Ryan sale furtivamente del dormitorio a las cinco de la mañana. Cierro con fuerza los párpados y me hago la dormida. No quiero verle ni hablar con él. Oigo sus pasos cruzando la sala y, a renglón seguido, el chirrido de la puerta. «Pasa de todo», me digo. Tampoco es tan fuerte. Se han acostado, ¿y qué? No es asunto mío. Aun así, ¿es que a Ryan no le importa su prometida? ¿Y qué hay de Maggie y sus dos novios? ¿Acaso no existen límites en el sexo? ¿Tan poderoso es que puede borrar tu pasado y tu buen juicio?
Concilio el sueño, agitado al principio y más profundo después. Estoy soñando que Viktor Greene me está diciendo que me ama, aunque no parece Viktor, sino Capote, cuando Maggie me despierta.
—Hola —dice toda contenta, como si nada indecoroso hubiera ocurrido—. ¿Quieres un café?
—Sí —digo mientras recuerdo la horrible noche. Estoy exhausta y vuelvo a sentirme algo irritada. Enciendo un cigarrillo.
—Estás fumando mucho —me advierte Maggie.
—Ja —replico, pensando en lo mucho que ella fuma.
—¿No te has dado cuenta de que lo he dejado?
La verdad es que no.
—¿Cuándo? —Le lanzo desafiantes anillos de humo.
—Después de conocer a Hank. Dijo que era asqueroso y me di cuenta de que tenía razón.
Me pregunto qué opinaría Hank respecto a su comportamiento de anoche.
Entra en la cocina, encuentra el café instantáneo y un hervidor y espera a que el agua rompa a hervir.
—Anoche lo pasamos en grande, ¿verdad?
—Bomba, lo pasé bomba. —No puedo evitar el sarcasmo en mi voz.
—¿Qué te pasa ahora? —pregunta Maggie como si fuera yo la que no para de quejarse.
Es demasiado pronto para una discusión.
—Nada, pero Ryan está en mi clase y…
—Ahora que lo mencionas, va a llevarme al cine, a una película de un director chino. Los siete no sé qué.
—¿Los siete samuráis? De Kurosawa. Es japonés.
—¿Cómo lo sabes?
—Los tíos siempre hablan de ella. Dura como seis horas.
—Dudo mucho que aguantemos seis horas —me dice con un tono pícaro mientras me pasa una taza de café.
Una noche pase, pero ¿dos? Ni hablar.
—Oye, Mags, no me parece buena idea que Ryan venga esta noche. Samantha podría enterarse…
—No te preocupes. —Se sienta a mi lado en el futón—. Ryan me ha dicho que podemos ir a su apartamento.
Recojo de mi taza un grano de café flotante.
—¿Y su prometida?
—Ryan dice que cree que le engaña.
—¿Y eso es justificación?
—Por Dios, Carrie, ¿qué te pasa? No seas tan puritana.
Bebo un sorbo de café y me insto a no replicarle. Si de algo me jacto, es de no ser «puritana». Puede que, después de todo, no me conozca tan bien como creo.
Tengo clase a la una, pero salgo de casa mucho antes alegando recados que hacer. Maggie y yo nos hemos comportado civilizadamente la una con la otra pero, por dentro, yo era una bomba de relojería. He tenido que hacer un gran esfuerzo para no volver a mencionar a Ryan y otro aún mayor para no sacar a relucir a Bernard. Me prometí que no hablaría de él porque, si lo hacía, temía acusar a Maggie de echar a perder mi relación. Acusación que incluso mi ilógico cerebro encontraba algo exagerada.
Cuando Maggie ha encendido la tele y se ha puesto a hacer levantamientos de piernas he aprovechado para huir.
Todavía falta una hora para mi clase, así que me dirijo a la White Horse Tavern, donde puedo hincharme de café decente por cincuenta centavos. Para mi gran alegría L’il se encuentra allí, escribiendo su diario.
—Estoy agotada. —Suspiro cuando me siento frente a ella.
—No lo parece.
—Creo que he dormido dos horas.
Cierra el diario y me mira fijamente.
—¿Bernard?
—Ojalá. Bernard me ha dejado.
—Lo siento. —Esboza una sonrisa dulce.
—Oficialmente no —me apresuro a explicar—, pero después de lo de anoche es probable que lo haga. —Me echo tres azucarillos en el café—. Y mi amiga Maggie se acostó anoche con Ryan.
—Por eso estás tan cabreada.
—No estoy cabreada, estoy decepcionada. —No parece convencida, de modo que añado—: Y tampoco estoy celosa. ¿Cómo quieres que me atraiga Ryan si tengo a Bernard?
—¿Por qué estás enfadada entonces?
—No lo sé. —Hago una pausa—. Ryan está prometido, y Maggie tiene dos novios. No está bien.
—El corazón quiere lo que el corazón quiere —declara con un tono enigmático.
Aprieto los labios con desaprobación.
—Pues el corazón debería tener más juicio.
En clase no abro la boca. Ryan intenta hablarme de lo estupenda que es Maggie, pero me limito a asentir fríamente con la cabeza. Rainbow hasta me dice hola, aunque Capote me ignora, como siempre. Por lo menos él se comporta de manera normal.
Luego Viktor va y me pide que lea las primeras diez páginas de mi obra de teatro. Me quedo petrificada. Es la primera vez que me pide que lea y tardo un minuto en asimilarlo. ¿Cómo espera que lea la obra yo sola? Hay dos personajes, un hombre y una mujer. No puedo leer también la parte del hombre. Pareceré idiota.
Viktor ha conseguido llegar a esa misma conclusión.
—Tú leerás el personaje de Harriet —dice—, y Capote leerá el de Moorehouse.
Capote mira a su alrededor con cara de fastidio.
—¿Harriet? ¿Moorehouse? ¿Qué clase de nombre es Moorehouse?
—Imagino que ya lo averiguaremos —contesta Viktor retorciéndose el bigote.
Esto es lo mejor que me ha ocurrido en, por lo menos, dos días. Puede que hasta me compense por todo lo demás.
Aferrada a mi guión, camino hasta el frente de la clase seguida de un Capote colorado.
—¿A quién interpreto? —me pregunta.
—A un hombre de cuarenta años que está pasando por la crisis de la madurez. Y yo soy la bruja de su mujer.
—No me extraña —rezonga.
Le sonrío. ¿Es esa la razón de su constante animosidad? ¿Que piensa que soy una bruja? Si piensa de veras que soy una bruja, me alegro.
Empezamos a leer. Hacia la segunda hoja ya estoy metida en el papel, concentrada en cómo debe de ser estar en la piel de Harriet, una mujer infeliz que soñaba con triunfar en la vida pero que ha sido eclipsada por un marido infantil.
Hacia la tercera hoja, la clase ya ha comprendido que la obra es, en principio, cómica y empieza a reír por lo bajo. Hacia la quinta hoja oigo incluso carcajadas. Cuando llegamos al final la clase estalla en aplausos.
Uau.
Miro a Capote, esperando, absurdamente, su aprobación. Tiene la expresión dura cuando evita deliberadamente mi mirada.
—Buen trabajo —murmura por obligación.
Me trae sin cuidado. Regreso a mi silla flotando en una nube.
—¿Comentarios? —dice Viktor.
—Parece una versión juvenil de ¿Quién teme a Virginia Wolf? —se aventura Ryan.
Me vuelvo agradecida hacia él. Posee una lealtad que de repente valoro. Es una pena que dicha lealtad se acabe cuando se trata de sexo. Si un tío es infiel en las relaciones de pareja pero decente en todo lo demás, ¿es aceptable que te guste como persona?
—Lo que más destacaría es la forma en que Carrie logra que una escena doméstica de lo más banal resulte interesante —dice Viktor—. Me gusta que tenga lugar mientras la pareja se está cepillando los dientes. Es una actividad que todos hacemos a diario.
—Como cagar —observa Capote.
Sonrío como si estuviera demasiado por encima de él para que su comentario me ofenda. Pero ahora ya es definitivo y oficial, decido. Le odio.
Viktor se acaricia el bigote con una mano y la nuca con la otra, como si temiera que su pelo pudiera echar a correr.
—¿Y ahora L’il podría tener la gentileza de leernos su poema?
—Claro. —L’il se levanta y camina hasta el frente de la clase—. «La zapatilla de cristal» —declara—. «Mi amante me hizo trizas. Como si mi cuerpo fuera de cristal, estrellado contra las rocas, algo que puede ser utilizado y arrojado después…».
El poema continúa en esa línea unas frases más y, cuando termina, L’il esboza una sonrisa nerviosa.
—¿Opiniones? —inquiere Viktor con una tirantez desacostumbrada en su voz.
—Me ha gustado —digo—. El cristal hecho trizas es una manera excelente de describir un corazón roto. —Lo que me recuerda cómo me voy a sentir cuando Bernard ponga fin a nuestra relación.
—Es pedante y previsible —replica Viktor—. Flojo y propio de una colegiala. Es lo que pasa cuando das tu talento por descontado.
—Gracias —dice L’il con un tono sereno, como si no le importara.
Vuelve a su sitio, y cuando la miro por encima de mi hombro, veo que tiene la cabeza gacha y la expresión acongojada. Sé que es demasiado fuerte para llorar en clase, pero si lo hiciera todo el mundo lo entendería. Viktor puede ser desagradable con sus valoraciones, pero nunca antes se había mostrado deliberadamente cruel.
Auque debe de sentirse culpable porque está tirando del pobre Waldo como si quisiera arrancárselo de la cara.
—Resumiendo, estoy deseando oír más de la obra de teatro de Carrie. En cuanto a L’il… —Se detiene y se da la vuelta.
Aunque debería de estar eufórica, no lo estoy. L’il no se merece esa crítica. Lo cual podría significar que yo tampoco me merezco el exagerado elogio. Ser genial no resulta tan fantástico cuando es a costa de otra persona.
Recojo mis papeles mientras me pregunto qué acaba de pasar. Puede que en el fondo Viktor no sea más que otro tío veleidoso, solo que en lugar de serlo con las mujeres lo es con sus alumnos favoritos. Al principio del curso colmó de elogios a L’il, pero se ha cansado de ella y ahora yo he pasado a ser el blanco de su atención.
L’il sale de clase como una flecha. Le doy alcance en el ascensor y aprieto el botón de cerrar las puertas para que no suba nadie más.
—Lo siento. Tu poema me ha encantado, en serio —digo efusivamente, tratando de compensar la crítica de Viktor.
L’il se aprieta la cartera contra el pecho.
—Tiene razón, el poema es una mierda. Tengo que trabajar más.
—Trabajas más que el resto de la clase, L’il. Trabajas mucho más que yo. De nosotras dos, yo soy la gandula.
Menea la cabeza.
—Tú no eres gandula, Carrie, simplemente no tienes miedo.
Ahora sí que no entiendo nada, dada nuestra conversación acerca de los miedos del escritor.
—A mí no me lo parece.
—Es cierto. Tú no le tienes miedo a esta ciudad. No temes probar cosas nuevas.
—Tú tampoco —digo con dulzura.
Bajamos del ascensor y salimos a la calle. Luce un sol abrasador, y el calor es como una bofetada en la cara. L’il frunce el entrecejo y se pone unas gafas de sol baratas, de esas que los vendedores ambulantes ofrecen en cada esquina.
—Y no te preocupes por mí. ¿Piensas contárselo a Bernard?
—¿El qué?
—Lo de tu obra. Deberías enseñársela. Estoy segura de que le encantaría.
La observo con detenimiento, preguntándome si está siendo cínica conmigo, pero no percibo atisbo alguno de malicia. Además, L’il no es así. Ella nunca ha tenido celos de nadie.
—Tal vez lo haga —digo.
Bernard. Debería enseñarle mi obra, pero después de lo de anoche ni siquiera sé si quiere hablar conmigo.
Tampoco es que pueda hacer nada al respecto. He quedado con Samantha para ayudarla con su locura de cena.