocina. También esta es enorme, con encimeras de mármol y electrodomésticos relucientes. Se ve muy nueva. Demasiado nueva.

—¿Alguna vez ha cocinado alguien aquí? —pregunto mientras abro los armarios en busca de cacerolas y sartenes.

—Creo que no. —Samantha me da una palmadita en el hombro—. Seguro que te las apañas bien. Confío plenamente en ti. Espera a ver lo que voy a ponerme.

—Genial —farfullo. La cocina está prácticamente vacía. Encuentro un rollo de papel de aluminio, moldes para magdalenas, tres cuencos y una sartén grande.

—¡Tachán! —exclama cuando reaparece en el hueco de la puerta con un uniforme de doncella francesa—. ¿Qué te parece?

—Ideal si tienes previsto trabajar en la calle Cuarenta y dos.

—A Charlie le encanta.

—Oye, cielo —contesto apretando los dientes—, se trata de una cena. No puedes ponerte eso.

—Lo sé —replica con exasperación—. Caray, Carrie, ¿no puedes reconocer una broma?

—No cuando tengo que preparar un menú completo con tres cuencos y un rollo de papel de aluminio. ¿Quiénes seréis?

Levanta una mano.

—Charlie, una pareja tediosa con la que Charlie trabaja, otra pareja tediosa, Erica, la hermana de Charlie, y yo. Y mi amigo Cholly para animar el cotarro.

—¿Cholly?

—Cholly Hammond. Lo conociste en la misma fiesta en la que conociste a Bernard.

—El tipo de la americana de capitán de barco.

—Dirige una revista literaria. Te gustará.

Agito el papel de aluminio delante de su cara.

—No lo veré, ¿recuerdas? Estaré aquí dentro, cocinando.

—Si cocinar te pone tan histérica, no deberías hacerlo —espeta Samantha.

—Gracias, cariño, pero te recuerdo que esto fue idea tuya.

—Oh, ya lo sé —dice con displicencia—. Necesito que me ayudes a elegir la ropa. Los amigos de Charlie son muy conservadores.

La sigo por un pasillo enmoquetado hasta una gran suite con un vestidor y dos cuartos de baño, uno para él y otro para ella. No doy crédito a tanto esplendor. Imagina disponer de todo ese espacio en Manhattan… No me extraña que Samantha tenga tantas ganas de casarse. Ya solo el vestidor tiene el tamaño de su apartamento. A un lado hay perchas y más perchas con ropa de Charlie ordenada por tipos y colores. Los tejanos están planchados y colgados, y en los estantes, cuidadosamente apilados, hay jerseys de cachemir de todos los colores.

El lado opuesto es la sección de Samantha, inconfundible no solo por los trajes de trabajo, los zapatos de salón y los vestidos ceñidos que tanto le gusta lucir, sino por su relativa parquedad.

—Hermana, me parece que tienes mucho que hacer —señalo.

—Estoy en ello. —Ríe.

—¿Qué es esto? —Señalo un traje de rizo con ribete blanco—. ¿Un Chanel? —Miro la etiqueta que todavía cuelga de la manga y ahogo un grito—. ¿Mil doscientos dólares?

—Gracias. —Me arrebata la percha.

—¿Puedes permitírtelo?

—No, pero si quieres una vida a lo grande has de estar a la altura. Pensaba que tú, más que ninguna otra persona, lo entendería. ¿No estás obsesionada con la moda?

—No a estos precios. Este precioso vestido me costó dos dólares.

—No me extraña —replica Samantha quitándose el uniforme de doncella francesa y dejándolo en el suelo.

Se pone el traje Chanel y examina su imagen en el espejo de cuerpo entero.

—¿Qué opinas?

—¿No es lo que se ponen todas esas señoras que salen a comer? Sé que es un Chanel, pero no es tu estilo.

—Lo que lo hace idóneo para una dama del Upper East Side que aspira a llegar lejos.

—Pero tú no eres una dama del Upper East Side —señalo, pensando en todas las noches locas que hemos pasado juntas.

Se lleva un dedo a los labios.

—Ahora sí. Y lo seré el tiempo que haga falta.

—¿Y luego?

—Seré rica e independiente. Puede que me vaya a vivir a París.

—¿Tienes previsto divorciarte de Charlie antes incluso de haberte casado? ¿Y si tenéis hijos?

—¿Tú qué crees, gorrioncillo? —Mete el uniforme de doncella en el armario con un puntapié y me mira fijamente—. Si no recuerdo mal, alguien aquí tiene una cena que preparar.

Cuatro horas más tarde, pese a tener el horno en marcha y dos fogones encendidos, estoy tiritando. Charlie mantiene la temperatura del apartamento como la de un camión refrigerado. Seguro que en la calle estamos por lo menos a treinta grados, en cambio aquí dentro no me iría nada mal uno de sus jerseys de cachemir.

«¿Cómo lo soporta Samantha?», me pregunto mientras remuevo la sartén. Aunque imagino que está acostumbrada. Si te casas con un ricachón tienes que hacer lo que él quiere.

—¿Carrie? —me pregunta Samantha entrando en la cocina—. ¿Cómo va todo?

—El plato principal está casi listo.

—Gracias a Dios —dice antes de beber un largo trago de vino tinto de una copa gigante—. Me estoy volviendo loca en ese comedor.

—¿Y qué crees que estoy haciendo yo aquí?

—Por lo menos no estás obligada a hablar de tratamientos de ventanas.

—¿Cómo «se trata» una ventana? ¿La envías al médico?

—Al decorador —suspira—. Veinte mil dólares por unas cortinas. No creo que pueda aguantar mucho más.

—Pues no te queda más remedio. Me estoy congelando aquí dentro para que tú puedas causar buena impresión. Todavía no entiendo por qué no contrataste un catering.

—Porque Superwoman no contrata catering. Ella lo hace todo.

—Toma. —Le paso dos platos ya servidos—. Y no te olvides la capa.

—¿Qué es? —Los mira con escepticismo.

—Chuletas de cordero con crema de champiñones. Las cosas verdes son espárragos y las cosas marrones patatas —digo con sarcasmo—. ¿Ha descubierto ya Charlie que estoy aquí dentro, cocinando?

—No tiene ni idea. —Esboza una sonrisa.

—Entonces dile simplemente que es un plato francés.

—Gracias, gorrioncillo. —Se aleja. Cuando abre la puerta de la cocina le oigo exclamar—: Voilà.

Desafortunadamente, no puedo ver a los invitados porque el comedor se encuentra al otro lado del pasillo. Aunque sí que alcanzo a echarles un breve vistazo. La mesa también es de plexiglás. Está visto que Charlie tiene pasión por el plástico.

Me pongo con los minisoufflés de chocolate. Estoy a punto de introducirlos en el horno cuando una voz exclama:

—¡Ajá! Sabía que era demasiado bueno para ser cierto.

Doy un salto de un kilómetro y casi se me cae el molde.

—¿Cholly? —susurro.

—Carrie Bradshaw, si no me equivoco —dice entrando con paso firme en la cocina y abriendo la nevera—. Me estaba preguntando qué había sido de ti. Ahora ya lo sé.

—No, no lo sabes. —Cierro suavemente la puerta del horno.

—¿Por qué te tiene Samantha aquí escondida?

Abro la boca para explicárselo, pero vuelvo a cerrarla. Cholly tiene pinta de cotilla; seguro que le falta tiempo para correr hasta el comedor y desvelar que la cocinera soy yo. Soy como Cyrano, aunque dudo que al final me lleve al chico.

—Oye, Cholly…

—Lo sé —me dice con un guiño—. Hace años que conozco a Samantha. No creo que sepa ni freír un huevo.

—¿Vas a contarlo?

—¿Y estropear la velada? No, pequeña —dice con dulzura—. Tu secreto está a salvo conmigo.

Se marcha, y dos minutos después Samantha irrumpe en la cocina.

—¿Qué ha ocurrido? —me pregunta, presa del pánico—. ¿Te ha visto Cholly? Viejo entrometido. Sabía que no era una buena idea invitarlo. Con lo bien que iba todo. Las mujeres están tan celosas que casi puedo ver el humo saliendo de sus orejas. —Aprieta los dientes con frustración y se lleva las manos a la cara. Es la primera vez que la veo realmente angustiada y me pregunto si su relación con Charlie es tan fantástica como dice.

—Tranquila. —Le pongo una mano en el hombro—. Cholly me ha prometido que no dirá nada.

—¿En serio?

—En serio, y creo que cumplirá su palabra. Parece un viejo legal.

—Lo es —dice, aliviada—. Y esas mujeres son como serpientes. Durante el aperitivo una de ellas no ha parado de preguntarme cuándo teníamos pensado empezar a tener hijos. Cuando le he contestado que no lo sabía, se ha puesto toda pedante y me ha dicho que me pusiera con ello ya, antes de que Charlie cambiara de idea con respecto a la boda. Luego me ha preguntado cuándo tenía previsto dejar mi trabajo.

—¿Y tú qué le has contestado? —pregunté indignada.

—Le he dicho: «Nunca, porque no veo mi trabajo como un trabajo, sino como una profesión. Y las profesiones no se dejan». Eso la ha dejado muda durante un minuto. Luego me ha preguntado donde estudié.

—¿Y?

Samantha endereza la espalda.

—Le he mentido. Le he dicho que fui a un pequeño colegio de Boston.

—Oh, cariño.

—¿Qué importa? No pienso arriesgarme a perder a Charlie porque a una pija neurótica no le guste el colegio donde estudié. Ahora que he llegado hasta aquí, no pienso dar un solo paso atrás.

—Por supuesto que no —digo acariciándole el hombro—. Creo que debería irme antes de que aparezca alguien más.

Asiente.

—Buena idea.

—Los soufflés están en el horno. Lo único que tienes que hacer es sacarlos dentro de veinte minutos, volcarlos en los platos y coronarlos con una bola de helado.

Me mira agradecida y me envuelve en un abrazo.

—Gracias, gorrioncillo. No habría podido hacerlo sin ti.

Da un paso atrás y se alisa el pelo.

—Por cierto —añade con cautela—. ¿Te importaría salir por la puerta de servicio?